10: El poblado abandonado
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El poblado abandonado
Los dos inixes estaban detenidos en el centro de la polvorienta plaza, las sillas vacías y las riendas colgando. Tras haber derribado la valla de huesos que rodeaba el pozo del poblado, los enormes lagartos habían introducido los picos cornudos en el oscuro agujero hasta donde permitían sus robustos cuellos. Al parecer, no podían llegar al agua, pues rugían airados y agitaban las sinuosas colas violentamente. A los jinetes de los animales, cuatro exploradores tyrianos, no se los veía por ninguna parte.
Magnus se encontraba en el extremo de la plaza buscando alguna señal de los jinetes desaparecidos. Contó cincuenta y dos chozas de piedra rodeando la plaza, cada una en forma de colmena y cubierta con un escamoso techo de piel de gorak. No veía a ningún aldeano atisbando desde la puerta, ni ninguno de los reptiles de sus rebaños vagando por las sucias callejuelas que se abrían entre las chozas. El lugar parecía desierto. Incluso los exploradores parecían haber desaparecido sin dejar ni huellas de pisadas que pudieran servir para localizarlos.
El anormal silencio molestaba a Magnus más que la falta de actividad visible. Sus enormes orejas giraban recorriendo la plaza, pero no oía nada: ni el llanto de un niño, ni a un gorak arañando una pared de piedra, ni una ráfaga de viento sofocante siseando entre las callejas. El lugar estaba tan callado como la muerte.
—¿Crees que esto es Samarah? —preguntó Rikus; el mul susurró su pregunta, reacio al parecer a alterar la misteriosa tranquilidad del lugar.
El cantor del viento se encogió de hombros.
—Es el lugar correcto —respondió, encaminándose al pozo—, pero los habitantes parecen haberlo abandonado.
—O haber sido expulsados —dijo Sadira. Su voz resonó potente y aguda mientras abandonaba un estrecho sendero entre dos cabañas.
—¿A qué te refieres? —inquirió Neeva.
La luchadora sujetaba su hacha de armas con ambas manos, como si esperara ser atacada en cualquier momento. Caelum y Rkard no estaban con ella. Al ver que los exploradores no regresaban, los había enviado junto con lo que quedaba de la Compañía de Bronce a examinar el perímetro meridional del poblado. La legión tyriana daba también la vuelta en sentido opuesto, para inspeccionar el lado norte.
—¿Encontraste algo? —siguió preguntando la antigua gladiadora.
La hechicera negó con la cabeza.
—No, pero me preocupa lo que le sucedió a Sa’ram.
—Entonces dinos por qué —exigió Rikus—. Éste no es el momento para adivinanzas.
Sadira dirigió una torva mirada al mul, pero Magnus se interpuso entre los dos esposos antes de que ella pudiera replicar.
—Quizá deberíamos beber algo primero —sugirió—. La sed nos está poniendo de malhumor.
El cantor del viento no estaba siendo muy franco, y todos lo sabían. Desde la batalla contra los raamins, la frialdad aparecida entre Sadira y Rikus se había derretido ligeramente durante más o menos un día, pero luego algo había sucedido, y ahora apenas podían hablarse sin empezar a discutir. Por lo que había averiguado el cantor del viento, Rikus había intentado hacerle el amor a Sadira, y eso había enojado a la hechicera, que aún lloraba la muerte de su otro esposo.
Mientras cruzaban la plaza, Rikus volvió la cabeza para mirar a Sadira, que andaba detrás de Magnus, y dijo:
—Lo siento, Sadira. Eso no venía a cuento. ¿Qué ibas a decir?
Fingiendo no haber escuchado la disculpa, Sadira explicó:
—Jo’orsh dijo que Borys los quería a él y a Sa’ram porque su magia aún ocultaba la lente oscura. Pero eso era antes de que Sa’ram fuera destruido.
El grupo se acercó al pozo, lo que provocó que los inixes alzaran la cabeza y sisearan. Magnus no hizo caso de sus amenazas y empezó a examinar los arreos de sus lomos, sin dejar de mantener las enormes orejas vueltas hacia la hechicera.
—¿De modo que te preocupa que, al haber destruido a Sáram, hayas estropeado el hechizo que había mantenido la lente oculta durante todo este tiempo? —preguntó el cantor del viento. Sacó un pesado odre de agua del arnés de uno de los inixes.
—Eso es lo que temo —confirmó Sadira—. Han pasado diez días desde la batalla con Abalach. Si el dragón descubrió de improviso que podía localizar la lente, habría tenido tiempo suficiente para venir aquí y cogerla; junto con los aldeanos, Tithian y cualquier otro que estuviera aquí en ese momento.
