Capítulo 34

Hoy, a mediodía


Miro la tarta de fruta. A decir verdad, no me gusta especialmente. El color de la cereza es casi perturbador, pero Mark suele mezclar de todo un poco con el café cuando viajamos en tren y la tarta de fruta siempre es parte del pícnic. Por ninguna otra razón, aparte de la rutina y la asociación, tiendo a hacer lo mismo cuando viajo sola.

—¿Algo más? —El hombre al otro lado de la bandeja del bufé parece impaciente. Me doy cuenta entonces de que estoy soñando despierta, indecisa.

—Perdone. Un trozo de tarta de fruta, por favor. Y alguna galleta de avena.

Al volver a mi asiento, miro el reloj. Debería estar en Paddington a las tres de la tarde. No vamos mal. Saco la revista y le doy un sorbo al café a través de la pequeña abertura de la tapa, aliviada porque el tren sea tan silencioso y me permita este raro capricho, aunque temporal, de una mesa de cuatro para mí sola. Dos carteles de reserva sobre los asientos de enfrente me confirman que tendré compañía a partir de Tiverton, pero seguiré disfrutando de esta bendita soledad durante largo rato.

Dejo mi ridículo teléfono de repuesto sobre la pequeña mesa. ¡Qué estúpida soy! Cuando hice las maletas, tiré el móvil de la cómoda sin querer y la pantalla quedó totalmente destrozada. Solo me ha dado tiempo a poner una antigua tarjeta SIM de saldo en este teléfono de repuesto: un viejo modelo sin Internet. Sirve solo para llamar y mandar mensajes y no tengo todos los contactos. No he encontrado siquiera el nuevo número del trabajo de Mark. ¡De entre todos los días…!

Miro las barras de cobertura; hay lo justo para llamar a Emma. Gracias a Dios he anotado su número en la agenda. Ben parecía estar bien anoche cuando hice su pequeña maleta, incluso emocionado, pero es la primera vez que se queda a dormir en casa de un amigo. Aunque Emma dice que será tan bueno para Theo como lo va a ser para mí, ha sido muy amable por su parte que se ofreciera.

—Hola, siento ser una madre tan agobiante. ¿Todo bien?

—¿Sophie? ¿Tienes número nuevo?

—No preguntes… Móvil de repuesto. ¿Te imaginas los detalles? Estoy en el tren. ¿Todo bien?

—Sí, todo bien. Han estado jugando a los guerreros, disfrazados con la ropa de la caja de disfraces, y ahora vamos a hacer tarta.

—¿Ha hablado Theo con Ben?

—No, hoy no. Está usando un lenguaje de signos un poco extraño, pero todo va genial. Ben se lo está tomando muy bien. Los críos lo aceptan todo mucho más fácilmente, ¿verdad? Ojalá pudiera estar tan relajada como él.

—¿Puedo hablar?

—¿Perdón?

—Con Ben.

—Bueno, creo que acaba de ir al baño. Quizá sea mejor que se instale.

Comienzo a abrir la tarta de frutas mientras meto el teléfono debajo de la barbilla y me peleo con el celofán.

—Ah, sé que parezco patética, pero ya sabes cómo soy. Avísale, ¿vale? Te prometo que no vuelvo a llamar.

Se produce un ruido y un clic, luego, una pausa larga, lo que supongo que significa que Emma ha dejado el teléfono a un lado para ir a buscar a Ben. A lo lejos, oigo varias voces hablar al mismo tiempo y a alguien que parece estar llorando. Después, oigo otro ruido cuando Ben coge el teléfono.

—Mamá, no quiero ir a nadar. —Jadea buscando aire, como si estuviera sollozando—. No quiero salir. Quiero que vengas a casa. Tienes que volver a casa.

—Shhh, Ben, cariño. ¿Qué es todo esto, pequeño? No vas a nadar, vas a hacer tartas. Te gustan las tartas.

