8: Amanecer rojo
8
Amanecer rojo
Neeva estaba de pie en el saliente entre su esposo y su hijo. El frío viento les ponía piel de gallina en los desnudos cuerpos. Los ojos de los tres estaban dirigidos al otro lado del seco lecho del lago, donde un primer atisbo de luz solar acababa de aparecer por encima de la escarpada estribación de una montaña lejana.
—Saludamos el regreso del sol rojo —dijo Caelum.
Los tres elevaron los brazos por encima de las cabezas y volvieron las palmas hacia el sol naciente, excepto Caelum que mantuvo bien cerrada la mano con la extraña boca. Aunque tanto su esposo como su hijo miraban directamente al refulgente astro que empezaba a ascender, Neeva clavaba los ojos en los rayos escarlata que avanzaban por la capa de sal que recubría el lecho del lago. A diferencia de los dos sacerdotes solares, ella no tenía ojos de fuego y, de haberse atrevido a mirar directamente a la radiante luz, se habría quedado ciega.
—Damos la bienvenida al faro que ilumina el mundo, el fuego que consume la fría noche, la esfera punitiva que obliga a esconderse a las bestias salvajes —dijo Rkard.
—Este amanecer, tenemos una petición especial —añadió Neeva—; te pedimos que brilles con fuerza y no permitas que la niebla de polvo oscurezca tu luz, de modo que podamos ver con claridad y escojamos correctamente entre los difíciles senderos que se nos ofrecen hoy.
Rkard levantó los ojos hacia ella, e inquirió:
—¿Qué senderos, madre? Jo’orsh y Sa’ram han dicho lo que haré.
—Ahora no, Rkard —intervino Caelum con suavidad—. Ocúpate de tus oraciones.
El joven mul recuperó la compostura y volvió la mirada al este. Juntos, los tres permanecieron inmóviles y en silencio mientras los rayos del sol extendían un reconfortante calor por sus cuerpos a la vez que fortalecían sus espíritus para enfrentarse al difícil día que se iniciaba. Las marcas solares de las frentes de Caelum y Rkard se tornaron de un rojo ardiente, refulgiendo con un potente brillo escarlata a medida que iban absorbiendo los rayos del sol. Neeva apretaba con tanta fuerza la mano de su hijo que le dolían los dedos, tan asustada por lo que pudiera deparar a éste el futuro como aliviada de que hubiera sobrevivido a la batalla contra los gigantes de la noche anterior.
Por fin, la parte inferior del sol rojo se elevó completamente sobre la cumbre de la montaña. Relucientes llamas rojas parpadearon por un instante en las marcas solares de las frentes de Rkard y Caelum; luego se apagaron, y los discos recuperaron su acostumbrado tono rojo.
—Vivimos gracias al poder del sol rojo —salmodió Caelum.
—El más ardiente de los fuegos, el más poderoso de los cuatro elementos —terminó Rkard.
Mientras el trío recuperaba sus ropas, el hijo de Neeva volvió a preguntar:
—¿Qué senderos debemos elegir hoy, madre?
—Eso está por verse —respondió Neeva, atándose el taparrabos—. Se ha roto el Azote, y Sadira aún no ha despertado. Tal vez no es éste el momento de cumplir con tu destino.
—¡Pero debemos hacerlo! —insistió Rkard—. Sa’ram y Jo’orsh han dicho…
—¡Ya me has contado lo que dijeron! —lo atajó Neeva—. No es necesario que vuelva a oírlo.
El niño dio un respingo, sobresaltado por el tono áspero de su madre. Se mordió el labio y se restregó el dorso de la mano bajo el ojo; luego reanudó la tarea de atarse el taparrabos en silencio.
Caelum enarcó las cejas.
—Rkard no es el causante de nuestros problemas —dijo, posando una mano sobre el hombro de su hijo—. De hecho, yo diría que lo ha hecho muy bien. No hay muchos niños de seis años que puedan ahuyentar a un gigante.
—Claro que no —reconoció Neeva; se arrodilló y abrazó al chiquillo—. Yo sé mejor que nadie lo especial que es. Por eso no voy a arriesgar su vida si nuestro ataque no tiene probabilidades de tener éxito. Necesitamos el Azote y a Sadira.
—Jo’orsh y Sa’ram me protegerán —repuso Rkard, devolviéndole el abrazo—. Igual que lo hicieron del gigante.
—Ojalá pudiera escuchar eso de ellos mismos —replicó Neeva.
—¿Por qué? —interrogó su hijo—. ¿No me crees?
