6: El desfiladero oscuro

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El desfiladero oscuro

A medida que el sol rojo se ocultaba tras los riscos de las Montañas Resonantes, largos haces de sombra iban extendiéndose por el valle situado más allá de Esperanza del Pobre. El brillo fue desapareciendo poco a poco de la vítrea planicie que la magia de Sadira había creado horas antes, y la llana extensión pedregosa recuperó lentamente su auténtica naturaleza, inundando el aire con el débil murmullo de la piedra naranja deshaciéndose en polvo.

Para la mitad de los gigantes que habían atacado Esperanza del Pobre aquella mañana, el cambio ya no importaba. El que Rikus había herido, Tay, yacía inmóvil y con los ojos en blanco en un extremo del campo. Tres más, incluido el camarada de Tay, Yab, habían sucumbido al calor abrasador del día athasiano; se los veía doblados al frente desde la cintura, con los extremos de sus lenguas, hinchadas por la sed, sobresaliendo de sus azulados labios.

Eso dejaba únicamente cuatro gigantes vivos que pudieran alegrarse de la desintegración de su mágica prisión. Cantando a voz en grito con regocijadas voces resecas por la sed, éstos empezaron a desenterrar caderas y piernas a la vez que arrojaban los puñados de arena y piedras frente a ellos, contra las compañías de guerreros enanos que, momentos antes, acababan de rodear a cada uno de ellos.

No obstante los petos de acero y los yelmos que protegían a los guerreros, las andanadas de los gigantes hacían mella en sus disciplinadas filas, abriendo grandes huecos en éstas y haciendo rodar por el suelo a las acorazadas figuras como si se tratara de plantas rodadoras. Los enanos replicaban con descargas de fuego de ballestas, pero sus saetas de puntas de hierro eran tan efectivas contra la gruesa piel de los titanes como las agujas de cactus lo habrían sido contra gladiadores mul.

—Decid a Neeva que regrese —dijo Rikus—. Sus ballestas son inútiles.

Caelum negó con la cabeza.

—Acaban de empezar —replicó—; jamás se retiraría tan pronto.

—Si espera mucho más, no tendrá esa posibilidad —intervino Magnus con las orejas agitándose nerviosas—. Me temo que hemos llegado demasiado tarde. Puede que los espectros no hayan conseguido matar a Sadira, pero el retraso que provocaron podría resultar fatal para todos nosotros.

El trío se encontraba a un centenar de metros de la batalla, de cara al otero que Rikus y el cantor del viento habían escalado la primera vez que habían oído a los gigantes. Caelum y Magnus aguardaban a modo de reserva, listos para cubrir la retirada en cuanto la batalla se volviera contra los enanos. Al contrario que la magia de Sadira, su magia sacerdotal era ante todo de naturaleza defensiva, y no resultaba demasiado útil en la destrucción de titanes.

Rikus se había visto obligado a permanecer junto a los sacerdotes porque, hasta hacía pocos minutos, los perniciosos efectos de la picadura del escorpión habían dejado su vista demasiado borrosa para luchar. Sin embargo, gracias a su robusta constitución de mul y a la magia de Caelum, Rikus se recobraba con rapidez, a pesar de que aún tenía el estómago revuelto y padecía esporádicos ataques de vértigo. No obstante su estado físico, el mul habría preferido estar junto a Neeva, cerca de las compañías enanas y dirigiendo el ataque desde primera línea. Por desgracia, la mujer le había ordenado quedarse atrás, diciendo que no sería más que un estorbo, y el mul no había estado en condiciones de protestar. Neeva había organizado el asalto, y era ella la que mandaba.

Como Magnus había explicado a Rikus, Neeva había reaccionado con rapidez después del ataque del espectro en la Carretera de las Nubes. Dándose cuenta de que el plan original para ocuparse de los gigantes estaba en peligro, había enviado a un corredor semielfo a la hacienda de Agis en busca de la milicia de Kled. Luego, mientras el cantor del viento ayudaba a Sadira a luchar contra los espectros, ella y Caelum habían discutido las posibles opciones. Al quedar claro que la hechicera sobreviviría pero no recuperaría el sentido antes del anochecer, Neeva había transportado a Rkard por la cuerda que unía los dos extremos de la carretera, seguida por Caelum y Magnus, que llevaban a Sadira y a Rikus atados a las espaldas por si la pareja despertaba a tiempo de enfrentarse a los gigantes. La legión tyriana seguiría tan pronto como le fuera posible, pero no parecía probable que dos mil guerreros consiguieran cruzar la brecha sanos y salvos a tiempo para impedir lo que estaba a punto de suceder.

El más voluminoso de los gigantes, el tipo de un solo ojo a quien Rikus había oído que los otros llamaban Patch, apuntaló las enormes manos a los lados; apretó con fuerza, y un suave temblor recorrió el terreno, en tanto que el polvo naranja se alzaba ligeramente alrededor de sus caderas. Los enanos acribillaron de saetas al gigante, pero éste se limitó a retorcerse de un lado a otro en un intento de aflojar el terreno y liberarse.

