1: Samarah
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Samarah
El rey Tithian de Tyr hizo rechinar los dientes disgustado, lo que provocó que sin querer triturara la castaña dulce que había estado sorbiendo. La pulpa inundó su boca de amargas pepitas picantes que le quemaron la lengua y arrancaron lágrimas a sus ojos. Tragó de un golpe las simientes, sin apenas percibir el abrasador regusto que las persiguió garganta abajo.
—¡Se trata de toda una maldita flota! —Las simientes hacían que su voz de anciano sonara aún más ronca.
El encorvado monarca se hallaba de pie tras un muro bajo de piedra, atisbando por entre una arremolinada cortina de polvo. Un bosquecillo de mástiles acababa de aparecer en el diminuto puerto de Samarah, y, aun cuando la espesa neblina impedía un recuento exacto de los barcos, Tithian podía distinguir tantas velas hinchadas que la flotilla parecía un banco de nubes procedente del Mar de Cieno.
—¿Por qué debería enojarte la flota, poderoso señor? —preguntó Korla, aferrada, como siempre, al brazo de Tithian.
Era la mujer más atractiva del pueblo, con una melena rojiza y una sonrisa sensual. Aunque eso no significaba que fuera hermosa; toda una vida pasada en medio del calor y el polvo le había rodeado los ojos de profundas patas de gallo, en tanto que el sol le había quemado la piel basta dejarla tan arrugada y áspera como la de un hombre.
—Vuestros criados no osarían venir a buscaros con menos de una docena de naves —siguió la mujer, agarrándose con más fuerza al codo del monarca.
Tithian se soltó con un brusco movimiento y enderezó el morral que llevaba al hombro.
—Pronto me mostrarás las maravillas de Tyr… ¿verdad? —La mujer frunció el entrecejo.
—No. —Tithian clavó una mirada desdeñosa en el arrugado rostro de ella.
—¡No puedes abandonarme! —protestó Korla. Echó una rápida mirada al pequeño grupo de aldeanos reunidos tras el muro—. Después de lo que he sido para ti, los otros…
—¡Silencio! —ordenó Tithian, y agitó una mano llena de manchas amarronadas en dirección al puerto—. Ésa no es mi flota. Rikus y Sadira vendrán por tierra, no en barco.
Korla bajó los párpados y suspiró aliviada.
—No te sientas demasiado aliviada —advirtió Riv, el musculoso esposo de Korla que a la vez era el jefe de Samarah.
Producto de la unión entre elfo y tarek, Riv tenía un rostro cuadrado de huesos prominentes con una frente muy echada hacia atrás y una nariz delgada. De una estatura tal que el muro del pueblo sólo le llegaba a la cintura, resultaba una figura imponente. Normalmente, Tithian habría matado sin dudarlo a un rival de este calibre, pero el cacique se había tomado muchas molestias para convertirse en indispensable como intermediario con los aldeanos. Además, al monarca le divertía hacer alarde del adulterio de Korla ante él.
—Tu reinado como furcia real finalizará pronto —indicó Riv con una mirada furibunda a su esposa.
—¿Por qué? —inquirió Tithian, rodeando pesadamente a Korla para mirar al enorme mestizo—. ¿Hay algún motivo por el que deba temer a esos barcos?
—Todo el mundo debería temer a las armadas balicanas —respondió Riv con un encogimiento de hombros—. Pero no veo por qué tendrían que preocuparos especialmente. —Elevó los delgados labios de su redondeado hocico, mostrando una boca llena de afilados dientes—. Lo que quería decir era que Korla no debía esperar ir contigo cuando llegue el momento. He visto lo suficiente de Athas para saber que ella no sería más que una molestia en la ciudad.
—Puede que hayas visto los burdeles de Balic, pero no sabes nada de la vida en la corte real de Tyr —le espetó Korla; contempló a su esposo con suspicacia, luego continuó—: Ahora responde a la pregunta del rey. No hemos visto una flota balicana desde hace más de un año. ¿Por qué ahora?
—Pregunta a tu amante —contestó Riv con una mueca burlona—. Él es el doblegador de mentes.
—No tardaré en saber la respuesta —declaró Tithian, introduciendo la mano en el morral que llevaba al hombro—. Y, si vuelves a referirte a mí de otro modo que no sea «majestad» o «poderoso señor», suplicarás que te mate.
