17
Roma
Más tarde esa misma mañana, con los acontecimientos de Corfú aún frescos en la memoria, Serena observó el obelisco de la plaza de San Pedro a través de la ventanilla de cristal tintado del coche. Benito atravesó las puertas de la ciudad del Vaticano la víspera del Domingo de Ramos antes de las celebraciones de Semana Santa.
Serena comprobó el teléfono Vertu. No podía borrar de su mente el recuerdo de Conrad de la noche anterior ni olvidar el odio que había visto en sus ojos. Pero él no le había dejado ningún mensaje. Ni pista alguna de por dónde andaba. Lo que sí tenía era una invitación de Evite para ir al funeral de Mercedes Le Roche en París, al lunes siguiente, junto con otro correo electrónico personal del mismísimo papá Le Roche, el Rupert Murdoch de la prensa francesa, rogándole que asistiera como amiga de la familia.
—Bastantes preocupaciones tiene usted ya, signorina —comentó Benito, alzando la vista hacia el retrovisor y leyéndole el pensamiento—. Él sabe cuidar de sí mismo. Usted debe pensar en Rodas.
—Lo sé, Benito —contestó Serena—. Pero esta vez es diferente. Lo presiento.
—Siempre es diferente, signorina. Cada vez que atravesamos estas puertas. Y siempre es lo mismo.
Cierto pensó Serena. Benito giró en una curva de la ancha carretera y llegó a la entrada del Governatore. Ocho años antes el papa la había recibido en un despacho secreto de ese mismo edificio y le había entregado un mapa de antes del diluvio. Le había encargado la sagrada misión de descubrir unas ruinas antiguas a más de tres kilómetros por debajo del hielo de la Antártida. Cuatro años después, en ese mismo despacho, el diabólico cardenal Tucci le había revelado la verdad sobre los Dominus Dei, una orden ultrasecreta dentro del seno de la Iglesia. Después había saltado al vacío por la ventana. En ese momento, el despacho era el suyo.
La Guardia Suiza con sus uniformes rojos pareció despertar nada más verla entrar. Serena pasó por delante de un enjambre de oficinas a lo largo de un oscuro pasillo y llegó a un antiguo ascensor de servicio.
En circunstancias normales aquel ascensor la habría llevado hasta sus oficinas de la quinta planta. Oficialmente el objetivo de su departamento consistía en interceder por los cristianos perseguidos en países políticamente hostiles. Extraoficialmente, sin embargo, administraba el trabajo de los Dominus Dei. Pero aquellos no eran en absoluto días ni circunstancias normales. Serena apoyó el dedo pulgar sobre un botón en el que no había ninguna marca y que no era sino un escáner biométrico. El ascensor descendió hasta las catacumbas por debajo de la ciudad del Vaticano.
Se sentía como una prisionera en su propio castillo. Recordaba las palabras de Jesús en el libro del Apocalipsis: «Mira que estoy a la puerta y llamo; si alguno oye mi voz y me abre la puerta, entraré en su casa y cenaré con él y él conmigo». En realidad Jesús hablaba de la puerta del corazón humano, pero lo mismo podía haber estado hablando de la Iglesia. Después de todo, Dios había llamado a san Pablo y le había encargado la misión de ir más allá de su mundo judío para llevar el mensaje de la redención a través de la fe en Jesucristo a los griegos y, finalmente, al césar de Roma.
Quizá también a ella la hubiera estado llamando Dios para que saliera «ahí fuera», más allá de los muros de la Iglesia. Se había encerrado en sí misma, se dijo Serena, para proteger a Conrad, a la Iglesia y al mundo. Pero quizá estuviera haciendo más daño que bien. Después de todo era más fácil encontrar a Dios más allá de las cúpulas, de los capiteles y de los muros del Vaticano, con la gente a la que Él llamaba «los últimos». No con los ricos, ni con los poderosos, ni con los religiosos, a los que Serena había encontrado tan mundanos, pobres y débiles de espíritu como a todos los demás.
Y sin embargo ahí seguía, encerrada dentro de las puertas sagradas de Roma.
Serena salió del ascensor y entró en una planta secreta por debajo del palacio del Governatore. Recorrió un largo túnel subterráneo hasta la pesada puerta decorada, tras la cual el Dei atesoraba artefactos de incalculable valor recolectados por todo el mundo durante siglos. De haber dependido de ella habría devuelto la mayor parte de ellos a los museos de sus culturas de origen. Pero no dependía de ella.
Lo cierto era que últimamente sus opciones parecían estar más limitadas que nunca.
Un joven monje de los Dei la esperaba en la estancia escasamente iluminada custodiando dos globos de cobre de otro mundo. El hermano Lorenzo era uno de los más importantes expertos en antigüedades del Vaticano. Se dedicaba tanto a señalar la autenticidad de las obras de arte como a falsificarlas. Nada más ver a Serena se arrodilló ante ella y le besó el anillo con la insignia del Dominus Dei.
—Su eminencia. Bienvenida.