—Eso es cierto —asintió Magnus, abriendo el odre que sostenía. El líquido del interior olía demasiado a cuero y a lodo para haber salido del pozo—. Pero eso no explica la ausencia de nuestros exploradores. A donde fueron, ni siquiera se llevaron los odres de agua; de hecho ni siquiera cambiaron el agua.
Sadira y los otros arrugaron el entrecejo. Cualquiera que viajara por el desierto athasiano sabía que debía tener a mano un odre con agua, y era raro el hombre que no llenara la bolsa con el agua más fresca que pudiera obtener. Que los exploradores no lo hubieran hecho, sugería que no habían estado mucho tiempo junto al pozo.
—Sólo existe una forma de averiguar qué sucede aquí —dijo Sadira—. Tendremos que registrar el poblado.
—De acuerdo, pero primero lo primero —repuso Rikus; apartó a un lado un inix y se hizo con la cuerda y el cubo atados a la barandilla derribada—. Estoy sediento.
El mul arrojó el cubo al pozo. Tras caer durante unos segundos, lo oyó golpear el fondo con un sonido ahogado mezcla de chapoteo y de golpe sordo. Rikus dejó que el cubo se hundiera unos instantes y luego tiró de él hacia arriba. Se apartó de los inixes y echó la cabeza hacia atrás, cerrando los ojos mientras saboreaba la idea de la fresca bebida que iba a tomar.
El agua que cayó del cubo era turbia y rosada. Rikus tomó un trago, hizo una mueca y arrojó el cubo a la plaza.
—¡Sabe a sangre!
—A eso se parecía…
Un coro de cientos de voces asustadas se escuchó en el lado norte del poblado. Los gritos duraron un instante y enseguida se apagaron en un único gemido estrangulado. Cuando Magnus y sus compañeros se giraron para mirar en la dirección de la que había surgido el sonido, Samarah volvía a estar en silencio. No vieron más que una ladera de piedras naranja que se alzaba por encima de los techos de escamas de la vacía aldea.
—Será mejor que vayamos a ver qué ha sucedido —dijo Sadira, iniciando la marcha por la plaza.
Magnus los siguió. Cruzaron la plaza en silencio, con el espeso polvo amortiguando sus pisadas, y penetraron en una calleja tortuosa que se dirigía al norte entre un pequeño grupo de chozas. Aquí tuvieron que abrirse paso entre montones de lodo que llegaban a la altura de la cintura y llenaban la calleja de grises nubes de polvo. Neeva y Rikus empezaron a ahogarse y a toser, pero Magnus se limitó a cerrar la boca y respirar únicamente por la enorme nariz. En lo más profundo de su nariz poseía varias membranas que mantenían el conducto despejado al filtrar las finas partículas de polvo.
El grupo salió junto a un pequeño terreno de pastos que se extendía entre las chozas y el muro del poblado. Una capa intacta de lodo cubría el suelo, con las desiguales formas de piedras volcadas visibles aún bajo el manto gris.
—Ya deberíamos poder ver la legión —indicó Magnus, y señaló al otro lado del terreno de pastos.
El muro del poblado se alzaba sólo hasta la altura de la barbilla, de modo que, si los guerreros tyrianos hubieran estado al otro lado, habría resultado fácil distinguir sus cabezas por encima del borde. Magnus no vio otra cosa que una ladera de piedras y polvo.
—Cuatrocientos guerreros no se desvanecen en el aire —dijo Rikus.
—Los exploradores lo hicieron —le recordó Magnus.
El mul asintió con un gruñido.
—Vayamos a echar una mirada —decidió, desenvainando el Azote, que había vuelto a crecer hasta recuperar la longitud original.
Magnus sacó la maza que llevaba al cinto, y el pequeño grupo empezó a cruzar el terreno. Las piedras que había bajo el polvo estaban sueltas y a menudo se movían en cuanto se ponía un peso sobre ellas, por lo que tenían que avanzar despacio y escogiendo con cuidado el camino para no torcerse un tobillo.
Sadira fue la primera en llegar al muro. Miró por encima del borde y lanzó un grito. Tras asestar un violento empujón a la barrera, que hizo que las piedras salieran despedidas en todas direcciones, la hechicera se deslizó por la abertura creada y se quedó mirando al suelo con expresión horrorizada.
