19: La inundación

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La inundación

Rikus apartó de una patada el hueso de la cadera de un enorme esqueleto y salió despedido por el incoloro éter. Agarró a Tithian por la larga trenza y la utilizó para acercarlo a él; luego pasó un brazo alrededor de la garganta del monarca y apretó. El rey tosió y dio boqueadas, al tiempo que hundía los dedos en el brazo del mul en un inútil intento por liberarse. Rikus se limitó a apretar aún más.

El mul, el rey y Sacha flotaban en el interior de una esfera negra junto a un esqueleto inmenso que Rikus supuso que era Rajaat. Resultaba imposible saber el tamaño de su prisión pues el lugar parecía totalmente ocupado por los huesos del viejo hechicero. Sin embargo, Tithian había intentado varias veces impulsarse con una patada a una muñeca o mano y flotar hacia las oscuras paredes, pero jamás había conseguido llegar a ellas. Y, cuando Rikus lo alcanzaba, siempre parecían encontrarse junto al esqueleto.

Rikus vislumbró a Sacha que flotaba en dirección a su espalda desde detrás de un fémur. El mul giró bruscamente el cuerpo, pero utilizó demasiada fuerza y pasó girando sobre sí mismo junto a la cabeza decapitada. Más acostumbrado a maniobrar en el aire, Sacha aprovechó la ventaja que le proporcionaba aquel error para lanzarse al frente, cerrar con fuerza los dientes alrededor de la oreja del guerrero y empezar a tirar.

Con un alarido de dolor, Rikus dio un empujón a Tithian, y, con una patada lateral en la espalda, envió al rey dando volteretas contra el cráneo del esqueleto. El mul alzó las manos y agarró a Sacha por la nariz con una mano y por la barbilla con la otra. Abrió violentamente la boca de su atacante, arrancando un agudo crujido a la mandíbula inferior, y luego levantó la rodilla y golpeó a Sacha contra ella. Los ojos de la cabeza se vidriaron y apagaron; acto seguido, una sustancia parda y maloliente empezó a supurar de sus fosas nasales y oídos.

Rikus arrojó a un lado el cráneo aplastado de Sacha y se volvió hacia Tithian. El rey flotaba cerca de la cabeza del esqueleto, con los oscuros ojos clavados en el mul. Temeroso de que el monarca se preparara para atacarlo con el Sendero, Rikus se agachó detrás de la pierna del esqueleto.

Mientras el mul empezaba a arrastrarse al frente, unos tenues rayos zigzagueantes empezaron a danzar en las paredes de la negra estera. Su primera idea fue que Tithian era el responsable, de modo que atisbo por encima del torso del esqueleto y se encontró con que el rey contemplaba igual de perplejo la negra cáscara de su prisión.

Los centelleantes hilillos se unieron entre ellos de improviso para formar una chisporroteante red de energía y, con un agudo siseo, las negras paredes se disolvieron en volutas de sombra. Un cegador fogonazo azul inundó la esfera, y de súbito el mul se sintió arrastrado hacia arriba.

Rikus fue describiendo volteretas en el aire durante lo que le pareció una eternidad, con los ojos llenos de puntitos brillantes. Por fin, empezó a describir un arco hacia abajo, y alcanzó a distinguir unas nubes turquesa y un sol azul por encima de él. Golpeó contra el agua con tanta fuerza que le pareció como si hubiera chocado contra una llanura granítica en lugar de caer en un lago. Sus pulmones se quedaron sin aire, y él se fue al fondo.

En cuanto sintió que tocaba el suelo se impulsó hacia arriba y volvió a salir a la superficie del lago a toda velocidad. Emergió escupiendo agua y agitando los brazos con violencia, pero consiguió mantener la cabeza fuera del agua el tiempo suficiente para descubrir un tronco de árbol que flotaba cerca, y nadó hacia él con brazadas desiguales y torpes.

Al alcanzar su objetivo, Rikus se aferró al tronco y dedicó algunos instantes a eliminar el agua de sus pulmones. La carne le escocía y las articulaciones se resentían del impacto de la caída, pero no le pareció que tuviera lesiones graves.

Un sonoro estampido resonó en el lago detrás del mul. Temiendo un ataque mágico por parte de Tithian, Rikus giró en redondo. A más de cincuenta pasos de distancia, una esfera negra se desplazaba por el cielo a gran velocidad. Sentada encima de ella vio la figura de una mujer de piel de color ébano, con la larga melena ambarina ondeando al viento. Sadira había recuperado la lente oscura.

Rikus iba a llamarla para que regresara, pero se detuvo al ver las figuras de tres reyes-hechiceros que se alzaban del lago para ir tras ella. Oyó sus gritos, pero se encontraba demasiado lejos para comprender las palabras. Dos de ellos volvieron las palmas hacia el suelo, y espumeantes chorros de agua se elevaron hacia sus manos a medida que acumulaban la energía necesaria para el conjuro.

