11

Andros aguardaba a Conrad en la puerta de servicio del hotel situada en la parte trasera. Estaba muerto de miedo.

—¡Has volado el Midas!

—¿Dónde está la cabeza del barón Von Berg? —exigió saber Conrad mientras ambos entraban corriendo en el hotel por la cocina.

—En tu bolsa, en el armario de tu habitación. No soportaba su visión. Igual que ahora no puedo soportar verte a ti, amigo mío.

Estaban de pie ante el montacargas de servicio. Conrad, que llevaba el esmoquin calado, se dio cuenta de que iba dejando un rastro de agua por donde pasaba. Dos griegos con sendas fregonas los seguían de cerca, limpiando como locos su rastro. El dueño del hotel, según había oído decir Conrad, era muy estricto con la limpieza.

—Lo único que tienes que hacer es sacarme de la isla a escondidas, Andros —aseguró Conrad, que volvió a apretar el botón del ascensor por segunda vez.

—Estoy en ello, pero ahora hay policía y guardacostas por todas partes —contestó Andros sin dejar de sacudir la cabeza—. ¡Esta vez sí que la has hecho buena, Conrad! Mercedes te espera arriba, en tu habitación.

—¿Qué? —preguntó Conrad, que se detuvo en seco al mismo tiempo que sonaba el timbre del ascensor y se abrían las puertas.

—Se ha presentado justo antes de que llegaras tú —contestó Andros, que lo empujó para que entrara en el ascensor—. Tienes que subir a verla.

—¡Pero si la ha mandado Midas!

—¡Por supuesto que la ha mandado Midas! —confirmó Andros—, y por eso es por lo que tienes que ir a verla. Supongo que querrá sacarte algo.

—¿Te refieres al piolet que va a clavarme primero en la espalda?

—Puede, pero también puede que tú le sonsaques algo a ella. Tendrás que largarle alguna mentira que pueda ir a contarle a Midas. Yo mientras tanto arreglaré lo de tu salida de la isla. Estará en veinte minutos.

—Esto puede llevarme más de veinte minutos —advirtió Conrad, que sabía que Mercedes no iba a darle ninguna información importante solo porque él se la pidiera.

—¡Tonterías! —dijo Andros, serio—. Con mi prima Katrina tardaste la mitad, y enseguida me encontraste.

Las puertas del ascensor se cerraron, y Conrad apretó el botón para subir hasta la última planta. Una vez allí recorrió la escasa distancia del pasillo hasta su habitación. A cada lado de la puerta había un guardia de seguridad con auriculares. Conrad buscó en su bolsillo la tarjeta que servía de llave de la habitación, y entonces se dio cuenta de que la había perdido. Probablemente por eso Midas y Mercedes se habían enterado de dónde se hospedaba.

—Parakaló —les pidió Conrad a los guardias en griego—. Por favor.

El guardia le abrió la puerta. Conrad entró. La habitación estaba en penumbra. Sonaba la suave música de jazz de Nina Simone por los altavoces en estéreo.

Mercedes había salido al balcón. Se encontraba de pie, justo detrás de las ondulantes cortinas, con una copa de vino en la mano. Debía de ir por lo menos por la tercera, porque la botella que había en el cubo de los hielos estaba casi vacía. Al oír la puerta ladeó la cabeza.

Conrad se acercó a ella. Lejos, en la bahía, los guardacostas griegos habían colocado luces sobre los restos del Midas hundido. Se oía el jaleo de los megáfonos, el viento les llevaba el sonido.

—¿Qué crees que vamos a hacer aquí esta noche, Mercedes?

Ella se giró hacia él. Sus ojos, de un azul cristalino, estaban secos e inyectados en sangre. Conrad jamás la había visto llorar, aunque, según parecía, nunca iba a verla hacerlo.

—No tienes ni idea de quién es Midas ni de quién es su gente, Conrad.

—¡Ah!, te refieres a la Alineación —contestó él, que le quitó la copa y se la terminó, consciente de la forma en que ella lo miraba—. Lo sé. Es un grupo siniestro, con varios siglos de antigüedad, que se cree el heredero del conocimiento y del poder de la Atlántida. Utiliza las estrellas para realizar su interminable campaña de manipular gobiernos, ejércitos, mercados financieros y, por supuesto, acontecimientos humanos. Su objetivo es implantar de hecho un gobierno único en todo el mundo, si no de derecho. En otras palabras: que quieren el poder total. Y teniendo en cuenta lo que han conseguido con la depresión financiera mundial y el que de hecho funciona como el banco central mundial, yo diría que están a medio camino.

Mercedes no pareció apreciar su charlatanería. Entrecerró los ojos hasta que parecieron dos simples estrías.

—Entonces sabes que los dos estamos muertos.

—Habla por ti, Mercedes. Yo creo que más te valdría contarle a Midas que al final tus encantos han funcionado, que nos hemos acostado y que te has enterado de que mañana por la mañana voy a tomar un avión para París. Dile que tu adinerada familia va a ayudarme. O mejor, dile que te vienes en el avión conmigo. Solo que en vez de eso aterrizaremos en Dubai, en donde nos ayudarán mis adinerados amigos.

