15
Bakú
Azerbaiyán
Un vehículo militar oscuro que transportaba a cuatro soldados de las fuerzas especiales, una estadounidense y tres azerbaiyanos, atravesó la parte antigua de la ciudad en dirección al puerto antes del amanecer.
Sentada en el asiento del copiloto, a cargo del lanzagranadas AG36 de 40 mm, iba la estadounidense, una mujer negra de poco más de treinta años, con rasgos faciales duros, pelo corto y delgada como el filo de un cuchillo. Su nombre era Wanda Randolph y su misión consistía en interceptar y proteger un misterioso cargamento que había aterrizado en el aeropuerto internacional de Heydar Aliyev, a veinticinco kilómetros al este de Bakú. El sistema de escáneres y el moderno software Antworks del aeropuerto habían detectado y seguido la pista de la caja a través de la terminal de carga mediante los equipos de rayos X y los ultramodernos detectores de radiación hasta una furgoneta. Luego esa furgoneta había transportado la caja a un almacén junto al mar Caspio, donde había quedado a la espera de que la embarcaran en un petrolero.
La operación había recibido el nombre en código de Feuerlöscher, que en alemán significaba «el extintor del fuego».
El ataque debían llevarlo a cabo conjuntamente las fuerzas especiales azerbaiyanas, las estadounidenses y la policía local. La misión se había montado de la noche a la mañana nada más confirmarse la localización de la caja. La orden provenía de la Agencia Central de Inteligencia y del Departamento de Defensa americanos. Había un segundo equipo con otra docena más de soldados americanos listos para trasladarse allí en un helicóptero Black Hawk, equipado especialmente, y lanzarse encima si el primer equipo se veía implicado en un fuego cruzado.
Wanda levantó la vista del reluciente mapa del GPS que el general Packard le había mandado a su diminuto ordenador de mano. La antigua muralla del palacio de Shirvanshahs, la Torre de la Doncella y la mezquita se levantaban a los lados de la estrecha y retorcida calle por la que transitaban. El vehículo abandonó el laberinto de edificios y de pronto, ante ellos y tan negro como la boca del lobo, apareció el mar Caspio perfilado por las luces que recorrían la orilla.
Llamaban mar al Caspio porque dada su extensión, de trescientos setenta y un kilómetros cuadrados, era el lago más grande del mundo. Estaba situado entre Rusia, al norte, e Irán, al sur. Azerbaiyán ocupaba la orilla oeste, y aquella noche parecía como si la ciudad de Bakú estuviera colocada al borde del mundo: un mundo que se balanceaba a punto de caer por un abismo sin fondo.
—Gira a la izquierda —le dijo Wanda al conductor, un joven gallito llamado Omar.
—Sí, señora —contestó Omar con su falso acento de Oklahoma, provocando las risas ahogadas de sus dos compañeros que iban sentados en el asiento de atrás.
Los tres militares se habían entrenado con el programa de intercambio cultural Oklahoma National Guard que impartía el ejército americano. A los tres les encantaba fingir que eran vaqueros en el nuevo Salvaje Oeste del mar Caspio. Pero a ninguno de los tres les habían ordenado nunca que obedecieran a una mujer y menos aún a una de color, y eso les costaba. Y según parecía, la elección del primer presidente negro estadounidense no iba a cambiar mucho la naturaleza humana ni nada en este mundo.
Torcieron por la avenida Neftchilar y siguieron a lo largo del bulevar que recorría la costa y pasaba por el puerto deportivo. Enseguida dejaron atrás la sede de la compañía petrolífera estatal y la casa presidencial, y unos pocos minutos después estaban rodeados por las torres y las bombas de perforación de petróleo del lado este del puerto.
Por fin Wanda pudo distinguir el almacén donde se encontraba aparcada la furgoneta que había transportado el Flammenschwert. Ordenó a Ornar que aparcara junto a la zona de los tanques de petróleo del puerto y guió a los soldados hacia un cobertizo de servicios públicos.
—¿Por qué nos hemos parado aquí? —preguntó Ornar en cuanto hubieron entrado y pudo hablar en voz baja. Respiraba por la boca a causa del mal olor—. El almacén está al otro lado.
—Lamento decepcionarte, Ornar, pero no podemos entrar al estilo Rambo, porque puede que guarden algún tipo de arma nuclear. Tenemos que pillarlos por sorpresa —contestó Wanda, que abrió los planos de las alcantarillas—. Nada de radios. Nos limitaremos a las señales luminosas hasta que lleguemos al almacén y una vez allí la comunicación quedará reducida a los movimientos con las manos.
