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Qumrán

Cisjordania

Dos días después

El Domingo de Resurrección a las diez de la mañana hacía ya calor junto al mar Muerto. Reka Bressler, una antigua alumna del Centro Orion (perteneciente a la Universidad Hebrea y dedicado al estudio de los pergaminos del mar Muerto), guió a un grupo de turistas americanos más allá de la piedra que marcaba el nivel del mar. Quería llegar hasta las rocas del borde del mar Muerto, a una profundidad de más de trescientos sesenta metros por debajo del nivel del mar.

El desolado paisaje era el punto más bajo de toda la tierra: se trataba de un paisaje de otro mundo, compuesto por escarpados acantilados, cuevas y rocas alrededor de las aguas. Era el emplazamiento en el que se creía que estaban situadas numerosas ciudades bíblicas, incluyendo Sodoma y Gomorra o, mejor dicho, lo que quedaba de ellas. Lo cierto era que aquel paisaje parecía el resultado de una explosión nuclear. Y el olor a sulfuro no contribuía mucho a cambiar de idea.

Sin embargo, supuestamente el agua del mar Muerto poseía poderes terapéuticos. De hecho, un par de personas del grupo de turistas habían saltado al agua para comprobar las bondades de la legendaria agua salada. Incluso había un americano tumbado cómodamente en el agua como si estuviera reclinado sobre una hamaca invisible, hojeando el Jerusalem Post.

Fue entonces cuando Reka vio el cuerpo de un hombre completamente vestido tirado en la orilla. Era evidente que no se trataba de un turista. Reka soltó una maldición y corrió hacia él para darle la vuelta.

Tenía la cara ensangrentada. Debía de haberse dado un golpe en la cabeza con una roca. Se inclinó, colocó dos dedos sobre su nuca y notó que tenía pulso. Le presionó el estómago y aquel tipo comenzó a escupir agua. Estaba a punto de hacerle el boca a boca cuando sintió que alguien le ponía la mano en el hombro.

—Gracias, ya me quedo yo con él.

Reka se irguió y vio a una mujer con la ropa rasgada y un medallón chamuscado sobre el pecho. Su cara le sonaba. Había en ella algo como etéreo. Pero las huellas que había dejado en la arena demostraban que era una persona de carne y hueso igual que su compañero.

—¡Pero si tú tienes peor aspecto que él! —objetó Reka.

La mujer sonrió.

—No importa. Se lo diré. Seguro que le hace mucha gracia. Quizá sea mejor que te ocupes de tu grupo. Creo que esa mano que sobresale del agua es de un hombre con un periódico que se está ahogando.

—¡Harah! —exclamó Reka, que echó a correr por la playa.

Serena sostuvo la cabeza de Conrad. Él tosió, parpadeó, abrió los ojos, la miró y por último miró a su alrededor, a ese lugar dejado de la mano de Dios.

—Este lugar no puede ser el infierno porque tú estás aquí —dijo él.

Conrad se quedó mirando el medallón carbonizado que colgaba del cuello de Serena. El siclo de Tiro se había partido en dos después de desviar la bala que le había desgarrado el pecho. No le quedaba más que una herida cauterizada con la forma de una luna creciente.

—El río de la vida, Conrad.

Conrad se incorporó, se sentó y la estrechó en sus brazos.

—¡Gracias, Dios!

Ella se enjugó las lágrimas de los ojos y se quitó el medallón del cuello.

—Bien, no voy a volver a Roma.

Conrad la miró.

—¿Y adónde vas a ir?

—Adonde tú vayas, Conrad.

—¿Seguro que es eso lo que quieres hacer?

—Sí, seguro.

—¿Y luego?

—Podemos amar a Dios, servir a los demás, dar nuestros frutos y multiplicarnos.

—Bien, pues no seamos desobedientes —dijo él, que la besó bajo el ardiente sol.