Capítulo 6

Antes

LIBRA

No todas las horas son iguales. Pregúntale a alguien con insomnio lo largas que son las noches.


—No le gusto a tu marido, ¿verdad?

Habían pasado un par de semanas desde la «cena desastre». Estaba observando las olas chocar contra las rocas e incliné la cabeza para seguir con la mirada la espuma que se acercaba a la rocosa en la que los chicos disfrutaban pescando con las redes cangrejos ermitaños, lapas y, si había suerte, estrellas de mar.

No estaba segura de cómo responder a la pregunta de Emma, porque estaba pensando en el horóscopo de esa mañana. Un nuevo vicio inconfesable. El de ese día había dado en el clavo: las horas no eran para nada iguales. Con algunas personas te puedes relacionar durante años y aun así no conocerlas nada. Mientras que con otras…

Pestañeé finalmente y me giré hacia Emma. El viento hacía que me escocieran los ojos.

—Mark odia no estar en casa durante la semana. Todas esas horas en coche. No te lo tomes como algo personal. Su problema tiene que ver con Tedbury, no contigo o con los Hartley o con cualquier otra persona. No se quería mudar, fui yo la que le presionó. La idea era que trasladara también su trabajo, pero no ocurrió…

Emma me sostuvo la mirada, mostrándome una media sonrisa, y, después, se giró.

Pensé en los Hartley. Un par de días después de la cena. Gill nos había invitado a Emma y a mí a tomar un café. Tenía la semana libre en el trabajo y había hecho una tarta de manzana increíble que había calentado y servido junto con helado casero y unos cafés en unas preciosas tazas de color naranja.

—¿Qué tal el resfriado de Mark? —Gill estaba siendo amable, pero por las miradas que se echaban ella y Emma sabía que lo habían hablado. Había sido una cena desastrosa.

Siempre me había caído bien Gill y me sentía mal por no haberle hecho pasar una noche mejor. Trabajaba en el ayuntamiento de Plymouth mientras Antony estudiaba. No era un secreto que quería tener hijos, pero, al parecer, su marido no, lo que era duro para ella. A veces la había pillado mirando a Ben con auténtica tristeza en los ojos.

Observé a los dos niños, que estaban haciendo un enorme castillo de arena a unos metros de distancia. De pronto, sentí una punzada de culpabilidad al ver que Ben se ponía rígido mientras Theo corría hacia la orilla con dos cubos para llenar de agua el foso.

Esa fobia atroz de Ben al agua era culpa mía. Una caída en la piscina el primer día de vacaciones. Me había dado la vuelta un instante…

En ese momento, Ben estaba de pie en la arena con los puños apretados y yo sentía su tensión, su miedo, mientras miraba cómo Theo caminaba hasta que el agua le llegaba a las rodillas. A veces. Ben se negaba incluso a darse un baño. «No me gusta. No me gusta que el agua me rodee. Por favor, no me obligues… Quiero darme una ducha».

Cerré los ojos para evocarlo con mayor claridad: Ben jadeando y bufando mientras Mark le traía desde la piscina. Con solo dos años. Aterrorizado. Con su pequeño cuerpo temblando de pies a cabeza mientras lo tapábamos con una toalla…

Culpa mía. Mi mayor vergüenza.

Abrí los ojos y vi a Theo volver desde la orilla para consolar a Ben, tocándole el brazo, antes de darle uno de los cubos de agua. Theo era un chico muy dulce, tan bueno para Ben como Emma lo era para mí.

Me giré hacia ella de nuevo. Sí. Ojalá Mark le hubiera cogido cariño, porque así Theo y ella podrían venir también los fines de semana. Emma había coincidido con Mark varias veces desde la cena, pero la situación no había mejorado. Suspiré al darme cuenta de que lo tenía que dejar pasar.

Mi amiga. Mi elección. No era el fin del mundo.

Emma reanudó la tarea de seleccionar caracolas de un pequeño cubo de plástico mientras yo devolvía algunos mechones a mi coleta, de la que se habían escapado. A lo lejos, un perro excavaba mientras un crío de unos tres años lloraba en un carrito porque le estaba cayendo la arena en la cara. En su helado. En su orgullo. Vi como la madre cogía al niño en brazos para intentar rescatar el cono. El niño tenía la cara roja y enfurruñada cuando el dueño del perro apareció con los brazos extendidos y deshaciéndose en disculpas.