Wanda alzó la vista y miró a los ojos a cada uno de los hombres mientras hablaba. Quería estar segura de que la habían comprendido bien.
Allí de pie, con las viseras negras con dibujos negros del equipo de béisbol de los Texas Ranger, los chalecos antibalas y las máscaras antigás de visión nocturna, los tres azerbaiyanos podrían haber pasado por miembros de su antiguo equipo de las fuerzas especiales americanas. Wanda había comenzado su carrera militar hacía años en Tora Bora y Bagdad, arrastrándose por cuevas, bunkeres y alcantarillas muy por delante de las tropas estadounidenses, buscando al líder terrorista de Al Qaeda, Osama bin Laden, y después al dictador iraquí Saddam Hussein. Los perros policía tenían un olfato perfecto para encontrar explosivos, pero no tenían ni ojos ni sentido común para fijarse en los alambres colocados a propósito en la oscuridad para tropezar. Así que ella era siempre la primera en entrar. Después la reclutó la Policía del Capitolio para formar el Pelotón Especial de Reconocimiento y Tácticas, los RATS, con el objeto de vigilar y proteger los kilómetros de túneles de servicio bajo el complejo del Capitolio. Sus compañeros la llamaban la Reina de la Ratas.
Pero Ornar y sus amigos aún no habían llegado a ese nivel de profesionalidad. Eran inexpertos en ese tipo de operaciones; algo inevitable cuando la necesidad política obligaba a unir las fuerzas en una misión «conjunta» americano-azerbaiyana que podía ser cualquier cosa menos eso. Aquella noche se celebraría su bautismo de fuego.
—El sistema de aguas fecales está conectado con una antigua alcantarilla que a su vez conecta con la nueva, a la cual dan las tuberías del retrete del almacén —explicó Wanda, señalando los conductos en el mapa—. Usaremos la cámara para conseguir una imagen del exterior, saldremos por debajo, caeremos sobre ellos y nos haremos con el objetivo.
Wanda comprobó que los tres habían insertado los cargadores translúcidos en sus fusiles de asalto G36 con visión láser. El sistema de recarga automática con pistón accionado por gas de recorrido corto les permitía disparar docenas de miles de veces sin limpiar el arma, lo cual era perfecto para esos chicos. Acto seguido Wanda procedió a levantar una de las antiguas y oxidadas letrinas de metal del suelo de cemento para acceder al enorme agujero negro.
Ornar no pudo más que quedarse contemplándolo horrorizado, mientras caía en la cuenta de cuál era con exactitud la misión que Wanda les había descrito esquemáticamente.
—¡Pero si eso es un agujero de mierda!
—Esto es lo que hacemos los americanos, Ornar. Reptar por agujeros de mierda de todo el planeta para convertir este mundo en un lugar de paz.
Horrorizado, Ornar sacudió la cabeza.
—¡Yo por ahí no quepo! —se quejó con desdén—. Tengo los hombros demasiado anchos.
Lo cual era cierto. Los hombros de un hombre eran con frecuencia un factor restrictivo en ese tipo de trabajo. Para las mujeres, en cambio, el problema solían ser las caderas. Las de Wanda eran especialmente estrechas. Pero aunque las mujeres pudieran hacer poca cosa para estrechar la pelvis, los hombres sí tenían otras opciones.
—¡Maldita sea!, Ornar, tienes razón. Ven, deja que te eche un vistazo.
Wanda le dio un golpe con la palma de la mano abierta en el hombro derecho y se lo dislocó. El hombro cayó flácido, igual que un forajido al que ahorcan en una película del Oeste.
—Arreglado.
—¡Puta americana! —gritó Ornar—. ¡Me lo has roto!
—Te lo arreglaré en cuanto salgamos por el otro lado. Ahora ya puedes apretujarte bien.
Ornar abrió la boca para protestar, pero Wanda le dirigió su mirada mortal de mujer negra cabreada y por fin el soldado se calló. Entonces ella se sujetó el lanzagranadas a la espalda, se puso la máscara, empujó a un lado la letrina metálica y se metió por el conducto de la alcantarilla.
El túnel estaba oscuro y frío. Wanda se arrastró a cuatro patas por el río de porquería y petróleo. Una sola chispa y todos se abrasarían hasta quedar carbonizados. Había sido en un túnel desvencijado y revestido de amianto, muy similar a aquel, donde había conocido y disparado por primera vez a Conrad Yeats. Por aquel entonces Yeats era el hombre más buscado de América. Y en ese momento lo era de Europa. O lo sería en cuanto saltara a la prensa la noticia de que había sido él quien había volado el yate de lujo del multimillonario Roman Midas y quien supuestamente había asesinado a su novia francesa, la rica heredera preferida de los medios de comunicación.