Riv palideció. El rey había extraído del saco componentes para hechizos con la suficiente frecuencia para que el cacique identificara el gesto como uno de amenaza. Lo que Riv no sabía era que Tithian también podía sacar de su interior una víbora venenosa, un frasco con ácido, o cualquiera de entre más de una docena de instrumentos mortíferos. El saco era mágico, y podía contener una cantidad ilimitada de artículos sin parecer lleno.
Riv miró colérico a Tithian durante un instante.
—Como deseéis, poderoso señor —siseó al cabo.
Tithian se volvió en dirección al centro del pueblo, indicando a Korla y a Riv que lo siguieran. En su avance a través de la polvorienta neblina, pasaron junto a una docena de chozas de piedra en forma de colmena. En el interior de la mayoría de dichas construcciones, mujeres de aspecto macilento empaquetaban furiosamente sus exiguas posesiones: sacos de castañas, cuchillos de piedra, pucheros de arcilla, y lanzas de caza con puntas de hueso. En el exterior, los hombres reunían a los goraks de la familia, lagartos que les llegaban a la altura de la rodilla con abanicos dorsales de brillantes colores. Era un proceso lento y difícil, ya que los tozudos reptiles estaban absortos en dar la vuelta a las rocas y capturar insectos con sus largas lenguas pegajosas.
Él rey y sus acompañantes llegaron a la plaza del pueblo. En el centro se encontraba el pozo comunitario, un profundo agujero rodeado de una sencilla barandilla de huesos de gorak. Un pequeño grupo de chiquillos se apiñaba alrededor del foso, discutiendo con voces aterrorizadas y apartándose los unos a los otros a codazos mientras intentaban llenar los respectivos odres.
En el otro extremo de la plaza, frente a la choza que el rey había confiscado a Riv, descansaba una esfera de obsidiana más grande que un hombre, sobre cuya cristalina superficie flotaban haces color escarlata. Se trataba de la lente oscura que era a la vez el origen del poder de Tithian y el medio a través del cual éste conseguiría hacer realidad su mayor ambición: convenirse en un rey-hechicero inmortal.
La lente oscura había pertenecido en una ocasión al primer hechicero de Athas, Rajaat. Milenios atrás, el antiguo sabio había iniciado una guerra genocida para limpiar Athas de las razas consideradas impuras. Para que lo ayudaran, Rajaat había utilizado la lente para crear un grupo de campeones inmortales, cada uno dedicado a la destrucción de una raza.
Tras docenas de siglos de combates, los campeones habían averiguado que su señor pensaba arrebatarles sus poderes, y se habían rebelado utilizando la lente oscura para encerrar a Rajaat en una prisión mística. Luego habían transformado a su cabecilla, Borys de Ebe, en el dragón y le habían encargado la eterna custodia de la prisión. Los restantes campeones habían reclamado cada uno una de las ciudades de Athas para gobernarlas como reyes-hechiceros inmortales.
Tithian tenía la intención de matar al dragón y liberar a Rajaat. A cambio, se le había prometido que el viejo hechicero le otorgaría los poderes inmortales de un campeón. Por desgracia, el monarca tyriano sabía que no podía matar él solo a su presa. Borys era un maestro tanto en el arte del Sendero, en la hechicería, como en el combate cuerpo a cuerpo, pero la lente oscura daría a Tithian los poderes necesarios para retar al dragón únicamente en el arte del Sendero.
El rey sabía quiénes podían ayudarlo: sus antiguos esclavos Rikus y Sadira. Campeón de gladiadores, Rikus poseía una espada mágica que había sido forjada por el mismo Rajaat, mientras que el cuerpo de Sadira había sido imbuido con las energías mágicas del castillo místico de Rajaat. Juntos, entre los tres poseerían el poder necesario para destruir a Borys.
Desde luego, Tithian era consciente de que no sería fácil inducir a sus ex esclavos a colaborar. Ellos tenían sus propios motivos para estar tan ansiosos como el rey por matar al dragón, pero a la vez eran lo bastante inteligentes para no confiar en el monarca. Así pues, para inducirlos a ayudarlo, Tithian les había enviado un mensaje falso bajo el nombre de su amigo Agis de Asticles. En él, el monarca afirmaba que Agis había recuperado la lente oscura y les pedía que se reunieran con el noble en Samarah. Para convencerlos de que la llamada era auténtica, había incluido la propia sortija de sello de los Asticles. Cuando llegaran, ya inventaría una mentira sobre cómo había muerto el noble después de enviar el mensaje, y luego los persuadiría para que le permitieran ocupar el lugar de Agis y ayudarlos a matar a Borys.
