3: El consejo de asesores
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El consejo de asesores
Cuando Sadira penetró en la abovedada oscuridad de la sala de los asesores, lo primero que observó fue que todos los consejeros tyrianos se encontraban amontonados en la pista de los oradores, mientras que los sillones rellenos de plumas de la tribuna permanecían vacíos. Inmediatamente comprendió que la sesión de aquella mañana sería agotadora, y que sus adversarios en el consejo utilizarían su retraso para hacerla aún más difícil. Aunque su viaje en ayuda de Rikus y Magnus no había retrasado la reunión más de un cuarto de hora, muchos asesores se volvieron con toda deliberación para lanzarle miradas de impaciencia.
Sadira empezó a cruzar la sala. Los asesores se dividían en cuatro grupos diferentes, cada uno reunido alrededor de un estrado en una zona concreta de la habitación. En el extremo más lejano, con los rayos del sol de la mañana penetrando por las ventanas situadas a su espalda, se encontraban los miembros de los gremios. La mayoría de ellos eran humanos y enanos, e iban cubiertos con los delantales manchados de hollín y los capotes salpicados de arcilla apropiados a sus diferentes profesiones. Junto a ellos se hallaban los ciudadanos libres: un grupo ataviado con túnicas de cáñamo y compuesto por muls, semielfos, tareks, humanos y todo aquel que hubiera sido mendigo o esclavo antes de la liberación de Tyr. Más cerca de la entrada estaban los nobles, vestidos con sedas exóticas de todos los colores y clases posibles, y los templarios, que adornaban sus negras sotanas con collares de bronce y broches de precioso cobre.
Mientras pasaba entre los estrados correspondientes a los nobles y a los templarios, Sadira se encontró con un templario de doble papada que le cerraba el paso. El hombre tenía la cabeza afeitada, ojos tan oscuros como la piel de ella, y una larga cadena de plata colgada alrededor del corpulento cuello.
—Sadira, aquí estás… ¡por fin! —saludó el hombre, sonriendo lo justo para mostrar los grises incisivos—. ¡Qué amabilidad la tuya al acudir tan deprisa a la reunión que has convocado!
—Si un leve retraso importa tanto, entonces sugiero que me dejes pasar para que podamos empezar, Cybrian. —Sadira intentó rodear al grueso templario.
—Creo que podemos disculpar tu retraso —dijo una aristócrata vestida de azul, adelantándose para cerrar el paso a la hechicera. La dama, una mujer atractiva de ojos grises, cabellos plateados y nariz recta, contempló fijamente las polvorientas ropas de Sadira; luego chasqueó la lengua y añadió—: Pero tu vestimenta es otro asunto. A estas alturas, deberías comprender que tu indumentaria refleja tu respeto por el consejo.
Sadira reprimió el impulso de responder con aspereza, pues sospechaba que la intención de la aristócrata era desbaratar la reunión iniciando una discusión estúpida.
—Al contrario, lady Laaj —repuso la hechicera—. Vine así porque no deseaba hacer esperar al consejo.
Sadira se colocó entre la aristócrata y Cybrian. Cuando sus adversarios intentaron mantenerse en sus trece, la hechicera se rio de su estupidez. Mientras su negro cuerpo estuviera impregnado del poder del sol, ni siquiera un semigigante podría impedirle el paso. Apartó a un lado a ambos con facilidad, enviándolos de vuelta a sus respectivos grupos con pasos tambaleantes, y se dirigió hacia donde se hallaban los ciudadanos libres. Aquí, la hechicera encontró esperándola a sus tres invitados.
—¿Quiénes eran esos dos? —inquirió Neeva, una antigua gladiadora de cabellos rubios, ojos de un profundo tono esmeralda y una figura tan fornida como voluptuosa, que vestía un taparrabos y una blusa sin espaldas ni mangas, con una capa de seda verde echada sobre los hombros en señal de respeto al consejo.
Sadira fijó una mirada desdeñosa en los dos asesores que acababa de hacer a un lado.
—La dama se considera la cabecilla de la facción noble en ausencia de Agis, y el templario es uno de los que afirman hablar en nombre de Tithian —explicó la hechicera—. Debido a que pedí a la legión que estuviera lista para marchar esta mañana, deben de pensar que vamos en busca de Agis y Tithian. A ninguno de los dos les gustará eso; disfrutan demasiado con su papel de jefe.
