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Conrad entrecerró los ojos frente al sol poniente. Trataba de salir de la calle de los Caballeros por el extremo oeste en dirección a la plaza de Kleovoulou. La policía lo seguía de cerca. Sentía los latidos del corazón de Serena, que apenas si podía asirse a él. Giró en la ancha y sombreada calle de Orfeo y enseguida vio a la derecha el punto en el que conectaban la muralla interior con la muralla principal de la parte antigua de la ciudad. Había encontrado lo que buscaba: la puerta de San Antonio, así que continuó conduciendo la moto por encima de las murallas y dejó a los coches de policía atrás, bloqueados.

Pasó a toda velocidad por delante de los bancos de hierro, de los artistas, que pintaban retratos a los turistas, y de los caballetes esparcidos por allí. Provocó innumerables gritos y juramentos. Giró a la izquierda por un túnel oscuro.

Poco después salió de la parte antigua de la ciudad por la impresionante puerta de San Ambrosio. Dos policías comenzaron a dispararle mientras cruzaba el puente de arcos sobre el foso seco que daba a la parte más nueva de la ciudad. Atajó tomando directamente la calle Makariou y continuó como un trueno hacia el puerto.

—Tengo un hidroavión en el rompeolas junto a los molinos —dijo Serena, que por fin pareció recobrar la vida.

—Yo tengo una barca, creo. Es de Andros.

—Yo pilotaré. Nos iremos los dos juntos —insistió ella.

El ruido de las sirenas era cada vez más fuerte y procedía de todas las direcciones. De pronto la calle se ensanchó para dar paso a la plaza de Kyprou, donde dos isletas de tráfico triangulares regulaban el paso en una intersección de siete calles que formaban siete ángulos distintos. La plaza no tenía ningún semáforo y la mayor parte de los coches que pasaban a toda velocidad eran de policía o bien los conducían ciudadanos griegos.

—¡Sigue por la izquierda! —gritó Serena.

—¡Por la derecha! —la contradijo él.

—¡Por la izquierda vas todo recto!

—¡Lo sé! —gritó Conrad, que cruzó por en medio de las dos islas hasta el otro lado de la plaza.

Pasó casi raspando a dos coches, a los que obligó a frenar.

Conrad giró a la derecha, pero nada más pasar por el Starbucks y la oficina postal redujo para tratar de pasar desapercibido entre las sombras del atardecer que comenzaban a caer sobre los cafés, frente a la costa.

El padre Lorenzo los esperaba en el rompeolas junto al hidroavión Otter y los solitarios molinos. El sacerdote se echó a temblar nada más ver a Conrad. Conrad recorrió todo el rompeolas hasta llegar al final, al borde del agua.

—Dicen que ha estallado una bomba en la calle, junto al cuartel de los Caballeros —dijo Lorenzo apenas sin aliento, mientras ayudaba a Serena a bajarse de la moto—. Han encontrado dos cuerpos.

—Benito —dijo Serena.

Lorenzo desvió la vista hacia Conrad.

—Dicen que el objetivo era el ministro israelí de Defensa y que el terrorista egipcio que está detrás del asunto, Abdil Zawas, ha salido volando por los aires por accidente. También sale tu foto por televisión como cómplice del atentado.

—Señálame con ese dedo huesudo tuyo y te lo rompo —soltó Conrad—. ¿Qué diablos estás haciendo tú aquí?

Serena detuvo a Conrad con una mano temblorosa.

—Tiene instrucciones de volver aquí siempre que haya problemas —dijo ella, que se subió a bordo del hidroavión y arrancó.

Conrad miró a Lorenzo con una expresión despectiva, pero el sacerdote se apresuró a subirse al Otter detrás de Serena y comenzó a hacerle señas con la mano a todo correr para que se subiera él también.

Conrad tiró la moto al agua, se subió al hidroavión y cerró la puerta. Enseguida el hidroavión se alzó en el cielo nocturno y se ladeó hacia el este. Conrad bajó la vista para contemplar cómo las luces del puerto se iban alejando.