Capítulo 21
Antes
Cuando era pequeña, a menudo me llevaba un libro al baño y, en lugar de lavarme la cara y el cuello antes de irme a la cama como me habían ordenado, me sentaba en el suelo a leer. El resultado era un cerco de suciedad alrededor del cuello que yo intentaba hacer pasar por una línea de moreno tras ver Mujercitas y Pippi Calzaslargas durante el verano. Pero llegó el otoño y, con él, una bronca con mi madre que evoqué en mi mente mientras estaba sentada en el suelo del baño de Tedbury…
Mi madre había mostrado poco interés por mis rutinas nocturnas después de cumplir los cuatro años, hasta que, de pronto, una tarde, buscó las gafas para levantarme una de las trenzas y examinarme el cuello más de cerca.
«Suciedad. Esto no es moreno, es suciedad».
Al principio, no me importó que me descubriera. Era inevitable y me había sorprendido que hubiera tardado tanto. Pero mi madre me guio hasta el baño para empezar a restregarme el cuello con una toalla áspera y jabón con tanta fuerza que la piel empezó a arder y a despellejarse.
«Me estás haciendo daño».
Me ignoró. Dije que lo podía hacer yo sola, pero eso pareció empeorarlo todo hasta que mi madre puso unos enormes ojos de loca por la frustración que, como descubrí después, no tenían que ver con mi cuello y sí con el martini.
Se me saltaron las lágrimas. Me dolía mucho el cuello. Traté de arrebatarle la toalla para que se detuviera. Luego, sentí golpes muy muy fuertes en el culo. El primero fue de la mano de mi madre y el segundo, de un gran rascador de espalda, de madera, que se había caído del borde de la bañera. Después, vinieron los gritos. Los de mi madre y los míos propios mientras corría por el pasillo hacia mi habitación y cerraba la puerta. Empujé una silla contra ella y me senté, jadeando, aterrorizada. Se puso a dar golpes en la puerta y me gritó.
Entonces, a la mañana siguiente, ocurrió algo muy extraño; parecía que me había imaginado la escena. Fui a desayunar todo lo tarde que pude y me encontré con crema de avena, mi preferida, en el fuego y zumo de naranja recién exprimido en una jarra de cristal brillante sobre la mesa. Nos movimos unos junto a otros en silencio, como si hubiéramos pasado página y estuviéramos en un nuevo capítulo que ninguno quería leer. Esa tarde, nadie mencionó que me lavara el cuello y mi madre nunca volvió a controlar mi momento del baño.
Pero el comportamiento al estilo Jekyll y Hyde continuó. Fuera de casa, antes de empezar a beber a la hora de la comida, mi madre era una mujer distinta. Hacía unos pícnics excelentes y, durante el verano, se sentaba junto al río mientras yo nadaba con mis amigos. A veces, en esas excursiones, incluso me peinaba el pelo y me susurraba al oído que lo sentía. Pero, dentro de casa, todo cambiaba, especialmente en invierno. Se comportaba como un animal enjaulado, ahogada, asfixiada y siempre enfadada.
Mi padre tenía que viajar mucho por trabajo, de modo que me volví una hija única muy solitaria. Observaba con envidia a mis amigos que se peleaban y defendían con fiereza a sus hermanos. Durante un tiempo, llegué a tener una hermana imaginaria. La llamé Laura, inspirándome en La casa de la pradera. Mi Laura era fuerte, divertida y valiente. Se ponía delante de mí cuando se metían conmigo y me acariciaba el pelo por la noche para calmarme tras las escenas con mi madre.
