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Puerto de Mandraki
Rodas
El sol de la primera hora de la mañana se reflejaba en las tranquilas aguas del puerto de Mandraki. El yate de Midas, el Mercedes, pasó por delante del rompeolas con sus tres molinos de viento en dirección a la ciudad medieval de Rodas. Frente a la costa, situado sobre el punto más alto y separado del pueblo de más abajo por sus enormes murallas fortificadas, estaba el palacio del Gran Maestre.
Al menos el Mercedes puede disfrutar de la intimidad del puerto con su artesanía popular y sus cafés frente al mar, pensó Midas en el momento de entrar por la boca del mismo. El Midas habría tenido que echar el ancla muy lejos.
El Mercedes era mucho más pequeño que el Midas; no tenía más que setenta y seis metros de largo. Lo había comprado en Chipre el día después del funeral de Mercedes en París. Había planeado llegar a Rodas en el Midas. Había tardado dos días en adquirir un yate lo suficientemente largo como para que cupiera dentro el sumergible. Midas había contactado con el único sumergible que le quedaba, que durante todo ese tiempo había estado vagando por las profundidades con el Flammenschwert a bordo. Nada más salir a la superficie, después de cinco días bajo el agua, Midas había recompensado al capitán por su trabajo con una bala en el cerebro y lo había tirado por la borda.
El Mercedes pasó navegando entre las dos torres defensivas de piedra donde se decía que antiguamente había apoyado los pies el Coloso de Rodas. La gigantesca estatua había sido una de las maravillas del mundo antiguo antes de que el terremoto del año 226 después de Cristo la arrojara al mar, un siglo después de ser erigida.
Midas abandonó la cubierta y se dirigió a su camarote para admirar la magnífica escultura que había colocado justo en medio: un busto de Afrodita, la antigua diosa griega del amor. La superficie era brillante. Midas iba a devolverles a los griegos la cabeza de bronce de Afrodita que había estado expuesta en el Museo Británico como acto de buena voluntad. Se las había ingeniado para cambiársela al museo por varias obras de arte que había comprado en una subasta en Sotheby's, en la calle Bond. La tarea le había llevado meses de negociaciones con el departamento de antigüedades griegas y romanas del museo, pero era imprescindible conseguir precisamente esa escultura, y no otra, porque en su interior podía guardar con facilidad el torpedo. Además era el regalo perfecto para ofrecérselo a los griegos durante la cumbre.
La belleza de la cabeza de Afrodita consistía en que era la máscara escultórica de la diosa griega del amor y le faltaba la parte de atrás. Eso le permitía meter dentro el torpedo Flammenschwert limpiamente. Una vez colocado el torpedo tiraría la pieza de escayola encajada en el reverso de la máscara y la escultura estaría lista para la exhibición que iban a ofrecer los griegos en los salones del palacio.
Midas acarició el rostro de la apacible máscara con el dedo. Los ojos, profundamente hundidos, procedían de una estatua completa y databan del siglo primero o segundo antes de Cristo. Medía unos cuarenta y tres centímetros de alto, treinta y pico de ancho y casi veintiocho de profundidad. El torpedo medía solo quince centímetros de diámetro y dentro tenía casi un kilo de explosivo plástico Semtex además del mecanismo detonador. El detonador haría explotar el Semtex y prendería las bolas de metal incendiario del Flammenschwert. A su vez, las bolas incendiarias prenderían el agua que hubiera alrededor.
Midas miró el reloj. Se suponía que tenía que entregar la máscara en el palacio del Gran Maestre en veinte minutos.
Vadim lo esperaba en el muelle con la limusina y una escolta policial en motocicleta. Meterían la caja con la máscara de Afrodita en el maletero del coche y se dirigirían al palacio.
—¿Dónde está la puta? —preguntó Midas.
—En el centro de convenciones —contestó Vadim.
Midas suspiró. Se sentía vulnerable sin la moneda, el símbolo de su pertenencia de pleno derecho como miembro de la Alineación. Su trato con ellos consistía en que él debía recuperar la moneda del barón Von Berg y el Flammenschwert del submarino alemán hundido a cambio de un puesto en el Consejo de los Treinta. Pero Conrad Yeats lo había arruinado todo. Por suerte, Yeats había desaparecido por fin del mapa y pronto él tendría la moneda en sus manos.
La limusina recorrió el muelle en dirección a la parte antigua de la ciudad. La ciudad medieval de Rodas estaba rodeada y delimitada por un circuito triple de murallas que a Midas le pareció que se conservaban en muy buenas condiciones. Aquella ciudad fortificada lo tenía todo: fosos, torres, puentes y siete puertas.
