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Vadim había aparcado en plena oscuridad frente a la puerta de servicio del Andros Palace para hacer unas cuantas llamadas telefónicas. Dejó la Rook 9 mm sobre el asiento del copiloto junto al ejemplar de The 4-Hour Workweek y esperó a que Mercedes saliera.
A pesar de cuanto había alardeado ante Yeats, su complemento vitamínico Vadimin no se estaba vendiendo tan bien como él esperaba. Por eso, mientras Yeats aprovechaba para hacerle el amor a la blyad[1] francesa de sir Midas, Vadim se dedicaba a hacer llamadas por el móvil en nombre de la agencia de cobros que Midas poseía en Bangalore para sacarles el dinero a los clientes que iban retrasados con los pagos de sus tarjetas de crédito. Sentía un placer perverso al exprimir hasta el último céntimo a aquellos americanos agobiados por las deudas, y más aún al poner de relieve que quienes los obligaban a pagar eran extranjeros.
Una figura salió del hotel. A juzgar por su aspecto a aquella distancia Vadim habría dicho que era Yeats. Se subió a un sedán negro, un BMW serie 7. Vadim arrancó el coche y por un segundo vio su propio reflejo en el espejo retrovisor. El parche del ojo le hizo jurar. El BMW se marchó.
Vadim arrancó. Había dado la vuelta al hotel para seguirlo cuando Mercedes salió por la puerta principal y se dirigió hacia él. Se detuvo y dejó que ella subiera al asiento de atrás.
—Se suponía que tenías que matarlo —dijo Vadim, que de nuevo comenzó a seguir al BMW.
—También se suponía que ibas a matarlo tú —contestó ella de mal humor—. Se dirige al aeropuerto.
Vadim la miró por el retrovisor.
—¿Y desde allí, adonde?
—Atenas, Dubai, ¡Dios sabe dónde! —exclamó ella—. Lo he invitado a mi casa de París.
Muy inteligente, pensó Vadim. Mercedes se figuraba que él tenía orden de matarla en cuanto ella hubiera matado a Yeats. Y de ese modo esperaba vivir un poco más. Pero la orden de Vadim era matar a Mercedes en el instante mismo en que Yeats escapara con vida de la isla. Así parecería que había sido Yeats quien había asesinado a Mercedes. La hora de la muerte sería un detalle vital para el informe del forense griego.
El coche de Yeats se detuvo un poco más adelante. Dos vehículos de la policía le bloquearon el paso. Vadim aminoró la velocidad y observó que los agentes obligaban al conductor a salir para realizar una inspección. Solo que quien conducía no era Yeats. Era un hombre ligeramente más joven, Chris Andros, el millonario griego.
—¿Qué significa esto? —preguntó Andros.
—Signomi, kyrios Andros[2]. Creíamos que era otra persona.
—Pues es evidente que os habéis equivocado. ¿Qué queréis?
—¿Adónde va?
—A coger mi jet. Tengo negocios en Atenas, como bien sabéis.
—Nuestras disculpas —dijo el oficial de policía.
Vadim no se molestó en esperar a que Andros volviera al sedán; para entonces ya había metido la marcha atrás y daba la vuelta por la misma polvorienta carretera. Miró a Mercedes por el espejo retrovisor. Se estaba poniendo nerviosa.
—¿Adonde me llevas? —preguntó ella.
Vadim detuvo el coche y la miró por encima del hombro. Estaba asustada. Y tenía motivos para estarlo.
—¿Has recogido las huellas del doctor Yeats que te pidió sir Midas?
—Sí, las he sacado de una botella de vino —contestó ella, que le tendió una tarjeta blanca con las huellas de Yeats conservadas en un trozo de celo transparente—. Y ahora, ¿qué es lo que se supone que va a hacer Conrad?
—Matarte con esta arma —dijo Vadim, que recogió el arma que tenía sobre el asiento de al lado y le disparó dos veces en el pecho.