Emma y yo llevábamos un par de meses así: sentándonos, hablando o caminando, bebiendo y haciendo turismo. Mi horóscopo estaba en lo cierto, porque nuestra relación ya había alcanzado un nivel de comodidad que no había conseguido con casi ningún otro amigo, ni siquiera con Caroline.

Veía a Emma casi todos los días entre semana, aunque solo fuera para tomar un café. Me llamaba todas las mañanas para burlarse de mí. «A ver, si estás demasiado ocupada pasando la aspiradora para venir a jugar, Sophie…». Y sí, me decepcionaba que a algunos de mis antiguos amigos del pueblo no les gustara. Lo que más me molestaba era que Mark no le hubiera cogido cariño. Pero estaban estancados en esa rutina en la que todos participaban en el juego de la educación superficial, siguiendo las normas de las charlas triviales y ocupándose de sus propios asuntos. Todo lo contrario a Emma.

Eso era probablemente lo que más me gustaba de ella: la facilidad con la que te impedía ocultarle nada. Tenía una manera de mirar muy directa y hacía preguntas importantes, se deshacía de tus capas y descubría la esencia que uno normalmente esconde al resto del mundo.

Emma también tenía una energía increíble; era la patada en el culo que yo necesitaba. Venía con toda la artillería a punto, pero de una manera tan extravagante y enérgica que era contagiosa y, de algún modo, rejuvenecedora. Era la única persona que había conocido que te podía decir que te calmaras sin ofenderte, porque te echaba una mirada que confirmaba que estaba llena de motivación, lista para divertirse. Además, no tenía vergüenza ninguna, lo que era un factor clave para mí.

Como, por ejemplo, en nuestro primer viaje a ese lugar, a Burgh Island. Estábamos deseando ver el hotel, pero había creído que simplemente cogeríamos unos folletos del mostrador.

Estaba pensando en que quizás podríamos mimarnos un poco y regresar para comer totalmente arregladas en septiembre, cuando los niños estuvieran en el colegio y en la guardería.

El hotel era increíble, con un interior espectacular que servía de tributo al apogeo de los años treinta, cuando el lugar tenía el encanto de un bello decorado. Todo era art decó blanco y extravagante en ese lugar pasajero de la isla. Cuando la marea estaba lo suficientemente baja, podías caminar por la playa hacia el hotel sobre las montañas de rocas, pero, otras veces, una especie de tractor ofrecía paseos por encima del agua, una plataforma sobre zancos que mantenía a los pasajeros secos sobre el nivel del mar.

Lo había visitado una vez cuando nos mudamos, para coger un folleto. Esperaba volver con Mark para cenar, pero, por alguna razón, como muchas otras cosas, nunca lo habíamos hecho.

Sin embargo, ¿qué ocurrió en esa primera visita con Emma? ¡Ay, madre mía! Dejamos que los niños jugaran en la playa. Yo iba envuelta en una enorme sudadera vieja cuando vi a Emma caminar hacia el hotel, sugiriendo que comiéramos, lo que era una locura, porque había un cartel que especificaba que era «solo para residentes».

«No podemos hacerlo. ¿Quieres volver, por favor? Es solo para residentes…».

En recepción, Emma se mostró encantadora. El personal estaba maravillado, pero fue firme. Lo sentían, pero no era posible que comiéramos allí. Entonces, Emma soltó todo ese discurso fantástico sobre que era relaciones públicas y que trabajaba en publicidad para una empresa mediática en Londres que buscaba lugares donde hospedarse.

Yo estaba avergonzada, de pie, con dos niños llenos de arena, junto a parejas con vestidos de seda y elegantes trajes de lino. Pero Emma lo hizo genial. Al final, consiguió que nos dejaran tomar café en una terraza mientras el personal le traía un dosier de prensa.

—No frunzas el ceño, Sophie. Te van a salir arrugas. —Emma no levantó la vista del cubo de plástico cuando lo dijo y yo volví a sonreír, pensando en lo distinto que parecía no solo Tedbury, sino todo Devon, desde que ella estaba allí.

—¿Sabes? Llevo viviendo aquí cuatro años y no los he aprovechado.

—¿Perdona? —Emma seguía pasando las caracolas a otros cubos, dividiéndolas por colores.

—Hasta que no te mudaste… Los desperdicié.

—¿No te llevabas bien con Caroline?

—No, en realidad no. Era en lo que estaba pensando, en cuánto tiempo he desperdiciado. Caroline no tenía hijos, por lo que no entendía todo lo relacionado con Ben, lo que le gustaba, lo que los niños necesitan. Por aquel entonces, me decía a mí misma que no importaba. Pero sí que lo hacía.