Serena se sintió extremadamente incómoda. Bajó la vista hacia la cabeza del monje y se soltó la mano. La Iglesia no permitía a las mujeres ser sacerdotes y menos aún cardenales. Sin embargo como cabeza rectora de los Dominus Dei, a ella se la consideraba automáticamente un «cardenal secreto» nombrado directamente por el papa. Un cardenal secreto para ocultar los secretos de la Iglesia. Aunque los últimos pontífices eran tan conservadores que jamás la habrían reconocido como tal. No obstante, y para su propio asombro, el Vaticano reconocía secretamente el rango de su despacho si bien no el de quien ocupaba el cargo. Y sus subordinados, alarmantemente ansiosos por conquistar el puesto algún día, aprovechaban cualquier oportunidad para dirigirse a ella con el apelativo de cardenal.
—Gracias, hermano Lorenzo. Puedes llamarme hermana Serghetti.
Lorenzo se puso en pie, pero sus codiciosos ojos permanecieron fijos sobre la medalla que colgaba del cuello de Serena.
—Sí, hermana Serghetti.
Tal y como le había explicado a Midas, según contaba la leyenda, aquella moneda romana antigua del colgante era el denario del tributo que Jesús había sostenido en alto al decirles a sus seguidores que debían «darle al césar lo que es del césar, y a Dios lo que es de Dios». A través de los siglos había ido pasando de mano en mano por todos los líderes del Dei. Para muchos representaba más poder aún que el del mismo papa. Lo cual sin duda explicaba la irresistible fascinación de Lorenzo por la medalla.
Serena interrumpió el estado de trance de Lorenzo con una orden.
—Los globos, Lorenzo.
—Por aquí, hermana Serghetti.
Serena lo siguió a una pequeña alcoba en donde se guardaban los dos globos y que era casi como una vitrina. Uno de los globos mostraba la superficie de la tierra; el otro, los cielos. Cada esfera tenía unos cuarenta y cinco centímetros de diámetro. Su factura se parecía al trabajo que realizaba el maestro cartógrafo holandés Willem Bleau en su estudio en el siglo XVI. Sin embargo los dos globos se habían construido miles de años antes, aunque los intentos de Serena de fecharlos no habían resultado concluyentes.
Tanto la Iglesia como la tradición de los templarios sugerían que esos globos podían haber descansado una vez sobre las columnas gemelas de la entrada del templo del rey Salomón. Pero ya por entonces los mismos caballeros templarios creían que se habían fabricado mucho antes. Mientras Noé construía el arca, otro de los hijos de Lámek grababa los globos con los conocimientos perdidos de la Atlántida y del mundo anterior al diluvio para que esos saberes no se perdieran cuando llegara el caos de la inundación. Según creían los templarios, los globos contenían o señalaban algunas revelaciones anteriores al Génesis.
Sin embargo, Serena solo había podido certificar con cierta seguridad la leyenda según la cual los caballeros templarios habían desenterrado los globos de debajo del Monte del Templo de Jerusalén.
Siglos después los masones los habían trasladado al Nuevo Mundo y los habían enterrado debajo de lo que luego se convertiría en la ciudad de Washington. Y allí se habían quedado hasta que, en el siglo XXI, Conrad Yeats se había adelantado a la Alineación y se había puesto a excavar.
Según parecía los globos funcionaban conjuntamente como una especie de reloj astronómico, aunque Serena aún no había sido capaz de averiguar de qué modo. Estaba convencida de que necesitaba conocer un código secreto o una alineación entre una constelación del globo celestial con un punto destacado del globo terrestre. Después de todo, saber que la ciudad de Washington se alineaba con la constelación de Virgo era lo que había llevado a Conrad a localizar ambos globos. Así que era lógico que la alineación de los globos, el uno con el otro, la condujera hasta otro descubrimiento todavía mayor: un descubrimiento que durante siglos se les había escapado tanto a la Iglesia como a los caballeros templarios, los masones, los americanos y, en general, a todo el mundo.
Es decir; a todo el mundo excepto a la Alineación, que le había ordenado a Serena que transportara los dos globos a la reunión del Consejo de los Treinta de la isla de Rodas, la cual tendría lugar a la semana siguiente bajo el disfraz de la cumbre europea por el destino de Jerusalén.
Serena acarició con la mano el suave contorno de los continentes del globo terrestre y se maravilló ante su aspecto holográfico en tres dimensiones.
—Bien, cuéntame lo que has descubierto del globo terrestre —le dijo a Lorenzo.
—La esfera terrestre está repleta de ruedas mecánicas que hacen girar la superficie de los diales más singulares que haya visto nunca en un reloj astronómico antiguo.
—¿Qué diales?
—Los hemisferios norte y sur del globo terrestre son en realidad diales —explicó Lorenzo—. Dentro está el mecanismo, que no es sino una serie de engranajes que mueven los diales. Toda la serie de engranajes se mueve con una manivela que se inserta en este diminuto agujerito que hay en medio de la Antártida.
Serena observó de cerca el diminuto agujero dentro de la antigua superficie terrestre del este de la Antártida. Tenía la forma de un pentágono.