Antes de la batalla, Rikus se había ocupado de recordar a Neeva que dejara con vida al gigante tuerto para que pudiera interrogarlo con respecto a Agis y a lo que sucedería si no se les devolvía la lente oscura. Ahora, el mul empezaba a pensar que a lo mejor serían los gigantes quienes no dejarían a nadie con vida.

—Caelum, quiero detener a los gigantes tanto como cualquiera —dijo Rikus—, pero tus enanos no pueden hacerlo.

—Los guerreros de Kled son tan valientes como cualesquiera de los de Tyr —replicó el enano con aspereza—. Espera hasta que veas la carga de las hachas.

—¡Neeva no malgastaría buenos guerreros así! —Rikus meditó sobre su objeción durante unos instantes, y luego echó a andar—. Puede que sea mejor que vaya a hacerla entrar en razón.

El mul no había dado aún dos pasos, cuando los enormes dedos de Magnus se hundieron en su hombro y lo obligaron a detenerse.

—Si vas allí ahora, Rkard cendrá otro tyriano dormido del que ocuparse. —El cantor del viento miró al otro lado del valle, a la cima del risco en el que el joven mul se ocultaba con la inconsciente Sadira—. Espera hasta que estés más fuerte.

—Estoy listo ahora. —Rikus intentó soltarse, pero los fuertes dedos del cantor del viento se mantuvieron firmes.

—Guarda tus fuerzas —aconsejó Magnus—. Si esto no funciona…

Un tremendo chasquido resonó desde el campo de batalla cuando el terreno que rodeaba las caderas de Patch se resquebrajó. Lanzando un rugido de alegría, el jefe de los titanes se estiró al frente y aplastó la palma de la mano contra el suelo en un golpe atronador. Tres enanos murieron al instante, sin tiempo siquiera para gritar.

Rikus vio cómo Neeva chillaba una orden, aunque era imposible oírla por encima del estrépito del combate. Se llevó la mano al Azote, pero Magnus ya había erguido al frente las elocuentes orejas para captar las palabras.

—Ha llegado a la misma conclusión que Rikus —informó el cantor del viento—. Ordena la retirada.

El enano levantó la mano. Una columna de luz roja salió disparada de la palma y describió un arco en dirección oeste, proyectando un luminoso resplandor sobre el campo de batalla. La milicia de Kled abandonó el combate al momento, y corrió hacia la señal a la vez que se reagrupaba en dispersas formaciones en cuadro.

—Al menos su disciplina es excelente —comentó Rikus.

—Sí, pero ahora ¿qué? —inquirió Caelum—. Hemos perdido nuestra mejor oportunidad de detener a los gigantes. Arrasarán todas las granjas del valle.

—No si los mantenemos ocupados con nosotros —repuso Rikus.

Patch agarró otro puñado de piedras y las arrojó contra los enanos que huían. Una lluvia de piedras cayó sobre la compañía que se retiraba, abollando más de una docena de yelmos y dejando guerreros semiaturdidos por todo el terreno. Magnus inició entonces una de sus baladas. Un fuerte viento bramó desde las montañas y pasó justo a pocos metros por encima de las cabezas de los enanos, con fuerza suficiente para rechazar de vuelta a su lugar de origen cualquier otra andanada parecida.

Rikus siguió hablando con Caelum.

—Tengo una idea, pero significaría dejar a Rkard solo hasta que Sadira despierte.

—Rkard estará bien. Tiene un hechizo solar que puede utilizar para llamarnos si tiene problemas —contestó el enano—. ¿Cuál es tu plan?

—Hay un desfiladero sin salida al otro lado de Esperanza del Pobre donde me escondí en una ocasión, después de huir de Tithian —dijo el mul—. Está lleno de antiguas minas. Si conseguimos llegar al cañón y hostigar a los gigantes lo suficiente para mantener su atención, puede que los mantengamos ocupados hasta que se haga de día.

—Y, para entonces, Sadira estará lo bastante recuperada para ayudarnos. —Caelum asintió—. Probemos.

Aguardaron a que Neeva y su ejército de enanos llegara. Sin los enanos para atosigarlos, Patch y los otros gigantes se concentraron en liberar las piernas. No tardaron en estar todos ellos rodeados por inmensos montones de arena, y Rikus comprendió que alcanzar el desfiladero no resultaría nada fácil.

Nada más llegar la primera compañía, el mul vio en sus apretadas mandíbulas y entrecerrados ojos que la retirada hería el orgullo de los enanos. Agitó el brazo en dirección a ellos, gritando:

—La batalla no ha terminado aún. ¡Seguidme! Tengo un plan.

Neeva hizo una mueca, al recordar sin duda su desastroso plan de invadir la ciudad de Hamanu durante la guerra con Urik. No obstante, aspiró con fuerza y ordenó a sus enanos que obedecieran. El mul se lanzó a la carrera hacia Esperanza del Pobre, avanzando por el terreno casi en silencio. Neeva se reunió con él y corrió a su lado de la misma forma silenciosa, en tanto que los pies de Caelum golpeaban con fuerza el suelo a cada paso, y las pesadas pisadas de Magnus lo hacían temblar literalmente. Las cuatro compañías de la milicia avanzaron escalonadamente por el terreno siguiéndolos a poca distancia entre tintineos de armaduras y sonoros retumbos de sus pesadas botas.