Emma me miró de frente. Esa era otra cosa que me gustaba de ella, el contacto visual de verdad. Lo hacía cada vez que nos juntábamos para planear una nueva excursión. Ojos grandes y entusiasmados. Solo había pasado un mes y ya habíamos visitado casi todos los lugares de los recortes que tenía en el cajón.

Un viaje en barca a la casa de Agatha Christie en el río Dart. Un paseo en tren de vapor desde Tornes a Buckfastleight. Pícnics en Dartmoor, donde dejamos que Theo chapoteara en el riachuelo mientras el pobre Ben le miraba y saludaba, demasiado nervioso para unirse a él. «Estoy bien. Me quedo en la orilla». Malditas vacaciones…

—¿Sabes qué? Me siento más como mi antigua yo desde que llegaste.

—Me alegra escucharte decir eso, Sophie, sobre todo hoy, porque tengo que contarte algo importante.

—Dispara.

—¿Sabes que estoy viéndome con Nathan?

—Eh, ¿hola, Emma? Estamos en Tedbury.

—Entonces, ¿la gente lo está comentando?

—Los carteles se publican mañana.

Emma se echó a reír.

—Bueno, que le den a los cotilleos. No me quitan el sueño. Lo importante es que a ti no te parezca muy mal. Sé que me advertiste que tuviera cuidado, pero te lo prometo, lo tengo calado. Simplemente creo que es divertido, y no es nada serio. —Inclinó la cabeza—. Pero no quiero que te preocupes.

—No me preocupa.

—Bien, porque Nathan me ha contado lo que pasó con Caroline, lo de la charcutería, y me ha hecho pensar.

Me tensé y sentí que volvía a arrugar el ceño. El desastre de la charcutería no era algo que quisiera comentar esos días.

Me gustaba mucho no tener que hablar de trabajo con Emma. Que todo el mundo me preguntara «¿A qué te dedicas?» se había convertido en mi peor pesadilla. No estaba todavía segura de si debía empezar o no a trabajar mientras Mark y yo tuviéramos ideas distintas con respecto al tratamiento de fertilidad, y Emma parecía también feliz de olvidarse por un tiempo del trabajo.

No tenía ni idea de cómo se lo podía permitir, la verdad. No daba muchos detalles sobre ese tema ni sobre su etapa en Francia. Suponía que era gracias a una herencia familiar y que se avergonzaba de ello. Mientras tanto, se refería a sí misma en broma como «lo último que el sureste necesita…, otra maldita artista».

Desde el principio, mis instintos me decían que estaba siendo demasiado modesta. Heather, a su lado, había pasado a ser claramente una inexperta después de que Emma desempaquetara esas extraordinarias piezas de cerámica hechas por ella misma. Emma terminó confesando que había sido profesora en varias escuelas de arte en Londres y en el norte, y que había presentado en solitario algunas exitosas exhibiciones en museos importantes.

En ese momento, mirándola mientras el viento le apartaba el pelo de la cara, me pregunté hacia dónde nos llevaría esa conversación tan inesperada.

—De acuerdo, Emma. Venga. Has dicho que lo de la charcutería te ha hecho pensar, ¿no?

—Sí. Bueno, ya me conoces, mi cerebro siempre está trabajando. Cuando me enteré de por qué las cosas no habían funcionado entre Caroline y tú, se me ocurrió una idea. Nathan dijo que seguías teniendo el kit de cocina completo en una de las dependencias.

No pude evitarlo. Cerré los ojos y me di la vuelta.

—Te sigue molestando demasiado como para hablar de ello. ¿Sigues culpando a Nathan?

Cojo aire.

—Mira… Le echo la culpa a Nathan porque no se la quiero echar a Caroline. O a mí misma, supongo.

—Pero no fue en realidad culpa suya, ¿no?

—No. Oye, Emma, no te ofendas, pero no quiero seguir hablando de esto, ¿de acuerdo? —Comencé a juguetear con la coleta. Lo cierto era que no quería que Emma viera esa faceta mía. Toda mi ingenuidad y mi decepción al descubierto. No quería admitir que aún soñaba con eso. Era ridículo, vergonzoso.

—Me entregué al extremo en la charcutería, Emma. Creía que lo resolvería todo, que me sacaría del abismo tras el nacimiento de Ben, que nos ayudaría a asentarnos en Tedbury.

Esperó, tratando de leer mi expresión.