Rikus maldijo su incapacidad para ayudar a Sadira, pero no pudo hacer otra cosa que observar mientras los reyes-hechiceros cerraban las manos y apuntaban a su esposa.

—¡Sadira, cuidado!

Justo mientras el mul gritaba su advertencia, el esqueleto de Rajaat se alzó de las aguas entre los reyes-hechiceros y Sadira. Ahora no era tan grande como cuando Rikus lo había visto por primera vez; su estatura había quedado reducida a la de un gigante.

—¡No! —tronó la colérica voz de Rajaat—. Esperaréis aquí vuestro castigo.

El esqueleto apuntó tres de las curvadas uñas en dirección a los reyes-hechiceros. De los dedos brotaron relucientes burbujas azules, y cada una se tragó a una de las figuras que volaban en pos de Sadira. Las brillantes bolas de agua inmovilizaron bruscamente a sus prisioneros y empezaron a flotar sobre el lago describiendo un lento círculo, en tanto que pequeñas protuberancias hacían su aparición sobre las líquidas paredes como resultado de los intentos de sus ocupantes por liberarse mediante conjuros mágicos, el Sendero e incluso ataques físicos.

Tras contemplarlas durante un instante, el esqueleto de Rajaat se dio la vuelta. Sadira ya había desaparecido con la lente. El viejo hechicero mantuvo por un memento la vista fija en la dirección que ella había tomado y, al cabo, arrancó una nube del cielo y, mientras andaba en pos de Sadira, la fue aplastando hasta convertirla en una lámina de piel vaporizada.

Rikus se arrastró hasta el extremo de su trozo de árbol y empezó a agitar las piernas, pero no tardó en darse cuenta de que no era necesario. Una rápida corriente fluía tras Rajaat, arrastrando al mul y a una cada vez mayor amalgama de troncos con ella. Rikus intentó alzarse por encima de los escombros, en busca de la visión de lo que esperaba sería el cadáver de Tithian.

No vio ni rastro del rey, y pronto no pudo permitirse tampoco mirar. La corriente comenzó a espumear y a hacer que los troncos chocaran entre ellos, de modo que el mul necesitó todas sus fuerzas para mantener la cabeza fuera del agua y seguir aferrado a su improvisada balsa.

* * *

Mientras la corriente arrastraba a Tithian fuera de las sombras, un fuerte chasquido resonó en la parte superior del arco. El monarca se hundió rápidamente bajo las arremolinadas aguas y consiguió ponerse a salvo antes de que una lluvia de astillas saliera disparada de su tronco. El río vibró con los efectos de la explosión, vapuleando sus oídos con terribles punzadas de dolor.

Sumergido aún, el monarca pasó por debajo de su tronco y salió por el otro lado para mirar a lo alto del arco. Distinguió la pequeña figura de un halfling varón. El hombre contemplaba con atención la maraña de troncos, buscando sin duda el cuerpo de Tithian, y al mismo tiempo deslizaba una bolita de forma cónica en la ranura de una diminuta ballesta.

Tithian volvió a ocultarse bajo el agua, ya que sabía por experiencia lo mortíferas que podían resultar aquellas pequeñas ballestas. Durante su corto viaje flotante por lo que había sido la avenida principal de Ür Draxa, había visto a docenas de halflings que utilizaban tales armas para matar indiscriminadamente a los antiguos habitantes de la ciudad. Parecían decididos a asesinar a todo aquel que vieran que no fuera halfling.

Una vez que el monarca consideró que la inundación lo había transportado lo bastante lejos para quedar fuera del campo de tiro, trepó sobre el tronco y volvió a llenar de aire sus pulmones. Aunque utilizaba el Sendero para aumentar sus energías, el esfuerzo de aferrarse al tronco en las revueltas aguas agotaba su cuerpo de anciano. Si la persecución no acababa pronto, temía no estar en condiciones para volver a robar la lente a Sadira.

Tithian se apuntaló en el tronco y miró al frente. Todo lo que veía ante él era una sorprendente ciudad acuática que anteriormente había sido Ür Draxa. La severa arquitectura había quedado reemplazada por ondeantes recodos y suaves curvas, sin una sola esquina a la vista. Los arcos de granito y los edificios de mármol estaban construidos ahora de hierbarroca de diferentes colores, en tanto que los monumentos que bordeaban la avenida mostraban halflings de aspecto bondadoso. En lugar de hachas y espadas, estos pequeños héroes sostenían plumas de escribir y frascos de formas curiosas; sus plácidas expresiones y serenas sonrisas ofrecían un extraño contraste con el comportamiento asesino de los sanguinarios guerreros que recorrían ahora los canales.

Finalmente, Tithian descubrió la inmensa mole de Rajaat al final de la avenida, una tormenta andante de nubes cerúleas. Una vez más, una diadema de rayos chisporroteaba alrededor de su cabeza y torrentes de lluvia caían de sus manos. Mientras el monarca lo observaba, el viejo hechicero levantó un pie y abrió de una patada las enormes puertas, se agachó para pasar bajo el arco central y desapareció de la vista del rey. Las aguas de la inundación se precipitaron tras él y cayeron sobre la llanura que se extendía al otro lado.

