Capítulo 7
Antes
El primer susto surgió de la nada, como una explosión.
Bang.
El impacto fue tan brutal y tan físico… como doblar una esquina a toda velocidad, sonriendo al sol, antes de estamparte contra una pared.
Un día, estábamos en la playa hablando sobre la idea de la charcutería; un día, mi vida era normal, mucho más feliz, ocupada y divertida gracias a Emma… Y, de pronto…
De pronto, todo se rompió en pedazos como un cristal liso y brillante que, un segundo después, se escurre entre los dedos para acabar en el suelo con sus amenazadores bordes destrozados. Un pestañeo y, de repente, una agente de policía apareció en mi cocina, mirándome, pidiéndome que lo analizara todo de nuevo.
El problema era que no quería. Otra vez no.
Cerraba los ojos y lo veía. Rojo. No quería sentir la presión en el pecho, esa extraña sensación extracorporal, como si no estuviera ahí, en esa habitación, en esa escena, en esa historia.
La inspectora de policía Melanie Sanders se aclaró la garganta y abrí los ojos para verla mirando a través de la ventana. Estaba esperando, pero yo seguía sin decir nada. En lugar de eso, pensaba: «Así que de esto trata el auténtico estado de shock, salirte de tu propio cuerpo. Verlo, pero no vivirlo».
—Siento volver a molestarla con esto tan pronto, señora Edwards, pero hay un par de cosas que quiero revisar.
Luego, me hizo una serie de preguntas y me di cuenta de que lo que quería era que analizara cada detalle desde el principio. Al final, eso fue lo que hice. Deambulé con lentitud hacia la habitación, hacia el presente, y le conté la despreciable historia de nuevo.
Nos habíamos levantado exageradamente pronto por los banderines. Las seis de la mañana parpadeaban en el reloj de la cómoda y Ben estaba de pie al lado de nuestra cama.
—Mamá, hay un hombre fuera con una escalera.
Me giré hacia la ventana de la cocina y me vino a la mente el momento exacto en el que había abierto las cortinas de la habitación de arriba.
Resultó ser Alan, el presidente del consejo parroquial. Algunos de los banderines se habían caído por la noche. Recordé mi camisón ondeando al viento y a mí misma bostezando y preocupada porque no hubiera nadie sujetando la escalera desde abajo. Después, decidí salir temprano. Hacia las nueve, caminaba por el pueblo, tachando algunos cuadrados de la lista que tenía en mi pequeño portapapeles blanco y negro, aliviada porque el tiempo, a pesar de ser un poco ventoso para las carpas, al menos era seco.
«Era feliz, estaba tranquila». Hice que lo apuntaran en la primera declaración. «Estaba bien».
Le dije a la inspectora Sanders que la feria empezaba a las dos de la tarde todos los años y que mi única preocupación había sido la competición de destruir pianos, ya que la evaluación de riesgos era una pesadilla. Nuestros aseguradores habían quedado descontentos, por lo que hice que todo el mundo colocara más lejos las barreras de seguridad, pero, aparte de ese detalle, todo iba bien.
—¿Fue idea suya que la señorita Carter hiciera de vidente? —La inspectora Sanders había cogido el cuaderno de su mochila y estaba pasando algunas páginas. No era la libreta de policía pequeña y ordenada que sale en las películas, sino un bloc más grande, el que usan los periodistas normalmente.
—Sí. Mire, les conté todo esto a sus compañeros anoche, aunque entiendo su interés por el estúpido puesto de la adivina. Por Dios, era una feria de pueblo. Algo divertido, una broma para conseguir dinero para la iglesia.
—Entonces, ¿no fue idea de la señorita Carter? ¿Está segura de ello?
Dame fuerza… ¿Qué le pasaba a esta gente?
—Para nada. De hecho, costó bastante persuadirla. Oiga, Emma es nueva en el pueblo y me estaba haciendo un gran favor. No quería participar, por lo que no entiendo a qué vienen estas preguntas. —Miré a la agente a los ojos—. Fue algo tonto, para divertirnos.