Me miró con tanta atención que casi imaginaba que ella también la veía, esa escena tan vívida de mi sueño. El tacto del grueso delantal de algodón, de rayas blancas y azules, nuevo e impecable, contra mi nuca. Todos mis productos expuestos sobre brillantes platos resplandecientes. Tres grandes boles de distintivos patés: caballas con un toque diferente, hígado de pollo y mi propia receta. Pan caliente en los cestos. Carteles pregonando que los productos enlatados venían de Francia: rillettes, confitura y mousse de pato.

En las horas diurnas, no me permitía pensar más en ello. Había destrozado todos los planos y los documentos financieros. El plan de negocios. Las listas de productos y proveedores. Los proyectos de crecimiento en el segundo y tercer año, durante los cuales esperaba que vendiéramos carne y verduras orgánicas de las granjas locales. Nuestra propia receta de salchichas. Nuestro lema: «Sabores de Tedbury: que todo quede en casa».

—Me sorprende que nunca me hayas contado nada de esto, Sophie. ¿Qué pensaba Mark?

—Me aconsejó que no mezclara trabajo y amistades. Al final, se mordió la lengua.

Un eufemismo. Debo reconocer que nunca me llamó «tonta». Me advirtió insistentemente que no pusiera en riesgo ni un céntimo de mi propio dinero, me sugirió la protección de una sociedad limitada y un préstamo cómodo y organizado del banco. Todo oficial desde el primer día. Pero me lancé a por la charcutería igual que me lancé a por la mudanza a Tedbury. «Oye, es Caroline. Somos amigas. Mark».

Tomé aire y le conté a Emma todo lo que había ocurrido por si Nathan le había dado su propio enfoque a las cosas.

Seis meses pasé concretando el plan para la charcutería: la mayor parte del entusiasmo inicial procedía de Caroline, pero el trabajo duro y práctico fue mío.

Cuando Caroline era la propietaria de Priory House, tenía un cobertizo al final del jardín que convirtió en casa y que alquilaba por una modesta suma. Después de que varios inquilinos desaparecieran debiendo la renta y las facturas, se le ocurrió un experimento, un proyecto juntas.

Me siento orgullosa de decir que mi manera de cocinar había dado que hablar en el pueblo. Ya era bastante buena cocinera antes de que nos mudáramos, pero una vez allí había compensado mi aburrimiento con platos profesionales y, a menudo, había cocinado en eventos para recaudar fondos. La idea de Caroline era que creásemos un puesto ambulante para vender mis patés, mis pastas y mis encurtidos, así como productos locales de las granjas y de los pequeños agricultores.

El inquilino del cobertizo de aquel entonces desapareció de repente sin pagar la factura de la luz, lo que fue la clave para hacer algo más grande.

A través de discretas preguntas, confirmamos que el consejo parroquial estaría mucho más de acuerdo con una charcutería local que con un puesto ambulante. Solo había una preocupación adicional a la que atender: el paso de peatones, mi primer error. Pagué no solo los papeles oficiales y al arquitecto para un cambio de uso, sino también el trabajo previo para construir un camino mejor alrededor de la casa con una acera completamente separada que llevara al cobertizo. En ese momento, nos había parecido justo, dado que Caroline estaría ofreciendo un edificio entero para nuestra aventura conjunta. El proyecto se hizo más palpable, una vez que nos aceptaron el cambio de uso, cuando pagamos varios utensilios del equipamiento básico que necesitábamos: la máquina de café, la unidad de refrigeración y el horno.

Contratamos una empresa de Totnes para que se encargara de los planos y del papeleo legal, pero Caroline le pidió a Nathan que le echara un vistazo a la documentación del cambio de uso antes de que el albañil local nos instalara el kit.

Ahí fue cuando todo se volvió amargo de repente. Las conversaciones posteriores entre Caroline y yo fueron tan traumáticas que no me enteré de la historia completa hasta que se marchó del pueblo.

Caroline creía que su cobertizo formaba parte de un convenio con un vecino que le impedía reformarlo. Pero Nathan, al ver los papeles, descubrió una laguna. El convenio original tenía fecha de caducidad y había expirado, por lo que no había nada que impidiera a Caroline convertir el cobertizo en una casa de dos plantas que produciría un beneficio mucho mayor que una charcutería.

Caroline consiguió la autorización urbanística legalmente y, de forma inmediata, aseguró la venta con un promotor inmobiliario que estaba encantado de comprar ambos hogares como parte de un proyecto. Con la gran suma que recaudó, adquirió una mansión en Portugal, donde se reinventó como «coach personal».