—No te preocupes por ellos —interrumpió Rkard, el hijo mul de Neeva—. ¿Qué hay de Rikus?
Aunque sólo tenía seis años, el niño era ya casi tan alto como la mayoría de los enanos, con piernas largas y esbeltas, un cuerpo robusto, y fuertes músculos recorriendo su pecho y brazos. Al igual que Rikus, poseía unas orejas puntiagudas y un cuerpo desprovisto de pelo, pero también poseía las marcas distintivas de un sacerdote solar; ojos rojos y un sol carmesí blasonando su frente.
—Tanto Rikus como Magnus están bien —respondió Sadira—. Vendrán más tarde.
—¿Qué sucedió? —insistió Rkard—. Si Rikus necesitaba ayuda, debieron de ser grandes problemas.
—Hablaremos de eso más tarde, hijo —dijo Caelum. Éste tenía las facciones macizas, orejas puntiagudas, y cuerpo sin pelo típicos de un enano, con los mismos ojos rojos y marca carmesí que su hijo Rkard. Entre sus manos, el enano sujetaba una caja cerrada de madera de quiebrahacha que Sadira le había pedido que sostuviera durante la reunión del consejo—. En estos momentos, tenemos cosas que tratar.
Caelum ofreció la caja que sostenía a Sadira.
—¿Necesitas esto?
—Aún no.
Sadira subió al estrado y contempló las cabezas de sus colegas asesores. Los nobles y los templarios callaron rápidamente, pues lady Laaj y Cybrian se encontraban ya en los respectivos púlpitos de sus dos facciones. Pero los miembros de los gremios no ahogaron sus enconadas discusiones durante un buen rato, hasta que un hombre huesudo de rostro delgado subió a la última plataforma. Con el delantal manchado de hollín de un herrero atado sobre el pecho, el hombre daba la impresión de haber venido a la reunión directamente desde su local.
—Charl Birkett hablará por los gremios —declaró—. Gar no vendrá hoy.
—Entonces podemos empezar —dijo Cybrian.
El templario levantó el brazo en dirección a la oscuridad del techo abovedado, lo mismo que lady Laaj. Tenían las manos cerradas, pero mantenían los dedos índice lo bastante abiertos para formar un pequeño círculo con los pulgares.
—¿Qué estáis haciendo? —inquirió Sadira.
—Tú puedes haber convocado la reunión, pero cualquier orador tiene el derecho de llamar al wrab —respondió lady Laaj.
—Sin duda no lo habrás olvidado —añadió Cybrian—. La tradición es tan antigua como la misma Tyr.
—Recuerdo los procedimientos del consejo mejor de lo que vosotros recordáis las normas de cortesía —contestó Sadira, alzando la propia mano en el aire—. Desde la muerte de Kalak, siempre ha sido quien convoca la reunión el que controla el hemiciclo primero.
Un agudo chillido resonó en los arcos de piedra, y una diminuta serpiente alada descendió de las oscuras bóvedas del techo. La criatura planeó por la habitación, apenas visible en la oscuridad. Todo en la serpiente voladora era negro: las correosas alas, los enormes ojos, incluso el cuerpo cubierto de escamas y la cola puntiaguda.
El wrab pasó rozando la mano de Sadira y la sobrevoló una vez. La hechicera pensó que iba a posarse en su dedo, pero su lengua vibró repentinamente en dirección a Cybrian. El ser agitó las alas y voló hasta el templario. Tras enroscarse sobre su mano, introdujo la diminuta cabeza en el interior de sus dedos semicerrados y se quedó inmóvil.
Sadira bajó la mano, no del todo desilusionada. Cybrian controlaría el orden del día por el momento, pero el wrab estaba claramente inquieto. Usuario natural del Sendero, estaba entrenado para percibir si la asamblea aprobaba o no el tema elegido por el orador; cuando el interés de los reunidos empezara a decaer, buscaría un nuevo nido entre los dedos alzados, y el control de la sesión pasaría a la persona elegida.
—Sadira, ¿nos explicarás por qué llegaste tarde a tu propia reunión? —preguntó Cybrian con una sonrisita afectada.
—Puede que más tarde —respondió la hechicera.
Su negativa a responder a la pregunta era una violación a las normas del consejo, pero era también una táctica común utilizada para obtener el control del wrab. Si conseguía interesar a los otros asesores en su tema con la suficiente rapidez, la criatura abandonaría la mano de Cybrian y se posaría en su dedo antes de que el otro pudiera pedir un voto de censura y exigirle que abandonara la cámara.
