Capítulo 9

Antes


La inspectora Melanie Sanders observó a su compañera de piso desde el otro lado de la mesa y echó el café de una gran cafetera en dos tazas de color rosa brillante.

—¿Te has pasado la noche viéndolo todo de «color de rosa»? —Melanie estaba bastante satisfecha con la broma que había hecho a esas horas tan tempranas, pero a Cynthia no le hizo gracia; se quejó y le mostró las manos para confirmar que el color de estas coincidía de un modo alarmante con el de las tazas.

—Se supone que tengo que terminar seis tapices para el viernes, pero no lo voy a conseguir.

Melanie sonrió. Cynthia, como muchos otros artistas, parecía vivir en un estado permanente de caos bipolar autoimpuesto. Arriba o abajo. Sin dinero o pagando todas las bebidas. Poco trabajo o demasiado. Nunca equilibrada. A pesar de las protestas, las cuales Melanie había aprendido a ignorar, le gustaba que Cynthia fuera así: adicta al drama, lo que pegaba con su estilo de vestir. Ese día, por ejemplo, llevaba una elección interesante: un mono color verde lima con botas militares negras.

Al comienzo de su amistad, Melanie había cometido el error de retarla. «¿Por qué no te buscas un trabajo, Cynthia? Ya sabes, algo nuevo para ti: vas todos los días y te pagan a final de mes». Pero la expresión de Cynthia se había vuelto tan dolorosamente desdeñosa que Melanie había aprendido a quedarse callada.

Miró hacia la habitación anexa, en la que había tres tendederos cubiertos de largas tiras de algodón teñido de varios tonos de rosa. Cynthia debía de haber estado despierta toda la noche, trabajando en su producto estrella del momento: alfombras de telas recicladas que hacía al estilo tradicional, tiñendo a mano el algodón y tejiéndolo hilo a hilo para crear estampados brillantes y contemporáneos. El efecto final era muy llamativo y el pedido de aquel entonces, realizado por un hotel boutique para usarlas como tapices, era impresionante. El problema era la extensión de pared que ocupaban. Habían encargado dos docenas de alfombras y, dado que Cynthia solía hacer solo dos o tres cada vez, el encargo le estaba dando problemas.

—¿Crees que podrás ayudarme, Mel? —Inclinó la cabeza y puso voz de niña pequeña llorando—. Oooh, nooo. Ya hemos pasado por eso, Cynthia. Dices que necesitas ayuda. Te puedes incluso creer que la necesitas, pero, en realidad, como he descubierto para mi desgracia, no aguantas que nadie se acerque a tu trabajo. De todas formas, tengo un nuevo caso en Tedbury, voy a estar ocupada. —Melanie había intentado que eso sonara difícil. No estaba preparada para admitir, ni siquiera a Cynthia, que el primer caso que le habían encargado desde su ansiado ascenso era un juego de niños para el departamento. Un caso de violencia doméstica.

—Pero yo pensaba que ya se sabía quién lo hizo.

—Sí, bueno. No podemos suponer que sea tan fácil. —El tono defensivo de Melanie la delató—. Estoy esperando todavía el informe forense y el registro de llamadas. Además, no está confirmado el motivo.

—Eh, perdona, pero he visto la foto de ese chico.

—Los rumores dicen que eran fieles.

—Sí, claro.

—Creía que ser cínica era mi trabajo.

—¿Va a sobrevivir la mujer? Porque, si no, no tiene mucho sentido.

—No lo sé. Voy a ir ahora al hospital. ¿Quieres algo de la ciudad?

—Homity pie.

—¿Perdón?

—Homity pie.

—¿Y qué narices es homity pie?

—Eres un caso perdido, Melanie. Yo le echo la culpa a toda esa comida de la cafetería.

—Lo siento.

—No, no lo sientes. Y, para tu información, una homity pie es una fusión de patatas, cebollas y ajo envuelta en pasta quebrada.

—¿Una empanada?

—Me rindo.

Melanie sonrió. Había encontrado la casa en un anuncio cuando se había mudado a Plymouth. No esperaba quedarse, sobre todo después de confirmar que Cynthia era en realidad la propietaria de la azotea victoriana que daba a Peverell Park, pero que no disponía de ahorros para mejoras ni para calefacción central en las habitaciones ni ducha de hidromasaje. Sin embargo, Melanie había empezado rápido a apreciar el contraste: la locura de poner en remojo las lentejas y teñir algodón no podía alejarse más de su vida profesional, con sus borrachos, su violencia, sus prostitutas y sus delitos cutres, feos y, en este sentido, bastante insignificantes. Los asesinatos eran, en realidad, bastante poco comunes. Por eso estaba tan molesta de que le hubieran asignado el caso Tedbury. Cynthia tenía razón. No era una investigación criminal real. Si Gill moría, no habría nadie a quién culpar.

—Te veo esta tarde.

—Seguramente ahogada en un tanque de tinte color remolacha.


El hospital Durndale, como muchos de los rascacielos coetáneos, era tan deprimente en el exterior como la tristeza que contenía. Fuera, en la entrada principal, pacientes con sobrepeso vestidos con batas baratas se escondían de los encargados, asfixiándose con los cigarrillos. Su expresión mostraba, al menos a ojos de Melanie, que no sabían lo irónico que era su comportamiento. El interior era poco mejor. Paró un momento delante de la cafetería para ver las ofertas. Se decía que se iba a convertir en un bar de ensaladas, pero por el momento se encontró con más ironía en forma de pasteles de crema, donuts y salchichas.