Cuando fui adulta, me pregunté si no sufriría ella también una depresión posparto, sin diagnosticar. ¿Era eso? Me habría encantado hablar de eso con ella, pero, por desgracia, era demasiado tarde. Nuestra relación adulta estaba demasiado rota. Mi madre dejó finalmente a mi padre cuando yo tenía trece años, y se trasladó al extranjero con Gordon, un abogado que consumía grandes cantidades de alcohol. Los visitaba de vez en cuando durante las vacaciones del colegio. Tenían una pequeña casa con piscina en España, pero, a pesar de todo el sol y los baños, esas visitas me hacían sentir sola y angustiada. La mayor parte del tiempo, mi madre y Gordon estaban fuera, y me dejaban a mi suerte. Cuando se encontraban en casa, disfrutaban de largas comidas repletas de alcohol y de siestas aún más largas que parecían juntar el día y la noche. Yo no sabía hablar español y solo hacían esfuerzos superficiales para presentarme a otros niños. Al final, opté por quedarme con mi padre durante las vacaciones. Solía invitar a mi abuela para que le ayudara y en esos años apareció mi amor por Devon.
Durante las seis semanas de verano, alquilábamos una pequeña cabaña al sur de Devon, en la costa, e íbamos todos los días a las playas de los alrededores. El tiempo no se parecía al de España ni teníamos piscina privada, pero había muchos niños en la playa con quienes jugar al críquet y con los que hacer enormes castillos de arena con fosos que nos costaba llenar mientras corríamos con varios cubos hacia la orilla. Mi abuela hacía pícnics con sándwiches de huevo y berro y limonada casera que llevaba en un enorme termo. Mi padre jugaba al críquet con un sombrero de mimbre blanco y una expresión terriblemente seria.
Estaba sentada en el suelo del cuarto de baño, recordando todo eso mientras, con desesperación, trataba de recuperarme. La cabeza seguía dándome vueltas. Miré hacia la alfombrilla antideslizante color crema, con un montón de hilos gruesos, algunos de los cuales tenían unas extrañas manchas naranjas, como si fuera un óxido que nunca habría sido capaz de quitar. Debería tirarla. ¿Por qué sigo lavándola y poniéndola?
Me vi a mí misma levantando la mano para acariciarme la piel del cuello antes de tratar de incorporarme. Rápido me di cuenta de que no estaba lista, de que mis piernas seguían débiles y de que me encontraba todavía mareada. No recordaba lo que había pasado exactamente. ¿Me había desmayado de nuevo? ¿Era eso? Después, mirando a mi alrededor como a cámara lenta, un nuevo pensamiento apareció revoloteando ante mí en la habitación. Subí la cabeza, con la visión todavía un poco borrosa, mientras la idea merodeaba por encima de mí antes de posarse en mi interior con suavidad.
Esperé, inclinando la cabeza hacia las piernas, y pensé en la última vez que eso había ocurrido, en Cornualles, con Helen. Me concentré un momento para calmar la respiración y, luego, un poco más tranquila, miré el armario del baño, intentando imaginarme su contenido, y me pregunté a qué hora cerraría la farmacia. De pronto, el móvil vibró en el bolsillo.
—¿Sophie?
—¿Emma? ¿Qué pasa? Pareces aterrorizada.
—Oye, tengo que verte. Creo que voy a tener que irme del pueblo.
—¿Irte del pueblo? ¿De qué estás hablando? Acabas de terminar de colocar las cosas. —Intenté levantarme, sujetándome al toallero, todavía aturdida. Después, me arrepentí del gesto y me senté de nuevo.
—Es por Theo, Sophie.
—Oye, lo siento. Iba a llamarte. ¿Qué tal está?
—Sigue fatal. Un niño le ha acosado y ahora se niega a volver a la guardería. —Emma había bajado la voz hasta convertirla en un susurro.
—Ay, pobre criatura, pero estas cosas se olvidan. Seguramente estaba más nervioso de lo que hacía ver y se siente un poco agobiado.
—No, no es solo por eso. Otro niño le ha dicho algo horrible sobre mí.
—¿¡Sobre ti!?
—Sí, tiene que ver con todas esas tonterías que cuentan por ahí. Debe de haber sido cosa de la madre.
—Ay, madre mía, pobre Theo. ¿Qué le dijo exactamente el niño?
—Oye, ¿por qué no vienes a casa después de que Ben salga del colegio? No me gusta pedir este tipo de cosas, pero no sé qué es lo mejor en estos casos y no sé a quién más acudir.
Miré de nuevo hacia el armario del baño y, luego, al reloj.