Magnus y los otros la siguieron a través de la brecha. Toda la legión tyriana yacía a lo largo de la base del muro, todavía en formación de columna. Los guerreros estaban doblados sobre sí mismos en posición fetal, aferrándose el estómago con ambas manos. Sus rostros eran una máscara convulsionada de dolor, excepto que sus bocas abiertas parecían más asombradas que doloridas y sus ojos en blanco miraban todos sin excepción al mismo punto de la ladera por encima de sus cabezas. Aunque ninguno de los cuerpos se movía, parecían más paralizados que muertos.
Magnus se arrodilló junto a una mujer pelirroja cuya mano aún sujetaba la espada a medio desenvainar. Se inclinó sobre su cabeza y ladeó las orejas para cubrir su boca y nariz.
—¿Y? —quiso saber Rikus.
—Sus labios ya no entonan el canto de la existencia —dijo el cantor del viento. Posó una mano sobre el pecho de la mujer; la carne seguía blanda y caliente, pero estaba tan inmóvil como una roca—. Tampoco palpita su corazón.
—No hay heridas —intervino Neeva, haciendo rodar el cuerpo de un hombre de cabellos negros—. ¿Qué sucedió?
—Les han extraído del cuerpo la energía vital —explicó Sadira. Ascendió por la ladera hasta el punto en el que se clavaban los ojos de todos los guerreros y añadió—: Y éste es el lugar donde estaba Borys cuando lo hizo.
Magnus y los otros se reunieron con la hechicera. Esta se encontraba junto a un par de huellas de pies de tres dedos parecidas a las que dejaría un pájaro, excepto que éstas tenían una amplitud de dos pasos cada una. El cantor del viento no tuvo la menor duda sobre quién había dejado las huellas, ya que había visto al dragón atacar Kled y reconoció las pisadas al haberlas visto ya antes allí.
—Tenías razón, Sadira —comentó Magnus—. Borys ha llegado a la lente oscura antes que nosotros.
—En ese caso, recuperémosla —manifestó Rikus, y empezó a estudiar el suelo, en busca de alguna indicación sobre el lugar al que había ido el dragón. No había rastros, sólo las huellas que Sadira había descubierto—. Si es que podemos encontrar a Borys.
—Tengo la sensación de que él nos encontrará a nosotros —dijo Magnus.
—¡O a mi hijo! —exclamó Neeva, y señaló al otro lado del pueblo. A poca distancia del muro sur, los rayos del sol centelleaban sobre las balanceantes figuras de los acorazados enanos—. Si conoce la profecía de los espíritus errantes, intentará matar a Rkard.
La luchadora apenas había terminado de hablar cuando una figura demacrada tan alta como un gigante apareció detrás de la Compañía de Bronce, surgiendo de la nada como si saliera de detrás de una cortina invisible. Terna el color del hierro, con una piel quitinosa constituida a partes iguales por carne y caparazón. La cabeza se alzaba sobre un cuello sinuoso y semejaba la de un ave de pico afilado, con una cresta de piel correosa cubierta de púas. Poseía unas largas patas de doble articulación en la rodilla, y los demacrados brazos terminaban en dedos nudosos de uñas largas como espadas. El animal se acercaba por detrás de los enanos tan silenciosamente que éstos no parecían haberse dado cuenta de que los seguía.
—¡Caelum! ¡Detrás de vosotros! —aulló Neeva, al tiempo que descendía de la colina a toda velocidad.
Rikus la siguió inmediatamente. Magnus se disponía a ir tras él cuando sintió que los dedos de Sadira se hundían en su hombro.
—Tú ve al pozo.
—Pero necesitaréis ayuda…
—¡Hazlo, Magnus!
La hechicera miró al otro lado del pueblo. En el exterior de los muros, el dragón casi había alcanzado la retaguardia de la Compañía de Bronce, pero los enanos, que se encontraban demasiado lejos para haber oído el grito de Neeva, seguían sin darse cuenta de su presencia.
—¡No pienso dejar que Rkard corra peligro! —lo tranquilizó la hechicera.
Sadira dio un empujoncito a Magnus, y éste se encontró corriendo ladera abajo. El cantor del viento volvió la cabeza y vio que la hechicera seguía mirando en dirección a la Compañía de Bronce mientras una de sus manos rebuscaba en el bolsillo de la capa para sacar lo que necesitaba para un conjuro. Magnus volvió la cabeza al frente y cruzó rápidamente el agujero del muro del poblado.
Atravesó los pedregosos pastos a la carrera, triturando y volcando piedras bajo sus poderosas pisadas. Estuvo a punto de caer al penetrar en la estrecha calleja bordeada de chozas de piedra, y abrió varios agujeros en sus paredes mientras se bamboleaba de un lado a otro para no perder el equilibrio.