Mercedes se quedó callada durante un minuto. Sus ojos se desviaron hacia la botella de vino, medio vacía.

—Yo no soy una puta, Conrad.

—Yo no he dicho que lo seas.

—Tú eres la única persona dispuesta a prostituirse por el bien de todas esas inútiles excavaciones alrededor del mundo —continuó Mercedes—. Estabas dispuesto a hacerme el amor con tal de que mi padre pusiera los fondos para ese estúpido programa tuyo de televisión. Y me dejaste tirada en Perú con esos animales.

—No tengo excusa, Mercedes. Y lo siento. Ya sé que no puedo hacer nada para compensarte.

Mercedes puso una mano sobre el pecho de Conrad y lo empujó suavemente hacia el dormitorio, diciendo:

—¡Ah!, pero sí que puedes hacer una cosa, profesor.

Mercedes volvía a representar de nuevo el papel de su productora, la bella ayudante graduada que colaboraba con el atareado profesor, dividido entre sus tareas docentes en la Universidad de California, en Los Ángeles, y la Universidad de Arizona.

—Un error no se corrige con otro. Al revés. Suman dos errores —le advirtió Conrad mientras ella comenzaba a desabrocharle la camisa.

—¿Igual que Serena y tú? No hacéis buena pareja. Jamás la hicisteis y jamás la haréis.

—¿Y Midas y tú sí? —contraatacó Conrad.

—Él es rico y poderoso. Poderoso en un sentido que tú jamás comprenderías.

—¿Solo porque es uno de los jugadores de la Alineación?

—Puede —confirmó Mercedes, besándolo en la mejilla.

—¿Qué hizo para medrar dentro de la organización? ¿O fueron ellos los que lo nombraron miembro?

—No lo sé —contestó ella, que añadió al oído de Conrad—: Es difícil saber nada con la mayor parte de esa gente.

—¿Qué hace Midas para la Alineación?

—Poner minas y hacer dinero —contestó Mercedes, que claramente estaba disgustada por el hecho de tener que discutir de negocios—. Sus operaciones con las minas ayudan a los gobiernos y su empresa de comercio de futuros de Londres equilibra los mercados financieros. En cuanto a los protocolos de la Alineación, los mejores vendedores de Midas utilizan cuadros astrológicos para no tener que comprometerse. Por eso es por lo que a su empresa Minería y Minerales Midas la llaman también la M3.

—¡Y yo que creía que M3 era el nombre de mi viejo deportivo BMW!

—¡M3 es una constelación! —exclamó ella.

Conrad se animó.

—¿Una constelación?

—Canes Venatici. Las estrellas representan a los dos perros del…

—Del pastor en el cielo, el Boyero —terminó Conrad la frase por ella.

Después del último enfrentamiento con la Alineación, Conrad era incapaz de olvidar que la Casa Blanca, en Washington D. C., estaba alineada con la estrella alfa del Boyero, Arturo. El Boyero estaba conectado mitológicamente con la constelación de la Osa Mayor, la Gran Osa, de la cual Rusia extraía su propia identidad.

—¡Detesto toda esa estupidez de la Alineación! —exclamó Conrad.

Lo detestaba porque le recordaba lo ignorante que era en cuanto a lo profundamente enraizadas que estaban todas esas tradiciones astrológicas y lo lejos que llegaban en el tiempo aquellas maquinaciones celestiales y símbolos de la Alineación: eones y eones atrás en el tiempo. Era como tropezar con una raza alienígena. Y Mercedes se había unido a ellos voluntaria y conscientemente.

Resultaba todo de lo más sospechoso, y además habían transcurrido ya de sobra los veinte minutos acordados con Andros.

Conrad agarró suavemente las manos de Mercedes.

—¿Adonde se ha llevado Midas el Flammenschwert?

—¿El Flammenschwert?

—Es el nombre de un torpedo con forma de tiburón martillo que desarrollaron los nazis con una tecnología avanzada. Significa «espada de fuego» en alemán.

—Ya sé lo que significa —contestó ella, cortante—. Siempre he sabido más alemán que tú. Pero no tengo noticias de ningún Flammenschwert.

—¡Ah!, entonces, ¿crees que esta mañana Midas se ha llevado el yate mar adentro solo para ir a dar un paseo?

—Sí —afirmó ella, evidentemente molesta.

—¿Y jamás te has preguntado por qué había equipado el yate con un sumergible y una pista de aterrizaje para helicópteros?

—Siempre me he figurado que era para aparentar —contestó ella con un respingo.

Conrad la miró a los ojos, que en ese momento ella abría de par en par, y comprendió que le decía la verdad. Para él era lógico que Mercedes proyectara sobre Midas algunas de las manías de su pasado y del de los hombres que lo integraban, como él mismo.

—¿Sabes algo del código de cuatro dígitos que Midas está buscando? —siguió preguntando Conrad.