Tithian se encontraba ya en el otro extremo de la plaza del pueblo, y el centinela que había dejado para vigilar la lente oscura se presentó ante él. Se trataba de una cabeza sin cuerpo con unas mejillas enormemente abotargadas y ojos oscuros y estrechos. Tenía la boca poblada de dientes rotos y la áspera melena sujeta en una especie de moño alto. La parte inferior del correoso cuello estaba cosida con hilo negro.
—¿Qué descubriste en el puerto? —preguntó el centinela mientras flotaba en dirección a Tithian.
—Es una flota, Sacha —informó el monarca.
Los ojos de Sacha se abrieron de par en par.
—Eso es imposible. —Dirigió una rápida mirada a la esfera de obsidiana—. Mientras tengamos la lente oscura, Andropinis no puede localizarnos.
—Entonces ¿qué hacen sus barcos en el puerto? —gruñó Tithian.
—¿Cómo quieres que yo lo sepa? —respondió despectiva la cabeza—. Eres tú quien controla la lente. Te sugiero que la utilices.
Tithian intentó agarrar a Sacha por el moño, falló y lanzó un ahogado juramento. Su lentitud de reflejos aún lo sorprendía de vez en cuando, ya que sólo hacía unas pocas semanas que su cuerpo se había vuelto viejo y débil. Durante el robo de la lente oscura a las tribus de gigantes del Mar de Cieno, el monarca se había visto obligado a burlar a los guardianes del mágico objeto: una pareja de enanos convertidos en espíritus errantes llamados Jo’orsh y Sa’ram. Antes de que consiguiera echarlos, los espíritus le habían robado lo que le quedaba de su juventud y cargado con articulaciones doloridas, respiración jadeante y todos los demás achaques propios de la vejez.
Dejando atrás a Korla y a Riv, Tithian extendió los brazos y se acercó a la lente oscura. Mientras se aproximaba, oleadas de insoportable calor se alzaron de la vítrea esfera y abrasaron su cuerpo de anciano hasta los frágiles huesos. Apretando los dientes, el monarca posó las manos sobre la ardiente superficie. De debajo de las palmas surgió un suave siseo, y el olor a carne chamuscada inundó su nariz. El soberano no chilló. Clavó los ojos bajo la superficie y contempló la total oscuridad de la lente oscura.
Tithian se abrió al poder de la negra esfera. Sus manos parecieron fundirse con su superficie, y el terrible calor dejó de quemarle la carne. Un torrente de energía fluyó desde la lente al interior de sus brazos y se introdujo en su nexo espiritual, el lugar situado en lo más profundo de su abdomen donde las tres energías del Sendero —mental, física y espiritual— se unían para formar la esencia de su ser.
Tithian fijó sus pensamientos en el puerto de Samarah, concentrándose en lo que habría podido ver si la neblina de polvo no hubiera oscurecido su visión. De las negras profundidades de la lente oscura surgió una imagen de veinte goletas, cada una claramente dibujada bajo una fantasmagórica luz roja. El primer navío entraba justo en este momento en el angosto estrecho que servía de bocana al puerto. En su mente, el monarca escuchó el crujir de los mástiles y el golpear de las velas contra el viento. La imagen visual era tan nítida que podía incluso distinguir a los demacrados esclavos que se arrastraban penosamente por las cuerdas de los penoles mientras arrollaban las velas. En la cubierta principal, enanos sin pelo se esforzaban alrededor de un cabrestante mientras intentaban alzar las tablas de la quilla, y en la popa el flotador de naves mantenía la vista fija en una negra cúpula de obsidiana. Por su propia experiencia a bordo de goletas balicanas, Tithian sabía que el flotador de naves utilizaba el Sendero para infundir a la cúpula la energía espiritual que impedía que el barco se hundiera en el polvo.
—Averigua si Andropinis está con ellos —sugirió Sacha, flotando junto a Tithian—. Si no lo está, incluso un incompetente como tú puede destruir la flota.
—¿Y si lo está? —quiso saber Tithian.
Sacha no contestó.
