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Plaza del Muro

Monte del Templo

Eran poco más de las tres cuando una explosión hizo temblar el Monte del Templo. El general Gellar estaba rezando ante el Muro de las Lamentaciones. Llevaba la cabeza cubierta con un kipá y los hombros tapados con un talit de seda.

Hubo gritos y chillidos. El general alzó la vista hacia la Cúpula de la Roca para admirar la columna de fuego con la que había estado soñado durante tanto tiempo. Pero no había ninguna columna de fuego y los temblores cesaron poco a poco como si se tratara de un terremoto. No hubo temblores secundarios.

Desorientado y molesto por lo que aquello podía significar, Gellar se abrió paso lentamente entre la multitud reunida en la plaza, que discutía con fogosidad acerca de lo que había ocurrido.

Al llegar a la esquina vio una camioneta blanca detenerse. La puerta trasera se abrió y por ella salieron el comandante Sam Deker, que sangraba, y otros agentes armados del Yamam. Gellar quiso dar la vuelta, pero entonces sintió una especie de punzada en la nuca y se desmayó.

Unas cuantas horas más tarde, Deker y su equipo entraban por la fuerza en los laboratorios israelíes de la subsidiaria de Midas Mineral & Mining en el parque industrial Tefen, cerca de la frontera con Líbano. Tras el asalto, Deker se encontró con sus homólogos americanos en una de las instalaciones de la empresa. Marshall Packard estaba leyendo un informe junto a una mujer alta y delgada que se presentó a sí misma como Wanda Randolph.

—¡Demonios!, Deker, solo durante este mes han traído aquí a ingenieros de Intel, Siemens, Exxon y MIT para visitar el centro de I+D y estudiar esta nueva tecnología de la detección y extracción del agua —le dijo Packard—. ¿Cómo pueden los israelíes haber pasado por alto que Gellar tenía intereses en esta empresa?

—Muchos miembros del gobierno y del ejército tienen arreglos similares con las empresas de este país.

Packard frunció el ceño.

—¿Has puesto a buen recaudo en el laboratorio el resto de las bolas esas de metal?

—Las he destruido —contestó Deker, que mantuvo con firmeza su posición—. No me fío ni de mis superiores, ni de ti. No sé qué harías con ellas.

—¡Lástima! —exclamó Packard—. Una sola bola de fuego de esas habría bastado para desentrañar la tecnología de la Atlántida.

Deker no dijo nada.

—¿Qué vas a decir acerca de Gellar en tu informe al primer ministro israelí?

—Que murió como un héroe de Israel y que previno lo que podría haber resultado una catástrofe para el Monte del Templo. Que de haber tenido éxito el atentado, habría iniciado una guerra de la cual el Estado de Israel habría salido victorioso, por supuesto, pero con un coste muy alto en vidas humanas.

—¿Y qué les pasó a los globos? Porque supongo que no se salvarían, claro.

—Eso yo ya no lo sé —declaró Deker—. Me preocupa mucho más qué haya sido de Yeats y de Serghetti. ¿Tú sabes algo de ellos?

El rostro de Packard pareció sombrío.

—No —negó Packard—, pero estén donde estén, creo que ya es hora de dejarlos en paz de una vez.

Aquella noche Deker volvió al Muro de las Lamentaciones y buscó el pedazo de papel con la oración que Gellar había metido en la rendija entre las enormes piedras. Estaba prohibido, pero Deker no era un judío muy estricto.

Calculó la altura a la que debía de estar por su experiencia en la vigilancia del muro y dio con el papel que le pareció razonablemente el más probable:

Permítenos subir por la montaña del Señor,

que podamos recorrer los caminos del Más Alto.

nosotros convertiremos nuestras espadas en arados,

y nuestras lanzas en arpones.

Las naciones no levantarán la espada contra las naciones,

ni nadie aprenderá ya más el arte de la guerra.

nadie más tendrá miedo,

porque la boca del Señor de Todos ha hablado.

Es una buena plegaria, pensó Deker. Estaba seguro de haberla oído antes en alguna parte, durante su infancia. Al ver a los judíos y a los cristianos rezando a su alrededor y al oír la llamada distante desde el minarete de los musulmanes convocándolos para rezar, Deker decidió repetir esa plegaria como si fuera su kadish personal por las almas de Conrad Yeats y de Serena Serghetti.