La hechicera hizo una señal a Rkard para que subiera y se colocara a su lado; luego continuó:
—Creo que mis colegas consejeros estarán más interesados en escuchar cómo este niño va a matar al dragón.
Los presentes recibieron su declaración con bufidos de mofa e incluso unas cuantas carcajadas, pero su táctica funcionó. No obstante su escepticismo, los consejeros se sentían también curiosos. El wrab abandonó rápidamente la mano de Cybrian y fue a posarse en la de Sadira. La criatura apenas si pesaba, y, de no haber sido por sus escamas húmedas que cosquilleaban en su piel, la hechicera casi no habría advertido su presencia.
Cybrian dirigió una mirada furiosa a Sadira, pero no protestó. Él mismo había utilizado aquella técnica demasiadas veces para gritar ahora «juego sucio».
—Por supuesto, cuéntanos —se mofó—. Estoy seguro de que mis colegas consejeros apreciarán un buen chiste.
La táctica del templario resultó muy efectiva, pues jugó con el escepticismo de los reunidos hasta tal punto que el wrab alzó las negras alas como si fuera a abandonar la mano de Sadira.
—Quizá tú sí malgastarías el tiempo del consejo con un chiste, Cybrian. Desde luego lo has malgastado en muchas cosas igualmente triviales —replicó Sadira con aspereza—. Pero te aseguro que yo jamás haría tal cosa.
El wrab plegó las alas e introdujo la diminuta cabeza en el interior del puño de la hechicera. Viendo que había obtenido el apoyo de la asamblea, al menos por un tiempo, Sadira posó la mano libre sobre el hombro de Rkard. El muchacho se irguió muy tieso en toda su estatura y contempló a la versátil multitud con mirada impávida.
—Este niño mul es el hijo de Neeva, a quien muchos de vosotros recordaréis de sus tiempos como gladiadora, y de Caelum, hijo del difunto uhrnomus de Kled —anunció Sadira.
»Hace diez días, a Rkard lo visitó una pareja de espíritus errantes, los enanos Jo’orsh y Sa’ram —continuó la hechicera—. Aquellos de vosotros familiarizados con El libro de los reyes de Kemalok reconocerán los nombres como los de los dos últimos caballeros enanos, que murieron antes de poder vengar la destrucción de su ciudad a manos del dragón.
—¿Y ellos le dijeron al niño que hiciera lo que ellos no pudieron…, matar a Borys? —inquirió Charl, incrédulo.
—No exactamente —respondió Sadira—. Dijeron que él mataría al dragón.
—¿Y quién los oyó decir eso? —quiso saber lady Laaj.
—Yo —contestó Rkard.
Esta respuesta impulsó a la aristócrata a dedicar a Sadira una sonrisa de altivez.
—Querida, puesto que no tienes hijos, quizá no te das cuenta de que los niños inventan amigos imaginarios. ¡Vaya!, cuando mis hijos tenían su edad…
—Él no inventó a Jo’orsh y Sa’ram —la interrumpió Neeva—. Yo también vi a los espíritus.
—Y tenemos también otro heraldo —dijo Sadira, y levantó la mano para mostrar el anillo de su dedo—. Anoche llegó un mensajero que traía el sello de mi esposo.
—¿Qué esposo? ¿Agis, Rikus, o alguien a quien aún no conocemos? —se burló Cybrian—. ¿A lo mejor ese enano?
El comentario arrancó unas cuantas carcajadas soeces a los mismos pedantes que siempre pensaban mal de Sadira por amar a dos hombres, pero no consiguió que el interés de los reunidos mermara lo suficiente para que el wrab abandonara su puesto.
—El sello es el de Agis —contestó Sadira, paciente—. Con él llegó el mensaje de que había encontrado la lente oscura.
Por vez primera ese día, la sala quedó totalmente en silencio. No obstante los esfuerzos de Sadira y sus esposos por mantener en secreto la naturaleza de la lente oscura, llevaban cinco años buscándola y había acabado trascendiendo qué era lo que buscaban. A estas alturas, la mayoría de los asesores sabía no sólo lo que era la lente, sino también por qué la buscaba Sadira. Ésta tenía la intención de matar a Borys, para de este modo terminar con su costumbre de llevarse miles de esclavos al año de cada ciudad de Athas. Si la hechicera y sus amigos tenían éxito, no sólo salvarían un incalculable número de vidas, sino que también eliminarían el mayor peligro que acechaba a Tyr: que el dragón atacara la ciudad por no querer pagar el espantoso tributo.