En todo caso, estaba suavizando el rechazo de Emma. Al principio, se había negado rotundamente, diciendo que sería vergonzoso, que pasarlo bien leyendo las palmas de las manos y las hojas de té a los amigos era una cosa, pero ¿pedir dinero?
Solo había cedido cuando le había dado la vuelta a la propuesta. «Oh, vamos, Emma, relájate. Nadie se lo va a tomar en serio. Es para el tejado de la iglesia».
—Una cosa más. —La inspectora Sanders volvía a tener los ojos puestos en el cuaderno, pero esa vez conscientemente, como un actor simulando que vacila. Miré el reloj, preguntándome cuánto iba a tardar Mark, arrepentida de haberle dejado ir a recoger los papeles—. Es solo que en una de las declaraciones que mis compañeros y yo tomamos ayer…
Miré hacia la puerta de la habitación de juegos. Estaba medio cerrada, pero no encajada, y, aunque el volumen de la televisión era bastante alto, de repente me preocupó que Ben lo oyera. Me acerqué a cerrarla, sujetando el pomo de metal y dándome cuenta de golpe de lo frío que estaba. Me encontré a mí misma pensando en esa otra sensación, cerrando los ojos para no verla, pero incapaz de deshacerme de ella. Su calidez en mis manos. Su olor. Su espesor. Cómo había querido quitar la mano de allí, aun sabiendo que no podía hacerlo, que no debía.
—Es solo… Bueno, supongo que habrá sido la cosa más terrible que le ha pasado, señora Edwards. Horrible. Pero lo que no entiendo es… —Hizo una pausa—. En su declaración no aparece que gritara, que pidiera ayuda, quiero decir.
Solté el pomo y me sequé las manos en los vaqueros una y otra vez.
—¿Tiene hijos, inspectora?
—No. —Parecía confusa, incómoda—. ¿Por qué lo pregunta?
—No grité porque mi hijo estaba en la puerta. —Seguía restregándome las manos por las piernas—. Le había pedido que me esperara un segundo. Es un buen crío, normalmente hace lo que le digo. Pero si hubiera gritado, habría entrado corriendo. Tiene cuatro años.
La inspectora Sanders sacudió la cabeza y pasó los ojos de mis movimientos inquietos al cuaderno.
—Sí, bueno. Claro, ya veo. Eso no lo explicó en su declaración. —Releyó sus notas, trazando una raya con el boli en todas las páginas—. Hizo lo que pudo. No digo que… —Su tono era defensivo, pero no desagradable—. Bueno, creo que eso es todo.
Por fin, oí el sonido de la llave de Mark en la puerta. Ambas miramos hacia el pasillo y, cuando él apareció en el cuarto, su semblante cambió rápido de la sorpresa a la irritación.
—Solo estaba concretando un par de detalles con la señora Edwards.
—Pero hablamos de todo eso anoche, hace unas horas. Mi mujer está agotada, mírela. Apenas ha dormido.
—Sí, claro. Ya tengo lo que necesito. Siento molestarles. Gracias. —La inspectora se puso de pie, metió a toda velocidad el cuaderno en su mochila y se dirigió hacia el pasillo mientras Mark la seguía de cerca.
Los escuché susurrar y esperé a que la puerta se cerrara y a que Mark reapareciera en la cocina.
—Es una inspectora. Es del departamento de investigación criminal, ¿no? ¿Por qué piensas que están metidos en esto, Mark?
—No tengo ni idea.
Ambos observamos en silencio a través de la ventana de la cocina a la mujer, que caminaba, no hacia el coche de policía situado en la plaza ni hacia los cordones policiales junto a la iglesia, sino hacia el sendero que llevaba a la casa de Emma.
—¿Crees que debería llamar a Emma para avisarla de que va para allá de nuevo?
—No, creo que deberías hacer lo que llevo proponiéndote toda la mañana: irte directa a la cama.