Sin embargo el general Packard había demostrado una vez más que tenía razón: bastaba con que Midas viera a Yeats para que se pusiera a revisar otra vez toda la operación. Y al hacerlo se había traicionado a sí mismo, revelándoles sin darse cuenta la localización de la caja que ella andaba buscando. El descubrimiento había sido posible gracias a las cámaras de una aeronave aerotransportada israelí G550 AWACS, que habían captado las señales de cola del reactor bimotor G650 de Midas sobre el mar Negro. La aeronave de alerta temprana iba equipada con el sistema de radar israelí Phalcon y contaba con enlace de datos por satélite. El equipo de inteligencia de señales israelí SIGINT que llevaba a bordo había captado y analizado las transmisiones electrónicas emitidas por el piloto del reactor y había seguido la pista de esas señales hasta un teléfono móvil propiedad de Roman Midas.
Wanda siguió el esquema de la misión hasta llegar al punto de destino debajo del almacén. Metió una cámara de fibra óptica por la rejilla del desagüe y vio la furgoneta aparcada en el muelle de carga.
Hizo una señal a su equipo y todos ocuparon sus puestos debajo de la rejilla, que tenía el tamaño de una boca de alcantarilla como las de los Estados Unidos. La empujó con el cañón del lanzagranadas AG36. Pesaba, pero podía moverla. La deslizó lentamente por el suelo de cemento y escaló hasta subir al almacén seguida de Ornar y de sus amiguetes, que parecían ratas huyendo de un barco que se hundiera, ansiosos por tomar el aire.
Ornar seguía con el brazo colgando. Wanda le tapó la máscara con la mano sucia y, sin dejar de mirarlo a los ojos, le colocó el hombro de nuevo, al tiempo que ahogaba su grito. Los tres salieron del almacén con sigilo, esperando a que ella les hiciera una señal.
La furgoneta estaba aparcada en la oscuridad. Había un hombre sentado tras el volante. Se oía el ruido del motor de una lancha motora cada vez con más fuerza. Wanda observó a través del visor de visión nocturna y advirtió dos destellos de luz en el mar. La furgoneta contestó encendiendo dos veces las luces largas. Un minuto más tarde el bote atracó y cuatro hombres vestidos de negro saltaron fuera.
El conductor abrió la puerta de la furgoneta y la caja quedó al descubierto. Salió del vehículo para encontrarse con los hombres del bote y de pronto cayó al suelo de improviso. Uno de los marineros le había cortado el cuello con un cuchillo. El asesino le dio una patada al cuerpo y lo tiró al agua en silencio, y por último se acercó a la caja y la sacó del vehículo. Encendió una luz a modo de señal. Aparecieron cuatro hombres más. El asesino abrió la caja y después encendió un cigarrillo.
Wanda apretó el gatillo y el señor Marlboro se desplomó en el suelo. Cuando sus compañeros quisieron darse cuenta era ya demasiado tarde. Los tres soldados de Azerbaiyán descargaron sobre ellos una lluvia de balas que los acribilló y perforó la furgoneta.
—¡Alto el fuego! —gritó Wanda, que corrió en dirección a la caja mientras los otros tres la seguían—. ¡Es un milagro que no nos hayáis hecho saltar a todos por los aires!
Wanda rompió la caja, pero dentro solo había un delfín muerto y congelado dentro de un bloque de hielo. El hedor era repugnante. Oyó algo detrás de ella y se giró. Uno de sus chicos echaba la pota con lo último que había comido: un kebab de cordero picante con nueces. Wanda estaba a punto de llamar a Packard para contarle que habían seguido una pista falsa, pero él lo había visto todo ya gracias a la cámara que ella llevaba en la cabeza. Lo sabía porque no hacía más que jurar en su oído.
Se quitó el auricular del oído y miró a Ornar, que le había quitado el Marlboro al muerto y sonreía.
—¿Qué es lo que encuentras tan gracioso, Ornar?
Ornar se echó a reír.
—Te he preguntado qué es lo que encuentras tan gracioso —repitió Wanda.
—Tú —contestó Ornar, señalándola con el cigarrillo mientras soltaba un anillo perfecto de humo al aire—. ¡Tienes mierda en la cara!