—Claro que te creo. —Levantó los ojos hacia Caelum y luego clavó la vista en los rojos ojos de su hijo—. Pero, una vez que ataquemos, tendremos que seguir luchando. No podremos detenernos y volver a intentarlo más adelante.
—Lo sé —contestó Rkard—. El dragón intentará matarme, de la misma forma que yo voy a intentar matarlo a él. ¿Y?
Neeva sonrió ante la valentía de su hijo.
—Pues que podemos cometer un error y atacar demasiado pronto. Si no tenemos todo lo que necesitamos, él tendrá éxito y tú no —dijo—. Vayamos a ver cómo están nuestros amigos, y esperemos que el sol nos favorezca a todos hoy.
Tras acabar de atarse la blusa alrededor del pecho, se puso en marcha por la cima del otero e inició el descenso por la ladera envuelta aún en sombras. Abajo, en el valle, las compañías supervivientes de la milicia de Kled estaban listas para la marcha, mientras que la legión tyriana, que había llegado a últimas horas de la noche anterior, empezaba a despertar en aquellos momentos.
Neeva se encaminó a un pequeño campamento situado al pie del otero. Las sombras del amanecer aún cubrían el lugar, pero los rayos del sol empezaban a deslizarse lentamente por el suelo del valle, por lo que el campamento no tardaría en quedar iluminado por la luz del sol.
Sadira estaba tumbada junto a una pequeña hoguera, de olor acre, de ramas de pies de gato, sin sentido aún y tan blanca como la luz de las lunas. Magnus estaba sentado a su lado, entonando una dulce canción curativa. El cantor del viento no parecía encontrarse en un estado mucho mejor que la hechicera, pues la nudosa piel estaba recubierta de sangre seca y desfigurada por grandes moratones negros.
Rikus estaba de pie entre dos rocas en un extremo del campamento. Sostenía a Wyan en una mano y la espada en la otra. La hoja seguía rota, cortada en un borde aserrado a unos sesenta centímetros de la empuñadura, pero la mancha gris había desaparecido del brillante acero, que ahora resplandecía con la misma fuerza que antes de que el espectro hubiera intentado hacerse con su control.
—Llegáis justo a tiempo. —El mul hizo una seña a Neeva y a su familia para que se reunieran con él—. Estaba a punto de probar el Azote. Wyan dice que quizá no se ha estropeado después de todo.
—Eso serían muy buenas noticias —se alegre Neeva.
—Lo que dije fue que, al curar la hoja, tal vez Caelum la haya salvado —corrigió la cabeza, girando despacio en dirección a Neeva—. No le dije a este bruto que la golpeara contra una roca.
—No veo qué tenemos que perder —repuso Rikus. Colocó a Wyan encima de una roca—. Ya no incrementa mi capacidad auditiva, de modo que la magia probablemente ha desaparecido. Pero sólo hay una forma de estar seguro: comprobar si aún posee la magia necesaria para cortar la piedra.
—¿Estás seguro de que es sensato? —inquirió Caelum—. Tal y como lo recuerdo, fue una roca lo que partió la espada.
—Únicamente porque el espectro la había corrompido —replicó Rikus—. Antes de eso, yo acostumbraba cortar cosas más duras que la piedra.
—Adelante —indicó Neeva haciendo una señal a Rikus para que hiciera la prueba.
El mul se volvió de cara a la segunda roca. La luz del sol acababa de iluminar la piedra, proyectando un resplandor rosado sobre su parda superficie. Blandió el arma, y la acortada espada golpeó la superficie con un discordante repiqueteo que provocó que Magnus equivocara dos notas de su canción. Temiendo que el arma se partiera, Neeva hizo intención de apartar a su hijo, pero la hoja se hundió en la piedra dejando tras de sí volutas de negra sombra, y no se detuvo hasta haber hendido la mitad del pedrusco.
—No corta como antes —dijo Rikus con una mueca, al tiempo que apretaba un pie contra la roca para arrancar de ella el arma—. Pero servirá.
El mul devolvió la espada a la vaina, donde seguía guardada la punta rota.
—Estupendo —intervino Rkard, y se volvió hacia su madre—. Así que ahora vamos a Samarah, ¿verdad?
—Ya veremos. —Neeva dirigió una ojeada a Sadira. Los rayos del sol rojo ascendían por las piernas de la hechicera, devolviendo a su carne el brillante tono negro que solía tener durante el día—. Primero debemos ver si Sadira despierta.
—¡Pero tenemos que ir! —arguyó Rkard—. Si no lo hacemos, me convertiré en un espíritu errante, igual que Jo’orsh y Sa’ram.
