Epílogo


Algunas personas ven la música como colores. Sinestesia, se llama. Leí en alguna parte que aparecen justo delante de sus ojos, como un arcoíris. Un color distinto para cada nota que escuchan. He pensado mucho en eso porque he comenzado a ver las cosas como formas geométricas, sobre todo triángulos.

Me pregunto si habrá un nombre para esto, para cambiar los detalles complejos y la superposición de imágenes por figuras geométricas básicas, como simplificar las vistas de alrededor en cuadros abstractos.

Por ejemplo, ahora. Según miro a través del rectángulo de la piscina, veo un triángulo grande (las montañas) y dos triángulos pequeños (Theo y Ben).

Es gracioso cómo lo de los triángulos me pasa con los chicos. Primero Ben: los hombros anchos y la cintura delgada hacen que, al mirarle por detrás mientras estoy sentada, lo único que vea sea un triángulo perfecto con una pequeña cabeza (un círculo) moviéndose encima.

Con Theo me llevó más tiempo, no solo por ser más pequeño, sino porque tuvo un año de gordura infantil que ya ha desaparecido.

Sentados aquí, en este momento, con doce y trece años, tan altos y delgados al lado de la piscina con las piernas balanceándose en el agua, pienso en lo extraordinariamente parecidos que son. Sus coronillas se arremolinan de la misma manera, como si fueran una interrogación, lo que hace que me pregunte por qué no lo vi antes, algo invisible para mí, como muchas otras cosas.

Os estaréis preguntando por el agua. A mí también me sorprende. Siento una punzada en el estómago cada vez que los veo juntos así, ya no solo nadando, sino buceando. Ahora son competitivos, como todos los chicos, y quieren ir más rápido. Más alto. Más profundo. Para ver quién aguanta más tiempo bajo el agua.

A veces sueño que vuelvo al pasado e intento susurrarle a través de la brisa a mi antigua yo. Decirle a la Sophie de aquel primer día en la plaza del pueblo que huya, decirle a la Sophie del tren que todo va a ir bien, susurrarle que, al final, será el pequeño Theo (no un profesor especial en una clase especial) el que convenza a Ben de que se meta en la parte poco profunda del mar o hasta las rodillas en el río con las redes de pescar; luego, en la piscina de los pequeños y, finalmente, aquí, lo que nunca habría imaginado. Triste y silencioso, el pequeño Theo, será él quien, al final, se acabe convirtiendo en una motivación para todos nosotros.

Llevamos viniendo al Midi cada verano de los últimos ocho años. Un descubrimiento accidental, gracias a Helen. Un familiar de su difunto marido tiene una casa en el norte de Francia y alquila esta otra todas las Pascuas. Hemos decidido robarle la recomendación sin mirar atrás. Es un segundo hogar con una sensación familiar de verdad: armarios desordenados, muebles que no combinan y una sirvienta que no cree en la limpieza, sino que barre el polvo debajo de las camas y juega con los niños.

A mí me encanta por las flores. La casa, blanca con persianas verdes, parece sujetarse gracias a una maraña de plantas trepadoras que se retuercen y giran, estirándose hacia el sol y, aunque estas plantas y las clemátides han dejado de brotar para cuando llegamos nosotros, hay siempre una profusión de flores blancas en forma de campana que bailan con el viento y llenan el balcón de un olor espectacular. No sé el nombre, pero podría reconocer su esencia en cualquier sitio.

A los chicos, indiferentes a la horticultura, les encanta por la piscina, que es más grande y profunda que la mayoría y que tiene unas vistas increíbles.

Hoy están especialmente emocionados, porque mañana llega Helen con su beau George, al que Theo y Ben adoran. Le llaman «el novio» y él finge que le da vergüenza, pero, en secreto, le encanta y, riendo a carcajadas, dice: «Ya no soy un chaval, chicos».

Lo conoció hace unos años. Todo un caballero. Trajes de lino, sombrero de paja. Tiene una tienda de libros de segunda mano en Truro y llega siempre con una maleta llena de historias épicas para que los chicos lean. Además, hace trucos de cartas y recita cómicos poemas con su cara sonrosada y feliz después del vino de Oporto de la cena. Uno de esos invitados perfectos que tiene muchas historias que compartir y que está lleno de entusiasmo y energía por todo. Helen brilla en su compañía. Y nosotros también.