Por fin salió a la plaza y distinguió la enjuta figura de Borys alzándose por encima de las chozas del lado sur del pueblo. El dragón apenas se movía, limitándose a mirar fijamente al suelo. Magnus temió que la bestia hubiera destruido ya a la Compañía de Bronce, ya que no pudo oír ni el tintineo de un escudo al otro lado de la pared.
El cantor del viento atravesó la plaza corriendo. Al oír el estruendo de los enormes pies golpeando las polvorientas losas, los inixes levantaron la cabeza y sisearon; luego se apartaron despacio del pozo dejando a la vista a Caelum y Rkard. Los dos kledanos estaban sentados en el suelo con aspecto aturdido y asustado.
—No os preocupéis. Sadira utilizó un hechizo para moveros —les gritó Magnus, que aún se encontraba a cierta distancia de ellos—. El dragón ha destruido la legión tyriana, y ahora intenta hacer lo mismo con la Compañía de Bronce.
Rkard se incorporó al instante.
—¿Entonces por qué nos ha sacado de allí? —exigió—. ¡No puedo matar a Borys desde aquí!
Fuera del muro del pueblo, la voz de Neeva gritó:
—¡Compañía de Bronce, alto! ¡Media vuelta!
Oleadas de humo naranja brotaron del hocico del dragón, y se perdieron de vista al pasar por detrás de las chozas situadas en la zona sur de Samarah. Docenas de guerreros gritaron de rabia y de dolor; luego empezaron a toser y a dar boqueadas, pero el cantor del viento no escuchó el ruido de ningún cuerpo que cayera al suelo. Neeva dio la orden para que los enanos atacaran.
Rkard desenvainó su espada y se dispuso a unirse a la batalla, pero Caelum agarró al chiquillo por el hombro para retenerlo.
Desde el exterior del poblado llegó el estrépito de las hachas enanas golpeando la pétrea carne. Borys rugió colérico y alzó una de las zarpas a tal altura que Magnus la vio por encima de los tejados de las chozas. El dragón lanzó el pie contra el suelo y a los oídos del cantor del viento llegaron alaridos de muerte y el sonido del metal al ser aplastado.
Rikus gritó enfurecido, y entonces se escuchó la voz de Sadira pronunciando las palabras mágicas de un conjuro. Un gruñido sordo retumbó por el terreno para terminar en una tremenda explosión. El dragón retrocedió dando un traspié. Los enanos lanzaron un potente grito triunfal, y Magnus oyó cómo avanzaban en tropel. Sadira pronunció otro conjuro, y un negro rayo de energía mágica arrancó un pedazo de carne cubierta de escamas del hombro de la bestia. Borys arrojó una lluvia de reluciente arena en dirección a la pared del poblado e inició la retirada.
Neeva chilló la orden de cargar, y el estruendo de pies que corrían inundó las orejas de Magnus. El cantor del viento también podía oír cómo Rikus se mofaba de la cobardía de Borys en un inútil intento de hacer que regresara y luchara. Mientras todo esto sucedía, Sadira gritaba a la compañía que se dispersara para que el dragón no pudiera utilizar un hechizo para contraatacar fácilmente.
En cuanto Magnus se reunió con Caelum y Rkard junto al pozo, el muchacho levantó los ojos hacia él.
—¿Qué hacen? —Aunque la inmensa mole del dragón había retrocedido tanto que ya no resultaba visible detrás de las chozas de Samarah, los ojos del joven mul seguían vueltos al sur—. Jo’orsh y Sa’ram dijeron que soy yo quien matará al dragón.
—Puede, pero no debemos quejarnos si tu madre y sus amigos lo consiguen ahora —respondió el cantor del viento.
—Además, dudo que esta batalla vaya a ser la última contra Borys —dijo Caelum—. Es un enemigo poderoso y no lo mataremos con tanta facilidad.
Una de las chozas en un extremo de la plaza se desplomó de improviso, rociando de piedras la mitad de la plaza. Magnus se volvió hacia el sonido y frunció el entrecejo.
—¿Qué ha provocado eso?
—Lo que fuera, no me gusta. —Caelum alzó la mano en dirección al sol.
—Iré a echar una mirada —ofreció Magnus.
El cantor del viento aferró su maza con más fuerza y se encaminó al derrumbado edificio. Cruzó la plaza con cautela, escudriñando las estrechas callejas en busca del hombre o la criatura que hubieran podido destruir la choza. Una nube de lodo flotaba en el aire alrededor de la choza derrumbada, pero era lo bastante delgada para que Magnus comprobara que no había nadie oculto detrás.