* * *

Sadira descendió en dirección al centro del cráter y se encontró con que el lago de borboteante sustancia negra se había evaporado de la depresión y dejado el interior tan liso y fino como un cuenco de cristal. En algunos puntos el brillo se elevaba hasta casi llegar al borde, reflejando los rayos del sol azul de vuelta al centro del valle. Allí los haces de luz celeste se reunían en una esfera etérea que la hechicera encontraba tan desconcertante como el nuevo color del cielo. No obstante su hermosura, cielos y soles azules no encajaban sobre los desiertos de Athas. Se remontaban a una era más amable, una era que sólo podía reinstaurarse matando a casi todo lo que ahora vivía sobre el polvoriento planeta. A pesar de lo mucho que Sadira deseaba un mundo mejor, no estaba dispuesta a pagar el precio exigido por Rajaat. Tenía que detenerlo.

Mientras la hechicera rodeaba la depresión, unos fríos dedos de aprensión se extendieron por su pecho, ya que no se veía ni rastro del escondite de Neeva. Las rocas donde Rikus había ocultado a la luchadora habían desaparecido, fundidas en el brillante barniz del caldero. La hechicera intentó mantener la calma recordándose a sí misma la gran fuerza de Rkard; el muchacho era lo bastante fuerte para trasladar a su madre a un lugar seguro… siempre y cuando lo que fuera que había limpiado el cráter le hubiera dado la oportunidad de hacerlo.

Cada vez más preocupada, Sadira cruzó hasta la ladera exterior del borde y continuó la búsqueda. No llamó en voz alta porque una suave brisa soplaba en dirección a la ciudad, y no quería que transportara su voz por la llanura. Desde donde se encontraba podía ver que la inmensa mole de Rajaat había abandonado Ür Draxa y se dirigía hacia ella, y lo último que deseaba era que la oyera llamar a Rkard y Neeva.

Aterrizó en el lado norte del cráter, donde una sección elevada del borde opuesto la ocultaría a los ojos de Rajaat. Trepó hasta un hueco en la cima y depositó la lente oscura en su interior; luego llenó los espacios alrededor de la lente con polvo y rocas, tarea que, gracias a la fuerza que le concedía la magia, realizó con rapidez. La intención de la hechicera no era tanto ocultar la lente como mantenerla sujeta y camuflada lo mejor posible para que no se la pudiera descubrir a simple vista.

Tras detenerse para dedicar a la zona una última mirada, Sadira ascendió hasta la parte superior del borde. Dio la vuelta muy despacio para volver a quedar de cara a Ür Draxa, y, haciendo un gran esfuerzo para resistir la tentación de gritar el nombre del joven mul, escudriñó la ladera exterior del cráter.

No sabía qué haría si el muchacho se había marchado o había muerto. Contaba con el conjuro del chico para conseguir lo que ella no podía: exterminar a Rajaat. Los poderes de Sadira, basados como estaban en la propia magia del viejo hechicero, no servirían de mucho en la batalla que se avecinaba. Pero los poderes de Rkard eran totalmente opuestos a los de Rajaat; se basaban en el elemento del fuego, mientras que los del hechicero estaban muy vinculados al elemento acuático. Si algo podía destruir a Rajaat, sería la magia de Rkard.

La hechicera rodeó un afilado risco y ante ella aparecieron las murallas de Ür Draxa, reluciendo escarlata y esmeralda merced a los brillantes colores de la hierbarroca viva de que estaban hechas. Rajaat había atravesado ya casi toda la planicie. A medida que avanzaba, brillantes relámpagos brotaban de la corona que rodeaba su cabeza para ir a estrellarse contra el suelo, en tanto que violentos aguaceros caían de sus manos. El trueno retumbaba en su boca, y oscuros remolinos de vapor salían de sus fosas nasales. Pisándole los talones se veía una espumeante cortina de agua que corría por el accidentado terreno e inundaba rápidamente toda la llanura.

Sadira volvió a ocultarse tras el risco para prepararse para el inminente enfrentamiento.

—¿Dónde está Rikus? —susurró una voz conocida.

Sadira se mordió la lengua para no gritar y giró en redondo. Rkard se encontraba algo más allá, agachado tras una roca pequeña. La hechicera corrió a su lado.

—Estaba asustada… Pensaba que os habíais ido —musitó, abrazándolo con fuerza—. ¿Está tu madre a salvo?

El muchacho asintió con la cabeza.

—La sustancia negra empezó a hervir, y tuvimos que irnos. Me envió aquí arriba a buscarte. ¿Dónde está Rikus?

—Ya lo buscaremos más tarde —dijo Sadira, incorporándose—. En este momento, necesito tu ayuda.

Las lágrimas afloraron a los ojos de Rkard.