Tithian desvió su atención a una goleta especialmente grande situada cerca del centro de la flota. Al contrario que las otras embarcaciones, ésta mostraba unos estrechos estandartes ondeando en lo alto de sus mástiles, lo que la identificaba como buque insignia. El rey centró toda su atención en esta nave, apartando todas las otras de su mente. Sintió cómo un torrente de energía mística brotaba de lo más profundo de su cuerpo, y la imagen de la nave se fue agrandando poco a poco hasta ser la única visible.
En la cubierta de proa, cuatro balistas se hallaban dispuestas para disparar enormes arpones sujetos a sus respectivos ovillos de cuerda, con un par de fornidos semigigantes de pie no muy lejos de ellas. Dos hechiceros estaban en la proa, inspeccionando las elevaciones de polvo situadas frente a la nave en busca de obstáculos enterrados. Para ayudar en la búsqueda, cada hombre sujetaba ante sus ojos la base de un gran cono de cristal. Tithian sabía que los conos de cristal eran ojos del rey, lentes únicas hechizadas de una forma especial de modo que quien mirara por ellas pudiera ver a través de las neblinas de polvo tan comunes al Mar de Cieno.
Para sorpresa del rey, no parecía haber esclavos en la cubierta principal. Había semigigantes junto a cada catapulta, mientras que la tripulación que se esforzaba por girar el cabrestante vestía las sencillas togas de los templarios balicanos de baja graduación. Ni siquiera los hombres y mujeres que se arrastraban sobre los penoles mostraban señales de latigazos en las espaldas desnudas.
A Tithian se le hizo un nudo en el estómago cuando su mirada se posó sobre el alcázar.
—¡En nombre de Rajaat! —maldijo—. ¡No puede ser!
Detrás del timonel se encontraba Andropinis, rey-hechicero de Balic. Era fornido y enorme, con un flequillo de color blanquecino colgando por debajo de la dentada corona. Poseía un rostro delgado, y una nariz tan larga que casi se la podía llamar hocico, con unas negras ventanillas en forma de huevo. Los agrietados labios estaban echados hacia atrás en una mueca que revelaba una boca llena de dientes limados y tan afilados como los de un gladiador. Bajo la túnica sin mangas, una fila de angulosas protuberancias descendían por su columna vertebral. Menudas escamas puntiagudas le cubrían los hombros y la parte posterior de los brazos.
Lo que trastornó a Tithian más que la visión de Andropinis fueron las cinco personas que permanecían en silencio junto al rey-hechicero. Dos pertenecían al género masculino, dos al femenino y la otra era de sexo indefinido. Todas eran casi tan altas como Andropinis y parecían casi igual de amenazadoras. Un hombre poseía una espesa pelambrera alrededor del cuello, con pupilas en forma de rendija y la gruesa nariz de un león. El otro se parecía remotamente a un pájaro, con un hocico escamoso en forma de pico y unas hendiduras auditivas situadas muy atrás a ambos lados de la cabeza.
La mujer más alta parecía tan indiferente como hermosa, con una larga melena sedosa, piel oscura, y estrechas rendijas a modo de ojos que se extendían desde el puente de la nariz hasta las sienes. Tenía una boca pequeña y ovalada, con delicados colmillos apretados contra los carnosos labios. La otra mujer era de cutis más claro. Sus enormes ojos no cesaban de mirar a todos lados sin que jamás parecieran posarse en nada definido. A excepción de las curvadas garras que surgían de los extremos de sus dedos, tenía un aspecto mucho más humano que los otros acompañantes de Andropinis.
La última figura era casi la mitad de alta que las otras. Parecía una versión en miniatura de un dragón, con una figura extremadamente delgada que no era ni masculina ni femenina. Una brillante piel de cuero y quitina cubría sus esbeltos miembros y su cuerpo andrógino, mientras que enormes zarpas con dedos de articulaciones nudosas pendían de sus esqueléticos brazos. En el extremo del sinuoso cuello se encontraba la cabeza, apenas un hocico delgado con un bulboso ojo vidrioso a cada lado y un cuerno de hueso en el extremo.
—¿Quiénes son? —inquirió Korla, colocándose junto a Tithian. La mujer extendió las manos para protegerse el rostro del abrasador calor de la lente.
—Los seis reyes y reinas-hechiceros de Athas —le informó Sacha.
Sin apenas dejar que la cabeza terminara de hablar, Korla dirigió una veloz mirada a su esposo.
—¡Riv!
—Debieras haber eliminado al mestizo cuando decidiste irte a la cama con su esposa —refunfuñó Sacha, volviéndose hacia Tithian.