Eso hice y enseguida me arrepentí, porque, como la noche anterior, la escena era más nítida cuando me tumbaba, como si la tuviera grabada en el interior de los párpados y estuviera esperando a que los cerrara.
Pensaba que no me impresionaba la sangre. Hubo un tiempo en el que a Ben le sangraba la nariz y algunas noches le salía a borbotones. Con eso no tenía problemas, pero esto era totalmente diferente y no se parecía nada a como salía en televisión. No cuando conoces la cara, los ojos.
Por eso, me preguntaba si podría volver a dormir bien alguna vez sabiendo que con la tranquilidad y la calma la escena reaparecía con más intensidad. Su calidez. Su olor. Y sí, la sensación en mis manos. Pensé en la noche anterior, cuando había acabado dos veces en el baño de la habitación, con arcadas sobre la taza del váter mientras Mark, desde fuera, me llamaba a través de la puerta.
«¿Te encuentras bien, Sophie? ¿Estás bien?».
«Claro que no estoy bien, Mark».
Había visto lo peor que dos personas podían hacerse. Vecinos y amigos míos. ¿Cómo podía estar bien?
Había entrado en la habitación, feliz y relajada, con mi hijo esperándome en la puerta. Desconocedora. Inocente. Yo, Sophie, la mujer que supuestamente tenía una vida de ensueño.
Había entrado sonriente y me había topado con una escena que no quiero que nadie imagine siquiera. Ni mi hijo ni mi marido, ni siquiera la inspectora de policía con el cuaderno equivocado y sus ideas erróneas sobre todos nosotros.
Era irreal, eso es lo que era.
Traumático e irreal.
Las siete de la tarde del día anterior. Íbamos con retraso. Las competiciones vespertinas en la feria se habían demorado al no presentarse Antony Hartley. Recuerdo estar cabreada con él porque todo el mundo había llegado a tiempo y el resto del día se había ajustado bastante al horario.
Antony es un tipo raro. Dios mío, era un tipo raro.
Pero me gustaba, ¿sabéis? Me gustaba mucho.
Un hombre atractivo con el pelo largo y claro y profundos ojos marrones de niño pequeño. Ese era su principal encanto: tenía un toque de no haber abandonado nunca la infancia.
Cuando los Hartley vinieron aquella noche a cenar con Emma, vi que le gustaban ambos. Le habían encantado, como me encantaban a mí, con su vida alternativa. Gill y Antony vivían de manera modesta pero feliz, en su casa de dos plantas con una ampliación para el aseo en la zona inferior, lo que significaba que no se podía usar el baño sin que todo el mundo en la casa lo oyera.
Recuerdo la primera vez que fui a comer allí, temiendo tener que hacer pis al imaginarme a todos escuchando. Pero Gill y Antony tenían ese don, el de hacer que te relajaras y te rieras de ti mismo.
Bueno, supongo que Gill lo tenía o, mejor dicho, no le quedaba más remedio que tenerlo. Había sido la cabeza de familia durante mucho tiempo mientras Antony perseguía sus sueños. Este siempre hacía algún curso nuevo porque iba a ser poeta o dramaturgo o algo. El máster de escritura creativa.
Así, Gill pagaba el alquiler mientras Antony rendía homenaje a sus sueños con enormes pilas de libros como testimonio por toda la casa, tanto que a veces era casi imposible maniobrar alrededor de ellos.
No es que a Gill pareciera importarle. «Algún día me lo devolverá, cuando saque su éxito de ventas», decía. Entonces, se reían con complicidad, con los ojos fijos el uno en el otro, un gesto tan intenso y tan claramente sexual que, para alguien de fuera, rozaba la incomodidad.
Mientras tanto, ella parecía trabajar a todas horas, a la vez que Antony trabajaba en su carisma. Cada vez que pasábamos por allí, había algún nuevo filósofo o escritor sobre el que hablar. Mark volvía a casa chasqueando la lengua y suspirando: «En sus malditos sueños».
Pero… ¿la verdad? Yo envidiaba su manera de soñar y la simplicidad de sus vidas. Dos plantas.
