Capítulo 10

Antes


Al principio, no sabía si debía ir a ese sitio. Mark creía que estar en nuestra zona favorita de Cornualles sería lo mejor para tratar de procesar lo que había ocurrido. Pero… ¿y yo?

Me preocupaba que esto estropeara ese lugar para siempre.

Si me hubieran preguntado por Lizard la semana anterior, habría deslumbrado y aburrido a mi interlocutor: habría dicho que conducir hasta allí hacía que se me relajaran los hombros, como desabrocharse el botón del cuello de una camisa demasiado ajustada, como si fuera un misterio, un descubrimiento que era mejor mantener en secreto a las hordas que hacían excursiones al norte, a destinos más conocidos y familiares como Rock y Padstow.

Conocer la península de Lizard es sinónimo de conducir por los parajes lisos y poco atractivos de las bases del Real Servicio Aéreo Naval, sonriendo internamente por saber el truco. Porque, a solo unos kilómetros en cualquier dirección desde las instalaciones valladas y poco atrayentes, había un festín de paisajes inmaculados e inesperados: el impresionante río Helford, que era mejor explorar en barca; las tierras pálidas de tropecientas calas perfectas con espacio para jugar al críquet incluso en los meses de verano, y, por toda la costa, las orgullosas comunidades con sus cabañas de piedra blanca repartidas por las faldas de las colinas empinadas que terminaban en pequeños puertos.

Para mí, ese lugar siempre olía al pasado, a los días de vacaciones en habitaciones que no apestaban a plastilina, a pañales o a Eryplast, si no a cruasanes, a café del bueno… y a sexo. Sí, a los días de esa Sophie distinta, antes de que nos casáramos, cuando tanto Mark como yo trabajábamos duro y jugábamos duro (ambos). Sexo diurno. Imagináoslo. Café y tostadas, desnudos en la cama mientras nos lamíamos la mantequilla de los dedos. Los días de vacaciones y los fines de semana fuera de Londres tenían ese toque casi desesperado de habérnoslo ganado, de necesitarlo. Valioso.

Y ahí estaba yo, sentada en los escalones de esa conocida cabaña, con las manos tensas sobre los muslos, preocupada porque este año ese hechizo se rompiera, porque la magia desapareciera.

En el coche, había estado a punto de darme un ataque de pánico. Había sentido una urgencia repentina de girar y encerrarme en casa, pero, luego, en el retrovisor, había visto a Ben sentado en el asiento trasero, con su nueva caña de pescar en el regazo, por lo que, en lugar de eso, había abierto la ventanilla, fingiendo un golpe de tos para recuperar el aire, para tratar de calmarme.

No tenía ni idea de cómo se le decía a un niño pequeño que algo horrible había sucedido. Lo ideal sería no contarle nada, pero el problema es que notan el ambiente raro y se dan cuenta de los susurros y, obviamente, de los coches de policía y de las cintas azules y blancas. Lo único que le habíamos contado a Ben hasta ese momento era que algo muy triste había ocurrido en el pueblo, pero que él no se tenía que preocupar porque nos íbamos de vacaciones sorpresa mientras se arreglaba.

«¿Qué ha ocurrido, mamá?».

«Un accidente. Antony murió en un accidente, lo que es muy muy triste. Pero no te tienes que preocupar de nada. Ben».

«¿Nosotros vamos a morir en un accidente?».

«No, claro que no».

Estaba contento de estar allí. Un placer poco común con tan poca antelación y uno de los pocos lugares en los que toda la familia nos relajábamos. Las vacaciones eran siempre un reto porque Mark tenía que hacer malabarismos con el tiempo, ya que sus compañeros siempre querían los meses álgidos de verano. Por eso julio y agosto se habían alargado tanto y habían sido tan duros en Tedbury desde que había tenido a Ben. Me daba vergüenza admitir que, hasta la llegada de Emma con Theo, había temido los veranos en Devon. Hordas de turistas por todos lados y yo sintiéndome paradójicamente sola por la sobrecarga de trabajo de Mark.

Por eso, esto era poco habitual, ir allí durante la temporada alta. Solíamos acudir en primavera o en otoño, pero Mark había conseguido esa reserva tardía porque conocíamos muy bien a los propietarios. Se suponía que un familiar iba a quedarse esa semana, pero lo había cancelado en el último minuto. Tuvimos suerte.

¿Suerte?

No, surrealista era lo que parecía. Con toda la conmoción que había en casa y ¿nosotros en este lugar?

Miré hacia arriba.