Cuando llegaron al extremo del campo, Ral y Guthay brillaban ya en el cielo. Ambas lunas estaban en fase de cuarto creciente, y la amarilla luz que proyectaban sobre el abrupto terreno era tan pálida que a Rikus le costaba distinguir entre sombras y piedras. No obstante, siguió corriendo tan deprisa como podía, guiándose tanto por el tacto como por la vista. La sensación de náusea de su estómago iba desapareciendo con el ejercicio, pero los ataques de vértigo aparecían con más frecuencia. En varias ocasiones, Neeva tuvo que estirar el brazo para impedir que cayera, no porque hubiera tropezado, sino porque había perdido el equilibrio y se inclinaba a un lado u otro.

Justo cuando Rikus penetraba en el campo de pharo del Muro de Rasda, Patch consiguió desenterrarse por completo, pero, en lugar de ir en pos de los guerreros que huían, el titán fue hacia sus compañeros y empezó a arrancarlos del suelo como quien arranca patatas.

Sin dejar de vigilar a los gigantes, Rikus volvió la cabeza hacia Neeva.

—Haz que tus guerreros tiren los escudos y todo aquello de lo que puedan deshacerse mientras corren, excepto las armas. En estos momentos, la velocidad es más importante que llevar armaduras.

Neeva sacudió la cabeza.

—Son muy disciplinados, pero también son enanos —respondió—. Ese equipo procede del arsenal de Kemalok. Morirían aquí mismo antes que desprenderse de cualquier pieza.

—Ya lo temía —refunfuñó Rikus, tomando uno de los senderos que discurrían entre las hileras de pharo.

A su espalda, la voz de Patch lanzó un alarido colérico que pareció sacudir el mismo cielo. Rikus volvió la cabeza y lo vio arrodillado junto al cuerpo de Yab, y entonces recordó que Tay había dicho algo sobre que el joven titán era el hermano del jefe. Entretanto, el resto de los gigantes corría tras Rikus y el ejército, y las fuertes pisadas resonaban por todo el valle como truenos.

Rikus y los que lo seguían atravesaron la plantación a la carrera, y doblaron rápidamente la ladera del Muro de Rasda. Si Rikus había sentido algún pesar por la muerte de Yab o de cualquier otro gigante, éste no tardó en desvanecerse cuando vio lo que había sucedido en los edificios de la granja conocida como Esperanza del Pobre.

El aire nocturno estaba cargado con el hedor de los cadáveres que se habían pasado todo el día pudriéndose al sol, y resultaba evidente que las bestias que acompañaban a Patch se habían deleitado en la matanza de los habitantes. Los cuerpos de hombres y mujeres estaban apilados a los pies del Muro de Rasda, y oscuras manchas de sangre, apenas visibles a la tenue luz de las lunas, salpicaban la parte superior de los riscos. Como si la simple matanza no fuera suficiente, Patch y sus guerreros habían pisoteado cada uno de los edificios, generalmente con sus habitantes en el interior. Habían destruido incluso la presa de regadío, de la que sólo quedaba una depresión poco profunda de agrietados pedazos de barro donde antes había habido un estanque.

Algo más allá de la granja había una barrera de colinas iluminadas por la luz de las lunas. Apenas cubiertas con otra cosa que no fueran rocas afiladas y pedazos de terreno rico en arcilla, se alzaban decididas hacia las alturas para formar las estribaciones inferiores de las Montañas Resonantes. Una estrecha garganta sinuosa penetraba en las colinas, semejando una serpiente que ascendiera por las empinadas escarpaduras.

Mientras la milicia se aproximaba al otro extremo del recinto e iniciaba la marcha hacia el negro desfiladero, los gigantes llegaron al otro lado del Muro de Rasda. Los titanes se detuvieron el tiempo suficiente para recoger varias rocas de la ladera y arrojarlas contra los enanos que huían. Dos de las piedras aterrizaron justo delante de Rikus y se rompieron en mil pedazos sin causar daños, pero las otras fueron lanzadas con mejor puntería y cayeron en medio del ejército. Varios de los guerreros de Neeva murieron entre el crujido de las armaduras de acero.

—¡Romped la formación! —gritó la mujer—. ¡Desplegaos!

En tanto que los enanos se desperdigaban, Rikus vio cómo los gigantes volvían a avanzar. Cubrieron la mitad de la distancia que mediaba entre un extremo y otro del recinto en una sola zancada, y luego se detuvieron para arrancar más rocas de la montaña. El mul se sintió tentado de enfrentarse a ellos allí mismo, en el lugar donde aquellas bestias habían asesinado a tantos seres indefensos, pero resistió con energía la tentación. Hacía ya casi diez años, había aprendido lo insensato que era dejar que las emociones guiaran sus tácticas.