Por eso, al salir hacia su casa la tarde anterior, sonreía internamente pensando en Antony, quien ganaría a los bolos como siempre, y en Gill, que, desde el público, le guiñaría un ojo con orgullo cuando él aceptara la copa. Estaba pensando en que tenían mucha suerte de no perseguir el mismo sueño que Mark y yo, con la desmesurada hipoteca y los préstamos empresariales y con Mark trabajando fuera mientras yo me quedaba encerrada, ahogándome en casa. En mi vida perfecta.
Entonces, dejé a Ben en la puerta para meterle prisa a Antony.
—Espera aquí un segundo, Ben, cariño. No tardaré mucho.
Cuando no me abrieron, no me imaginé nada raro, porque los Hartley insistían en mantener la puerta abierta y, muchas veces, entrábamos directamente. No había timbre. «Tú entra», solían decir. Y eso fue lo que hice, llamándolos mientras pasaba.
Para seros sincera, nunca me había sentido cómoda con que dejaran la puerta abierta. Siempre me preocupaba encontrarlos teniendo una discusión o, peor aún, acostándose. Por eso dejé a Ben en la puerta.
Crucé el despacho que había en la entrada hacia el salón, gritando bastante alto:
—¿Antony? ¿Gill? ¿Hola? ¿Hay alguien? Tenemos que empezar con los bolos. Todo el mundo se está preguntando…
Y ahí estaba. El color rojo.
Vívido y molesto… por todas partes.
Gotitas pulverizadas por la pared como un cuadro abstracto sin secar.
Y él, tumbado sobre un charco enorme y horrible, con los ojos mirando al techo. Ido.
Quizás la inspectora tenía razón. Cualquier persona normal hubiera pedido ayuda, gritado. Pero solo pude pensar que Ben no debía ver eso. Mantuve la boca cerrada y grité solo en mi cabeza.
Ni siquiera le tomé el pulso.
No sé por qué no pensé en el móvil. Fui a la cocina con el teléfono de la pared en mente, ocupándola por completo. Ve a por el teléfono, Sophie. Ve a por el teléfono…
Entonces… allí estaba ella, sentada en el suelo con la espalda apoyada en los armarios, con la mirada también fija.
La sangre se le derramaba por el estómago y por el pelo. Giró los ojos hacia mí. Nada más, solo los ojos.
Y seguía saliendo de ella. Espesa. Cálida. Roja brillante.
Coloqué la mano en la herida del estómago y la presioné con toda la fuerza que pude, tratando de detener su salida. Pararla. Por favor, Señor, para esto. Tenía demasiado miedo como para tocar la herida de la cabeza, porque el agujero era enorme, blanco y espantoso, como si parte del cerebro se le hubiera salido del cráneo. Ahora que no podía alcanzar el teléfono, recordé el móvil que guardaba en el bolsillo de la chaqueta. No sabía el número de la casa, por lo que tuve que describir las macetas de petunias del exterior («De prisa, deben darse prisa») antes de colgar y llamar a Mark.
—Ben está en la puerta de Antony y Gill. Tienes que venir ya, Mark. ¡Ya! Es horrible. Cógelo, no entréis dentro. Hagas lo que hagas, no le dejes entrar.
Después, una confusión total.
El registro de llamadas muestra que telefoneé a los servicios de emergencias dos veces más y que alguien me dijo lo que tenía que hacer para ayudar a Gill, pero no recuerdo nada de eso. Todo lo que recuerdo es la mezcla surrealista de colores. Lo familiar y lo traumático, consciente de las pequeñas tazas naranjas de café alineadas con cuidado en la estantería mientras sentía la calidez y la humedad horrible del líquido rojo en mis manos. Presioné más y más fuerte, todo lo que pude, sobre la herida.
Y esperé.
Durante todo ese tiempo. Gill tenía los ojos fijos en mí.
Y un cuchillo grande en una de sus manos.
Y sí.
La sangre me cubría ambas manos.