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Conrad esperaba detrás de tres coches que hacían cola en la puerta de la Libertad para entrar en la parte antigua de la ciudad. Dos camiones blindados flanqueaban la puerta mientras los evzones griegos con sus medias y sus metralletas inspeccionaban los vehículos antes de entrar.
Miró el reloj: eran ya las tres y cuarto. Probablemente a esas horas Serena habría entregado los globos, echando a perder de ese modo su única oportunidad de contemplarlos. Y lo peor era que ese discípulo suyo del Dei lo había visto, así que podía haberla advertido para que saliera por otra puerta distinta de la ciudad.
Un soldado le hizo una señal con la mano para que se acercara a la puerta. Conrad le tendió su carné de conducir y la chapa de identificación. El soldado la pasó por el lector de tarjetas y mientras tanto el oficial de policía le hizo preguntas.
—¿Adónde vas?
—A la iglesia de San Juan —mintió Conrad. Se refería a la iglesia que había en la calle de los Caballeros, justo enfrente del palacio del Gran Maestre—. Tengo que entregar esto en la exhibición de iconos —añadió, volviendo la vista por encima del hombro hacia el globo atado malamente a la parte de atrás del asiento.
—¿Eso es un icono? —le preguntó el oficial con brusquedad.
Conrad sonrió.
—Es una réplica de un icono.
El oficial siguió sonriendo.
—Yo más bien lo llamaría un accidente, porque es evidente que se te va a caer de la moto a la carretera.
—Pero aún no se me ha caído.
Justo entonces volvió el soldado con la identificación de Conrad.
—¿Firat Kayda? —preguntó el soldado mientras otros cuatro rodeaban a Conrad con sus metralletas.
—Sí —contestó Conrad con tranquilidad.
—Estás detenido.
El cerebro de Conrad se puso en marcha nada más ver que un coche iba a salir de la ciudad y se acercaba por el carril contrario dispuesto a atravesar la puerta.
—¡Yo no quería robarlo! —gritó Conrad, que alargó la mano hacia el supuesto icono al oír que más de un soldado retiraba el seguro del arma—. ¡Solo quería devolverlo!
Conrad tiró de la cuerda y el icono cayó al suelo y se abrió.
—¡Oh, no! —gritó Conrad.
Todos los ojos se dirigieron por un momento al suelo, y entonces Conrad aprovechó para girar de lleno el acelerador y entrar a toda velocidad por la puerta abierta. De inmediato torció a la izquierda por detrás de la torre.
Hubo gritos, chirridos de frenos y después el sonido retardado de las balas, que alcanzaron la torre. Conrad aceleró por la calle de los Caballeros, pero enseguida vio que un poco más adelante había problemas: un Mercedes sedán clase S negro se acercaba de frente, ocupando toda la calle y dejándole poco espacio para maniobrar por ninguno de los dos lados. Tendría que atajar por alguna de las estrechas calles pavimentadas con adoquines de hacía doscientos años. Necesitaba perder de vista a la policía sin perderse él.
Entonces vio un segundo coche: un Mercedes todoterreno clase G que salía por la puerta del palacio del Gran Maestre para incorporarse a la calle y continuar en dirección contraria a él. Al girar, la reconoció sentada en el asiento de atrás.
¡Serena!
Detrás de él sonaron las sirenas. Conrad miró por el retrovisor y vio las luces del coche de policía que lo perseguía.
Alzó la vista de nuevo hacia la calle de los Caballeros justo a tiempo para desviarse bruscamente a un lado. El Mercedes negro casi se le echó encima, se llevó su espejo retrovisor por delante al pasar.
Tenía delante el Mercedes todoterreno plateado. Por un instante Conrad pudo atisbar el rostro atónito de Benito mientras pasaba junto a un Peugeot que había aparcado delante de la Posada de Provenza. Todo parecía transcurrir a cámara lenta mientras Conrad analizaba la situación: la policía detrás, el Mercedes plateado delante de él, el Peugeot aparcado justo a la altura del Mercedes.
A ese coche no le correspondía estar allí.
Pero antes de que pudiera avisar a Benito, el Peugeot explotó en una bola de fuego que hizo estallar al Mercedes.
—¡Serena! —gritó Conrad justo antes de que la onda expansiva lo lanzara volando por los aires a él también.