En lugar de ello, hizo una señal a los enanos para que siguieran hacia el cañón, pero detuvo a Magnus cerca del seco estanque de regadío.

—¿Puedes hacer que vayan más despacio? —preguntó—. Estamos a doscientos metros del cañón, pero ellos cubrirán esa distancia en diez zancadas.

El cantor del viento asintió.

—Tengo una canción muy poderosa que te proporcionará tiempo —dijo—. Sigue.

—No dejes que…

—No tengo intención de morir esta noche —lo interrumpió Magnus.

Partículas de barro seco golpearon el rostro del mul cuando una roca se estrelló en el interior del estanque de regadío a pocos metros de distancia, a la vez que se oían una serie de crujidos producidos por el impacto de pesadas rocas sobre las figuras acorazadas de varios enanos. Magnus alzó la voz en una atronadora canción, llamando de las profundidades de la noche del desierto a un viento tempestuoso. Éste descendió enfurecido de las montañas en un abrir y cerrar de ojos, acompañado por una espesa niebla de fría bruma. La ráfaga atravesó el recinto, arrojando por los aires ladrillos rotos y ganado muerto, y lanzó los escombros contra el risco con un estallido ensordecedor que provocó un corrimiento de rocas sobre las cabezas de los gigantes.

Magnus empujó a Rikus hacia el desfiladero.

—¡Vete! Esto sólo los contendrá unos instantes. Tienes que mostrar a los otros lo que deben hacer cuando lleguen al desfiladero.

El mul obedeció y echó a correr para ponerse a cubierto. Hubo un momento en que lo dominó el vértigo y cayó, pero, gracias a sus piernas más largas y a que no llevaba armadura, alcanzó con facilidad a los enanos y los condujo al interior de la garganta.

El lugar era más una hendidura que un cañón, una grieta de paredes perpendiculares de roca a punto de desmoronarse que serpenteaba unos dos kilómetros por el interior de la base de una montaña gigantesca. No existían recodos suaves o curvas poco pronunciadas en toda su longitud; cambiaba de dirección a intervalos imprevisibles y en curvas cerradas. En algunos lugares, toda una compañía de enanos podría haberse colocado a lo largo de toda su anchura en formación de pasar revista. Sin embargo, una docena de metros más adelante, se estrechaba hasta tal punto que un gigante tendría que ponerse de lado para conseguir pasar entre las imponentes paredes.

Por fin, Rikus llegó a una zona muy angosta del desfiladero, donde los riscos estaban tan pegados que habría podido saltar del borde de uno al otro sin coger carrerilla. Aunque no era posible ver mucho bajo la débil luz lunar, el mul sabía que aquellas montañas estaban perforadas con docenas de cuevas que eran las entradas de viejas minas que se habían explotado, abandonado y olvidado siglos atrás, tal vez antes de que Kalak conquistara Tyr.

Al otro lado de esta zona angosta, el cañón daba a un gran valle circular, rodeado completamente por paredes verticales de roca colorada, varias veces más altas que un gigante. Al igual que los riscos del cuello de botella, también éstas estaban totalmente horadadas con entradas de minas. Las situadas cerca de la cima aparecían como negros círculos en las pedregosas laderas iluminadas por las lunas. Rikus sabía que también había varios túneles de minas cerca de la base de los riscos, aunque se hallaban ocultos bajo los enormes montículos de rocas de desecho que cubrían la mayor parte del suelo del valle.

Un rugido colérico resonó por el rocoso desfiladero, y acto seguido las paredes empezaron a temblar con el estrépito de potentes pisadas. Rikus volvió la cabeza para mirar cañón abajo. Los enanos de las dos primeras compañías empezaban a lanzar nerviosas miradas por encima del hombro. El mul no veía a las dos compañías que cerraban filas, ya que el desfiladero describía una curva pronunciada.

Rikus fue al encuentro de Neeva.

—Existe un túnel enorme en el otro extremo —le comunicó—. Creo que conecta con casi todos los otros, de modo que vayamos allí. Una vez que los gigantes crean que nos tienen atrapados, podemos ocultarnos en el interior para luego salir por las otras minas y atacarlos por detrás. Con suerte, a lo mejor podemos dar la vuelta y cerrar la salida del cañón.

Neeva asintió y pasó la orden. El mul entró en el valle, abriéndose paso entre montículos de roca de desecho teñida de rojo y los cimientos de piedra de algunos edificios descomunales. Neeva y los enanos lo seguían de cerca, y el tintineo de las armaduras llenaba el silencioso valle con un estrépito que no se había escuchado en él desde hacía al menos mil años.

Por fin, tras llegar al final del desfiladero, pasaron entre dos montones de escombros y llegaron a una pequeña área de terreno despejado. Se encontraba bajo un risco altísimo que parecía elevarse directamente hasta las dos lunas en cuarto creciente. Al pie de la escarpadura, un túnel se perdía en las profundidades de la montaña. Aunque el pasadizo era lo bastante ancho para que pasaran tres enanos juntos, y lo bastante alto para que un elfo no tuviera que agacharse en su interior, no era lo suficientemente grande para que un gigante pudiera hacer otra cosa que introducir un brazo en el interior.