No había cambiado nada, la misma vista de siempre desde la cabaña. Los mismos árboles escalando con grandes zancadas por la colina contraria. El olor de las flores de los setos, más dulce que en casa y mezclado con la sal del viento.

Sí. Cerré los ojos para sentirlo, era lo que siempre notábamos y apreciábamos al llegar y lo que más echábamos de menos al volver a casa. El olor del mar.

—¿Te encuentras bien? —Escuché el tintineo cuando Mark dejó el vaso de vino en las escaleras, a mi lado. Abrí los ojos y levanté la mano izquierda para protegerlos del sol.

—Eso creo. Aún traumatizada, pero creo que tenías razón. —Extendí hacia él la mano derecha, que cogió y apretó con fuerza—. Huir no lo soluciona todo. Quiero decir, lo sigo viendo cada vez que cierro los ojos… Pero tenías razón: si nos hubiéramos quedado en casa, habría sido peor. Me habría vuelto loca.

Se sentó a mi lado, apretándome aún los dedos, mientras con la otra mano quitaba el musgo del escalón de piedra.

—Mira, Sophie, sé que a veces puedo ser un poco…, bueno, un poco desesperante porque nunca sé qué decir, pero sabes que puedes hablar conmigo, ¿no? O, al menos, intentarlo.

Incliné la cabeza. No había compartido muchos detalles, a eso se refería. Su expresión revelaba que no estaba cómodo, parecía horrorizado y me pregunté si le preocupaba que volviera a ese lugar horrible en el que había estado después de que naciera Ben. Le sostuve la mirada e intenté mostrarle una pequeña sonrisa.

—Quiero escucharte, ayudarte. Sin prisas ni presiones. Cuando estés lista para hablar un poco… sobre eso, me refiero.

—Gracias. Lo intentaré, pero necesito, no sé, procesarlo primero. Me siento tan… —Hice una pausa—. No puedo encontrar las palabras correctas, Mark.

—¿Falta de imaginación?

—¿Perdón?

—La redactora creativa que no puede encontrar las palabras correctas. Siempre decías que era un buen trabajo al que renunciaste por mí. —Estaba intentando hacerme sonreír, lo que le agradecía, pero entonces se produjo un cambio, una sensación extraña en el estómago.

Me estaba mirando todavía a los ojos y me entristecía ser la primera que tuviera que apartar la vista.

¿La redactora creativa? Otra cosa que parecía surrealista. Seguía apareciendo en mi perfil de Linkedin, pero era engañoso. Algunos días me costaba creer que lo hubiera hecho alguna vez, defenderme en ese mundo; no, mejor que eso, ser buena en él. Tonos, eslóganes, comentarios ingeniosos. A veces parecía que eso había ocurrido en un mundo paralelo.

Al principio, cuando nos mudamos a Devon, compartía todas esas historias con Caroline y con Heather. Las horribles horas nocturnas, despiertos para cumplir una fecha de entrega, las fiestas cuando conseguíamos un nuevo contrato importante. Una vez, después de tomar demasiado vino, les enseñé algunos fragmentos de una campaña que se había hecho viral.

—¿Tú escribiste esos anuncios? Los recuerdo, estaban en todas partes. En serio, ¿los escribiste tú, Sophie?

Tanto Caroline como Heather estaban sentadas con los ojos muy abiertos, incrédulas.

—¿Por qué narices lo dejaste?

Modifiqué el guion, le resté importancia a lo mucho que lo echaba de menos.

—Demasiadas horas, un campo muy machista… Además, la mitad de la gente toma drogas para soportarlo. Es imposible combinarlo con los niños, sobre todo si quieres ser una madre de verdad.


—¿Estás segura de que no quieres tumbarte, Sophie? —Mark seguía quitándose el musgo de los dedos.

—Sí, sí, estoy bien. Lo siento. Me he ensimismado.

—Nuestro hijo quiere barbacoa y no tus preciadas lubinas. —Su tono seguía fingiendo alegría y yo incliné la cabeza, emocionada de nuevo por sus esfuerzos y su paciencia—. El chico quiere hamburguesas, así que voy a llevarle al supermercado. Seguramente buscaremos también algún cebo congelado para pescar si la tienda sigue abierta. ¿Quieres venir?

—No. Si no te importa, creo que me voy a quedar aquí sentada. Espero que Helen llegue pronto a casa. —Miré hacia la única cabaña visible desde las escaleras, una casa de campo muy grande con doble fachada consumida por plantas trepadoras, a solo unos minutos por la carretera.

Deseé que viniera pronto y funcionó. Me estaba sirviendo un segundo vaso de vino cuando el conocido Volvo maltrecho rechinó sobre la gravilla de la carretera a medio hacer y se coló en el pequeño aparcamiento opuesto a la bahía.