Finalmente, cuando había atravesado ya las tres cuartas partes de la plaza, escuchó frente a él algo que chocaba contra un adoquín. A menos de tres pasos, un remolino de lodo se alzó del suelo sin motivo aparente. En una situación normal, habría atribuido la perturbación al viento, pero era un día sin viento; ni siquiera soplaba una ligera brisa, y comprendió que no era una corriente de aire lo que había producido el sonido o la ráfaga de polvo.
Algo duro y nudoso golpeó a Magnus en el pecho. Aunque la sacudida careció del violento impacto de un ataque, poseía una fuerza potente e irresistible. El cantor del viento se vio levantado del suelo y arrojado violentamente de espaldas a unos pocos metros. El aire sobre su rostro se agitó levemente como si algo invisible pasara sobre él, y el suelo se estremeció de forma apenas perceptible cuando algo pesado se acomodó sobre él no muy lejos. Luego todo volvió a quedar silencioso y tranquilo.
Magnus se incorporó y corrió hacia el pozo.
—¡Algo se acerca, Caelum!
La advertencia del cantor del viento apenas si fue necesaria, pues la palma de Caelum resplandecía ya con un brillante color rojo. El enano empujó a su hijo detrás de él, apuntó con la mano al suelo y trazó un círculo alrededor de sí mismo y de Rkard. Un resplandor escarlata cubrió los adoquines del suelo, enviando oleadas de calor hacia el cielo.
Magnus se encontraba a veinte pasos de ellos e, incluso a esa distancia, el hechizo de Caelum chamuscó su dura piel. Lenguas de fuego naranja empezaron a rodear la reluciente pared, aunque ni el enano ni su hijo mostraban señales de incomodidad dentro de aquel círculo protector. La maza que empuñaba el cantor del viento se incendió, y éste apenas tuvo tiempo de arrojarla al suelo y evitar que le quemara la mano. Junto al pozo, la barandilla de huesos que rodeaba el agujero ennegreció y empezó a humear; luego se desvaneció de improviso en medio de una tremenda llamarada.
Incapaz de soportar el terrible calor del hechizo del sacerdote solar, Magnus se detuvo. La llameante cortina que rodeaba a Caelum y Rkard se bamboleó como si algo la atravesara, y, aun antes de que viera cómo las llamas perfilaban la forma de un figura demacrada, el cantor del viento comprendió la horrible verdad. El dragón había creado un doble de sí mismo para apartar de allí a Rikus y a Sadira.
Magnus empezó a cantar, invocando un vendaval de aire caliente que barrió la plaza y avivó el hechizo de Caelum. Las llamas adquirieron una tonalidad blanca, al tiempo que adoquines relucientes salían disparados del suelo como rayos, dejando tras de sí una estela azul y llenando el aire de silbidos ensordecedores. Las piedras chocaban contra las patas del dragón y rebotaban inofensivas.
Borys atravesó el círculo, pero el único efecto que tuvieron sobre él las llamas fue cubrir su cuerpo de hollín, lo que lo hizo más o menos visible. Caelum alzó una reluciente mano y roció al ennegrecido dragón con fuego rojo. Las llamas chocaron contra el pecho de la criatura y retrocedieron.
Magnus se lanzó al frente sin importarle el insoportable dolor que lo embargaba a cada paso que daba. Mientras corría, envió un suspiro de viento a Sadira: «¡Borys nos ha engañado! ¡Ven inmediatamente al pozo!».
Pero, pese a confiar estas palabras al viento, el cantor no ignoraba todo lo que podía impedir que el mensaje llegara a la hechicera. Si la magia de Borys había creado el sobrenatural silencio de este día, el suspiro de Magnus quedaría sofocado mucho antes de abandonar el poblado; si la batalla se había desviado demasiado al este o al oeste, el mensaje no daría con ella; y, aunque las palabras llegaran a la hechicera, ésta tardaría un poco en retirarse de la lucha con el dragón falso y regresar al pozo. Para entonces, Rkard podría estar ya muerto.
En el interior del círculo de fuego se escuchó un fuerte golpe sordo producto de una patada de Borys al pecho de Caelum. El enano salió despedido por los aires —la mano inerte fue dejando un reguero de llamas—, se estrelló contra el otro extremo del pozo y se quedó allí inmóvil.
Magnus llegó al círculo de fuego e intentó cruzarlo, pero chocó contra las llamas como si se tratara de una pared de piedra, y un dolor abrasador se apoderó de su costado a la vez que el desagradable olor de la piel quemada le inundaba la nariz. El cantor del viento retrocedió entre rugidos y violentos manotazos a las ascuas que se encendían en sus muslos. Se arrojó al suelo y rodó por él. Cuando por fin recuperó el control, se arrodilló, entonando ya una melodía que mitigara el dolor.