Mercedes volvió a hacer ese gesto de arrugar los ojos hasta que se convirtieron en dos ranuras.

—¿Cómo sabes tú eso?, ¿te lo ha dicho ella?

Conrad se figuró que hablaba de Serena.

—No —negó Conrad que, a su vez, permitió que fuera Mercedes quien en esa ocasión adivinara por sus ojos que era sincero—. ¿Crees que es para el Flammenschwert?

—No —negó entonces Mercedes. Conrad observó que desaparecía el brillo de sus ojos. Mercedes se sentó en la cama—. Es para la caja de seguridad del depósito del banco.

—Y esa caja, ¿es propiedad de Midas?

—No —volvió a negar Mercedes—. Antes me has preguntado si Midas había comprado algo últimamente. Ha comprado un banco en Berna que tiene una caja. El Gilbert et Clie.

Conrad no estaba seguro de comprender.

—¿Dices que ha comprado un banco para conseguir una caja de seguridad? ¡Vaya una manera de asaltar un banco! ¿Y qué hay en la caja?

—Nadie lo sabe. Era de un príncipe bávaro. Un tal Ludwig von Berg.

—¿El barón Von Berg, el nazi?

Conrad tuvo que hacer un esfuerzo para seguir mirándola fijamente a los ojos y no desviar la vista hacia el armario, donde Andros decía que había metido la bolsa con la calavera.

—¡Sí, sí, ese! —confirmó Mercedes—. Es una caja de esas antiguas con un revestimiento químico. Tiene un código alfabético de cuatro dígitos. Basta con meter una sola letra errónea en la combinación y todo el contenido se destruirá. No hay más que una oportunidad de abrir la caja. Y Midas necesita lo que guarda en su interior para dentro de siete días.

—¿Siete días? —repitió Conrad, que de pronto comprendió que todo el mundo se enteraría de qué era el Flammenschwert mucho antes de lo esperado.

—Sí, siete días —repitió Mercedes—. El Viernes Santo, dos días antes del Domingo de Resurrección.

—¿Significa eso algo para la Alineación? —preguntó Conrad—. ¿Hay alguna conexión?

—Eso lo ignoro —contestó Mercedes—. Para mí sí que significa algo, porque es el único domingo de todo el año en el que siempre he ido a misa.

—¡Eres una verdadera santa! —exclamó Conrad—. Pero dime, ¿qué hace Midas, perdiendo tres de sus preciosos siete días con los miembros del Bilderberg?

—El palacio del Aquileion era el cuartel general del barón Von Berg durante la guerra —contestó Mercedes—. Midas espera encontrar alguna pista del barón en el palacio.

—No dejó ninguna —negó Conrad—. Siempre lo llevaba todo en la cabeza.

—Ya lo sé. Por eso yo no puedo ayudarte. Ni tú puedes ayudarme a mí.

Sin soltarle la mano, Conrad hincó una rodilla en el suelo y repitió:

—Ya te lo he dicho antes, Mercedes. Vente conmigo a Dubai y ya veremos cómo salimos de esta.

Ella sacudió la cabeza en una negativa.

—Tú sabes mejor que nadie que no hay modo de escapar de la Alineación.

—Entonces vente conmigo a Dubai —insistió él—. Andros tiene un jet esperándonos. Estaremos allí en menos de tres horas.

—¿Y luego qué, Conrad? —preguntó ella con una mirada desafiante—. ¿Viviremos felices y comeremos perdices? ¿O volverás a dejarme abandonada?

—No voy a dejarte abandonada, Mercedes.

—Claro que me abandonarás.

—No voy a quedarme contigo para siempre, si es a eso a lo que te refieres.

—Entonces, ¿para qué voy a ir contigo?

—Porque yo quiero ayudarte —aseguró él.

Mercedes lo miró con desdén. Parecía sorprendida ante la ingenuidad de Conrad.

—No importa cuánto dinero tengan los locos de tus amigos árabes, Conrad. Nadie puede escapar de Midas. Te encontrará. Y tus amigos te venderán en menos que canta un gallo y por mucho menos de lo que vale esto —dijo Mercedes, que alzó una mano para enseñarle el brillante brazalete de diamantes que colgaba de su muñeca.

Por su aspecto, Conrad calculó que aquella joya debía de haberle costado a Midas al menos un millón de dólares. Una nimiedad para él, una esposa que esclavizaba y mantenía presa a Mercedes para siempre.

—Te concederé treinta minutos y luego llamaré a Midas —dijo ella con un tono de voz concluyente—. Tiempo suficiente para ir al aeropuerto y despegar.

—¿Y tú? —preguntó Conrad mientras se ponía en pie y se dirigía al armario.

—Le diré que me hiciste preguntas acerca del Flammenschwert y que yo te ofrecí mi apartamento de París. El viejo Pierre te abrirá la puerta.

Conrad sacó la bolsa y se la colgó al hombro.

—¿Y qué ocurrirá cuando vea que no aparezco?

Mercedes se encogió de hombros.

—Que todos sabremos que mentiste. Como haces siempre.