—Claro, voy en cuanto recoja a Ben. Tengo que hacer primero una cosa rápida. ¿Estarás bien? —No hubo respuesta—. Oye, siento mucho haberme enfadado tanto por lo de Hobbs Lane. Madre mía, sé que lo hacías por mi bien. Y tienes razón, no es cosa mía lo de tu estancia con tu madre en Francia. Soy tonta. —Hice una pausa, sintiéndome culpable por mi estúpida preocupación en relación a la doble de Emma en Cornualles. ¿Por qué me había puesto tan nerviosa? La pobre Emma ya tenía a bastante gente juzgándola.
El día anterior por la tarde, para colmo, la inspectora Melanie Sanders había vuelto a aparecer en su casa. Al parecer, se había tirado una hora entera interrogándola sobre su economía: cómo podía permitirse vivir en Priory House, el testamento de su madre… Nathan se lo había contado a Mark por teléfono y estaba furioso. Quería que Emma pusiera una reclamación formal por acoso policial, pero ella estaba decidida a mantener en silencio ese lío con la policía por miedo a los rumores en Tedbury. No podía evitarlo, sentía cada vez más que todo eso era culpa mía por haberle pedido ese estúpido favor. Si no hubiera hecho de la maldita adivina, no habría sido la última persona en ver a Gill. Fue solo mala suerte, el momento incorrecto, pero también culpa mía.
—Por favor, Emma, trata de calmarte y espérame ahí, ¿de acuerdo?
Tras colgar, me levanté muy despacio, poniéndome primero de rodillas y apoyándome después en el borde de la bañera para sujetarme. Me miré en el espejo. Pálida, con la piel inflamada, las marcas de un futuro moratón en la barbilla. Abrí el armario y busqué en la parte superior.
Volví a mirar el reloj.
Tres kits de ovulación estaban apilados unos encima de otros. Los moví hacia un lado y eché un vistazo detrás de ellos, buscando una prueba de embarazo. Me senté en el váter y giré el paquete para ver la fecha de caducidad.
Había pasado un tiempo y tendría que darme prisa en usarlo. La última vez había sido en casa de Caroline, no mucho antes de que el proyecto de la charcutería se derrumbara. Llevaba dos semanas de retraso e hice dos pruebas en casa para asegurarme. La primera dio positivo con una débil raya azul, pero la segunda no. La prueba posterior en el médico también fue negativa. Si se trató de una falsa alarma, una prueba defectuosa o, peor aún, un aborto temprano, no lo sé.
Esa vez, hice pis sobre la prueba y bajé la tapa del váter para sentarme en ella y esperar. Miré de nuevo hacia la alfombrilla de baño, dejando adrede que me escocieran los ojos y se me nublara la vista. Solía poner a Ben en su manta de juegos sobre esa alfombra cuando me bañaba.
¿Dónde estaba la manta de juegos, en la buhardilla? No, Sophie, no comiences a tener esperanzas…
Entonces, volvió a sonar el teléfono, está vez fue el nombre de Helen el que relampagueó en la pantalla. Levanté la prueba ante mí, mirando el reloj por enésima vez para calcular el tiempo que tardaría en llegar a casa de Emma tras recoger a Ben.
—Helen, ¡qué sorpresa tan agradable! Espero que esto signifique que has pensado en mi propuesta.
—Bueno, la verdad es que sí…, si la oferta sigue en pie.
—Por supuesto. ¿Cuándo llegas? —Luché por mantener un tono calmado al ver aparecer una fina línea en la prueba, para que Helen no se diera cuenta de todos esos nervios. Tantos pensamientos compitiendo y palpitando en mi cabeza.
—Mira, sé que te lo he dicho con poco tiempo, pero estaba pensando en esta semana, mientras Ben está en el colegio. Creo que te puede animar y que te puedo ayudar a adaptarte. Pero dime que no si ya tienes otros planes.
La raya se estaba oscureciendo. No había duda.
—¡No me lo puedo creer!
—¿Perdón?
—No, no es a ti. Tengo que dejarte, Helen. Tengo que colgar, pero te prometo que te llamaré luego. Por favor, ven en cuanto puedas, en serio. Cuanto antes, mejor.