Vadim subió conduciendo la limusina hasta el puesto de control que había junto a la puerta Elefterias o puerta de la Libertad. Solo los residentes en la ciudad tenían permiso para entrar en coche por las estrechas calles de adoquines. Sin embargo ese día se hacía una excepción con los dignatarios extranjeros y su escolta policial.
Continuaron por las calles pavimentadas de piedra hasta el templo de Afrodita, del siglo III y giraron por la calle principal, la Odos Ippoton o calle de los Caballeros, llamada así por los caballeros de San Juan que se establecieron en la isla en el siglo XVI y que, a juicio de Midas, por aquel entonces debían de ser ya uno de los frentes de la Alineación. Nada más comenzar la calle se hallaba el Hospital de los Caballeros, del siglo XV y en la otra punta, frente a la iglesia de San Juan, se alzaba el palacio del Gran Maestre con sus redondeadas torres.
Pasaron por delante de las enormes torres abombadas que flanqueaban la entrada principal del palacio, donde hacía guardia un evzon griego a cada lado del arco apuntado. Giraron hacia la entrada oeste con su torre cuadrada. Allí, en el vestíbulo, el agregado cultural griego le dio a Midas la bienvenida con una gran recepción, en el transcurso de la cual iba a tener lugar la entrega de la máscara de Afrodita. El vestíbulo era el regio telón de fondo donde se escenificaban las ceremonias de apertura y clausura de cualquier evento ante las cámaras; en cambio, los lugares en los que se celebraban las sesiones y donde se tomaban las decisiones eran las salas de baile, los centros de conferencias y las suites del hotel y centro internacional de convenciones Rodos Palace, situado a diez minutos de allí.
—En nombre del pueblo de Grecia le doy las gracias por devolvernos la cabeza de Afrodita del Museo Británico —dijo el agregado cultural.
—Es un placer —contestó Midas—. Me dijeron que podía quedarme un momento a solas con mi querida Afrodita antes de entregarla.
—Sí —confirmó el agregado.
Enseguida apareció un evzon griego armado y con micrófono que guió a Midas por un largo corredor abovedado, más allá del mosaico de la medusa. Había ciento cincuenta y ocho estancias en el palacio, todas ellas amuebladas con antigüedades, mármoles policromados exquisitos, esculturas e iconos. Pero de todas ellas solo veinticuatro permanecían abiertas al público en un día cualquiera.
La estancia a la que condujeron a Midas no estaba incluida en ninguna guía turística ni plano registrado públicamente en Grecia: era una estancia cerrada incluso para los altos dignatarios que asistían a la cumbre. Estaba situada debajo del palacio y cerrada para todo el mundo, excepto para los miembros de la Alineación. Era conocida como la Sala de los Caballeros.
Midas entró y esperó a que el guardia se marchara. Entonces abrió una puerta y se coló en la estancia de al lado con la máscara de Afrodita, dispuesto a entregarle el Flammenschwert a Uriel.
Pero Uriel no estaba. Allí no había más que un único globo de cobre abierto por la mitad sobre una enorme mesa redonda. Dentro del globo había un sobre. Junto a la mesa ardía el fuego de una chimenea.
No era de extrañar, en realidad. Midas conocía la identidad de Uriel desde el principio. Y Uriel la de él. Se suponía que no debían dejarse ver juntos en público, pero Midas había violado esa regla en la desastrosa fiesta del club Bilderberg. Sin embargo, aquel encuentro era privado, así que no estaba muy seguro de qué se iba a encontrar.
Se quedó mirando el globo. Era la primera vez que veía uno.
Así que esa era la forma de entrega.
No un misil. Ni un avión de guerra. Era un globo antiguo.
De haber podido elegir, Midas sin duda habría mantenido el Flammenschwert en su poder hasta el momento de la detonación. Y desde luego no lo habría dejado abandonado en esa sala. Pero el santurrón de Uriel no quería ni ver el Flammenschwert, y menos aún tocarlo. Y Uriel era el único que podía colocarlo en su posición y dejarle a Midas el trabajo sucio de apretar el gatillo.
Midas abrió el sobre, leyó la nota escrita a mano, la arrojó al fuego y se quedó observándola hasta que no fue más que cenizas.
Retiró la pieza de escayola de la parte trasera de la máscara de bronce y la arrojó al fuego también. Metió la mano dentro de la máscara por detrás de la esfera que contenía el Flammenschwert y giró la máscara hasta que la esfera descansó por completo en su mano. Alzó la máscara con la otra mano y la dejó sobre la mesa. Con cuidado, y con ambas manos, colocó la esfera que contenía el Flammenschwert dentro del globo. Entraba con holgura. Cerró el globo, que parecía como si fuera la piel de la cabeza nuclear esférica. La junta a lo largo del paralelo cuarenta aparentemente desapareció.
La puerta al otro lado de la sala se abrió mágicamente. Midas cogió la cabeza de Afrodita y salió.