Fue Rkard quien rompió el asombrado silencio.
—Jo’orsh y Sa’ram dijeron que yo mataré al dragón. —El niño se dirigió directamente a los asesores, totalmente serio y seguro de sí mismo—. Pero también dijeron que necesitaría un ejército, un ejército de humanos y enanos.
—La milicia de Kled está dispuesta a llevar a cabo esta profecía —dijo Neeva—. Cuando me enteré de la misión de Rkard, la hice venir para que lo protegiera de atentados contra su vida. Mientras estamos aquí hablando, ellos se encuentran en la hacienda Asticles, preparándose para partir.
—¿Y por eso has ordenado a la legión de Tyr que esté lista para ponerse en marcha? —inquirió Cybrian—. ¿Para entregársela a un niño?
—La legión permanecerá bajo el mando de Rikus, como siempre —repuso Sadira.
—Hablando de Rikus, ¿dónde está? —preguntó lady Laaj—. Estoy segura de que todos los asesores quieren escuchar su opinión sobre este plan antes de votar.
Sadira aspiró con fuerza sabiendo que su respuesta provocaría un alboroto en el consejo. De todos modos, ni se le ocurrió ocultar el hecho de que hubiera gigantes en el valle. Los asesores tenían derecho a estar informados de cualquier cosa que amenazara a Tyr, aun cuando significara que le iba a costar más obtener lo que quería.
—¿Bien? —insistió Cybrian.
—Cuando regresaban para asistir a esta reunión, Rikus y Magnus se cruzaron con unos gigantes que se dedicaban a destrozar nuestra granja de beneficencia de más reciente creación —explicó Sadira—. Por el momento tengo a los invasores inmovilizados…
Un gran alboroto estalló en la sala; los estupefactos asesores gritaban sus preguntas desde todos los extremos del abarrotado hemiciclo.
—¿Te refieres a semigigantes?
—¿Cuántos?
—¿Qué es lo que quieren?
El wrab se deslizó por completo al interior de la mano de Sadira. La hechicera sabía que la criatura hubiera preferido retirarse a su guarida en los nichos del techo, pero estaba demasiado bien adiestrado para marcharse cuando un orador había obtenido tan profunda atención de sus oyentes.
—¡Silencio, por favor! —chilló—. No conseguiremos nada de este modo.
La excitación se fue desvaneciendo poco a poco hasta convertirse en un murmullo apagado.
En cuanto fue posible hablar sin tener que vociferar, lady Laaj preguntó:
—¿Cuántos gigantes hay y qué hacen tan lejos del Mar de Cieno?
—Son ocho y quieren la lente oscura —respondió Sadira.
—En ese caso sugiero que digamos a los gigantes dónde encontrarla… antes de que nos destruyan —opinó Cybrian.
—No puedo hacer eso —replicó Sadira—. Eso no sólo pondría en peligro a Agis sino…
—Agis sería el primero en sacrificarse por el bien de Tyr —interrumpió lady Laaj—. Todos los nobles lo saben.
—Cierto, si su sacrificio salvara a Tyr —convino Sadira—. Pero no lo haría. A menos que matemos al dragón…
—¡No vamos a discutir tal disparate! —dijo Cybrian—. No ganaremos nada atacando al dragón. No ha estado en Tyr desde la muerte de Kalak.
—Eso se debe a que Tithian ha estado pagando el tributo en secreto —contestó Sadira.
—¿Con qué? —se mofó el templario—. ¿Con su personal particular?
—Con hombres, mujeres y niños secuestrados por sus traficantes de esclavos —dijo Neeva, adelantándose para colocarse junto a Sadira—. Atacaron nuestro pueblo hace menos de cuatro meses.
—¿Cómo te atreves a decir tal mentira? —vociferó Cybrian—. El rey Tithian liberó a los esclavos. El jamás…
—Lo hizo, y puedo probarlo —interrumpió Sadira y, bajando la mirada hacia Caelum, indicó a éste—: Abre la caja.
El enano obedeció. Una apergaminada cabeza blanquecina de facciones hundidas y labios agrietados surgió de la caja. La cabeza flotó en el aire unos instantes y dejó vagar la cetrina mirada por toda la asamblea; luego se movió hasta quedar a la altura de Sadira.