—No fui yo —protestó Riv, reuniéndose con ellos. Allá junto al pozo, los niños habían formado una fila ordenada y procedían a llenar eficientemente los odres de agua—. Lo último que deseo ver en Samarah son reyes-hechiceros. La mayoría de mis aldeanos son esclavos que vinieron aquí después de escapar de las ciudades.
—He visto a idiotas celosos tomar decisiones más arriesgadas —insistió Sacha.
—Riv no llamó a esta flota —dijo Tithian. En el interior de la lente oscura vio cómo la nave de Andropinis pasaba por entre las dos puntas de tierra que formaban la bocana del puerto—. Incluso aunque Riv tuviera una forma de ponerse en contacto con los reyes-hechiceros, no tiene motivos para pensar que pudieran estar interesados en mí… a menos que tú se lo dijeras, Sacha.
—No seas absurdo —le espetó la cabeza.
—Deben de haber encontrado una forma de seguir la lente —conjeturó el rey.
—Imposible —replicó Sacha—. Mientras Jo’orsh y Sa’ram sigan en Athas, su magia impide que ningún rey-hechicero localice la lente… por ningún método.
—Entonces ¿qué hacen los seis aquí?
Al no responder la cabeza, el rey devolvió su atención del barco insignia de Andropinis a toda la flota. Sintió que un chorro de energía le inundaba todo el cuerpo; luego su campo visual se amplió para abarcar toda la armada. El barco que iba a la cabeza estaba en aquellos momentos arriando las velas y reduciendo paulatinamente su velocidad según las instrucciones que gritaba el primer piloto. El extremo del único muelle de Samarah se encontraba ya a poca distancia del bauprés.
Temiendo que un vigía balicano no tardaría en poder distinguirlo, Tithian escudriñó el cielo por encima del puerto en busca de la silueta de un mástil o torre de vigía. Con gran alivio por su parte, no vio otra cosa que un cielo nacarino lleno de polvo arremolinado.
Madres samarianas empezaron a penetrar en la plaza con pesados morrales llenos de sus pertenencias colgados a la espalda. Los padres esperaban en el exterior de la plaza, sin dejar de golpear a sus goraks con lanzas de hueso en un inútil esfuerzo por impedir que los rebaños se desperdigasen.
—¿Adonde van tus aldeanos, Riv? —preguntó Tithian.
—Si nos quedamos aquí, los balicanos se apoderarán de todo lo que poseemos, incluidos nuestros hijos —informó el cacique—. Nos dispersaremos por el desierto hasta que la flota se marche.
—Será mejor que hagamos lo mismo —instó Sacha.
—¿Y desperdiciar una oportunidad de espiar a mis enemigos? —El monarca negó con la cabeza—. Nos quedamos.
—¡No podemos escuchar a escondidas a los reyes-hechiceros!
—Claro que podemos —respondió Tithian—. Tú mismo dijiste que no nos pueden localizar mientras tengamos la lente oscura.
El rey volvió la mirada hacia la negra esfera y lanzó una exclamación ahogada. Varias de las goletas se habían detenido completamente en medio del puerto, pero no era eso lo que lo había alarmado. Borys, con su esbelto cuerpo tan demacrado que hubiera hecho parecer corpulento a un elfo, acababa de aparecer junto al buque insignia. Aunque el dragón estaba hundido hasta la cintura en el cieno, la delgada cabeza se alzaba por encima de la cubierta de la nave a la altura del mástil más alto, con una cresta puntiaguda de piel correosa que descendía por la parte posterior de la sinuosa espalda. Una luz; amenazadora brillaba en sus diminutos ojos, y volutas de humo rojo brotaban de los ollares situados en el extremo del delgado hocico.
* * *
Andropinis estaba de pie junto a la borda, conversando con Borys.
—¿Cómo puedes estar seguro de que Tithian está aquí, poderoso señor? —preguntó el rey-hechicero.
—No lo estoy —respondió el dragón—. Pero los espías que tengo en Tyr me han informado que Rikus y Sadira se preparan para partir en dirección a Samarah. ¿Por qué venir hasta aquí, si no es para encontrarse con el Usurpador y recuperar la lente oscura?
—¿Y nos llamaste para que te ayudásemos a tenderles una emboscada?
—Puede, si mis agentes en Tyr no consiguen detenerlos —repuso Borys—. Pero, primero, quiero que tú y los otros reyes-hechiceros encontréis a Jo’orsh y Sa’ram.
