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Vadim estaba sentado al volante de un Peugeot aparcado frente al palacio del Gran Maestre. Dirigió la vista más allá de la chapa identificativa del vehículo que colgaba del espejo retrovisor y vio pasar el Mercedes todoterreno de color plateado.

Alargó la mano y tiró de los asientos traseros hacia delante para acceder al maletero. Abdil Zawas estaba atado y amordazado, retorciéndose junto a los bloques de explosivo plástico C4 después de haber recibido una paliza. Vadim había trasladado al egipcio a Rodas directamente desde Berna horas antes de que colocaran los puestos de seguridad. Y como el coche estaba registrado como propiedad de un residente desde hacía años, las fuerzas de seguridad que habían barrido toda la zona amarilla de la parte antigua de la ciudad ni siquiera le habían abierto el maletero.

Pero Abdil se había despertado un poco antes de lo que Vadim hubiera querido. Las calles de Rodas eran tan estrechas y los coches tan escasos que no podía permitirse el lujo de que Abdil se diera de cabezazos contra la chapa o que diera patadas contra el maletero tratando de llamar la atención justo cuando alguien pasaba por allí caminando.

—Todavía no ha terminado la siesta —dijo Vadim, que se sacó un lápiz de inyección del bolsillo—. Tienes que seguir vivo para que el médico forense dictamine que la causa más probable de tu muerte es que has decidido ser un mártir de Alá.

Vadim se deleitó al ver la expresión horrorizada de los ojos de Abdil. La jeringuilla del lápiz contenía una dosis concentrada en la que únicamente había trazodone para dormir. Nada doloroso por desgracia, además de que era una vergüenza pensar que el egipcio ni siquiera sería consciente de los últimos momentos de su vida.

—¿No quieres saber cuántas de tus putitas van a echarte de menos cuando te vayas? —preguntó Vadim mientras le inyectaba el trazodone en el cuello—. Yo creo que al sitio donde te diriges ahora, serás tú quien las eche de menos a ellas.

Los ojos de Abdil giraron muy abiertos, llenos de pánico, a pesar de que los párpados comenzaban a pesarle. En pocos minutos todo habría terminado para el último gran Abdil Zawas.

—Voy a hacerte famoso, Abdil —le dijo Vadim al egipcio—. Estás a punto de abrir un nuevo frente en la guerra contra los judíos y las cruzadas. Mira este vídeo que voy a colgar en YouTube. ¿Te reconoces?

Vadim estaba a punto de reproducir el vídeo en la BlackBerry cuando el aparato comenzó a sonar. Era Midas.

—Los de seguridad dicen que Yeats está vivo y que ha sido visto en Rodas —soltó Midas de mal humor, casi ladrando—. Ella ha traicionado a la Alineación.

—Parece que te sorprende —dijo Vadim—. De todos modos tu plan siempre ha sido matarla en cuanto entregue los globos. Sabe demasiado. Más que yo. No ha cambiado nada. Yeats no llegará a tiempo de intervenir.

—¿Está todo preparado?

—Sí —afirmó Vadim—. La única calle que llega o sale del palacio del Gran Maestre es la de los Caballeros. Yo me encargaré de esa mujer en cuanto salga del palacio.

—Ella no debe disponer ni de un momento para ponerse en contacto con nadie ni informar de lo que haya podido averiguar a través de Uriel o por sí misma —advirtió Midas, que a continuación hizo una pausa—. Acuérdate, Vadim. Irá en el segundo coche. Te lo repito: en el segundo coche. No en el primero. Si confundes uno con otro, todo estará perdido.

—No los confundiré —aseguró Vadim.

—Asegúrate de que es así —insistió Midas—. Tiene que parecer que el objetivo de Zawas era el primer coche, pero que le dio al de Serghetti en su lugar y que saltó él también por los aires de paso.

—Sí —afirmó Vadim sin dejar de mirar el flácido cuerpo de Abdil por el retrovisor—. Entendido.