Desde el otro extremo del valle les llegó el tronar de la ronca voz de Patch.

—¡Ahí están, Fosk!

Rikus miró en dirección a la entrada justo a tiempo de ver cómo la inmensa figura del gigante penetraba en el valle, los hombros de lado para poder pasar por la estrecha abertura. El titán señalaba el espacio abierto situado frente al túnel, donde se estaban reuniendo los ejércitos enanos.

—Hagamos que se acerquen más —dijo Rikus—. Demos la impresión de que lucharemos aquí.

Neeva trazó una línea frente a la entrada de la cueva.

—¡Formad filas por compañías! —ordenó.

Los enanos se precipitaron al lugar que les indicaba, y se apiñaron decididos. Aunque la escena le pareció a Rikus de total confusión, cada uno de los guerreros de Neeva parecía saber perfectamente lo que hacía.

Mientras se colocaban en posición, Patch y un guerrero, sin duda Fosk a juzgar por el nombre que Rikus había oído un momento antes, penetraron en el valle (en tres pasos habían recorrido más de una cuarta parte del trayecto). El mul no vio a ninguno de los otros dos gigantes.

De pie junto a Rikus, Neeva exclamó de improviso:

—¡Sult! En el nombre de Ral, ¿dónde estás?

El mul miró en dirección a la entrada del túnel, donde vio tres hileras de enanos, de pie con las hachas listas y las rodelas protegiendo sus pechos.

—¿Qué sucede?

—Sult Ltak y su Compañía de Granito no están —informó la mujer.

Justo en aquel momento, el enojado rugido de un gigante retumbó en el valle, seguido por el apagado sonido de una armadura al ser aplastada. Rikus volvió a mirar hacia el cañón. Detrás de las pesadas figuras de Patch y Fosk, distinguió a un tercer titán que pateaba frenético algo que estaba en el suelo.

—¡Siguen en el desfiladero! —anunció Rikus—. ¡Deben de haberse quedado atrás!

—Eso, o se han quedado adrede —dijo Caelum, acercándose al mul—. El yalmus de la Compañía de Granito es un hombre valiente; aveces demasiado.

—¿Estás diciendo que se ha quedado atrás adrede? —exclamó Rikus, asombrado.

—Sí, si pensó que podía matar un gigante —respondió Neeva, asintiendo.

El mul no podía ver gran cosa en las oscuras sombras del estrecho desfiladero; sólo la silueta de una rodilla inmensa que subía y bajaba mientras el gigante pisoteaba a sus atacantes. Breves gritos de agonía y el chasquido de las armaduras al doblarse sugerían que el pie del titán hacía blanco con demasiada frecuencia, pero Rikus también oía un sonido más débil: el incesante golpeteo de las hachas de los enanos sobre carne dura.

—Dile que regrese, Neeva —dijo Rikus—. Los aniquilará.

Neeva negó con la cabeza.

—No puedo hacerlo, ni siquiera aunque los hombres de Sult me obedecieran —respondió—. Han realizado un juramento de honor.

—¿Un juramento de honor? —inquirió el mul.

—¿Recuerdas cómo luchaba Yarig? —replicó Neeva.

—No harían algo así —gimió Rikus.

El y Neeva se habían entrenado con un enano llamado Yarig durante la época pasada en los fosos de gladiadores de Tithian. Antes de cada combate, el achaparrado gladiador convertía la victoria sobre sus oponentes en el eje de su existencia.

Neeva asintió con la cabeza.

—En Kled, lo llaman juramento de honor —explicó—. Sult y sus guerreros deben matar al gigante o morir en el intento. Si se retiran ahora, es lo mismo que si quebrantaran el propósito que han dado a sus vidas. Al morir se convertirían en almas en pena.

—Creía que tu milicia era disciplinada —le espetó Rikus. Lanzó un juramento y pateó el suelo; ni se dio cuenta de que su encallecido pie había hecho rodar una roca del tamaño de una sandía.

—No es culpa de Sult —siguió Neeva—. Cada yalmus tiene el derecho, incluso la responsabilidad, de actuar según su propia iniciativa.

—Sult está dividiendo las fuerzas enemigas, tal como Neeva le enseñó —añadió Caelum.

El mul maldijo la iniciativa enana e intentó pensar un modo de salvar a la compañía. Durante la guerra contra Urik, habían muerto innecesariamente demasiados guerreros valientes para que ahora quisiera ver cómo sucedía lo mismo a la Compañía de Granito.

Antes de que se le ocurriera nada, Patch y Fosk sorprendieron al mul al detener su avance. Los gigantes retrocedieron el equivalente a treinta pasos del mul —sólo cinco o seis de los suyos— y contemplaron con ferocidad las tres filas de guerreros enanos.