«O mejor dicho, cucaracha personal» se había convertido en mi frase favorita.

Emma se echó a reír.

—Pero ver cómo convertían el cobertizo en una casa cuando se suponía que iba a ser mi charcutería fue un golpe duro, en serio, Emma. Estaba furiosa.

—Pero… sigues teniendo todo ese material por el que pagaste, ¿no?

—Sí, los Packham lo tienen guardado en el cobertizo de sus padres. Sigo queriendo ponerlo en eBay o subastarlo.

—Bueno, para el carro, porque se me ha ocurrido una idea increíble. ¿Por qué no recuperamos el proyecto, tú y yo? Pero no una charcutería, sino un restaurante con una galería de arte. Me he fijado en la casa de Nathan, el modo en que expone el arte en sus paredes de piedra blanca, y he pensado que un cobertizo sería una galería perfecta. Cuando escuché tu idea sobre la charcutería, las dos cosas se unieron en mi cabeza.

—Oh, no, no, no, Emma. Aquello se acabó. Además, Mark se volvería loco.

—No le estoy preguntando a Mark.

—Pero, por si no te has dado cuenta, el cobertizo de Priory House lo ocupan tus vecinos. Ahora es una casa.

—Oh, no me refería a hacerlo ahí, tonta. He estado hablando con Albert sobre la casa de una sola planta que se encuentra al lado de Hobbs Lane. Está vacía, totalmente vacía. Ya tiene un baño instalado y una explanada al lado para el aparcamiento. Además, las medidas son perfectas. Dice que podría alquilarlo por una suma muy razonable, pero no quiero meterme en este proyecto yo sola. No tendría gracia.

De pronto, sentí el pulso en las yemas de los dedos, la sangre recorriéndome las venas. No sabía qué decir o qué pensar.

—Oye, sé que es un poco precipitado o, incluso, un poco descarado, dado que fue idea tuya, pero creo que sería perfecto para nosotras dos, Sophie. Nos desharíamos así del aburrimiento una vez que acabaran las vacaciones. Tú cocinarías y yo me dedicaría a la cerámica. Podríamos alquilar algo de espacio para que los artistas expongan sus obras. Atraeríamos a la masa creativa durante la temporada media y a los turistas en la alta. Sería genial para los vecinos del pueblo también.

—Pero los artistas no comen fuera. Según Heather, apenas pueden permitirse comer en casa.

—Confía en mí. Si lo hacemos bien, podría ser perfecto. La vena creativa sería nuestro factor diferencial. En temporada baja, podríamos presentar un menú por menos dinero para los artistas y los vecinos, una sopa y un tentempié. Luego, un menú más caro para la temporada turística, completándolo con meriendas. Sería la bomba.

Me zumbaba la mente; un guion gráfico apareció al cerrar los ojos. Un logo con tazas de café y caballetes. Pinceles y bocadillos…

—No, no. Ya he tenido bastante. Tienes que parar, Emma.

—Todo a medias, con un acuerdo firmado. Nathan está diseñando algunos planos y rellenando un formulario para el aparcamiento mientras hablamos. De nuevo, al consejo parroquial le parece bien.

—¿Estás de broma? ¿Ya has comenzado con todo esto?

—Tan solo tienes que decir «sí», Sophie. Si no, tendré que encontrar a otra persona, y sería un rollo. Los Hartley dicen que están buscando un nuevo proyecto, pero preferiría hacerlo contigo.

Entonces, sentí esa poderosa punzada en el interior al imaginarme lo fácil que sería para Emma convencer a alguien de resucitar ese sueño. Mi sueño. Emma, con su optimismo y su encanto. Emma, que gracias al estúpido resfriado de Mark en la desastrosa cena, tenía a todos los otros invitados comiendo de su mano, sobre todo a los Hartley. Y, aunque ese había sido el objetivo de aquella noche, ayudar a Emma a hacer nuevos amigos, me encontré a mí misma recordando mi estado de ánimo cuando había tenido esa discusión con Mark. ¿Estaba celosa? ¿Era eso? ¿Estaba celosa de ver que Antony y Gill habían hecho buenas migas con Emma muy rápido? Emma leyendo las palmas de las manos mientras yo me aburría y Mark hacía su acto de desaparición.

—Oye, supongo que no he sido justa con Nathan. Sobre los negocios con Caroline, me refiero. Supongo que él solo estaba haciendo su trabajo.

Emma sonrió.

—Entonces, ¿te lo pensarás?

—Eso no es lo que he dicho.

—Excelente. Esta noche te llevaré los documentos.