Ah, sí, Helen. ¿Qué decir? En la pesadilla de hace años ni siquiera la llamé para confirmar el momento en que llegaríamos a Cornualles. O cuánto tiempo estaríamos allí. Después de que les dieran el alta a los chicos, metí todo en el coche y me marché como aquel día en que volví a casa a por el disfraz.

«Quédate todo lo que quieras», dijo, lo que estuvo bien, porque, durante los primeros días, lo único que hice fue dormir. Era como si mi cuerpo se hubiera rendido ante el agotamiento tan completamente que me había consumido.

Desde la ventana, esa primera mañana, vi impotente cómo Helen se hacía cargo de los chicos, llevándolos a un cobertizo de donde sacó un columpio que colgaron en un árbol enorme sobre el camino que conducía al mar. Ahí era donde Theo pasaba todo el tiempo al principio. Triste y silencioso, el pequeño Theo, columpiándose hacia delante y hacia atrás.

Hacia delante y hacia atrás.

Los servicios sociales se pusieron en contacto enseguida y mandaron desde la oficina local a una agradable mujer vestida de color rosa brillante para explicarme los procedimientos que debíamos seguir en cuanto estuviéramos preparados. Pero ¿qué podía hacer?

Triste y silencioso, el pequeño Theo.

Hacia delante y hacia atrás.

Comprobaron quién era el pariente más cercano y, al principio, una parte de mí quería que encontraran a alguna tía lejana o madrina o a alguien. Pero no, no había ni una persona en el mundo que se ocupara de él y no voy a intentar fingir que soy una especie de santa, que no miraba a Theo algunos días y me los imaginaba juntos. A Emma y a Mark. Sus ojos observándome desde los de Theo. La forma de su nariz en el perfil del niño.

Pero cada vez que me agobiaba y pensaba que lo mejor era llamar a la mujer de rosa, me imaginaba la cara confundida de Theo mirando por la ventana del coche mientras se lo llevaba lejos, y no podía hacerlo.

Así, al final, tuvimos que padecer la pesadilla de las pruebas de paternidad. Abogados, formularios, reuniones. Tenía que sentarme en la sala con Mark y encontrar un modo de actuar como una persona adulta, en lugar de echarme a llorar y pegarle, que era todo lo que quería hacer cuando lo veía aquellos días. Recuerdo pensar por aquel entonces: «¿Y si Emma mentía? ¿Y si Theo no es de Mark?».

Luego, cuando la prueba dio positivo, siendo concluyente, no sabía qué demonios sentir… o hacer. Mark no se podía llevar a Theo a Londres, al menos no al principio, por lo que llegamos a este acuerdo: Theo se quedaría con nosotros en Cornualles y Mark alquilaría un pequeño piso en Helston para que los chicos lo visitaran los fines de semana. Tiempo para respirar.

Irreal, como un universo paralelo, ahora que lo pienso. Más de un año transcurrió así. Mark estaba desesperado porque volviera con él, para jugar a los supervivientes juntos…

Durante doce meses, dije que no rotundamente. Luego, dije que quizás y, tras dos años…

Vi como viajaba de Londres a Cornualles. Vi que se los llevaba a pescar. Escuché las historias de los chicos, cómo les había enseñado a lanzar piedras sobre la superficie del agua. Los llevó a Kynance Cove para acampar en el páramo. Unas usaba el coche-cama, otras volaba y algunas semanas conducía desde el maldito Londres hasta Lizard. Cada dos fines de semana. Hasta que ya no pude soportar más fingir que lo odiaba.

Pero cuando me di cuenta de que no lo odiaba, descubrí que solo me daba miedo quererlo. Y eso era mucho más triste y terrorífico. Incluso enfadada no me podía imaginar una versión de Sophie sin él.

Esta Sophie tiene su propia agencia de publicidad en Truro, que crece año tras año. Esta Sophie tenía dos empleados, luego, tres y, de alguna manera, después, cinco, con oficinas y contratos y todo ese caos de nuevo.