Bill y Ben, un springer y un terrier, saltaron del asiento trasero y sortearon la valla para colarse por un agujero entre nuestros arbustos, llenos de babas y a punto de derribar el vaso con los rabos.

—Oh, eres tú, por fin. ¡Gracias a Dios! —Tronó la voz de Helen, puesto que su oído era una de las pocas cosas que denotaba su edad—. Ha venido gente horrible a esta casa este verano. —El pelo de Helen se había vuelto blanco, pero su piel seguía translúcida, sin ninguna arruga.

Cuando cruzó la valla para darme un abrazo, no pude resistirlo y me aferré a ella demasiado fuerte, demasiado tiempo.

—No puedo expresar con palabras lo mucho que me alegro de verte, Helen. —Se me quebró la voz, lo que hizo que se apartara suavemente hacia atrás, estirando al máximo sus brazos para poder escrutar mi cara.

—¿Qué te pasa?

Conocimos a Helen el primer año que descubrimos Lizard. Digamos que gracias a ella nos enamoramos muy rápido del lugar. Ella es la razón por la que volvemos a esta cabaña.

Helen conoce a todo el mundo. Desde el principio, nos ofreció su tiempo y sus contactos, guiándonos hacia las mejores empanadas de Porthleven y hacia las mejores meriendas, las cuales se servían en una pequeña cafetería desde la que se veía el río Helford. En nuestra primera visita, le pidió a uno de sus amigos que nos llevara a pequeñas playas a las que solo se podía acceder a través del agua y nos indicó las mejores barcas en las que comprar pescado y cangrejos a precios muy bajos en varios de los muelles locales. Nos enseñó a abrir ostras y se mostró sorprendida y divertida al mismo tiempo ante mi aprensión inicial. Nos regaló champán cuando en nuestra tercera visita, siendo unos adolescentes risueños, le contamos que nos habíamos comprometido. Mark me había pedido matrimonio en Kynance Cove, movido por la magia del lugar, de forma totalmente improvisada. Helen estaba horrorizada. «¿Dónde está el anillo? ¿Estáis de broma? Y sin champán. ¿Qué eres, Mark, un maldito aficionado?». Entonces había entrado en casa y había vuelto con una botella fría de Pol Roger, aludiendo al hecho de que el champán fuera uno de los pocos placeres que se podía permitir ahora que el sexo estaba fuera de su alcance.

Helen se había quedado viuda con cincuenta años y, después, se había mudado a Lizard. Suponíamos que era así con todo el mundo: extrovertida, entretenida y con ganas de disfrutar de cualquier tipo de compañía para aliviar su soledad. Sin embargo, no. Los años nos habían enseñado que, para nuestra sorpresa, no era así. Los comentarios en el libro de visitas de nuestra cabaña revelaban que muchos consideraban a Helen una ermitaña gruñona que compartía sus favores, compañía y contactos solo con algunos de los elegidos.

—Estás blanca como el papel, Sophie. ¿Qué narices te pasa?

Luché contra las lágrimas, pero no estaba avergonzada. Siempre había sabido que podía hablar de cualquier cosa con Helen; la práctica y sensata Helen no iba a suspirar exageradamente como habían hecho los demás del pueblo, fingiendo compasión pero encantados en realidad de escuchar los detalles más morbosos. «Entonces, ¿había mucha sangre?».

—¿Has oído hablar del chico al que mataron en nuestro pueblo, en Tedbury?

—Sí, lo he leído en los periódicos y lo he visto en la tele. Horrible.

—Fui yo quien lo encontró. Y a su esposa. Eran mis amigos.

—Oh, Dios mío. —Helen, como era de esperar, no perdió el tiempo con obviedades que me volvían loca en el pueblo, sino que se levantó anunciando una pausa temporal para ir a por provisiones—. Olvídate del vino. Necesitamos algo más fuerte. Y también hielo. Vuelvo en un minuto. Cuida de los perros.

Volvió no solo con vodka, sino también con una bandeja de ostras.

—Veo que Mark ha sacado la barbacoa, así que te preparará algo quemado después. Aquí lo que necesitamos es fuerza.

Entonces, por primera vez desde el sábado, me vi a mí misma reír, lo que hizo que me sorprendiera y parara, conteniéndome.

—No te resistas, Sophie, retrasa la conmoción. Llorar está bien… Pero no lo hagas encima de las ostras, por favor. —Me pasó un pañuelo de su bolsillo—. Diluye el licor.