Cuando levantó la cabeza, vio cómo Rkard cargaba al frente. La espada del chiquillo centelleó, golpeó la pata chamuscada del dragón y se partió. El joven mul lanzó un grito de incredulidad; luego rodó fuera de la pared de fuego y se levantó sin dejar de mirar a Borys. Se encontraba ahora a muy poca distancia de Magnus, a menos de una docena de pasos.
El dragón cruzó al otro lado de la cortina de fuego y se agachó para coger a Rkard.
Magnus se incorporó con dificultad y avanzó tambaleante ya que sus piernas apenas podían soportar el terrible dolor.
—¡Rkard, aquí! —gritó.
El joven mul volvió la cabeza hacia el cantor del viento, y, cuando la mano de Borys descendió para cortarle el paso, el muchacho la esquivó y empezó a correr, huyendo en dirección a una choza situada en el lado opuesto de la plaza.
El dragón se volvió para perseguir al chiquillo.
De repente, en el extremo opuesto del círculo de fuego en donde se encontraba Magnus, una nudosa masa de huesos se interpuso entre Borys y el niño. La masa era casi tan alta como el mismo dragón, con unos relucientes ojos naranja, una larga barba gris y unos pedazos rígidos de hueso que sobresalían de los hombros. Magnus sacudió la cabeza, incapaz de comprender de dónde había salido el espíritu. La criatura había aparecido de improviso, surgiendo de la nada.
—No permitiré que vuelvas a matar a nuestro rey —dijo Jo’orsh.
—No tengo intención de matarlo —respondió Borys—. Me lo llevo a Ür Draxa, donde te lo devolveré… a cambio de la lente oscura. Ahora, apártate.
Con el rígido brazo de hueso, Jo’orsh golpeó al dragón y abrió una larga brecha en el hocico de la criatura. Un chorro de hirviente sangre amarilla brotó de la herida y, con un siseo, estalló al chocar contra los adoquines.
Magnus rodeó la cortina de fuego de Caelum, ocultando el rostro detrás del hombro para protegerlo del ardiente calor.
Borys intentó esquivar a su adversario, y Jo’orsh avanzó para cortarle el paso. El dragón atacó entonces, hundiendo el puño a través de las sarmentosas costillas del espíritu. Un chasquido ensordecedor resonó por toda la plaza, y el espíritu reventó en mil pedazos; fragmentos de hueso cayeron sobre la plaza de un extremo al otro.
Nada más caer al suelo, y para sorpresa de Magnus, los fragmentos regresaron despacio al punto donde había estado Jo’orsh.
Magnus bajó el hombro y cargó. Aunque no era tan tonto como para creer que podría hacer daño a Borys, esperaba al menos retrasar a la bestia el tiempo suficiente para que Rkard pudiera escapar.
Borys se hizo a un lado, obligando al cantor del viento a cambiar de rumbo y correr tras él. En dos zancadas, el dragón llegó hasta la choza a la que había corrido Rkard; arrancó el tejado de piel y lo arrojó al otro lado de la plaza. Al parecer, el joven mul había huido por una ventana trasera, ya que la criatura no se agachó para sacarlo del edificio.
—¿Dónde estás, chiquillo? —El dragón golpeó la choza, contrariado.
El edificio estalló en una masa de piedras voladoras. A menos de una docena de pasos de distancia, Magnus tuvo que detener su carrera y agacharse para protegerse la cabeza. Cuando volvió a mirar, la bestia arrancaba el tejado del edificio contiguo. Una vez más, el dragón aplastó la choza y pasó a arrancar el tejado de un tercer habitáculo.
Esta vez, una roja llamarada surgió de su interior y envolvió la delgada cabeza de Borys en una refulgente imitación del sol. Con total indiferencia, el dragón introdujo la mano en la choza. Cuando la volvió a sacar, estaba bien cerrada, con la cabeza de Rkard sobresaliendo en la parte superior.
—¡No! —rugió Magnus.
El cantor del viento recorrió a toda velocidad los últimos pasos que lo separaban del borde de la plaza. Se arrojó sobre la huesuda espinilla del dragón y la rodeó con los enormes brazos. Borys se puso en marcha en dirección al diminuto puerto de lodo situado al este del poblado, aplastando con el pie la choza más cercana.