—¿Los caballeros enanos? —inquirió Andropinis.
—Los espectros de los enanos —corrigió Borys—. Ahora que el Usurpador les ha robado la lente, no deberían ser difíciles de localizar. Traédmelos, y mis señores espectrales los obligarán a deshacer la magia que mantiene oculta la lente oscura.
—A lo mejor sería más fácil destruir los espectros donde los encontremos —sugirió Andropinis.
—A estos espectros no los podéis destruir vosotros… ni yo —dijo Borys—. Únicamente mis señores espectrales pueden hacerlo, motivo por el que debéis traérmelos.
—¿Estarás aquí?
—Esperando a Tithian —respondió el dragón, asintiendo con la cabeza.
Dicho esto, Borys se apartó del navío. La tripulación empezó a bajar los esquifes, y los reyes-hechiceros se prepararon para desembarcar.
* * *
—¿Ahora te irás? —quiso saber Sacha. La cabeza flotaba junto al hombro de Tithian sin dejar de observar la escena que se desarrollaba en el interior de la lente.
—No; no serviría de nada. —El corazón de Tithian martilleaba violentamente, bombeando terror y pánico a todo su cuerpo, y el monarca apenas si podía controlar sus pensamientos—. Correr al desierto no me salvará, no de Borys y sus reyes-hechiceros.
—¿De modo que te enfrentarás a ellos? —inquirió Korla con voz llena de ansiedad.
Tithian levantó la vista de la lente y miró furioso a la mujer.
—¡No seas absurda! —escupió—. Podría matar con facilidad a uno o a dos reyes-hechiceros, pero no a todos ellos, y no con Borys aquí. Ni siquiera yo puedo matar al dragón sin ayuda.
—¿No podrías ser tan amable de rendirte fuera de Samarah? —rogó Riv—. Le evitarías a mi gente algunos inconvenientes.
—¿Por qué tendría que preocuparme de tu gente? —refunfuñó Tithian—. No tengo intención de rendirme.
—Me alegro de oír eso —dijo Korla.
Dedicando una sonrisa a la expresión de alivio de la mujer, Riv replicó burlón:
—¿Por qué? Si no va a huir ni a luchar, ¿qué otra cosa puede hacer?
—Lo último que esperaba Borys: ocultarme en el mismo lugar en el que él quiere tenderme una emboscada. —Tithian no pareció molestarse por la evidente satisfacción de Riv ante su situación; el cacique no tardaría en pagar por su insolencia.
Tithian consideró que su plan tenía muchas probabilidades de mantenerlo con vida hasta que llegara la ayuda. Si Borys pensaba que sus agentes conseguirían detener a Rikus y Sadira, el dragón los subestimaba terriblemente. Mientras la pareja siguiera creyendo que iban a reunirse con Agis, encontrarían la forma de llegar a Samarah. Una vez que estuvieran aquí, no podrían hacer otra cosa que ayudarlo a matar a Borys.
El monarca estudió durante unos instantes la musculosa figura de Riv, y acto seguido utilizó el Sendero para imaginarse a sí mismo volviéndose tan grande y fuerte como el cacique. Un torrente de energía abrasadora surgió de la lente y penetró en su cuerpo. Los brazos del rey parecieron estallar de dolor mientras sus músculos se hinchaban hasta adoptar una forma nudosa y abultada; después de los brazos vinieron los hombros y el cuello, luego el pecho, espalda y estómago. Cada transformación le provocaba una nueva oleada de dolor, y Tithian apretó los dientes y esperó a que la lente oscura convirtiera sus pensamientos en realidad, hasta que por fin notó que sus piernas eran tan gruesas y patizambas como las de Riv.
El rey deslizó los brazos, ahora tan vigorosos como los de un semigigante, alrededor de la pesada lente. La levantó con facilidad y se encaminó al centro de la plaza, arrastrando los pies para que sus rodillas no se golpearan contra la gigantesca esfera. El grupo de chiquillos samaranios retrocedió y, al hacerlo, sus odres semillenos derramaron parte de su precioso líquido sobre el polvoriento suelo.
—¿Adonde vas? —quiso saber Sacha, que flotaba junto a Tithian.
—Ya te lo he dicho: a ocultarme.
—¿De qué servirá eso? —susurró la cabeza al oído del monarca—. No hay un solo aldeano aquí que no esté dispuesto a contar a los balicanos dónde estás.