Con ahogadas exclamaciones de incredulidad, los asesores se apretujaron alrededor de la tribuna de la hechicera, estirando el cuello para poder contemplar la decapitada cabeza. Aunque muchos de los consejeros habían oído rumores de que el rey Tithian tenía un par de cabezas decapitadas como compañeros, muy pocos habían visto personalmente a una.
—Algunos de vosotros reconoceréis a Wyan, el confidente del rey —dijo Sadira—. Es él quien me ha traído el sello de Agis.
Wyan contempló la reunión con una mueca de desprecio; hecho esto giró para mirara Sadira.
—¿Qué quieres?
—Háblales de los traficantes de esclavos de Tithian —ordenó ella, indicando a los reunidos con la cabeza.
Sadira no temía que la cabeza desobedeciera o mintiera. Wyan era uno de los enemigos más antiguos del dragón, pues Borys lo había separado de su cuerpo hacía más de mil años. Desde entonces, la cabeza había estado condenada a una existencia miserable cuya única satisfacción física era beber sangre recién derramada. La hechicera no dudaba que Wyan haría lo que fuera para destruir al dragón, incluso aunque ello significara traicionar uno de los secretos mejor guardados de Tithian.
Al ver que Wyan tardaba en hablar, Sadira le recordó:
—Cuanto antes hables, antes podremos atacar a Borys.
Con un suspiro hastiado, la cabeza volvió a contemplar a los reunidos.
—El rey sólo pensaba en Tyr —declaró—. Cualquiera que crea que se le puede negar su tributo al dragón es un loco. Tithian hizo lo que era necesario para proteger la ciudad.
El coro de airadas protestas que siguió surgió principalmente de los ciudadanos libres, pero muchos de los miembros de los gremios también unieron sus voces. Los nobles se mostraron más asustados que enojados por la confesión de Wyan, mientras que los templarios se dedicaban a intercambiar quedos comentarios preocupados.
Wyan se elevó un poco más en el aire con suma cautela, temeroso al parecer de que alguno de los ciudadanos libres decidiera hacerlo a él responsable de las acciones de Tithian.
—A ver si lo comprendo correctamente —intervino lady Laaj—. ¿Quieres que el consejo te entregue la legión para que puedas ir a luchar contra el dragón, mientras dejas que Tyr se defienda como pueda de ocho gigantes?
En este momento, el wrab se arrastró fuera de la mano de Sadira y se lanzó al aire. Por un momento, la hechicera no comprendió por qué la había abandonado, puesto que todos los presentes en la habitación parecían estar interesados en la misma cosa; entonces comprendió que era una cuestión de énfasis. Lady Laaj hablaba de la defensa de Tyr, mientras que Sadira todavía seguía intentando convencer a los asesores de que mataran al dragón.
Esperando que el wrab regresara a ella, Sadira mantuvo la mano en alto.
—Como decía antes, tengo a los gigantes bajo control por ahora —explicó—. Antes de que saquemos a la legión del valle, estarán bajo control de forma permanente… de un modo u otro.
El wrab se posó en el dedo de lady Laaj.
—¿Y si hay otros gigantes? —preguntó la aristócrata—. La lente oscura debe de ser muy valiosa para ellos. Sin duda enviarán más guerreros si éstos no regresan.
—Para entonces ya deberíamos estar de vuelta —contestó Sadira, bajando la mano de mala gana.
—Eso no es algo que puedas asegurar, amiga mía —terció Charl, el orador por parte de los gremios. Sacudió la cabeza, entristecido—. Lo siento, pero lo que lady Laaj dice es cierto. Es estúpido preocuparse por el dragón cuando gigantes enfurecidos están a punto de asaltar la ciudad.
—Pondremos el asunto a votación —dijo la aristócrata con una sonrisa—. Todos aquellos a favor de decir a los gigantes dónde encontrar la lente oscura…
—No hay necesidad de votar —la interrumpió Sadira. Con el apoyo de los otros tres oradores, la hechicera sabía con toda seguridad que la moción de lady Laaj sería aceptada—. No revelaré la situación de la lente; ninguno de nosotros lo hará. Condenaríais a muerte a Agis.
—¿Desafiarías al consejo por proteger a tu esposo, el mismo esposo que ha sermoneado a este consejo tantas veces sobre la importancia de un gobierno justo? —preguntó Cybrian.
—¿Cómo te atreves a hablarme a mí de la ley? —escupió Sadira—. Sólo haces esto porque esperas ver muertos a Agis y a Tithian. Deseas el control del consejo.