Para mi sorpresa, lloré durante bastante tiempo, pero Helen no intentó silenciarme en ningún momento. Cuando paré, me animó para que lo describiera, lo compartiera. «Déjalo salir, Sophie». Sin embargo, no se parecía a la agente de policía fisgoneando, era distinto. Por eso le hablé de toda la sangre, de mi conmoción al ver parte del cerebro de Gill, de que me había sentido culpable al reparar en las tazas de café naranjas y de que me encontraba en un punto extraño, como si recordara y relacionara cosas de un libro o una película, no de algo que había pasado de verdad en mi vida.

Helen, a cambio, no me pidió que dejara de hablar o que lo olvidara. En lugar de eso, parecía entender que necesitaba proyectar de nuevo la película para aceptarla. Me acompañó a través de cada escena y dijo que necesitaba hacerlo varias veces para acostumbrarme a ellas, a estas proyecciones.

Me dijo, como dato, que, durante los primeros dos años tras el infarto de su marido, revivió una y otra vez el momento en que lo encontró hasta que se supo cada fragmento de la escena, como si necesitara estar segura de cada jadeo de dolor y de cada segundo de lo ocurrido para aceptarlo y aprender a vivir con ello.

—La gente dice que intentes no pensar en eso. Tu propio instinto es no pensar en eso. Pero no funciona —dijo—. El truco está en aprender a lidiar con ese pensamiento, a aceptar lo horrible que fue. ¿Me explico?

Asentí, lloré, comí más ostras, bebí más vodka y le di gracias al cielo por tenerla en mi vida, por lo que, para cuando Mark y Ben regresaron, me dijeron que me veían mejor.

—Vuelves a sonreír, mamá.

Mark parecía aliviado y yo le sostuve la mano a Helen mientras los dos perros perseguían el disco que Ben les lanzaba una y otra vez.


Durante los siguientes dos días, Helen nos dio espacio, como era su costumbre, y solo intercambiamos saludos por la mañana y por la tarde. Pasé tiempo con mis chicos: excursiones, cartas, Monopoly… Pero cuando Ben y Mark salieron a pescar durante un día entero, me presenté en su puerta a primera hora de la mañana. Nuestra señal.

—Oh, ¿sándwiches de cangrejo? Estaba deseándolo. —Helen esbozó una amplia sonrisa.

Fuimos en el Volvo hasta Coverack, dejamos el coche en el aparcamiento oficial en lo alto de la colina y caminamos con lentitud por el paseo marítimo hacia nuestra cafetería favorita. Otro pequeño secreto: por fuera, parecía un lugar poco prometedor con sillas de plástico, mesas y avispas armando el caos alrededor de una enorme papelera que esperaba ser recogida por el ayuntamiento. Sin embargo, para los que lo conocíamos era un pequeño paraíso maravilloso con el mejor café de los alrededores y con sándwiches rellenos del cangrejo más dulce y fresco, traído directamente de los barcos locales.

Hicimos cola para darnos el capricho y tomamos nuestro desayuno en las rocas de la acera de enfrente, viendo a los niños en la playa.

—¿Qué tal te encuentras?

—Bastante mejor. Gracias, Helen. Mark tenía razón. Este lugar era lo que necesitaba. Ojalá Ben no empezara el colegio la semana que viene. La verdad es que no me quiero ir a casa.

—Bueno, ya sabes que te puedes quedar conmigo. Puedes venir cuando quieras, ya lo sabes.

Entrelacé mi brazo con el suyo.

—Eres muy amable, pero tengo que pensar en Ben. Además, creo que ya nos hemos aprovechado bastante.

—No seas tonta. Como te he dicho, ha venido gente muy desagradable a esa casa. La semana pasada estuvo una pareja que se quejaba del ruido de las gaviotas. ¿Te lo puedes creer? Gaviotas cerca del mar. Ah, y no les gustaba el olor a aceite quemado de la estufa ni la ducha del piso de abajo. Ni siquiera consiguieron hacer funcionar la barbacoa porque no tenía interruptor de encendido y apagado. Una maldita pesadilla. Si fuera mi casa, les habría echado.

Sonreí y me coloqué el pelo detrás de la oreja antes de empezar a comer el sándwich. Un pedazo de cangrejo se me cayó en el pantalón, pero lo cogí y me lo llevé directo a la boca.

—En realidad, hay algo de lo que te quiero hablar —dije.

—Te escucho.

—Es que… Va a sonar muy egoísta…

Hice una pausa mientras Helen se terminaba lo que tenía en la boca y se lanzaba a por el café.

—Te estoy escuchando, Sophie.