—¿Tiene homity pie? —La camarera, una mujer de media edad, rechoncha y con las mejillas sonrosadas por su proximidad a los fuegos, se encogió de hombros sin comprenderla. Melanie miró los pasteles y las empanadas y pidió disculpas.

Gill Hartley permanecía en cuidados intensivos en la cuarta planta. En realidad, no hacía falta que la visitara, pero Melanie quería observar de nuevo a la mujer que era el centro de la primera investigación que le habían dejado llevar a cabo desde su ascenso y su traspaso a Devon. Además, le habían prometido que podría hablar con el especialista al cuidado de Gill, que debía de estar a punto de hacer su ronda. Melanie necesitaba desesperadamente que la mujer se despertara; si no, Cynthia tendría toda la razón. El informe forense provisional no sugería que hubiera una tercera persona implicada.

El coma de Gill, según se había dado cuenta Melanie, no tenía nada que ver con la herida del cuchillo, sino con la popularidad de las encimeras de mármol. Se había golpeado la nuca de manera bastante estrepitosa mientras caía al suelo. Al parecer, una parte del cerebro había quedado al descubierto. De ahí, el coma inducido, para intentar darle tiempo a que la hinchazón disminuyera. Solo Dios sabía cuál era el daño real. La herida del estómago había supuesto una pérdida de sangre muy grande, pero ningún órgano importante había sido afectado. Tuvo suerte en ese aspecto.

«O quizás, no», reflexionó Melanie mientras miraba la habitación a través de las persianas, pensando en lo que se encontraría la desdichada mujer cuando se despertara. ¿Un posible daño cerebral? La cárcel, casi seguro. No oía nada desde el pasillo, pero se imaginó el inquietante sonido del ventilador y de otras muchas máquinas. Al lado de la cama, había una mujer de pelo gris, vestida con una chaqueta negra a juego con los círculos que tenía bajo los ojos.

Melanie vio cómo le cambiaba la cara a la mujer mientras entraba y le enseñaba su placa. A veces, su trabajo y su deber le hacían sentirse importante, todas las intrusiones estaban justificadas…

—Todavía no nos lo podemos creer.

… Menos ese día. Siempre era duro con las madres.

—Debe de haber sido una conmoción muy grande para usted, señora…

—Baines.

—Señora Baines.

—Eran tan felices… —Melanie no contestó—. O, al menos, siempre habían parecido tan felices…

La madre de Gill se removió en el asiento.

—Mire, no tenemos que hacer esto ahora, pero ¿se encuentra lo suficientemente bien como para contestar a algunas preguntas?

—¿Perdone? Ah, sí, claro. —Entonces se mostró nerviosa, mirando hacia su hija—. Aunque aquí no, por favor. Dicen que a lo mejor nos escucha.

Se quedaron de pie en el pasillo durante un rato mientras los visitantes las rozaban al pasar; algunos de ellos, totalmente perdidos: «Perdonen, ¿saben cómo se va a la cafetería?».

—Así que ¿no sabe si había algún problema, señora Baines, algo que le preocupara a su hija últimamente?

«Perdone, ¿esta es la planta de los rayos X?».

«Oiga, estamos teniendo una conversación privada, ¿me entiende?».

Por eso, al final se trasladaron a un pequeño hueco al lado de los ascensores.

—Cree que uno de los dos estaba engañando al otro, ¿no? O metido en algo ilegal. Aventuras. Drogas. Juego. Eso es lo que todo el mundo rumorea en Tedbury, ¿verdad?

—No creo que la especulación ayude, señora Baines. Estamos intentando comprender qué ocurrió.

No recibió respuesta, por lo que Melanie decidió retirarse y dejar que la señora Baines volviera a la habitación de su hija y cogiera un libro que estaba al lado de la cama.

Observó la mirada familiar y reconfortante de una madre leyéndole a su hija, y recordó cómo su propia madre se subía a su cama para contarle historias, imitando voces ridículas. Verlo la hizo sentir avergonzada, como una intrusa. Cuando la señora Baines pasó la página, Melanie se giró, dando gracias al ajetreo que había en el pasillo producido por el especialista y su séquito de estudiantes.

Estaba a punto de acercarse a él, mientras buscaba a tientas su cuaderno (seguía usando uno grande porque no era capaz de encontrar las gafas), cuando, al levantar la vista de su bolso, captó algo en el mismo pasillo, pero mucho más atrás. Un abrigo rojo. Un atisbo de pelo largo y oscuro. Lo suficiente. La mujer con el niño apoyado en la cadera dio una vuelta de ciento ochenta grados y giró la esquina, pero algo en el estómago de Melanie, algo que nunca había sabido definir pero que no podía ignorar mientras trabajaba, la hizo correr por el pasillo.

—Perdone.

La mujer se giró, fingiendo sorpresa. El niño inclinó la cabeza, al parecer con timidez.

—Señorita Carter, ¿no?

Emma se puso rígida, agarrando con su mano libre una cesta pequeña con varias frutas.

—Inspectora, yo solo estaba… —Miró a su alrededor, a los letreros de las distintas salas y departamentos como si buscara inspiración, hasta centrarse de nuevo en Melanie, quien advirtió de nuevo sus peculiares ojos. Rayas extrañas de diferentes colores—. Solo traía algo para Gill, para ver cómo se encontraba.

—Es muy amable. Su madre está con ella. No sabía que se llevaban tan bien ustedes dos. No lo mencionó cuando hablamos. —Melanie adoptó la expresión silenciosa que tanto le había ayudado cuando se ponía el uniforme. También lo hizo esa vez. Esperó, manteniendo su cara de póker, a que Emma Carter hablara de nuevo, a que dijera algo que explicara la extraña expresión que esta mujer tan rara y sorprendente tenía en la cara.