—Puede que eso sea cierto en el caso de ellos, pero no en el mío —protestó Charl—. Si desafías a lady Laaj y a Cybrian en esta cuestión, desafías a todo el consejo. Tú, más que nadie, deberías saber que, cuando alguien con tu poder hace eso, la ciudad corre el riesgo de caer en el despotismo.
—La tiranía de muchos sigue siendo tiranía. —Sadira siseó las palabras, escupiendo volutas de negras sombras sobre las cabezas de los que se encontraban entre ella y el miembro de los gremios—. Si este conseja traiciona a Agis, votar para hacerlo todos a una no convierte la acción en algo menos malvado.
—Ya hemos discutido ese asunto —dijo lady Laaj—. Tu magia es tan poderosa que el consejo no puede obligarte a obedecer, pero sí podemos despojarte de tu ciudadanía. ¿Acatarás la voluntad del consejo o no?
—No —respondió Sadira, casi ahogada por la cólera.
La hechicera descendió del estrado al tiempo que hacía una señal a Rkard para que la siguiera.
—¿Qué haces? —inquirió Caelum.
—Abandono Tyr —repuso ella, encaminándose a la puerta.
—Pero ¿qué pasará con la misión de Rkard? —preguntó el enano—. Jo’orsh y Sa’ram dijeron que tendría tanto humanos como enanos en su ejército.
La hechicera lanzó una fría mirada a la cámara del consejo.
—Al parecer, esos humanos no procederán de Tyr —replicó—. Los reclutaremos en otro lugar.
—¡No hay tiempo de encontrar otro ejército! —le espetó Wyan—. Los gigantes no serán los únicos que busquen la lente oscura. ¡Cada día que perdamos aumentan las posibilidades de que los reyes-hechiceros, o Borys, la encuentren antes de que lleguemos!
Sadira se volvió de cara a la cabeza, que seguía flotando por encima del estrado de los ciudadanos libres.
—No podemos tener la legión de Tyr —dijo—. Puedes ver por ti mismo que no tenemos los votos.
Wyan hizo caso omiso de sus palabras y dirigió una furiosa mirada a los asesores.
—¡La ciudad estaba mucho mejor bajo Kalak! —aulló—. ¡Tendremos nuestra legión!
La cabeza flotó hasta colocarse más cerca del techo, en un punto desde el que cortaba el paso a los rayos del sol que penetraban a través de la ventana. Su sombra se proyectó sobre la parte central del suelo de la cámara, cubriendo las cabezas de más de una docena de consejeros, y empezó a extenderse. Lanzando gritos de alarma, los asesores se abrieron paso hasta los asientos de las tribunas. A medida que la zona central se vaciaba, la negra sombra se fue desparramando sobre las losas de granito como una mancha de tinta.
—¡Wyan, no! —ordenó Sadira, casi sin poder creer lo que veía. Hacía algún tiempo que había comprendido que la cabeza podía comunicarse con las sombras gigantes, los nebulosos seres que habitaban el mundo de las tinieblas, pero jamás había visto ninguna prueba de que pudiera llamarlos a Athas—. ¡Detente!
Al ver que Wyan no le hacía caso, Sadira extrajo una varita de cristal del bolsillo y le apuntó con ella. Los ojos de la cabeza se abrieron desmesuradamente, y, antes de que ella pudiera iniciar el conjuro del hechizo, la cabeza abandonó la luz y voló a refugiarse en los lóbregos huecos del techo.
No sirvió de nada. La sombra del suelo había adquirido la forma de un hombre alto y delgado de extremidades viscosas. Un par de ojos de color zafiro empezaron a brillar en la cabeza, y una abertura azul apareció allí donde el ser hubiera debido tener la boca.
Sadira empujó a Rkard en dirección a su madre; no necesitaba lanzar ninguna advertencia, pues ambas mujeres habían visto ya antes a tales criaturas. Neeva había luchado contra una sombra gigante llamada Umbra durante la guerra contra Urik, mientras que Sadira había visitado el hogar del pueblo de las sombras en la Torre Primigenia.
—¿Vas a permitir esto, Sadira? —preguntó Neeva al tiempo que se hacía cargo del niño.
—Yo no puedo ni permitirlo ni no permitirlo —respondió la hechicera—; fue el pueblo de las sombras quien me confirió mis poderes, y mi magia no funciona contra ellos.