—¿Cómo ha podido pasárseme por alto?
—Es muy pequeño.
Lorenzo sacó una diminuta llave en forma de ese que él mismo había reproducido, la insertó en el agujero y comenzó a darle vueltas.
—Funciona igual que la llave de un reloj: mueve los mecanismos que hay dentro del caparazón.
Para asombro de Serena, la superficie del globo terrestre comenzó a cambiar ante sus ojos como si se tratara de una película de dibujos de alta definición. Los continentes no se movieron, pero sus contornos brillaron por un segundo hasta quedar inmóviles en su justo lugar.
—¿Qué ha ocurrido?
—Esto —dijo Lorenzo, que sacó la manivela e insertó en el agujero una linterna con forma de lápiz.
De pronto parecieron estallar tres puntos de luz dentro del globo justo en las localizaciones de la Antártida, Washington D. C. y Jerusalén.
—¡Es un triángulo! —exclamó Serena con resolución—. ¡Igual que el del Capitolio, la Casa Blanca y el monumento a Washington! Esos monumentos están alineados con las constelaciones del Boyero, Leo y Virgo. Y del mismo modo estas tres capitales del globo terrestre deberían estar alineadas con tres constelaciones del globo celeste.
—Pero el problema es que el verdadero globo celeste sigue en poder de los americanos —le recordó Lorenzo—. Y tú jamás lo has visto con tus propios ojos. Solo has visto el globo terrestre que le robaste al doctor Yeats. El es la única persona que sigue viva y que ha visto los dos globos, lo cual nos pone a nosotros en una terrible desventaja. Este globo celeste falso que yo he construido no es más que un intento de reflejar en términos astrales el mapa que he deducido del globo terrestre.
Por desgracia, es cierto, pensó Serena. Su plan era conseguir que Marshall Packard le proporcionara el globo celeste original a cambio de sus descubrimientos acerca de las operaciones de colocación de minas de los rusos en el Ártico. Pero el plan había estallado por los aires en Corfú. Así que Serena se había visto obligada a recurrir al plan B.
—Lo he hecho lo mejor que he podido —continuó explicándole Lorenzo mientras le mostraba los dos globos, el uno al lado del otro: el celeste, falso, y el terrestre, auténtico.
—¡Oh, vaya! —exclamó Serena, que fue incapaz de disimular su decepción.
El acabado del globo celeste era notablemente inferior, si se comparaba con el globo terrestre.
—Nuestros artesanos metalúrgicos me han dicho que jamás habían visto nada como este mineral de cobre y bronce del que está hecho el globo original —dijo Lorenzo—. Lo que estás viendo es lo mejor que han podido hacer para igualar al auténtico.
Serena trató de reprimir el susto. No contaban más que con setenta y dos horas para remediar aquel desastre, y con la Alineación jamás había una segunda oportunidad.
—Dame la linterna, Lorenzo.
Lorenzo le tendió la linterna y Serena la insertó en el diminuto agujero del fondo del falso globo celestial. De inmediato aparecieron tres puntos de luz en las constelaciones de Orion, Virgo y Aries: la estrella Alnilam, la más brillante del Cinturón de Orion; Spica, la estrella alfa de Virgo y por último Hamal, la estrella también más brillante de la constelación de Aries.
—He elegido Orion y Virgo basándome en lo que me contaste de la Antártida y de Washington. Y luego escogí Aries para Jerusalén porque Aries es el símbolo cósmico del cordero, y Jerusalén es el lugar donde se dice que se originaron los globos.
—Me parece correcto. Ahora necesitamos que la Alineación tome la copia falsa por el original —dijo Serena, observando cuidadosamente la creación de Lorenzo—. No podemos conseguir que nuestro globo celeste alcance la calidad del terrestre, pero sí podemos degradar el aspecto del terrestre sin deteriorarlo. Quizá deslustrándolo con alguna capa de algo.
—Aun así no soportará el escrutinio de la Alineación —señaló Lorenzo.
—¡Por supuesto que no! —soltó Serena—. Solo necesito que pase un examen visual rápido. Después dejaré que la Alineación examine el globo terrestre primero.
—¿Y cómo vas a lograr eso?
Serena aún no tenía la respuesta, pero tampoco estaba dispuesta a consentir que Lorenzo la angustiara. Lo mejor que podía hacer era tratar de mantener engañada a la Alineación mientras averiguaba quiénes eran los otros Treinta. Conrad había desenmascarado a los doce americanos. Los dieciocho restantes tenían que ser europeos, incluyéndola a ella como cabeza rectora del Dei. Eso significaba que faltaban diecisiete del Consejo por desenmascarar en la reunión de Rodas.
—Eso es problema mío, Lorenzo. El tuyo es preparar estos globos para el viaje a Rodas. Tienes que ponerte a trabajar con los griegos para conseguir que sorteen todos los mecanismos de seguridad de la cumbre europea. Y también vamos a necesitar dos cajas a la medida con cavidades bien aisladas para el transporte.
Lorenzo asintió y se marchó. Cerró la puerta de roble decorada tras él sin decir una palabra más.