Ahora vivimos en el centro de Truro, en una casa georgiana de tres pisos con un pequeño jardín cercado próximo al núcleo urbano. Durante esos dos primeros años, los chicos pasaron las vacaciones con su padre, durante las cuales Helen se hizo cargo de mí y me mantuvo ocupada, con viajes para comprar libros con George cuando este apareció en escena para que no acabara durmiendo en sus camas u oliendo su ropa.

Durante un período corto de tiempo, intenté verme con alguien. Un restaurador, encantador, divertido y divorciado. Estaba construyendo un hotel boutique en St Ivés e incluso a los chicos les gustaba bastante. Pero entonces comenzó a parecer demasiado interesado y fue solo ahí cuando me di cuenta…

Mark me escribió una carta de amor en cada aniversario que pasamos separados. Largas cartas llenas de disculpas y recuerdos y de su amor por los dos chicos. Y por mí. Se sinceró sobre su intento de comenzar de cero con alguien, pero que era imposible que funcionara. Así, tras la segunda carta del segundo año, pensé que quizás. No porque me encontrara sola ni porque estuviera totalmente segura de que fuera a funcionar, sino porque había entendido lo que Emma podía hacerle a una persona…

Seguimos estando separados por el trabajo. Mark vendió su compañía en Londres y comenzó con una nueva agencia pequeña en Bristol, donde tiene una casa en primera línea de playa de lunes a miércoles. Los chicos la describen como «un lugar mucho más bonito que Truro, mamá». Al menos, ahora también puede trabajar desde casa. Sigue siendo un acuerdo, pero hacemos que funcione. No hay bastantes clientes locales importantes para que se asiente en Devon.

Estos días, en nuestra nueva vida, sueño con menos frecuencia con Tedbury, por lo que me sorprendió totalmente que saliera en las noticias locales la semana pasada. Como el agua helada sobre la piel caliente. La iglesia y la plaza eran las mismas, pero los árboles de magnolias eran más grandes ahora. El tema central era que el pueblo había conseguido por fin su carretera de circunvalación tras años de contratiempos y disputas políticas, ascendía en la lista de proyectos en un momento y al siguiente volvía a bajar, ante una negativa de presupuesto. Le hicieron una entrevista a Heather y fue muy raro, y a la vez genial, verla. Intercambiamos tarjetas de Navidad y de cumpleaños llenas de noticias. La última vez que escribió, el cotilleo se centraba en la familia que se había trasladado a la casa de los Hartley. Pequeños empresarios. Se hicieron con la oficina de correos cuando el viejo Bert se jubiló y también llevan la charcutería. Mi charcutería. Les vendí el equipo y los planos para deshacerme de todo eso, pero al parecer lo han ampliado, convirtiéndola en un supermercado con restaurante y con servicio a domicilio de carne local y cajas de verduras orgánicas. Un gran éxito. Bien por ellos.

Otras noticias nos llegan de parte de Nathan, quien ha mantenido una sorprendente pero duradera amistad con Theo. Todos los años manda una tarjeta de Navidad con un petirrojo y un generoso regalo. Theo guarda todas las cartas en una caja debajo de la cama.

La otra sorpresa es que la inspectora Melanie Sanders, casada ahora con Tom, se ha mudado a una casa en los alrededores del pueblo. ¿Quién se lo habría imaginado?

Nathan nos visita de vez en cuando y es raro y muy triste ver lo perdido que está. Cree que fue él quien debería haber visto lo que pasaba con Emma, descubrirla y pararla. No nos escucha cuando le decimos que los mismos pensamientos nos persiguen a todos nosotros.

Nathan dice que han trasladado a Gill Hartley a una prisión abierta y que le darán la libertad condicional pronto. Durante un tiempo, me pregunté si tendría que escribirle. Para decirle ¿qué? En el juicio, nos enteramos de que Gill había querido tener un hijo durante años, pero Antony decía que no estaba preparado. Entonces, Emma, en esa maldita carpa, había sido muy cruel, compartiendo los detalles de la aventura de Antony y el embarazo de su amante. «Tienes derecho a saberlo. Gill. Si fuera yo, humillada de esa manera, usada… El sostén de la familia mientras él… No me imagino qué haría…».