—¡Pero tienes que hacer algo! —protestó Caelum—. Necesitamos la legión de Tyr.
—No puedo interferir de ninguna forma —le espetó Sadira—. ¡Cuando pueda hacer algo, lo haré!
La sombra se puso en pie, adquiriendo al hacerlo un cuerpo tridimensional tan alto como el de un semigigante. Se dirigió hacia Cybrian y lady Laaj, quienes se mantuvieron en sus estrados, desafiantes.
—Tus trucos no nos engañarán. —Cybrian miró más allá de la sombra en dirección a Sadira—. No conseguirás lo que quieres con una simple ilusión óptica.
—¡El mundo de las tinieblas no es una ilusión! —siseó la sombra gigante mientras extendía una mano hacia cada uno de los dos.
Reconociendo la voz como la del jefe del pueblo de las sombras, Sadira se encaminó hacia la negra criatura.
—Khidar, déjalos en paz.
—No eres tú quien me pidió que me los llevara —replicó la sombra.
Khidar rodeó con sus dedos sinuosos las cabezas de la pareja. En cuanto sus rostros desaparecieron en la oscuridad, el wrab alzó el vuelo y desapareció en el interior de su oscura guarida. Cybrian chilló primero; luego fue lady Laaj quien lo hizo, y las voces de ambos se unieron en un único alarido aterrorizado de dolor.
Sadira sujetó el brazo que agarraba a la aristócrata. La carne del gigante resultaba nebulosa y fría al tacto, y sujetarla era como intentar coger agua. De todos modos, la hechicera estuvo más cerca de tocarla que la mayoría de los seres vivos, y, cuando tiró, hilillos del brazo quedaron prendidos en su mano, aunque enseguida se evaporaron en el aire y desaparecieron como la niebla matinal bajo los rayos del sol.
La oscura sustancia de Khidar siguió tragando al templario y a la aristócrata, deslizándose primero sobre sus hombros, para luego descender por sus forcejeantes brazos. Por fin, la sombra consumió incluso caderas y piernas, y las dos figuras desaparecieron.
No obstante todo su poder mágico, Sadira era impotente para detener a la sombra gigante. Lanzar un hechizo contra ella habría resultado tan inútil como intentar atravesar el sol con un rayo de luz, y además sabía muy bien que era mejor que no lo intentara. Si conseguía algo, sólo sería enfurecer a Khidar hasta el punto de hacerle atacar a más consejeros.
Así pues, la hechicera miró en dirección al techo. Aunque no podía ver a Wyan, no dudaba que seguía allí arriba en la oscuridad.
—Esto no va a conseguir nada, Wyan. Un ejército obligado a luchar es un ejército de esclavos —dijo—. Sabes muy bien que ni Rikus, ni Neeva ni yo querremos saber nada de eso.
—Entonces deja que el consejo vote —repuso Wyan—. Puede hacerlo aquí, o en el mundo de las tinieblas.
—¿Por qué molestarse? —inquirió Charl. Descendió al hemiciclo y se acercó a Sadira—. Tú y tus amigos poseéis el poder de llevaros la legión, tanto si nos gusta como si no; pero no pienso colaborar en una farsa. —El hombre escupió sobre los pies calzados con sandalias de la hechicera y se volvió hacia la salida.
Khidar le cerró el paso.
—El consejo no ha votado —dijo la sombra.
Charl volvió la cabeza por encima del hombro y miró a Sadira enfurecido.
—Di a esta cosa que se aparte.
—No sentía el menor respeto por lady Laaj o Cybrian, es cierto, pero esto no es cosa mía —contestó Sadira—. Viste cómo intentaba detenerlo.
—Vi cómo fingías intentarlo —replicó el representante de los gremios—. No me tomes por un estúpido.
Charl intentó dejar atrás a Khidar, y el fantasmal gigante alzó una mano par impedírselo. Sadira actuó al instante, cerrando los fuertes dedos sobre el hombro del representante de los gremios y tirando de él hacia atrás. Empujó al hombre violentamente contra los asientos de las tribunas, lo que arrancó un murmullo de enojados comentarios al resto de los asesores.
—Sugiero que votéis. —La hechicera miró a Khidar, consciente de que en aquellos momentos lady Laaj y Cybrian estarían ya medio congelados por el frío del mundo de las tinieblas—. Y hacedlo ahora.
Sin apartar la enfurecida mirada de ella, Charl rugió:
—¿Todos creen que debemos entregar la legión a Sadira?