—Emma dice que tenemos que ir a nadar primero. Es para darte una sorpresa…

—No, no, amor, no le has entendido. Emma sabe que no te gusta el agua. En serio, lo sabe. Pásamela y mamá lo arreglará todo. No te preocupes. Emma solo quiere que os lo paséis bien.

—¿Cuándo vas a volver?

—Mañana. Solo una noche, ¿recuerdas? Ahora piensa en qué tipo de tarta te gusta y dale el teléfono a Emma. Un beso muy grande. Mamá te quiere hasta el infinito y más allá.

Se produce una pausa, más ruido y finalmente se pone Emma.

—Lo siento mucho, Sophie. No sé qué le ha pasado. Se ha puesto nervioso de repente, sin venir a cuento.

—¿No vais a ir a nadar?

—No, no, claro que no. No me dedico a superar fobias, ni siquiera contigo, cariño. Simplemente he metido unas toallas en la mochila por si luego vamos al parque de atracciones. Theo siempre acaba empapado. Ben debe de haber visto las toallas y lo habrá interpretado mal.

—Sí, eso le he dicho. Oye, ¿hablarás con él para explicarle lo de las toallas? Sé que soy una pesada, pero parecía muy preocupado. Me ha impresionado un poco.

—Claro. ¿Le gustarán las atracciones de agua? Podemos hacer otra cosa distinta. No quiero que se ponga nervioso.

—Deberían gustarle. Pregúntale. Solo le asusta nadar en cualquier sitio donde no haga pie.

—De acuerdo. Bueno, mira, será mejor que cuelgue. Voy a tranquilizarlos con chocolate.

—De acuerdo.

—Y no te preocupes. Se le pasará en cinco minutos. Ya sabes cómo son los niños. Llanto un minuto y sonrisas al siguiente.

—Y que lo digas.

—Pásatelo bien.

El café es amargo y me estremezco, deseando no haber llamado. Niños. Parto un trozo de tarta, le quito la cereza y me la meto en la boca. Es culpa mía que la fobia de Ben dure tanto. Tendremos que hacer algo antes de que empiece a dar clases de natación en el colegio. Debe de haber algún especialista al que llevarle. He estado evitándolo durante demasiado tiempo. Me sentía culpable.

Cierro los ojos y recuerdo el horrible momento durante las vacaciones en el que me di cuenta de que había desaparecido. «¿Dónde está Ben? Ay, Dios mío, ¿dónde está Ben?». Su pequeña carita solo se veía a través de la superficie, mirando hacia arriba. Mark buceó por la piscina, con la ropa puesta. Fue culpa mía, y tan traumático que he esquivado el tema desde entonces. Solo despegué los ojos de él un minuto. Nunca más volveré a elegir una casa sin la piscina vallada.

Pienso en él ahogándose y jadeando, en lo insoportable que tiene que ser hundirse. Siento una presión en el pecho y, sin darme cuenta, me pongo la palma de la mano derecha en la parte superior de mis pulmones para estabilizarme la respiración.

La llamada me ha puesto nerviosa. Pobre Ben. Su fobia se está descontrolando. Sí, buscaré clases particulares cuando vuelva. Encontraré a alguien paciente y con experiencia. Lo arreglaré.

Abro los ojos para mirar a través de la ventana e intento dejar que la preocupación se vaya. Un cielo claro, bonito y también bastante cálido, aunque decían que iba a llover. Después, miro hacia mi maleta en el portaequipajes y me pregunto qué pensará Mark de mi vestido nuevo. En la tienda, me sorprendió comprobar que había perdido mucho peso. Estoy mejor así, pero me plantea el conocido dilema: ¿comprar el vestido una talla más pequeña, aunque no crea que me vaya a servir durante mucho tiempo, o comprar mi talla normal? Dada la importancia de la ocasión, cambié de opinión varias veces, abandonando finalmente la prudencia y optando por el vestido más pequeño.