—Rikus no volverá, ¿verdad? —inquirió—. ¡Está muerto, igual que mi padre!

Sadira se arrodilló frente al muchacho.

—¡Eso no lo sabemos, Rkard! —le espetó, agarrándolo con fuerza por los hombros—. Pero ahora tenemos que preocuparnos por nosotros y por tu madre. Viene Rajaat, y necesito tu ayuda para detenerlo.

El muchacho desvió la mirada y se mordió el labio.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó cuando recuperó la serenidad.

—Nada que no hayas hecho muchas veces ya.

Sadira lo condujo hacia la lente oscura, explicándole su plan mientras andaban. Cuando terminó, hizo que el joven mul se lo repitiera dos veces. La hechicera no creía que Rkard pudiera tener problemas para comprender lo que ella quería, ya que la tarea era sencilla y él un chico inteligente, pero lo que deseaba era asegurarse de que comprendiera que el plan funcionaría aunque ella muriera.

Tras ayudar a Rkard a encontrar un buen escondite, Sadira recorrió una cuarta parte de la zona alta del cráter, hasta encontrar un lugar donde la ladera exterior caía a pico, y allí se detuvo. Este sería un buen lugar para esperar. Podía saltar detrás del borde del cráter para protegerse de la magia de Rajaat sin que su cuerpo sufriera daños por la caída sobre las afiladas rocas del fondo.

La centelleante corona de Rajaat apareció por encima del borde opuesto, y el caldero se llenó con el eco de los chisporroteantes rayos. Toda la depresión se estremeció con la fuerza de sus estentóreos rugidos. El viejo hechicero empezó a ascender, y las espumeantes aguas se arremolinaron en la base del cráter.

Sadira volvió la mano hacia el suelo y absorbió el poder necesario para lanzar un hechizo corriente. Mientras la energía penetraba en su cuerpo, sacó un bastoncillo de incienso del bolsillo y observó cómo la cabeza de Rajaat aparecía por encima del otro extremo de la cresta. Su vaporosa piel colgaba del rostro en ondulantes pliegues, con oscuras arrugas que le proporcionaban un aspecto feroz y siniestro. Por el tamaño de sus ojos y el diámetro de la corona, calculó que el viejo hechicero tenía el tamaño de un gigante.

Aguardó hasta que Rajaat hubo llegado a la parte superior de la elevación; entonces apuntó el bastoncillo de incienso hacia él y pronunció su conjuro. El extremo del palo despidió una llamarada y empezó a arder. A medida que el humo se alzaba en el aire, comenzaron a brotar chorros de vapor de la nebulosa carne del hechicero e inmediatamente aparecieron largos desgarrones y redondos agujeros que dejaban al descubierto los amarillentos huesos.

Rajaat agitó una brumosa zarpa sobre su cuerpo y masculló un contrahechizo. El incienso que sostenía Sadira se apagó, y el vapor dejó de brotar de las heridas. El viejo hechicero penetró en el interior del cráter. Como sus pies patinaban en las resbaladizas paredes, extendió los brazos y descendió por la empinada ladera flotando como la niebla. Sus ojos no perdieron de vista a Sadira en ningún momento.

—Yo creé la hechicería —siseó Rajaat, cruzando la depresión—. ¿Cómo se te ocurre que tus lamentables habilidades puedan enfrentarse a las mías?

Rajaat dirigió una curvada zarpa hacia ella, y Sadira dio media vuelta para huir, segura de que su plan saldría como había planeado. Un paso más al frente colocaría a su adversario en la posición perfecta para el hechizo de Rkard.

Una retahíla de sílabas mágicas tronaron de la boca de Rajaat. El violento rugido de un poderoso remolino aulló sobre la depresión, y un chorro de nubes negras surgió del dedo del hechicero. La columna salió despedida hacia Sadira, arrojando rayos y martilleantes cortinas de agua contra su lado del cráter.

La hechicera saltó por el borde del farallón. El terrible vendaval chocó a su espalda y desgarró el borde en un estallido de rocas destrozadas. El huracán alcanzó a Sadira antes de que cayera al suelo y la alzó en medio de un torbellino de rocas y aguas. Los relámpagos cayeron sobre ella desde todas direcciones; pero, tras haber golpeado, no desaparecían sino que seguían chisporroteando por su cuerpo en una espiral interminable. No tardó en quedar envuelta en una crepitante jaula de energía, que centelleó dos veces alrededor del torbellino y desapareció en el interior de las negras nubes. El ciclón se perdió en la inundada llanura.

Desde su escondite en el cráter, Rkard atisbo por encima de la lente oscura y contempló cómo la tormenta desaparecía. Respiraba entrecortadamente, y el corazón le latía con tal fuerza que le dolía el pecho, pero se obligó a permanecer calmado y a concentrarse en lo que tenía que hacer.

