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Puerta de Damasco
Barrio cristiano
Tropas israelíes armadas con rifles de asalto vigilaban la Vía Dolorosa. Miles de peregrinos cristianos de todo el mundo abarrotaban las estrechas calles de adoquines del antiguo Jerusalén amurallado durante la tradicional procesión del Viernes Santo. Algunos incluso llevaban enormes cruces de madera sobre la espalda a lo largo de la ruta que se creía que había recorrido Jesús el día de la crucifixión.
Ridículo, pensó Midas. Observaba la escena desde una esquina. Se giró hacia Vadim que estaba de pie a su lado y dijo:
—Con el balazo que te has llevado podrías hacerte pasar por uno de esos perfectamente.
Vadim no dijo nada.
—Al menos sigues vivo —añadió Midas, que bajó la vista hacia su BlackBerry—. Parece que los guardacostas israelíes han encontrado un hidroavión Otter esta mañana a cuatro kilómetros de la costa de Gaza con un sacerdote muerto. De un balazo en la cabeza. Los israelíes creen que debían de estar tratando de meter droga de contrabando y que algo ha debido de salirles mal. El obispo católico de la ciudad de Gaza ha dicho, en su habitual arenga al populacho, que los guardacostas israelíes disparan a la menor provocación. Y yo digo que ha sido Yeats.
La procesión del Viernes Santo terminaba en la iglesia del Santo Sepulcro donde, según contaba la tradición, Jesús había sido crucificado y donde se encontraba la tumba en la que había descansado su cuerpo muerto. Era allí donde los cristianos celebrarían la Resurrección el domingo.
O eso creían ellos.
La idea de que, en cuestión de minutos, el mundo cambiaría y de que Conrad Yeats no podía hacer nada para impedirlo suscitó en Roman Midas una sonrisa, que hizo que se desvaneciese por completo su expresión de impaciencia mientras salía por la puerta de Damasco en compañía de Vadim.
Caminaron a lo largo del muro norte de la parte antigua de la ciudad en dirección a la puerta de Heredes y se encontraron con una puerta de hierro muy baja. Era la puerta de las canteras de Salomón: una enorme caverna subterránea que se extendía por debajo de la ciudad en dirección al Monte del Templo. Dentro de las canteras había una entrada secreta al Monte del Templo, y era allí donde se encontraría con el general Gellar.
Midas miró el reloj. Eran las dos y media de la tarde. En ese preciso instante, la primera de una serie de puertas estaba a punto de abrirse para él.
Oficialmente la cueva era un lugar turístico abierto al público, ante cuya entrada solía haber una pareja de policías. Aquel día, sin embargo, estaba cerrado debido a un acontecimiento privado. Se trataba de la ceremonia semianual que ofrecía la Gran Logia del Estado de Israel en beneficio de los masones que visitaban Jerusalén durante la Semana Santa. La entrada estaba prohibida a cualquiera que no fuera masón, gracias a lo cual aquel Viernes Santo no habría multitudes.
Midas y Vadim les enseñaron las tarjetas de identificación, expedidas por el Supremo Gran Capítulo del Arco Real del Estado de Israel, a los policías de la puerta. Los policías los dejaron pasar.
Midas siguió caminando por un túnel bien iluminado a lo largo de más de cien metros, túnel que descendía en total unos nueve metros hasta una enorme cámara tan grande como un campo de fútbol americano. A aquella cámara se la conocía con el nombre de Salón de los Masones. Y allí estaba teniendo lugar, simultáneamente en hebreo y en inglés, la ceremonia masónica que Midas había esperado poder evitar. Veinte caballeros de avanzada edad y nacionalidades variadas permanecían de pie con sus mandiles masones puestos mientras el Maestro de la Marca contaba una vez más la historia de la piedra extraída de esa cantera que, por estar toscamente labrada, había sido rechazada en la obra y finalmente había resultado ser la losa que había coronado la entrada al templo.
Pero Midas conocía la historia. Según la antigua tradición las piedras para la construcción del primer templo del rey Salomón se habían extraído precisamente de la cantera en la que estaban. La cueva era especialmente rica en una arenisca blanca llamada melekeh o piedra real que se utilizaba en todos los edificios reales. Algunas cuevas habían surgido por la erosión del agua, pero la mayor parte de ellas eran obra de los canteros de Salomón, que las habían creado a base de cortar.
Midas alzó la vista hacia el imponente techo de roca sostenido por pilares de arenisca del mismo estilo que los que había labrado él en las minas. Notaba la humedad y veía resbalar las gotas de agua por las toscas paredes.
—Se dice que son las lágrimas de Sedequías —comentó un anciano escocés que permanecía de pie junto a él—. Fue el último rey de Judea. Trató de escapar de aquí antes de que lo capturaran y lo llevaran a Babilonia. La verdad es que el agua proviene de los manantiales que hay ocultos a nuestro alrededor.
Midas y Vadim asintieron. Dejaron la reunión y salieron de la enorme cámara. Siguieron el túnel iluminado hasta una de las estancias separadas por anchas columnas de arenisca. Allí, Midas encontró el arco real tallado en la pared que andaba buscando. Segundos después oyó un débil golpe. Respondió con dos golpes. Entonces el perfil arqueado del marco de una puerta se hizo más visible, y por último la piedra se deslizó, se abrió y apareció Gellar.
El único modo de entrar en el túnel secreto era desde dentro, según le había dicho Gellar. Lo irónico era que Gellar era tan recalcitrantemente ultraortodoxo y consideraba el Monte del Templo tan sagrado, que él mismo se negaba a entrar incluso en las estancias inferiores. Y por eso tenía que dejarles el trabajo sucio de colocar el Flammenschwert a Midas y a Vadim.