Rikus desenvainó la espada y avanzó. La hoja seguía gris a causa de la mancha dejada por el ataque del espectro, y la magia del arma no parecía tan poderosa como antes. Aunque el Azote llevaba a sus oídos con más claridad los gritos de los enanos de Sult Ltak, seguía sin poder comprender sus palabras, como habría podido hacer en otras circunstancias.

—¿Dónde está nuestro Oráculo? —bramó Patch.

—Si quieres hablar, detén el ataque de tu guerrero —replicó Rikus, señalando al desfiladero.

Patch echó una ojeada por encima del hombro, y luego volvió a mirar a Rikus con el ojo que tenía destapado. Sonrió, mostrando una serie de limados dientes amarillos.

—No hasta que respondas.

Rikus suspiró.

—No lo tenemos aquí.

—Eso ya lo adivinamos cuando tus horrendos enanitos empezaron a dispararnos agujas en lugar de entregárnoslo —se mofó Fosk, que se encontraba justo detrás del jefe—. ¿Dónde lo habéis escondido?

—Si haces que llamemos al resto de la tribu para atacar Tyr, arrasaremos la ciudad —advirtió Patch—. No dejaremos nada en pie.

—Hay muchos hechiceros poderosos en Tyr, incluido el que aprisionó a tu grupo esta mañana —faroleó Rikus—. Además, sólo necesitamos tomar prestada la lente; la devolveremos en cuanto hayamos matado al dragón.

El ojo de Patch se abrió desmesuradamente, y Fosk no pudo evitar dar un paso al frente.

—¡No! —tronó el jefe de los gigantes—. ¡No pueden usarla para eso!

—El dragón es el enemigo de todos —dijo Rikus, frunciendo el entrecejo—. Puede que no coja gigantes como tributo, pero es su magia, y la de sus seguidores los reyes-hechiceros, lo que transformó Athas en un desierto.

—Es mejor vivir en un desierto que morir en un paraíso —replicó Fosk.

—¿Qué se supone que significa eso? —inquirió Rikus.

Patch y Fosk se miraron desconcertados. Entonces, como si ello lo explicara todo, el jefe respondió:

—Eso es lo que dicen Jo’orsh y Sáram.

—¿Qué sabéis de Jo’orsh y Sa’ram? —quiso saber Caelum, colocándose junto a Rikus.

—Ellos nos entregaron el Oráculo —le informó Patch—. Dijeron que, si lo perdíamos, casi todo el mundo en Athas moriría.

—En ese caso deben de haber cambiado de idea —intervino Neeva, uniéndose a los otros dos—. Porque fueron ellos los que nos dijeron que había llegado el momento de matar al dragón.

La cavernosa boca de Fosk se abrió de par en par, y Patch enarcó la ceja de su ojo descubierto con incredulidad.

—¿Están aquí? —preguntó Fosk.

—Nos visitaron hace diez días —explicó Rikus, cuidando de evitar mencionar a Rkard para dejar a Neeva la decisión de revelar o no lo que las dos almas en pena habían dicho sobre el destino del niño—. No dijeron nada sobre devolver la lente a los gigantes.

—Si realmente los visteis, ¿qué aspecto tienen? —preguntó Patch, mirándolos con desconfianza.

—Tenían el tamaño de gigantes; no tan grandes como vosotros, pero parecidos —respondió Neeva—. No eran más que hueso, todo retorcido. Uno tenía cabeza en forma de calavera, y el otro no tenía. Carecían de piel, pero ambos tenían ojos de color naranja y largas barbas grises.

Patch se pasó una mano por las enmarañadas trenzas de su cabeza.

—¿Y no se llevaron el Oráculo? —exclamó sorprendido—. ¿Dónde están?

Neeva iba a contestar, pero Rikus alzó una mano para evitar que hablara.

—Primero, haz que tu guerrero deje de aplastar a mis amigos.

Patch hizo una señal a Fosk, quien se volvió y bramó:

—Galt, deja a los chicos tranquilos durante un minuto, pero no permitas que se marchen hasta que Patch lo diga.

Galt retrocedió de mala gana. Agarró una roca enorme y la dejó caer a la entrada del cañón. Rikus escuchó el sonido del metal al ser aplastado, seguido de las voces de docenas de enanos furiosos que chillaban al gigante que regresara y luchara.

—En estos momentos, no sabemos dónde están Jo’orsh y Sa’ram —dijo Rikus—. No los hemos visto desde que dijeron que había llegado la hora de matar al dragón; pero sospecho que han ido a proteger la lente hasta que lleguemos allí.

—¿Llegar adonde? —quiso saber Patch—. ¿Nuestro Oráculo no está en Tyr?

Rikus sonrió, orgulloso de poder salvar el plan original. Aun con Sadira inconsciente, daba la impresión de que podría apartar a los gigantes de Tyr; puede que incluso lograra convencerlos de que abandonaran su reclamación de la lente.

—No, Agis no trajo la lente oscura a Tyr —contestó Rikus—. Envió un mensaje para que nos reuniéramos con él en otro lugar.

Fosk lo miró amenazador, y Patch entrecerró su único ojo.

—¿Agis os dijo que os reunierais con él?