Devolvió la mirada al cráter, donde la figura envuelta en nubes de Rajaat permanecía inmóvil en el centro de la depresión. La sombra del viejo hechicero se proyectaba sobre el borde occidental, con un aspecto totalmente insignificante. Resistiendo el impulso de atacar —aunque nada seguro de estar haciendo lo correcto— el joven mul esperó. No apartó los ojos de su objetivo ni un instante, y apenas se atrevía a parpadear.

Sadira había dicho que Rajaat iría tras ella, y que Rkard no debía lanzar su hechizo hasta que la silueta del viejo hechicero no se proyectara sobre el fondo del cráter. Era la sombra lo que querían destruir, no el cuerpo cubierto de nubes.

Rajaat no fue en pos de Sadira. En lugar de ello, permaneció en el cráter, arrancando nubes azules del cielo y utilizándolas para cubrir sus heridas. Rkard lo contempló boquiabierto, con más asombro que temor.

El viejo hechicero continuó curando sus heridas unos instantes más, sin detenerse hasta haber cubierto todos los agujeros de su cuerpo. Rkard se preparó para el ataque, listo para invocar el poder del sol en cuanto su enemigo saliera en persecución de Sadira. Rajaat no cooperó. Sin siquiera dirigir una mirada hacia el lejano ciclón, el hechicero paseó la mirada por el interior del cráter, en busca de la lente oscura.

Rkard se llevó la mano a la marca solar de la frente, desconfiando de que la extraña esfera azul del cielo pudiera proporcionar la magia que necesitaba. Pensó en lanzar un hechizo en aquel momento, antes de que los refulgentes ojos de su enemigo cayeran sobre la lente, pero entonces recordó lo que Sadira había dicho sobre cómo los reyes-hechiceros habían aprisionado la nube, para ser atacados a los pocos instantes por la sombra.

—Rajaat no es como nosotros. Él no da forma a su sombra —había dicho la hechicera—. Es ella la que le da forma a él.

Rkard estudió la sombra de su adversario con más atención. Desde el otro lado de la lente oscura, podía dirigir su hechizo en diagonal de modo que cayera sobre la silueta allí donde se encontraba ahora. Con la esperanza de que ese pequeño cambio no estropeara el plan de Sadira, pero sin hallar otra forma de hacer lo que ella había ordenado, se arrastró por encima de la caliente superficie de la lente hasta el otro lado. Habría dado la vuelta por la parte baja de la esfera, pero era tan grande que no habría podido ver a Rajaat y, sucediera lo que sucediera, estaba decidido a no apartar los ojos de su presa.

Rajaat clavó la mirada en el rostro de Rkard y avanzó hacia él. Aunque el muchacho todavía podía ver casi toda la sombra del otro, un costado y parte de una pierna quedaban ocultos tras el cuerpo del hechicero.

—Dame la lente, criatura repugnante —gruñó Rajaat, e indicó la lente oscura con uno de los afilados dedos.

El joven mul apretó la palma de la mano contra la ardiente obsidiana y lanzó su hechizo solar. Los ojos de Rajaat lanzaron una blanca llamarada, aunque el muchacho no supo si la provocaba la alarma o la cólera, y en ese mismo instante una luz rubí apareció en las profundidades de la esfera.

Rkard no esperaba lo que sucedió entonces. La lente despidió una luz escarlata y, acto seguido, abrasadoras llamas rojas se esparcieron por toda su superficie. El muchacho lanzó un grito asustado y retrocedió mientras la lente oscura se transformaba, con un estallido, en una versión en miniatura del sol rojo.

* * *

Neeva oyó una voz atronadora que surgía del interior del cráter.

—Yo creé la hechicería —dijo—. ¿Cómo se te ocurre que tus lamentables habilidades puedan enfrentarse a las mías?

La luchadora levantó la cabeza. Desde su escondite en el lado que miraba hacia arriba de una enorme roca, podía ver tanto a Sadira como a su hijo. La hechicera se encontraba en lo alto de un pequeño risco, a cierta distancia del punto en el borde del cráter donde Rkard se había ocultado con la lente oscura. Neeva no veía al que hablaba, aunque estaba segura por lo que había oído que se trataba de Rajaat.

Una sarta de palabras mágicas retumbaron en el interior del agujero; luego Neeva escuchó el violento rugir de un torbellino. Sadira saltó del risco. Sus pies apenas habían abandonado el borde cuando un ciclón negro lo hizo pedazos. Una bola de rayos fue tomando cuerpo alrededor de la hechicera a medida que el remolino la absorbía, y enseguida la tormenta se alejó a toda velocidad sobrevolando la inundada llanura.

—¡No! —jadeó Neeva.

La luchadora se incorporó con dificultad y apoyó la espalda contra la roca. El esfuerzo de mantenerse en pie hizo que sus frías piernas le dolieran insoportablemente, en tanto que sentía como si le hubieran hundido una daga ardiendo en la parte inferior de la espalda. De todos modos, Neeva dio gracias de poder siquiera ponerse en pie. Después de que su hijo hubiera lanzado su hechizo curativo sobre ella al amanecer, tuvo que pasar mucho tiempo antes de que volviera a sentir algo de la cintura para abajo, y había empezado a temer que sus lesiones fueran demasiado graves para que él pudiera curarlas.