Neeva frunció el entrecejo.
—¿Qué te hace pensar eso? —preguntó, acuclillándose para poder mirar a su hijo a los ojos—. Los muls no son como los enanos. No tienen que escoger un objetivo para su vida.
—Pero tu hijo no es un mul corriente —interrumpió Wyan, clavando los cetrinos ojos en el rostro del muchacho—. Rkard tiene una misión y ¿quién puede decir lo que será de él si no la cumple ahora?
Caelum levantó a la cabeza sujetándola por el moño.
—¡No le digas esas cosas a mi hijo! —chilló—. ¡No sabes nada de su destino!
—Yo sabía que el Azote aún poseía su magia —replicó Wyan—. A lo mejor sé también otras cosas.
—Entonces dínoslas —ordenó Neeva, sacando una daga.
Los agrietados labios de la cabeza se torcieron en una mueca despectiva.
—Ya sabes la respuesta —dijo—. Por eso estás tan asustada.
Rkard se adelantó y se colocó cara a cara con la cabeza.
—¡A mi madre no la asusta nada!
—¡Te equivocas, mocoso! —gruñó Wyan—. Tu madre está paralizada de terror. Si te deja atacar a Borys, morirás; pero, si no te deja luchar, te convertirás en un espíritu errante más horrible que Sa’ram o Jo’orsh. —Wyan le mostró la grisácea dentadura en una cruel imitación de una sonrisa—. ¿Qué puede hacer una madre?
Rkard tomó la mano de Neeva.
—No le tengo miedo al dragón —afirmó—. Yo lo mataré.
—Claro que lo harás… pero no hasta que sea el momento adecuado. —Neeva dio la espalda a Wyan—. Vamos a ver cómo está Sadira y si el sol la ha despertado. Nos irían bien unas cuantas buenas noticias.
Encontraron a la hechicera acostada en los brazos de Magnus. Estaba totalmente bañada por la luz del sol, y su piel aparecía más negra que nunca. Las llagas y moratones visibles en su cuerpo la tarde anterior habían desaparecido, y no se veían otras señales de heridas de su combate con los espectros; aun así, sus ojos como ascuas no ardían con la acostumbrada intensidad, y yacía sin fuerzas, frotando sin cesar el anillo de los Asticles entre el pulgar y el índice.
Tras hacer una señal a Rkard para que esperara a su padre, Neeva se acercó a la hechicera.
—¿Estás bien?
Los ojos de Sadira se iluminaron súbitamente, y, tras volver a deslizar el anillo de Agis en su dedo, la hechicera extendió el brazo y aferró la mano de Neeva.
—Estoy perfectamente —anunció, incorporándose con un esfuerzo—. Ojalá pudiera decir lo mismo de Agis… y del resto de Tyr.
—¿A qué te refieres?
Sadira aspiró con fuerza.
—Agis está muerto —musitó.
—¡No puede ser! —exclamó Neeva—. ¿Cómo puedes saberlo?
—Lo sé —respondió Sadira—. Tuve que abrirme camino luchando para salir del mundo gris, y los espectros intentaron hacer que me quedara utilizando su espíritu como rehén. —Diminutas tiras de negra sombra empezaron a surgir del rabillo de los ojos de Sadira—. Los destruí a todos.
—No puedes estar segura de que estuvieras en el mundo gris —opinó Caelum, colocándose junto a Neeva—. Podría haber sido una ilusión.
—Sadira estaba en el mundo gris, o de lo contrario no habría tardado tanto en hacerla regresar. —Magnus levantó su pesada mole del suelo—. Y los espectros han desaparecido; de no ser así, aún nos estarían atacando. La única forma en que pudo haberlos destruido es combatiendo contra ellos en el mundo gris.
—Agis está muerto —afirmó Sadira, y, esta vez, no pudo evitar llorar al decirlo.
—Eso es lo que temo —coincidió Magnus—. Es lo único que puede explicar que ella lo viera ahí.
Sadira empezó a sollozar, y por sus azules labios surgieron oleadas de negras sombras.
Neeva se secó la propia mejilla, sorprendida de encontrar lágrimas corriendo por ella. Durante la época pasada en la arena, había visto morir a muchos amigos —algunos a sus propias manos, cuando los promotores de los juegos se sentían particularmente crueles— y había creído que ya no le quedaban lágrimas que derramar. Sin embargo, la satisfizo descubrir que aún le quedaban algunas para Agis, el único noble al que había llamado amigo. Se llevó la mano al corazón en el saludo de despedida tradicional entre los gladiadores; luego alzó la cabeza hacia el este, donde él había muerto.