El cantor del viento soportó el golpe con una mueca, pero se mantuvo firme; su gruesa piel era dura como la de un lirr, y lo protegía de todo excepto los golpes más potentes. Empezó a cantar a voz en grito para que se alzara una galerna del Mar de Cieno. Borys lo arrastró a través de otra choza, luego otra y otra más, pero Magnus siguió cantando, y muy pronto el cielo se llenó de grises nubes de polvo. Relámpagos amarillos chisporrotearon desde la tormenta que se iba formando y golpearon la cabeza del dragón. El cantor del viento sabía que la tormenta no podía hacer daño a la bestia, pero esperaba poder atraer la atención de sus amigos sobre el peligro que corría Rkard.
Con una risita, Borys hundió el pie contra el muro del poblado, al que hizo añicos, y penetró en el puerto. Magnus se hundió bajo el cieno. Cerró ojos y boca, e intentó respirar por la nariz. Las membranas que protegían sus conductos nasales estaban llenas de polvo, pero los filtros le impedían al menos tragar los pulverizados sedimentos y asfixiarse. Tardaría aún algún rato en ahogarse.
Conteniendo la respiración, Magnus trepó hasta la rodilla de Borys. La tormenta continuaría un poco más sin la balada, pero, si quería que siguiera, pronto tendría que volver a alzar su voz. El cantor del viento estiró la mano en busca de un punto de apoyo en el muslo del dragón.
Magnus sintió cómo una mano se deslizaba alrededor de su pecho. La zarpa lo arrancó de su asidero y lo sacó del cieno, momento en el que el cantor del viento comprobó que el dragón ya los había transportado a él y a Rkard fuera del puerto y que se dirigían al centro del Mar de Cieno.
Por encima de Magnus, Rkard había conseguido liberar un brazo del interior de la mano del dragón e intentaba torcer hacia atrás una de las afiladas zarpas para soltarse. El cantor del viento sabía que no lo conseguiría. Ni siquiera un muchacho mul podía ser tan fuerte.
Magnus resopló para limpiar sus conductos nasales, y elevó la voz en una canción. Un trueno retumbó sobre el dragón, y una docena de zigzagueantes relámpagos de chisporroteante energía le acuchillaron la cabeza. Los ojos de Borys centellearon con más fuerza aún que los rayos.
—Ese ruido tuyo me produce dolor de cabeza —siseó.
Tres afiladas zarpas atravesaron la gruesa piel del cantor del viento y rompieron sus enormes costillas igual que una tormenta partiendo las ramas de pharo. La balada se trocó en un alarido. Magnus sintió cómo el dragón lanzaba el brazo hacia afuera y se encontró volando sobre el nacarino mar. Sus negros ojos se nublaron y empezó a descender describiendo un arco, con el viento cantando en sus oídos.
Neeva encontró a su desmayado esposo junto al pozo, con un brazo cruzado sobre el pecho. Tenía la carne arañada a un lado del cráneo, y una raya oscura sobre los adoquines indicaba el lugar por el que lo habían arrastrado por la plaza hasta el pozo. Curiosamente, la herida parecía limpia, como si alguien se hubiera tomado la molestia de lavarla antes de abandonarlo.
—¡Caelum! ¡Despierta! —Se arrodilló a su lado y lo sacudió por los hombros. Al ver que no abría los ojos, le abofeteó la mejilla… y no con suavidad—. ¡Dime qué le ha sucedido a Rkard!
Los ojos del enano ni parpadearon.
Detrás de ella, los huesos de Jo’orsh continuaban tintineando mientras rodaban unos hacia los otros. Neeva miró en dirección al ruido y se estremeció; el espíritu había reconstruido sólo la mitad de su sarmentoso cuerpo, casi todo el torso y una pierna, y en cierto modo resultaba ahora más espantoso que antes.
Rikus y Sadira aparecieron en el extremo de la plaza, conduciendo a los cinco macilentos supervivientes de la Compañía de Bronce hacia el pozo. El resto de la unidad, casi treinta guerreros, había perecido en la batalla contra el falso Borys. En aquel momento, con las zarpas desgarrando los petos de metal y los talones aplastando los gruesos cráneos de los enanos, la bestia había parecido muy real. No descubrieron la auténtica naturaleza de la criatura hasta que finalizó el combate y el dragón se encogió para convertirse en un atemorizado y apaleado gorak.
Fue entonces cuando observaron la tormenta de arena que se alejaba en dirección al mar. Por un instante, a Neeva le pareció ver una luz roja en el centro de la tempestad, pero los otros no habían podido encontrarla cuando intentó enseñársela. Al cabo, ni siquiera ella pudo distinguir el resplandor, y la turbonada había desaparecido de la vista. Se precipitaron entonces en dirección al pueblo y lo encontraron tan silencioso como a su llegada.
—¿Cómo está? —gritó Sadira.
Neeva meneó la cabeza.