Apoyándose en la roca, Neeva se volvió para observar el ciclón, con la esperanza de averiguar qué sucedía con Sadira. En lugar de ello, vio una figura demacrada y sucia que se arrastraba fuera de las aguas. Incluso desde una distancia de veinte pasos, pudo distinguir que tenía una nariz ganchuda y una larga trenza de cabellos grises.

—¡Tithian! —siseó.

El monarca miró a lo alto de la colina en dirección a Rkard, cuya atención estaba absorta en el fondo del cráter. Sin detenerse siquiera a recuperar aliento, Tithian se levantó y empezó a trepar por la ladera con piernas temblorosas.

Neeva agarró una piedra del tamaño de un puño y, apretando los dientes para soportar el dolor, dio sus primeros pasos por la resbaladiza ladera de la colina. Rkard le había dicho que era arriesgado que anduviera, pero, con Tithian suelto por allí, sabía que era más peligroso no hacerlo. La mujer consiguió dar media docena de pasos antes de que el rey la descubriera y se detuviera.

Tithian se volvió hacia ella y le dedicó una mueca burlona, al tiempo que volvía la palma de la mano hacia el suelo.

—Creía que ya estarías muerta.

Neeva apoyó bien los pies en el suelo y arrojó la piedra que sostenía, apuntando a la garganta. Tithian se agachó, y la roca lo golpeó en la sien con un agudo chasquido. El monarca cayó al suelo. Aunque era posible que el golpe hubiera matado a su adversario, la luchadora sabía muy bien que no debía confiar en ello. Cojeó hasta su presa y descubrió que tenía los ojos en blanco. Agarró entonces una piedra más grande y la levantó sobre su cabeza, prefiriendo no correr riesgos con el traicionero soberano.

De improviso, la mano de Tithian salió disparada al frente y lanzó un brillante fogonazo contra los ojos de la luchadora. Neeva quedó automáticamente cegada y, aunque arrojó la piedra, oyó cómo ésta rebotaba inofensiva sobre el suelo. La luchadora inició entonces un combate a ciegas. Giró en redondo para alejarse del último lugar donde había visto al rey y empezó a mover las manos en círculo delante del cuerpo, cambiando frecuentemente de dirección para impedir que el enemigo pudiera prever dónde aparecería una abertura.

Una risita cruel sonó al lado de Neeva. Lanzando el brazo a un lado en un movimiento circular, la mujer se movió hacia el punto del que había salido el sonido, pero dio un traspié y estuvo a punto de caer cuando las entumecidas piernas no respondieron en la forma esperada. La luchadora sintió la ardiente respiración de Tithian en la nuca y comprendió que éste había utilizado un hechizo para proyectar la voz.

Esperando sentir en cualquier momento la mordedura de la hoja de una daga en los riñones, la luchadora arqueó el estómago hacia adelante y echó la cabeza hacia atrás. Escuchó un sonoro crujido cuando su cráneo aplastó la nariz del rey, y sintió cómo el brazo de él caía sobre su hombro. El monarca había estado intentando cortarle el cuello. Neeva introdujo la mano hacia arriba por la parte interior del brazo de Tithian y apartó violentamente la muñeca del rey de su cuello; luego se inclinó al frente y lanzó al monarca por encima de su espalda. Escuchó cómo aterrizaba hecho un ovillo delante de ella.

Neeva levantó el pie para pisotear la cabeza del rey, pero sólo consiguió que una terrible punzada de dolor le recorriera toda la pierna. Tithian se escurrió ruidosamente por el accidentado terreno, rodando o arrastrándose, y la mujer perdió el rastro de su situación exacta. Unos puntitos grises empezaban a aparecer en la blanca luz que inundaba sus ojos, pero seguía sin poder ver. El rey dejó de moverse y permaneció en silencio. Neeva estaba segura de que preparaba un hechizo, pero no tenía ni idea de cómo esquivarlo.

Oyó algo que salía del agua, y entonces la voz de Rikus ordenó:

—¡Lanzamiento, media vuelta a la derecha!

La orden indicaba una maniobra que habían utilizado durante sus días en la arena del circo, y Neeva sabía exactamente lo que quería decir. Se lanzó al frente en diagonal y se estrelló contra el blando abdomen de Tithian antes de tocar el suelo. El rey lanzó un grito de sorpresa. Tras escuchar el siseo de la energía mágica perdiéndose en el aire, la luchadora aterrizó encima de su cuerpo.

El aire abandonó los pulmones de Tithian con un sonoro gruñido, pero éste no dejó de luchar. Neeva sintió que el otro sacaba los dos brazos de debajo de su cuerpo y alzó el brazo para interceptar el derecho, pues suponía que era éste el que empuñaba una daga.