Neeva se volvió hacia Rikus y encontró al mul mirando fijamente al suelo con mirada vidriosa. Sus labios temblaban, y sacudía la cabeza como si no creyera lo que Sadira había dicho.
—Rikus —lo llamó Neeva con suavidad.
El mul levantó la cabeza.
—Creía que Agis era demasiado listo para morir —murmuró—. No creí lo que dijo Patch.
—Tampoco yo —repuso Neeva—, pero no tuvimos muchas oportunidades de pensar en ello.
—Agis lo mantenía todo unido: el consejo, las granjas de beneficencia, nuestra casa… —El mul avanzó hacia Sadira y extendió los brazos—. ¿Qué vamos a hacer ahora?
La hechicera lo apartó de su lado.
—¿Cómo quieres que lo sepa? —aulló—. Con Agis muerto, ¿qué importa eso?
Caelum se interpuso rápidamente entre Sadira y Rikus.
—Agis fue un amigo para todos nosotros, y todos lo echaremos en falta —declaró—. Pero él no querría que abandonáramos. Hemos de pensar en lo que haremos ahora.
—¿Es que no has escuchado? —exclamó Sadira, enojada—. Agis está muerto. Lo único que sucederá ahora es la destrucción de Tyr.
—Creo que estás reaccionando de una forma exagerada, Sadira —dijo Magnus—. No veo cómo la muerte de un hombre pueda provocar la caída de una ciudad que ha existido durante mil años.
—¿No lo comprendes? —se exasperó la hechicera—. El dragón sabe que vamos a su encuentro; por eso envió a los espectros a matarme.
—Y, si Borys mató a Agis, temes que también haya robado la lente oscura —concluyó Caelum.
Neeva sintió que el estómago se le revolvía presa de una horrible sensación de náusea. Casi no podía creer que Agis estuviera muerto, o que hubieran perdido la lente oscura antes incluso de haberla visto, y algo en su subconsciente le dijo que no era cierto. Entonces recordó lo que Patch había dicho: que Agis había muerto en la Bahía de la Aflicción —fuera lo que fuera aquello— y que Tithian había robado la lente oscura.
—No creo que Borys matara a Agis —afirmó Neeva; se dirigió a donde estaba Wyan y cogió la cabeza de la roca—. ¿Dónde murió Agis? ¿Qué le sucedió a la lente oscura?
—Agis cayó en las islas de los gigantes —respondió la cabeza, dedicando una cruel sonrisa burlona a Sadira—. Él y Tithian robaron la lente, pero sólo el rey escapó con vida. Fue él quien me envió.
—¿De dónde sacaste el anillo de Agis? —quiso saber Sadira. Arrebató a Wyan de la mano de Neeva y le colocó el sello de los Asticles frente a las narices.
—Tithian me lo dio —respondió Wyan—. No creyó que respondierais a una llamada suya, de modo que quiso que pensarais que era Agis quien me había enviado. Os espera en Samarah, con la lente oscura.
Los azules ojos de Sadira llamearon coléricos y los clavó en la cabeza sin decir nada. Por fin, preguntó:
—¿Cómo murió Agis?
Wyan se pasó la larga lengua por los agrietados labios.
—Los gigantes luchaban por la lente —explicó—. Agis cayó en la batalla final.
—¡Con la daga de Tithian en la espalda, sin duda! —siseó Sadira.
La hechicera sacó el Azote de la vaina de Rikus y, con un veloz gesto, partió a Wyan en dos. La cabeza cayó al pedregoso suelo, rezumando putrefacta baba marrón por las dos mitades del cráneo.
Rikus pisoteó los amarillentos huesos hasta convertirlos en polvo.
—Nunca debió utilizar el anillo de Agis para engañarnos —rezongó el mul—. Y, cuando cojamos a Tithian, le haremos a él lo mismo que él hizo a Agis.
Sadira no contestó, pues contemplaba la dentada hoja del Azote boquiabierta. Por un momento, Neeva no comprendió la sorpresa de la hechicera, pero entonces recordó que todavía estaba inconsciente cuando el mul había puesto a prueba su magia aquella mañana.
Finalmente, Sadira dedicó a Rikus una mirada acusadora.
—¡Está rota! —le espetó—. ¿Qué hiciste?
—Es culpa mía —intervino Neeva—. Cuando los espectros te atacaron, intenté utilizarla contra ellos y corrompí su magia. La hoja se rompió más tarde, cuando Rikus tuvo que desviar una roca.
—Pero todavía le queda mucho poder —añadió rápidamente Rikus—. Caelum curó la hoja antes de que todo el cieno negro se saliera.