—Sí —respondió Rikus—; partiremos tan pronto…

—¡Mentiroso! —bramó Fosk; se agachó y recogió todo un montón de restos de roca.

Caelum se llevó la palma de la mano al sol rojo de su frente y apuntó con la otra mano al gigante. Rayos de luz escarlata surgieron de entre los dedos del enano, e iluminaron el valle con fantasmales tonalidades parpadeantes mientras volaban veloces y envolvían la mano del titán.

Cuando Fosk lanzó el brazo al frente, no salió ninguna roca de su mano, sino bolas rosas de un gel pegajoso y borboteante que cayeron de sus dedos describiendo un arco y provocaron pequeños círculos de fuego allí donde fueron a parar. Las gotas que cayeron al suelo llamearon unos instantes y luego se consumieron, pero el ardiente sedimento permaneció en la mano de Fosk El gigante lanzó un alarido de dolor y aplastó la mano contra el muslo, lo que provocó un fuego aún mayor que el que intentaba apagar. Finalmente, se dejó caer al suelo y empezó a rodar por él, lanzando al aire nubes de polvo.

—Bien hecho, esposo —felicitó Neeva.

Rikus gruñó su asentimiento. Sin dejar de vigilar a Patch, que estudiaba al gigante caído con expresión preocupada, el mul preguntó:

—¿Cuántos hechizos más tienes como éste?

—Éste era el más eficaz. Por eso lo guardaba —respondió Caelum—. Puede que no lo mate, pero sin duda impedirá que nos moleste por el momento.

—Quizá Magnus tenga alguna magia del viento…

—Dudo que venga —interrumpió Rikus—. Cuando estábamos en la granja, le asigné la tarea de conseguir que los gigantes avanzaran más despacio. Debe de haber quedado atrapado en el otro lado, o ya estaría aquí.

Mientras el mul hablaba, Patch volvió la cabeza hacia el desfiladero.

—¡Mata a los enanos, Galt! —chilló—. ¡A todos ellos!

—Al interior del túnel. ¡Ahora! —ordenó Neeva, girando en redondo.

En tanto que los enanos obedecían, el mul sacudió la cabeza perplejo.

—¡Para, Patch! —aulló, intentando que su voz no delatara la cólera que sentía—. Creía que comprendías. Jo’orsh y Sa’ram no quieren que les devuelvan la lente.

—¡Calla, pequeño mentiroso! —replicó el otro; levantó una roca enorme y avanzó hacia el mul—. Agis murió en la Bahía de la Aflicción.

—¡Eres tú quien miente! —chilló Rikus—. Agis está vivo. ¡Nos envió un mensaje!

—Tithian robó nuestro Oráculo —insistió Patch—, e intentáis ocultarlo.

El titán arrojó la roca con ambas manos. Esta describió un arco en dirección a Rikus, quien tuvo tiempo de ver que era lo bastante grande para aplastarlo tanto a él como a los que lo acompañaban. Levantó el Azote y golpeó la roca con la espada con todas sus fuerzas.

Esta vez Rikus no notó cómo la mágica hoja se hundía en la roca, como había esperado. El brazo simplemente se quedó paralizado. Un sonoro tañido metálico le taladró los tímpanos, y un fogonazo negro estalló en el punto en el que la espada había chocado con la roca. Dejó de sentir la arena bajo sus pies y se vio lanzado contra el suelo por una violenta explosión. Todo quedó en silencio, y tuvo la seguridad de que en cualquier momento sentiría el aplastante peso de la roca sobre su cuerpo.

En lugar de ello, se vio apedreado por una punzante lluvia de pedazos de grava. Mientras luchaba por recuperar el aliento, se maravilló de seguir con vida.

—¡Rikus! —gritó Neeva.

—Estoy bien —gimió, pasándose una mano por un corte que le molestaba encima de la oreja. Se levantó del suelo pesadamente, estuvo a punto de volver a caer, y tuvo que extender una mano para recuperar el equilibrio.

Fue entonces cuando se dio cuenta de que ya no empuñaba el Azote.

—Mi espada —gruñó, sacudiendo la cabeza y mirando rabioso a Patch.

—Ahí —contestó Neeva—, ha explotado.

Señaló al suelo cerca del lugar en el que Rikus había aterrizado. El Azote de Rkard yacía en dos pedazos, todavía teñida de gris y partida casi por la mitad. De los dentados extremos de la hoja rezumaba un chorro de fluido negro, más espeso que un almíbar; olía como un pozo de agua salada y, en lugar de hundirse en el polvo, se transformaba en relucientes gotas que inmediatamente rodaban las unas hacia las otras para formar una única gota mucho más grande.

Un violento escalofrío recorrió el cuerpo de Rikus.

—¡No! —exclamó, recuperando del suelo los dos trozos de espada.

Varias gotas del negro fluido cayeron sobre los dedos del mul y rodaron veloces por la mano y un trozo de la muñeca, dejando tras ellas un punzante reguero de ampollas. El gladiador lanzó un grito de sorpresa y sacudió la mano para desprenderse del líquido.