—¡No, el izquierdo! —gritó Rikus que, por el sonido de su voz, se encontraba casi junto a ellos.

Neeva no podía cambiar tan rápidamente de brazo, de modo que rodó en dirección al brazo izquierdo del rey y lo inmovilizó bajo su peso. Bajó la mano y, localizando la muñeca, la retorció con violencia y escuchó el hueco chasquido de un hueso al salirse de su sitio. Tithian aulló de dolor; luego hundió la mano derecha en la espalda de su atacante y lanzó a la mujer lejos de él.

Neeva lo oyó gatear por el suelo, y al mismo tiempo descubrió la daga en el suelo donde él la había tirado. Su visión empezaba a ser lo bastante clara para poder distinguirla como una mancha gris sobre la negra superficie del suelo.

Tithian echó a correr colina arriba en dirección a Rkard, como Neeva pudo percibir por el sonido de las piedras que rodaban bajo sus pies. Escuchó también las fuertes pisadas de Rikus, que subía a toda velocidad por el otro lado. Neeva sujetó la daga por la hoja.

—¡El cuchillo, Rikus!

Arrojó la daga al aire, dirigiéndola de tal modo que volara hacia Rikus con la empuñadura por delante. Al cabo de un instante, el arma volvió a silbar por encima de su cabeza. Tithian gritó, pero no lo oyó caer.

—¡Maldita sea! —masculló Rikus, deteniéndose junto a ella.

Neeva sintió cómo el mul la cogía del brazo y la levantaba Unas terribles punzadas de dolor le recorrieron ambas piernas cuando el peso de su cuerpo regresó a ellas, pero no se doblaron. Descubrió que había recuperado la visión lo suficiente para ver el rostro del mul. Éste aparecía tan demacrado y agotado como Tithian, con gotas de agua corriendo por su cuerpo y negros círculos alrededor de los ojos.

—Llevo intentando alcanzar a Tithian desde que Rajaat inundó Ür Draxa, y ahora ha vuelto a desaparecer —explicó Rikus.

Neeva señaló en dirección a la lente oscura.

—Lo dudo —dijo—, intentaba hacerse con la lente cuando lo ataqué.

El mul palideció y, sin perder un segundo, se lanzó colina arriba. Neeva lo siguió más despacio. Cada paso suponía un esfuerzo, pero estaba decidida a no quedarse a un lado sin hacer nada mientras Tithian se llevaba la lente.

Unos cuantos pasos más arriba, las sospechas de la mujer se confirmaron. Un reguero de sangre ascendía hacia la lente oscura. Neeva levantó los ojos para gritar una advertencia.

No tuvo oportunidad de hacerlo. Su hijo había trepado por encima de la lente hasta el otro lado y tenía la vista fija en el interior de la depresión, con toda la atención concentrada en Rajaat. La corona de rayos del viejo hechicero sobresalía por encima de la parte superior de la lente, pero eso era todo lo que Neeva podía ver de él.

—¡Dame la lente, criatura repugnante! —rugió Rajaat con voz atronadora.

Rkard apretó la palma sobre la lente oscura y lanzó su hechizo solar. Una luz de color rubí llameó en el interior de la esfera, y toda la lente centelleó con una luz escarlata. Neeva vislumbró la enjuta figura de Tithian aplastada contra la mitad inferior de la bola de obsidiana, sujetando la lente con los brazos totalmente extendidos. El rey gritó de dolor. Rojas llamas brotaron por toda la superficie cristalina de la lente oscura, y la esfera se convirtió en una versión en miniatura del sol rojo. La silueta de Tithian se desvaneció en el interior de aquel infierno.

* * *

Rkard oyó gritar a Tithian y bajó la mirada a tiempo de ver cómo la silueta del monarca se desvanecía en aquel infierno. El muchacho se preguntó por un instante de dónde habría salido Tithian; luego se acurrucó detrás del borde del cráter, a la espera de que Rajaat lanzara el conjuro que lo eliminaría a él y a la mitad de la ladera.

El viejo hechicero no atacó. En lugar de ello, extendió los brazos hacia la roja bola de fuego en que se había convertido la lente oscura. Cuando sus manos estuvieron cerca, las llamas escarlata abandonaron bruscamente la superficie de la esfera y se lanzaron al otro lado de la depresión. Al pasar la llameante columna junto a Rajaat, el fuego evaporó la mitad de las nubes de su pecho, para chocar luego contra la pared opuesta con un tremendo rugido.

La sombra de Rajaat se desvaneció bajo la tormenta de fuego. Su cuerpo cubierto de nubes dejó de moverse, y los brazos quedaron paralizados sobre la lente. El fuego retrocedió sobre sí mismo en dirección al centro de la depresión y formó una rugiente bola de fuego a unos doce metros detrás de Rajaat. La llameante esfera no era muy diferente del acostumbrado hechizo solar de Rkard, excepto que era cien veces mayor y mil veces más brillante. Entrecerrando los ojos para protegerlos del resplandor, el joven mul se puso en pie para poder ver mejor por encima del borde.