—Vivo, pero eso es todo —informó—. ¿Alguna señal de Magnus o Rkard?
—No. Lo siento —repuso la hechicera.
—Quiero saber dónde está mi hijo —dijo Neeva, maldiciendo en voz baja—. ¿Por qué no nos envía Magnus un suspiro del viento para decirnos dónde están?
—Puede que lo haya hecho —respondió Sadira—; pero, si lo hizo después de que el combate se desviara hacia el este, no habríamos estado allí para oírlo.
—O a lo mejor no tuvo tiempo de hacerlo —sugirió Rikus—. Si se trataba de elegir entre proteger a Rkard o avisarnos, no dudo que haya escogido defender al niño.
—Mientras fuera capaz de hacerlo… tal vez durante poco tiempo —añadió Neeva. Levantó a su esposo del suelo y lo transportó a una buena distancia del pozo—. Pero lo que sucedió es menos importante que cómo vamos a encontrar a mi hijo ahora.
—Quizá Jo’orsh nos pueda decir algo —apuntó Sadira; dirigió una ojeada al espíritu que había vuelto a montar todo el torso, ambas piernas y un brazo—. Debe de haber visto lo sucedido.
—Hasta entonces —intervino Rikus—, puede que esto nos diga algo. —El mul se arrodilló junto al pozo y señaló el negro reguero que marcaba por dónde se había arrastrado el cuerpo de Caelum—. ¿Podría Rkard haber sido quien arrastró a su padre hasta aquí?
Neeva asintió.
—Podría haber cargado a Caelum —aseguró—. Ya sabéis lo fuerte que es.
—A menos que estuviera herido y buscara un lugar donde esconderse —repuso Rikus. Agarró la cuerda del pozo y entregó el extremo a Neeva—. Voy a mirar.
Neeva apenas tuvo tiempo de pasarse la cuerda por la espalda y sentarse antes de que el mul se introdujera en el negro agujero. La soga le segaba la cintura, pero aguardó en tenso silencio mientras el mul descendía. La luchadora no sabía qué era lo que quería que el otro hallara; si Rkard había sido herido y arrojado al interior del pozo, podía muy bien haberse ahogado. Por otra parte, no podía soportar la alternativa: que Borys se lo había llevado. Se encontró depositando todas sus esperanzas en Magnus, rezando para que el cantor del viento hubiera cogido a su hijo y lo hubiera escondido donde ni Sadira ni el dragón pudieran encontrarlo.
La soga se aflojó al soltarse Rikus de ella, y al poco rato se escuchó cómo el mul lanzaba un gruñido de asco y exclamaba:
—¡Tú!
Un golpe sordo resonó en el fondo del pozo y, acto seguido, una cabeza abotargada salió despedida al exterior. Tema una melena áspera sujeta en un tirante moño en lo alto de la cabeza, con mejillas tumefactas, ojos tan hinchados que no eran más que oscuras rendijas, y una boca llena de dientes desportillados. Los correosos labios estaban recubiertos de sangre seca, sin duda lamida de la herida que Caelum tenía en la cabeza.
—¡Sacha! —gritó Sadira.
La cabeza recuperó el equilibrio y flotó en el aire, contemplándolos con una mueca malévola.
—Ya era hora de que llegarais —dijo—. ¡Vuestro rey ha estado a punto de morir de hambre!
Neeva hizo caso omiso de la cabeza y se inclinó sobre el pozo.
—¿Qué has encontrado ahí abajo, Rikus?
—A nuestros exploradores… muertos —fue la respuesta que le llegó; luego Neeva escuchó renegar al mul, y más tarde varios chapoteos mientras apartaba los cuerpos—. Y a Tithian…, al menos creo que es él, con algo que podría ser la lente oscura.
Aunque la noticia debería haberla llenado de alegría, Neeva no podía festejar nada aún.
—¿Alguien más?
—Rkard no está aquí abajo —contestó el mul.
—Claro que no —se mofó Sacha, flotando hasta colocarse frente a Neeva—. Si quieres volver a ver a Rkard, será mejor que os deis prisa y saquéis a Tithian de ese agujero.
Neeva lanzó la mano al frente y atrapó a la cabeza por el moño.
—¿Por qué?
La cabeza giró lentamente, hasta mirar al Mar de Cieno.
—Porque el dragón lo está llevando a Ür Draxa, y no creo que Jo’orsh vaya a esperar mucho a que lo sigáis.
Neeva siguió la dirección de su mirada. Tras haber devuelto la cabeza a los deformes hombros, Jo’orsh avanzaba en dirección al puerto de Samarah con largas y silenciosas zancadas.