—Ya he pensado en eso —respondió Tithian.
Mientras hablaba, el monarca se concentró en las personas que tenía delante, memorizando con todo detalle sus rostros. Utilizó entonces el Sendero para imaginarlos a todos con las manos aferradas a sus gargantas, ahogándose y realizando terribles esfuerzos por respirar. Sintió cómo el poder de la lente oscura fluía por su cuerpo y pasaba al suelo. Una columna de neblina pardusca surgió como una exhalación del interior del pozo y se propagó por toda la plaza, dejando tras de sí el fétido y cáustico olor de la carne quemada. El aire se llenó del sonido de toses y jadeos, y al poco rato los samaranios empezaron a desplomarse mientras sus voces ahogadas suplicaban ayuda. En cuanto un cuerpo tocaba el suelo, su carne adquiría un tono ceniciento y comenzaba a marchitarse.
Unos fuertes pasos resonaron a la espalda de Tithian. El rey se dio la vuelta y vio a Riv que se abalanzaba sobre él con el hocico torcido en un rugido de furia.
—¡Asesino! —El cacique dio un salto en el aire.
Tithian sujetó la lente oscura con una de las manos y alzó el otro brazo a la vez que se abría al poder de la lente. Un rayo de energía mística le recorrió el cuerpo un instante antes de que el pecho de Riv chocara contra su mano alzada. Un fogonazo negro brotó de debajo de la palma del rey y envolvió a su atacante en un manto de total oscuridad. El hombre lanzó un alarido de dolor, pero el grito surgió curiosamente ahogado, como si el negro fuego de la lente se lo hubiera tragado. Los huesos carbonizados de Riv chocaron contra el suelo, dejando tras de sí volutas de grasiento humo maloliente.
Sin apenas prestar atención a su esposo muerto ni a ninguno de los aldeanos que morían, Korla se acercó tambaleante a Tithian.
—Me asfixio —dijo con voz ronca—. ¡Sálvame!
—Tú también debes morir —replicó Tithian negando con la cabeza.
Los ojos de Korla se abrieron de par en par llenos de incredulidad.
—¡No!
—Si Borys te encuentra, hará pedazos tu mente con el Sendero —explicó Tithian—. Le dirías dónde encontrarme.
—Jamás lo haría —respondió Korla, retrocediendo atemorizada.
Tithian le agarró una mano y la acercó a la lente. Una llamarada brotó bajo los dedos de la mujer, y todo su cuerpo se transformó en una columna de fuego rojo. Las llamas se extinguieron rápidamente, y todo lo que quedó en el lugar donde había estado Korla fueron sus huesos, un nacarino montón de cenizas, y un puñado de dientes resquebrajados. Recordando cómo estos mismos dientes le habían mordisqueado las orejas y lo habían hecho sentir joven, el monarca se agachó y recogió los incisivos, que guardó en el morral colgado de su hombro para preservarlos.
Tras una rápida ojeada a toda la plaza, Tithian comprobó que la mayoría de las personas situadas cerca del pozo ya habían muerto. Sus cadáveres se consumían hasta convertirse en montones de polvo y huesos blancos que incluso a Borys le resultaría imposible interrogar. Más allá, la neblina acababa de llegar al extremo de la plaza. Los estupefactos padres se revolcaban por el suelo con las lenguas totalmente moradas y colgando. Los goraks aceptaron su destino con más dignidad, dejándose caer sobre el vientre y apartando los amarillos ojos del sol.
Al rey no lo preocupó que los balicanos pudieran encontrar extraño que todo un pueblo hubiera perecido, ya que tales catástrofes no eran nada extrañas en Athas. Cuando los marinos se pasearan por entre los huesos, serían monedas y castañas lo que buscarían, no respuestas.
Tithian cogió a Sacha e introdujo a la cabeza en el interior del morral; luego se acercó al pozo y miró en dirección al puerto. Por encima de las chozas de Samarah, pudo distinguir el borroso contorno de docenas de mástiles que se transparentaban a través de la espesa cortina de cieno. Del exterior del pueblo le llegaron apagadas voces balicanas que exigían la apertura de las puertas.
El monarca se introdujo en el interior del pozo, utilizando el Sendero para que tanto él como la lente pudieran descender suavemente por el agujero. Las lóbregas profundidades se tragaron a ambos, y Tithian se acomodó en las tibias aguas para aguardar la llegada de Rikus y Sadira.