La excusa para que Mark vaya a la gala ha sido complicada de elaborar. Le pedí a Polly que reservara una cita para una cena falsa con un cliente importante en un hotel cerca de la ceremonia. El plan es que yo le sorprenda allí con su mejor traje y le mande en un taxi hacia los premios. Cuando el tren se detiene en Paddington, estoy bastante nerviosa, preguntándome si debería avisar a Mark. Haría que las cosas fueran más fáciles. Pero al pensar en las horas en la carretera, en todo lo que él hace por nosotros y en lo que hemos pasado, quiero darle una sorpresa, verle feliz.

Telefoneo a Polly por el camino y me confirma que Mark ya ha salido hacia una reunión auténtica fuera de la oficina. De ahí, se irá directamente a su estudio de alquiler para darse una ducha antes de la cena falsa a las siete de la tarde. Decido, ahora que no hay moros en la costa, pasarme por la oficina para comprobar los demás detalles sobre nuestras mesas en la gala.

La compañía de Mark cambió de oficinas hace tres meses, cuando el antiguo alquiler caducó, y yo todavía no he visto el nuevo edificio en persona. A mí, la mudanza me pilló un poco por sorpresa, puesto que esperaba que el siguiente paso fuera reubicar el negocio. Pero las cosas son como son. Mark tiene que hacer que sus clientes estén felices y, en la página web, las nuevas instalaciones parecen impresionantes, un tercio de la planta baja de un edificio remodelado a tiro de piedra de Oxford Street.

El área de la recepción es exactamente igual que en Internet, todo acero blanco y arte moderno. Siento una oleada de orgullo. Me alegro por ti, Mark. Buena elección…

Polly, que se ocupa de la recepción, sonríe abiertamente al ver cómo me peleo con la maleta y la bolsa del traje de Mark. Me pide un taxi para después mientras compruebo la organización de las mesas antes de ir al baño.

Polly me envía al pasillo que hay tras la recepción.

—Dime qué piensas de las nuevas fotos de la pared, ¿vale? —Se levanta—. Les puse un marco para darle una sorpresa a Mark, pero las odia. Quiere que las quitemos. Haría presión con alguien posicionado a mi favor.

—¿Crees que me va a hacer caso a mí? —Me gusta Polly y sigo riéndome mientras camino por el pasillo. Un par de puertas de la oficina están abiertas y siento una conocida oleada de entusiasmo al ver de reojo los guiones gráficos para los nuevos logos y las nuevas marcas.

Las fotografías comienzan tras pasar las oficinas, media docena de fotos enormes en marcos de acero contemporáneos a juego con las escaleras. Entiendo por qué Polly está molesta. Muestran el desarrollo de la empresa desde la pequeña oficina en el sur de Londres, donde Mark comenzó su negocio hace una década, al estudio temporal en Docklands que necesitó una segunda expansión. Es un detalle agradable y no entiendo las pegas de Mark, aunque quizás no quiera que los clientes recuerden la humilde historia de la agencia.

Hay algunas fotografías de los equipos de varias campañas exitosas, alternadas con otras más naturales, incluyendo una en la que el personal aparece cubierto de barro en las carreras de obstáculos para conseguir el impulso empresarial, es decir, el espíritu de equipo.

Después, justo al lado del símbolo de los baños, me paro en seco al ver la última fotografía de la secuencia.

Al principio, la incongruencia hace que me ponga rígida, como ese momento en sueños en el que abres la puerta del armario para encontrarte con prendas que no conoces. Es la primera prueba de que no estás despierta, después de todo. Algo tan inocuo pero tan fuera de lugar que se vuelve amenazador, cambiante.

Durante unos segundos, es como si mi cerebro no pudiera asumir la información que tiene delante e intentara, mientras siento como se eleva una de mis cejas, hacer aparecer otra imagen.

Entonces, me doy cuenta de que la fotografía no va a cambiar. Sin embargo, cuanto más la miro, más fría es la ola de horror que me recorre el cuerpo entero.