—¿Cieno negro? —inquirió Sadira.
—Sí, manaba de la hoja rota —explicó Caelum, extendiendo la mano hacia la hechicera—. Esto es lo que me sucedió cuando toqué la sustancia. Esperábamos que tú supieras algo sobre ello.
El enano abrió los dedos para que ella pudiera ver las extrañas escamas que habían brotado alrededor de la mano, y la boca llena de dientes situada en el centro de la palma. Los rojos labios empezaron a moverse al instante, retorciéndose para adoptar diferentes formas a medida que la bífida lengua se agitaba en la negra garganta de la criatura.
—Liberadme —siseó la boca, soltando volutas de negras sombras entre los blancos dientes—. Venid y liberadme.
Sin soltar la espada rota de Rikus, la hechicera se inclinó y examinó las escamas que rodeaban los bordes de la mano de Caelum.
—Esto me recuerda lo que sucede cuando alguien recibe una herida cerca de la Torre Primigenia.
—¿Y qué significa? —Neeva se ponía cada vez más nerviosa con respecto a la suerte de la mano de su esposo.
La hechicera clavó los ambarinos ojos en la luchadora.
—Que la magia es de Rajaat.
—¿O sea que no puedes curarle la mano? —preguntó Neeva, sintiendo que el mundo se hundía a sus pies.
—En realidad no se trata de curarla —explicó Sadira—. Pero será muy sencillo devolver la mano a la normalidad.
Neeva exhaló un suspiro de alivio, aunque su esposo pareció más interesado en otras cosas que en deshacerse de la boca.
—¿Por qué no deja de pedirnos que la liberemos? —quiso saber Caelum.
—Si yo hubiera estado atrapado dentro de la hoja de una espada durante mil años, también querría que me sacaran —contestó Rikus.
Sadira meneó la cabeza.
—La magia no es un espíritu —intervino—. No es inteligente.
—Entonces ¿quién es el que no hace más que pedir que lo liberemos? —inquirió Magnus.
—No lo sé —respondió Sadira—. Podría ser Rajaat.
Neeva sintió que se le formaba un nudo en el estómago.
—¡Pero los campeones lo mataron hace mil años!
—Eso no lo sabemos —repuso la hechicera con un encogimiento de hombros—. El libro de los reyes de Kemalok dice que se rebelaron. Dimos por sentado que fue destruido porque los campeones sobrevivieron para convertirse en reyes-hechiceros, pero podríamos estar equivocados.
—En ese caso es una lástima que destruyeras a Wyan —opinó Caelum—. Sospecho que habría estado enterado de la suerte corrida por Rajaat.
—Todo lo que habrías escuchado de él habrían sido mentiras y medias verdades —interpuso Neeva.
—Además, no veo cómo puede afectarnos lo que fue de Rajaat. Si está todavía vivo, los reyes-hechiceros lo tienen encerrado en alguna parte —dijo Rikus. Mientras hablaba, el mul se arrodilló y utilizó un puñado de polvo para fregar la pardusca masa de sangre coagulada que había sido el cerebro de Wyan—. Nuestra preocupación ahora es Borys. El ataque de los espectros deja muy claro que sabe que vamos en su busca.
—Y adonde vamos —añadió Sadira—. Los espectros sabían lo suficiente sobre nuestros planes para decir que habían hecho venir el espíritu de Agis desde Samarah. Temo que Borys haya matado ya a Tithian y recuperado la lente oscura.
—El dragón quizá sabe adonde vamos, pero no tiene la lente oscura —replicó Rikus—. Si la tuviera, no se molestaría en enviar asesinos tras nosotros. Se limitaría a atacarnos él mismo y acabar de una vez.
—Pero, si conoce nuestro destino, ¿cómo es que no tiene la lente? —se extrañó Caelum.
—Nuestro mensaje decía que fuéramos a Samarah, pero no decía que la lente estuviera allí ahora —indicó Neeva—. A lo mejor Tithian está esperando en otro lugar.
—Desde luego es lo bastante astuto para eso —concedió Rikus—. No tenemos otra elección que ir y averiguarlo. Si esperamos aquí, el dragón volverá a intentar detenernos.
—La batalla ha comenzado —declaró Neeva—. Si queremos ganar, necesitamos la lente oscura… aunque sea Tithian quien nos haya enviado a buscar. —La luchadora se volvió hacia su milicia y señaló en dirección a la arrasada granja situada detrás del Muro de Rasda—. Id a llenar de agua vuestros odres —ordenó—. Tenemos una larga marcha hasta Samarah.