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Durante todo el trayecto por la calle de los Caballeros hacia el palacio del Gran Maestre, Serena estuvo preguntándose quién podría ser Uriel. Si su papel dentro de la Alineación casaba con el significado del nombre, entonces Uriel tenía que ser el último que tuviera en sus manos el Flammenschwert. Eso señalaba a Midas, así que Serena se preparó para ver su horrible sonrisa esperándola junto al tercer globo.
—Ojalá pudiera entrar con usted, signorina —dijo Benito mientras conducía el todoterreno G55 hacia la entrada de la torre oeste.
—Sí, a mí también me gustaría —contestó ella.
El agregado griego del que le había hablado Midas la esperaba con dos personas de confianza y un carrito. Benito abrió el portón trasero del coche y los dos ayudantes colocaron las cajas de acero con los dos globos de cobre sobre el carrito. Serena los siguió por la puerta.
Atravesaron el vestíbulo, pasaron por delante del mosaico de la medusa y siguieron por un largo pasillo abovedado hasta un nivel inferior. Todo era exactamente tal y como estaba dibujado en el plano que le había enseñado Conrad en el lago en Italia. No fue necesario que nadie le dijera en qué sala estaba cuando entraron en la Sala de los Caballeros y la dejaron a solas con los globos. El tamaño de la estancia y la decoración, que tenía algo de siniestro, bastaban para anunciar lo que era.
Entonces una pequeña puerta de madera que había a un lado se abrió por sí sola y Serena vio la sala adjunta y un reflejo reluciente que solo podía proceder del tercer globo. Empujó el carrito por la puerta hasta la mesa redonda y se quedó mirando el globo que había encima.
El tercer globo.
Permaneció de pie, en silencio, contemplándolo. Era magnífico, como un objeto forjado en las profundidades de un volcán o en una montaña de mineral de cobre de la Atlántida. De cerca recordaba a los globos terrestre y celestial y resultaba obvio que formaban parte de la familia. Sin embargo, los diales tallados sobre la superficie hacían de él un globo armilar, construido para predecir los ciclos del sol, la luna y los planetas. Era el tercer elemento del tiempo que faltaba, como ya había sospechado, y con razón, el hermano Lorenzo mientras hacía sus cálculos en el Vaticano.
Una puerta se abrió. Serena alzó la vista y vio al general Gellar, el ministro de Defensa israelí, que la miraba de arriba abajo, muy sorprendido.
El sentimiento es mutuo, pensó ella.
—¿Tú eres Uriel? —preguntó Serena. Se conocían desde hacía tiempo, pero de pronto se miraban el uno al otro de un modo distinto—. ¿Para qué quieres estos globos?
—¿De verdad necesitas preguntarlo? —inquirió a su vez Gellar, ofendido—. Son nuestros. Pertenecen a Israel. Sois vosotros quienes los robasteis.
—¿Dices que nosotros los robamos?
—Los caballeros templarios nos los robaron de debajo del Monte del Templo junto con todo lo que pudieron usurparnos para financiar las guerras, incrementar su poder y perseguir a los judíos.
Serena trató de comprender, de averiguar qué estaba pasando.
—Bien, pues yo me declaro culpable en nombre de la Iglesia católica romana. El papa se ha disculpado oficialmente. Aunque yo, por supuesto, no vivía por esa época. Pero de haber vivido, estoy convencida de que mi actitud habría sido antisemita.
Gellar pareció darse cuenta entonces de que su actitud era ridícula, aunque era evidente que consideraba el medallón del Dei que colgaba del cuello de Serena como si fuera la chapa identificativa de un nazi muerto.
—Tú no eres uno de los Treinta, general, ¿verdad?
—No —negó él.
—Pero haces tratos con ellos.
—¿Quieres decir contigo? Sí. Israel no sería un país si tuviera relaciones solo con sus amigos.
Le habría gustado decirle que ella tampoco pertenecía a la Alineación, pero una declaración como esa, hecha en las mismas entrañas del palacio del Gran Maestre, jamás habría resultado verosímil. Habían sido los caballeros de San Juan, una unidad militar prima hermana de los caballeros templarios, quienes habían construido el palacio. Y, de todas maneras, Serena tenía que averiguar el propósito al cual iban destinados los globos y la razón por la que la Alineación se los devolvía a los israelíes.
—¿Vas a llevártelos de vuelta a Jerusalén?
—Sí, al lugar donde deben estar.
Serena se quedó mirándolo.
—Vas a reconstruir el templo. Solo necesitabas reunir todas las piezas.
—Sí —confirmó Gellar en un tono casi desafiante.
—Pero para hacer eso tienes que retirar de allí primero la Cúpula de la Roca.
—Sí.
—Y eso iniciará una guerra con los árabes.
—Sí.
—Y vosotros os defenderéis, naturalmente.
—No —negó Gellar—. Vosotros y Europa nos defenderéis si América decide no participar. Y si no, Dios nos protegerá.
—¿Y cuándo se supone que va a ocurrir todo eso?
Gellar esbozó una sonrisa.
—Tú tienes dos de los globos y se supone que eres una gran lingüista. ¿Es que no has podido interpretar las señales?
Serena se dio cuenta de que no podía interpretarlas, pero tampoco podía permitir que Gellar se marchara sin darle alguna pista más. Entonces se acordó de que Conrad le había hablado de la razón por la cual había dejado de excavar en Israel: no podía averiguar la alineación astronómica del templo. Sin esa alineación no había sabido dónde excavar.
—La alineación de las estrellas del globo celeste no refleja los puntos más destacados del globo terrestre —dijo Serena—. Por ejemplo, en el globo celeste no hay ninguna estrella que corresponda a Jerusalén.
—Aún no —contestó Gellar, esbozando una leve sonrisa—. Por eso precisamente es necesario el tercer globo. Los profetas hebreos creían que Dios utilizaría los planetas para darnos una señal de que algo importante se encontraría a punto de ocurrir. Examina de cerca ese tercer globo y te darás cuenta de que estamos a mitad de una extraordinaria alineación de dos triángulos simétricos formados en el cielo por seis planetas. ¿La reconoces?
—¡Oh, Dios mío! —exclamó Serena, que vio la alineación claramente—. ¡Es la estrella de David!
—Es la estrella que estabas buscando sobre Jerusalén, hermana Serghetti —continuó Gellar—. No es ni un cometa ni una nova ni una estrella de esas «estrellas de Belén». Esta estrella es la conjunción de planetas que el profeta Jeremías predijo que aparecería en los últimos días antes de la venida del Mesías. Y es la estrella con la cual alinearemos el tercer templo.
La puerta de salida se abrió y Gellar le indicó que se marchara.
—Gracias por devolverle los globos al pueblo de Israel, hermana Serghetti. Yo me encargaré de ellos.
Serena abandonó la sala. Nada más cerrar la puerta comprendió que no había vuelta atrás. Un minuto más tarde se subió al todoterreno G55 que la esperaba fuera.
—El general Gellar es Uriel —le dijo a Benito. Serena vio su rostro atónito por el retrovisor—. Va a llevarse los globos al Monte del Templo. Sin duda eso significa la guerra. Gellar está convencido de que va a fundar un nuevo Jerusalén. Pero la Alineación apuesta claramente por una nueva cruzada que extraiga el petróleo y cualquier otra cosa que quede de valor de Oriente Medio. El nuevo imperio romano. Y eso no nos interesa a nadie.