En el juicio leyeron extractos del diario de Emma, que habían encontrado en su ordenador. Me llamaba «Sophie la estúpida». ¿Y Nathan? Resulta que ella misma tiró el ladrillo por la ventana para mantenerle cerca. Merodeos raros y espeluznantes. Todo era como una suma: A+B = hago esto. Tuvo una discusión con Antony en la feria, pero se cansó de chantajearlo porque no tenía dinero. Al parecer, me espió en Cornualles con la intención de mandarle las fotos a Mark a modo de amenaza, pero se acobardó por miedo a que se las diera a la policía. Cuando Mark se retrasó en el pago, se puso furiosa, presionada como estaba por los bancos y los prestamistas, y perdió la paciencia.

«No es culpa mía. Theo tiene mi dinero… ¡MI DINERO!».

Las últimas búsquedas en su ordenador fueron sobre lugares en los que ir a nadar al aire libre en Dartmoor. Piscinas naturales profundas, retiradas. A veces, Ben sigue despertándose con pesadillas. «Nos va a llevar a nadar, mamá… Dice que es para sorprenderte, que me va a enseñar».

Yo también tengo pesadillas en las que la veo llevando a los niños hasta el borde del agua y comienzo a gritarles que corran, que huyan… Entonces, ella los obliga o los empuja para que se metan en las profundidades del agua. Grito, pero las palabras no salen de mi boca… Contengo la respiración y cuento. ¿Cuánto puedes aguantar?

Hubo un tiempo en el que me obsesioné con intentar entender cómo alguien podía ser tan mala persona. Estar tan loco. Quiero decir, ¿por qué quería hacerle daño a Ben? ¿Para castigar a Mark por no poder pagar? ¿Cómo era posible que alguien esperase salir indemne de algo así? Pero tratar de entenderlo acababa siendo inútil y una locura. Contacté con el hombre con el que Emma había vivido en Manchester. «Al principio, era fascinante. Era espontánea y me hacía sentir especial. Luego, de repente, comenzó a robarme. Una noche me desperté y estaba sentada, mirándome con esa expresión horrible en los ojos».

Después, él me escribió cartas. Páginas y páginas. Despotricando, maldiciendo, dándole vueltas. Decía que no solo se sentía estúpido, sino también asustado porque le hubiera tomado el pelo tan fácilmente. Parecía muy normal. «Sophie, me dijo que nunca había conectado con alguien como lo había hecho conmigo. Y le creí…».

Al final, le telefoneé. Me puse firme. «Ya basta».

Mostraron un archivo de imágenes sobre el accidente de los chicos con el camión en las noticias cuando hablaron de la circunvalación. Apagué la televisión y desconecté la antena para asegurarme de que los chicos no lo veían.

Fue Mark el que tuvo que hablar con Theo sobre Emma.

Yo no podía. Nos llamaron a casa poco después de que les dieran el alta a los chicos y me los llevara a Cornualles: noticias sobre una complicación inesperada en la operación de Emma. Le fallaron los pulmones. Muerta. Estaban intentando encontrar a su pariente más cercano, a alguien a quién llamar…


Si no fuera por Helen… Dios mío. Su amigo Patrick, el psiquiatra infantil jubilado, vino a Cornualles para salvarnos. Estaba haciéndolo todo mal con Theo, al intentar con tantas ganas que hablara. Forzándole y persuadiéndolo, fingiendo que no entendía sus sentimientos y sus señales. «Por favor, Theo, habla conmigo».

Pero el mutismo selectivo no es fácil de curar. El niño tiene tanta ansiedad que le da miedo escuchar su propia voz en público. Mi insistencia lo estaba empeorando todo.

«Solo quiérelo. Finge que no te importa si habla o no habla. Quítale presión de encima. Dale todo el tiempo que necesite», me recomendó el amigo de Helen.

Solo quiérelo.