—Sí —llegó la respuesta.
Aunque no fue un griterío ensordecedor, Charl anunció:
—La moción se aprueba. ¿Podemos irnos ahora?
Sadira levantó los ojos al techo.
—¿Estás satisfecho?
Wyan descendió de su lóbrego refugio lo suficiente para que pudieran verlo.
—Tu misión ha terminado, Khidar.
—¿Qué hago con la aristócrata y el templario? —preguntó la sombra.
—Quédatelos —respondió Wyan, sarcástico—. Servirán de ejemplo a todos aquellos que me contraríen.
—Como desees.
El espectral gigante empezó a encogerse. Rápidamente perdió la forma humana y se disolvió sobre el suelo como un charco de agua negra. Sadira aguardó hasta que sus azules ojos y su boca desaparecieron; luego se arrodilló y apretó las palmas de las manos contra el centro de la mancha negra que había sido Khidar. El frío que sintió no era el de la piedra; era más glacial y penetrante, entumeciendo su cuerpo hasta los huesos y anquilosando sus articulaciones de tal modo que apenas si podía doblar los dedos.
—¡Caelum, mantén a Wyan fuera de la luz! —chilló, sin levantar los ojos.
—¡Lo convertiré en cenizas si veo que asoma la nariz! —prometió el enano.
Sadira profirió una serie de sílabas mágicas, y sus manos se hundieron en el mundo de las tinieblas hasta los codos.
—¡Lady Laaj, Cybrian, coged mis manos! —Sadira dirigió el mensaje al suelo, y empezó a temblar mientras el negro círculo se contraía despacio alrededor de sus brazos—. ¡Estoy aquí para ayudaros!
De las tribunas descendieron murmullos de sorpresa a medida que los asesores empezaban a regresar al suelo del hemiciclo, pero Sadira apenas si se dio cuenta. Todo el cuerpo le dolía terriblemente a causa del frío, y sus dientes castañeteaban incontrolables; además, empezaba a temer que la aristócrata y el templario llevaran tanto tiempo allí dentro, que el mundo de las tinieblas hubiera transformado ya sus cuerpos en congelados pedazos de carne.
Entonces, mientras la mancha del suelo se contraía hasta no ser más que un par de pequeños círculos alrededor de sus brazos, Sadira sintió un peso en el extremo de cada mano. Su carne congelada ya no tenía tacto, por lo que la hechicera no podía saber si los asesores perdidos la habían encontrado o no; de todos modos, obligó mentalmente a sus dedos a cerrarse, no muy segura de si éstos la obedecían, y se levantó.
En cuanto Sadira sacó los brazos del suelo, cada uno de los negros círculos que los rodeaban se amplió hasta alcanzar el tamaño de un cuerpo humano, y de las espectrales manchas surgieron las temblorosas figuras de los dos asesores. Su piel estaba tan blanca y brillante como el alabastro, y sus músculos tan rígidos que las piernas no los sostenían. Al respirar, penachos de vapor blanco surgían entre los trémulos labios, y cientos de cristales de hielo cubrían sus ropas.
Musitando reticentes frases de gratitud, varios aliados de los dos consejeros se adelantaron para tomar a sus ateridos amigos de los brazos de Sadira. Charl estudió a la hechicera con atención.
—¿Por qué hiciste eso? —inquirió al cabo—. Ya tenías el voto que querías.
—No —respondió ella, negando con la cabeza—. No el que yo quería; sólo el que necesitaba. Si Khidar hubiera cogido a más de vosotros, no habría podido haceros regresar a todos.
—Entonces ¿realmente hablabas en serio cuando dijiste que no te llevarías una legión que hubiéramos entregado a la fuerza?
Sadira asintió.
—Y cuando dije que abandonaría Tyr antes que traicionar a Agis.
La hechicera hizo intención de girar hacia la salida, pero Charl la sujetó del brazo.
—Espera un minuto. Tyr no puede permitirse perder a una ciudadana como tú —dijo—. Si dejamos que te lleves la legión para que se cumpla el destino del chiquillo, ¿puedes realmente mantener a los gigantes apartados de la ciudad?
—Sí —contestó Sadira—. Y, si no podemos, no tan sólo enviaremos a la legión de vuelta, sino que Rikus y yo regresaremos para luchar junto a ella.
Charl alzó el dedo para llamar al wrab.
—En ese caso, antes de que te vayas hay otra votación que debemos realizar.