—A ver, me siento fatal por Antony y Gill, totalmente conmocionada.

—Normal.

—Como te he dicho, esto va a sonar horrible, pero me sorprende lo enfadada que estoy.

—¿Por haber sido tú quien los encontrara?

—Sí, eso, supongo… Ay, Helen, pero también por el momento en el que ocurrió. Me refiero a que era la primera vez, desde hacía mucho tiempo, que empezaba a sentirme como mi antiguo «yo». Retrocediendo un poco, pensando bien las cosas, esta nueva amiga de la que te he hablado…

—¿Emma?

—Sí. Sé que la conozco desde hace poco, pero, si la conocieras, me entenderías. Te encantaría, Helen. Tiene una energía increíble; ha sido como un soplo de aire fresco para el pueblo y se ha portado muy bien conmigo. En serio, no tenía ni idea del bache en el que me encontraba. Ha hecho que piense en el futuro. Habíamos hablado incluso de retomar el plan de la charcutería, antes de que sucediera este terrible incidente con Gill y Antony.

—Espero que estés de broma. ¿Después de todo lo que pasó con Caroline?

—Lo sé, lo sé, no te preocupes. Mark me ha leído la cartilla y, de verdad, entiendo su manera de pensar. Poner en marcha una nueva empresa requiere muchos esfuerzos y creo que obtendríamos poco a cambio de tanto sacrificio. Pero, al menos, me hizo pensar seriamente en volver a trabajar cuando Ben entre en el colegio. Sé que he cambiado muchas veces de idea sobre este tema, Helen, y que debes de estar hasta las narices de tantas idas y venidas, pero me acabo de dar cuenta de que no puedo sentarme a esperar a mi segundo bebé sin hacer nada. Así que estaba empezando a animarme, a barajar posibilidades en mi cabeza, y me parecía bien. Entonces… —Había estado susurrando, pero me falló la voz. Tosí. Paré.

—Mira, Sophie, te has enfrentado a una gran conmoción. Es inevitable que te sientas así. Siempre pensamos que este tipo de cosas pasan en otros sitios. En las noticias, no en nuestras propias vidas. Pero los lugares y las personas se recuperan de estas cosas. Tienen que hacerlo. Sé que no lo parece, pero solo necesitas darte tiempo. Lo mejor, desde mi punto de vista, es escucharte hablar así sobre volver a trabajar. Está bien, muy bien.

—¿Eso crees?

—Lo sé.

—Es irónico que nos mudáramos allí, al suroeste, porque pensaba que sería más seguro.

—Sí, pero es violencia doméstica, Sophie. Eso ocurre en todos los sitios en cualquier momento. Te mudaste por la mejor razón; Ben.

—Es verdad. Sé que es verdad. —Respiré profundamente—. No tienes que preocuparte. Todavía no he aceptado nada. Sobre lo de la charcutería, me refiero. No me gustaría decepcionar a Emma, pero, entre tú y yo, estaba pensando en un trabajo a media jornada. Quizás una agencia de relaciones públicas. Algo que me impida pensar en tirarme al cartero mientras Ben esté en clase.

Helen sonreía.

—Me parece una buena idea. Date tiempo para recuperarte de la conmoción por lo de tus amigos, deja que las cosas se calmen en Tedbury.

—Ah, ese es otro problema. Mark está pensando en la posibilidad de que nos mudemos. Un nuevo comienzo… en la temida periferia.

—Bueno, seguramente tendrá miedo y querrá protegeros. Me refiero a que no debe de ser fácil para él lo de viajar por trabajo.

—Ay, madre mía, lo sé. Para serte sincera, me siento fatal porque tenga que conducir tanto, pero no creo que sea el momento para tomar decisiones importantes. Preferiría que reubicara la compañía, sobre todo si consigo algún trabajo para equilibrar nuestra economía. Eso fue lo que acordamos al principio, que él trasladaría la compañía más cerca.

—Díselo. Gana tiempo. Dile que lo entiendes, pero que no es el momento para grandes decisiones…

—Tienes razón. —Entonces, giré la cabeza para mirar hacia arriba, hacia el camino que se encontraba a cierta distancia y, de repente, la vi.

Helen frunció el ceño y giró la cabeza para seguir mi mirada.

—¿Estás bien, Sophie? Parece que hubieras visto un fantasma.

No respondí. En lugar de eso, pestañeé para reajustar mi visión. La tela roja del abrigo de lino se esfumó cuando la mujer dio media vuelta y corrió hasta desaparecer de mi vista.

—En serio, ¿qué ha pasado, Sophie? Estás blanca como el papel.