Lo miro, cuando está cerca de la piscina, queriéndolo todo lo que lo quiero, y no me puedo creer que alguna vez lo haya dudado. Pero esta es la verdad: no me quedé con él al principio porque pensara que fuera a quererle y, sobre todo, no porque fuera el hijo de Mark, sino porque sentía pena por él. Porque no podría soportar la culpa y el juicio de los demás si dejaba que mandaran ese coche a por él.

Supongo que imaginé que una vez se hiciera más fuerte y hablara de nuevo, Mark se lo llevaría a Londres y quizás contrataría a una niñera.

Pero un niño sin madre tiene ese insoportable dolor en los ojos, ese modo de llegarte muy dentro y de apretarte tan fuerte que no puedes respirar.

Al final, fue a mí a quien Theo habló primero. Y fue a mi cama a la que se subió a horas tempranas de la mañana temblando y esperando.

Pasamos página cuando Patrick me enseñó la técnica del «deslizamiento». Había descubierto que, cuando estaba solo en su habitación, Theo le susurraba a su juguete favorito, el pequeño mono en blanco y negro con el largo rabo rizado y los oscuros ojos pequeños y brillantes, el que le había comprado en el zoo. Patrick me explicó que deslizarse consistía en usar una comunicación indirecta para llevar la conversación a través de un intermediario. A veces, los niños con mutismo selectivo solo hablan con un hermano o un amigo, con nadie más. El truco está en observar, esperar y usar ese puente.

Así, un día, cuando Theo estaba hablándole a su mono, me quedé de pie en el umbral de la puerta y le hice una pregunta al muñeco: «¿Sabe el señor Mono si Theo quiere tomar algo?».

Para mi sorpresa, Theo hizo una pausa, inclinó la cabeza y le susurró en el oído al muñeco antes de usarlo como marioneta: «Theo dice que sí, por favor, zumo de naranja».

Me quedé de pie, tratando de parecer relajada mientras lo interiorizaba. Me di cuenta, profundamente sorprendida, de lo que había hecho y de lo que significaba.

Que Theo iba a ser mi segundo hijo…


El progreso desde ese momento fue lento pero constante. Al final, Theo comenzó a hablarme a través del juguete y, luego, abiertamente. Después, habló con Helen y con Ben a través de mí. Era frustrante y a la vez mágico, como jugar al teléfono escacharrado para hacer que Theo volviera a estar en contacto con el mundo.

No tenemos ni idea de por lo que había pasado con Emma, de lo que ella era capaz de hacer. Los documentos en casa de su madre demuestran que esta se pasó años cubriendo a su hija. Drogas, fraude, deudas.

Se habló de exhumar el cuerpo de su madre en Francia. Aveline, la enfermera, estaba segura de que Emma era culpable. Pero, al final, la investigación se paralizó. Aquello me enfadó. No había dinero ni nadie al cargo y, lo que era peor, a nadie le importaba. Pero los papeles privados presentados por la madre a los abogados confirmaron lo que Patrick había supuesto: que Emma era una sociópata. De alto nivel.

Informe tras informe de especialistas privados según Emma iba creciendo, todos con el mismo veredicto: no tenía remordimientos.

¿Os lo imagináis? Ninguna punzada de culpa… nunca. En resumen, no tenía capacidad para amar o preocuparse por alguien, excepto por sí misma.

Hay artículos y libros… «El sociópata en tu calle». He leído demasiados. Uno de cada veinticinco, dicen algunos estudios.

Me preocupa que pueda ser hereditario, pero Patrick dice que me calle, que Theo es el niño más dulce y tierno que existe. Por eso me he inventado una versión distinta de Emma para él.

«Háblame de mi otra madre», me sigue preguntando a veces. Era demasiado pequeño en ese momento, gracias a Dios, para recordar lo peor. Así, entrelazo historias de viajes a la playa en verano y le cuento que le quería mucho mucho y que le estará mirando desde el cielo, cuidándolo. Todos los días.

A veces esto se vuelve en mi contra: «Mi madre de verdad lo entendería…». ¿De verdad?

Me metí en una página para padres adoptivos una vez que decía que algunos niños crecen en las barrigas de sus madres y otros en sus corazones.