—¿Qué estás haciendo? —llamó una voz conocida—. ¡Baja de ahí!

Un par de brazos poderosos agarraron a Rkard por la cintura y lo apartaron del borde.

—¡Rikus! —El muchacho se dio la vuelta y arrojó los brazos alrededor del cuello del guerrero. A lo lejos, Rkard observó que la tormenta que se había llevado a Sadira empezaba a disolverse—. ¡Estás vivo!

—Claro que lo estoy. Vayamos a hacer feliz a tu madre y a hacer que tú también lo seas —respondió Rikus—. ¿Qué sucede aquí?

Rikus señaló las manos de Rajaat, que seguían colgando inmóviles sobre la lente oscura. La lente misma había dejado de arder, pero su superficie relucía con un potente color rojo. De Tithian no se veía ni rastro, excepto un charco de acero líquido que antes había sido su daga.

—No estoy muy seguro de lo que sucedió —respondió Rkard—. Lancé mi hechizo a la sombra de Rajaat, tal como dijo Sadira. Pero no creo que funcionara. Él simplemente dejó de moverse.

Rikus frunció el entrecejo.

—Será mejor que echemos una mirada.

Juntos se arrastraron hasta lo alto del borde y miraron por encima. El cuerpo cubierto de nubes de Rajaat empezaba a hervir por efecto del calor generado por el gigantesco hechizo solar de Rkard. La bola de fuego resplandecía con tanta fuerza que ni siquiera el joven sacerdote solar podía contemplarla durante más de un segundo. No obstante, lo que vio en ese tiempo fue más que suficiente para preocupar a Rkard. Un par de diamantes azules miraban al exterior desde dentro de la ardiente esfera, y lo miraban directamente a la cara.

Rkard volvió a agacharse tras el borde y tiró de Rikus para que lo imitara.

—Creo que Rajaat está atrapado en mi hechizo solar.

—¿Tú lo atrapaste? —sonrió Rikus.

—Por ahora —respondió él—. Pero ¿qué sucederá cuando mi hechizo desaparezca?

—Pues tendremos que asegurarnos de que eso no suceda —dijo la voz de Sadira.

Rkard volvió la cabeza y se encontró con la hechicera que descendía de una pequeña nube. Seguía chorreando agua, pero aparte de eso no parecía haber resultado afectada por su combate con el ciclón. Unos metros más abajo de Sadira, la madre del joven mul ascendía la colina penosamente.

Rkard arrugó la frente y abrió la boca para reprenderla por andar, pero Rikus lo sujetó por el hombro.

—Yo no diría nada en este momento —advirtió el guerrero.

Rkard asintió y preguntó:

—¿Estás bien, madre?

—Perfectamente, gracias a ti —repuso ella.

Rkard sonrió y se volvió a Sadira.

—No sé en qué forma afectará la lente oscura a mi hechizo —dijo—, pero por lo general sólo dura un cuarto de hora.

—No creo que necesitemos tanto tiempo —afirmó Sadira. Introdujo la mano en el bolsillo y extrajo un trocito de diamante—. Esto debería mantener tu fuego ardiendo eternamente.

Sadira se acercó ala lente oscura y lanzó su conjuro. El fragmento de diamante desapareció de entre sus dedos, y un chorro de luz blanca penetró en la obsidiana. Emergió por el otro lado en forma de plateado río de energía mágica que engulló la llameante esfera del hechizo solar de Rkard. Nacarinas volutas de fuego empezaron a recorrer la ardiente bola, y ésta brilló con renovado fulgor.

La corona de Rajaat estalló en una furiosa tempestad de energía que arrojó una cortina de rayos azules al cielo. Con un trueno ensordecedor, la boca del viejo hechicero se desencajó y escupió un chorro de granizo sobre la inundada llanura.

Por un instante, Rkard temió que su enemigo consiguiera liberarse, pero entonces Rajaat empezó a disolverse. El esqueleto se desmoronó primero; se escurrió del cuerpo hecho de nubes y cayó ruidosamente al interior de la depresión para formar un montón informe de huesos. Acto seguido, los brazos y las piernas se alejaron flotando, el torso se aplastó hasta adquirir la forma de una oblea del tamaño de un plato, y los hombros y la cabeza se fundieron con él. La corona del milenario hechicero fue lo último que desapareció; zigzagueantes rayos de color azul danzaron en un círculo mientras una neblina turquesa se extendía por toda la depresión.

La nube flotó cerca del borde durante un momento, y luego giró de improviso hacia lo alto y se extendió por todo el cielo. Una tormenta de rayos y relámpagos cayó sobre el suelo desde el negro manto, en tanto los truenos resonaban en las lejanas murallas de Ür Draxa. Se desencadenó un torrencial aguacero que golpeó a Rkard como un despiadado enemigo, pero al muchacho no le importó. No muy lejos, al este, veía la aureola del sol que se abría paso a través de la furiosa tormenta, y era roja.