Cuando tenemos un mal día, cuando dudo si estoy haciendo un buen trabajo, cuando lo veo mirar una foto de Emma o encuentro un recorte de un petirrojo metido bajo su almohada, me aferro a eso, a que lo estoy haciendo lo mejor que puedo y que está creciendo en mi corazón igual que yo, Dios lo quiera, estoy creciendo en el suyo.

Solo ahora entiendo, gracias a Nathan, lo del pájaro. El pobre Theo puso en libertad a ese petirrojo, vio cómo volaba y le dio su corazón. Se lo dibujaba en secreto en el brazo y, por las noches, soñaba que volaba libre y a salvo, porque eso era lo que él necesitaba.


Veo el coche de Mark llegar. Ha venido por su cuenta por razones de trabajo. Durante años, al ver un coche acercarse a la casa, ya fuera en Devon, en Cornualles o aquí en Francia, siempre me imaginaba que sería un ajuste de cuentas. La policía.

Siempre he creído que acabarían viniendo, que era solo cuestión de tiempo que alguien encontrara alguna foto, alguna grabación o algún testigo.

Ahora, tras todos estos años, creo que seguramente se haya acabado… por fin.


Nunca lo planeé. Y sigo recordándolo como si estuviera sonámbula.

En el hospital, al ir a visitar a los chicos, pasé al lado de la habitación de Emma durante un momento. Esa oportunidad inesperada. La enfermera fuera de su puesto. La habitación de Emma desatendida. Ella y las máquinas. Los pitidos y los monitores.

¿La verdad? Fue demasiado fácil silenciar la máquina, desconectar el tubo de oxígeno. Estaba esperando todo el tiempo que alguien viniera, que me parara. Pero nadie entró y vi como le cambiaba la cara y sacudía la cabeza de izquierda a derecha, desesperada por tomar aire. Contuve la respiración y conté como había hecho en el tren. En ese momento pasé a ser otra persona, una persona que no reconocía y que no quería ser.

Esperé y esperé hasta que se quedó quieta, hasta que estuve segura. Luego, volví a conectar el tubo y me fui.

Caminé por la cocina de casa y aguardé, de nuevo, a que vinieran a por mí. Pero, en lugar de eso, llamaron para decir que Emma había muerto.

Sé, a través de Nathan y de Tom, que hubo una investigación interna. La enfermera, que había ido a atender una llamada privada de su hija adolescente, fue sancionada. La muerte se registró como causa natural. Resulta que en los hospitales hay muchos incidentes con el oxígeno cada año.

A veces, me digo a mí misma que me lo he imaginado, que seguramente hubiera muerto igual.

Pero ¿la verdad más complicada de todas? No me importaba ni me sentía culpable. Porque lo más sorprendente es que, si pudiera volver atrás en el tiempo, haría exactamente lo mismo.

Porque ya no soy una persona que cree en la justicia. Ya no soy esa Sophie que veía las cosas en blanco y negro, buenas y malas.

Mientras veía a Emma morir, supe que no había manera de que le permitiera sacar su encanto de allí, venir y amenazar a mi familia de nuevo.


Ahora veo el coche de Mark acercándose más y más, pasando junto a una casa al otro lado de la colina. Un edificio blanco espléndido con macetas de flores vívidas saliendo de su terraza. Rosas, rojas, azules y blancas.

No se lo conté a Mark ni nunca lo haré. A veces pienso que lo entendería, que lo hice por Ben, por Theo, por amor.

Luego, pienso en Emma sacudiéndose de un lado a otro mientras luchaba por respirar. El horror de haber podido estar de pie allí, soportando. No haber hecho nada.

Yo, Sophie, la esposa y madre normal…

La lección y la horrible consecuencia que saco de todo esto es que debo aprender a vivir con ello yo sola.

Es quien soy ahora.

Es en quien Emma me convirtió.

En ese horrible viaje de tren de vuelta a casa, pensé que la conmoción y la lección más grande es darte cuenta de lo que otras personas son capaces de hacer.

Pero resulta que hay una conmoción mucho más grande y más espeluznante: darte cuenta, ante el mal y en nombre del amor, de lo que eres capaz de hacer.