—¿Qué es esta cosa? —dijo anonadado mientras contemplaba cómo las gotas se arrastraban por el suelo hasta la gota mayor.

—¿Qué importa eso ahora? —respondió Caelum, y señaló a Patch, quien había cogido otra roca y la levantaba para lanzarla—. ¡Huyamos!

Dicho esto, el enano agarró el brazo del mul y tiró de él al interior del túnel. La roca de Patch se estrelló en el exterior y rebotó en la ladera de la montaña, inundando la mina con un eco atronador.

Caelum los condujo a la zona más recóndita de la caverna donde las tres compañías que quedaban de la milicia de Kled aguardaban fuera del alcance del gigante. Los enanos no se habían molestado en encender antorchas. Allí donde no se disponía de luz, sus ojos detectaban el calor ambiental que emitían todos los objetos. Era una habilidad heredada de sus remotos antepasados, que habían pasado toda la vida en las negras profundidades subterráneas. Puesto que él era en parte enano, también Rikus poseía tal don.

Del exterior les llegó la distante voz de Patch, que se mofaba de los enanos llamándolos cobardes de orejas puntiagudas, ladrones traicioneros que entre todos ellos no tenían pelo suficiente para hacer una trenza, y una docena de otros epítetos que le parecieron insultantes. Cada vez que el gigante profería otra afrenta, el túnel se estremecía bajo el impacto de una nueva roca que golpeaba la ladera en el exterior. En una ocasión, una piedra consiguió entrar incluso en la mina y traqueteó en la entrada durante unos instantes antes de detenerse sin causar daño.

Caelum se abrió paso hasta Rikus, con la mano brillando ya con una luz roja.

—Mi magia curativa no es tan poderosa por la noche —dijo, indicando la herida situada más arriba de la oreja del mul—, pero al menos podré detener la hemorragia.

—Espera un minuto —indicó Rikus, echándose hacia atrás—. Tengo una idea.

El mul miró la hoja rota del Azote. El negro fluido seguía goteando de los extremos rotos, y había manado ya tanto líquido que la gota formada les llegaba a la altura de la rodilla.

Rikus unió las dos puntas de la espada y la tendió a Caelum.

—¿Qué quieres que haga? —preguntó el enano, contemplando perplejo la hoja y el negro fluido que goteaba de ella—. No soy un herrero.

—Si lo fueras, sabrías que el acero no sangra. —Rikus señaló con la barbilla a la rezumante juntura entre los dos pedazos rotos de la espada—. De modo que cúrala.

—¿Que arregle el acero?

—Inténtalo —insistió Rikus—. ¿Qué daño puede hacer?

El enano meneó la cabeza, pero extendió la mano hacia la juntura.

—¿No puedes hacerlo sin tocarla? —inquirió Rikus, deteniendo su mano—. Esa cosa escuece.

—El dolor no es nada nuevo para mí —contestó el enano, cerrando los dedos alrededor del Azote.

Nada más entrar en contacto la mano con el negro líquido, Caelum aspiró profundamente varias veces entre los apretados dientes y cerró los ojos con fuerza, pero no retiró la mano. Un ahogado chisporroteo resonó en las pétreas paredes del túnel, y entre los dedos del enano saltaron chispas que llenaron el oscuro pasadizo de efímeros fogonazos de luz naranja. El sudor corría por la frente de Caelum y sus músculos temblaban, pero siguió sin apartar la mano.

—¿Funcionará? —dijo Neeva, acercándose a su esposo.

—Eso espero —respondió Caelum—. Sin el Azote, no sé cómo va a matar Rkard a Borys.

El enano mantuvo la mano sobre la juntura durante unos instantes más. Finalmente, cuando de entre sus dedos dejó de rezumar líquido negro hasta la enorme gota que tenía a los pies, Caelum retiró la mano de la espada.

La hoja volvió a separarse en dos, pero los extremos habían dejado de gotear. Desilusionado, Rikus introdujo la mitad inferior del arma en la vaina para mantenerla a salvo.

—Al menos conseguiste que dejara de sangrar.

—Sea lo que sea ese líquido, no es sangre —siseó Caelum, contemplando su mano.

La palma del enano estaba cubierta de un limo negro, que ahora borboteaba y vomitaba como si ardiera. Más grotesco aún, los huesos bajo la piel de Caelum parecían retorcerse como si fueran lombrices.

—¡Quítale eso de encima a mi esposo! —chilló Neeva.

Rikus agarró la mano del enano y utilizó el dorso de la hoja rota del Azote para limpiar la mano de Caelum. El negro fluido cayó al suelo con un chapoteo, se arremolinó en forma de gota y fue a reunirse con la otra gota más grande.

—¡Por el sol! —exclamó Caelum—. ¿Qué me sucede?

El mul volvió a mirar la mano del enano y vio el motivo de la alarma de éste. Unas escamas gruesas y puntiagudas habían brotado a lo largo de los bordes exteriores de la palma y en el centro se abría una boca bordeada de colmillos, con labios de un brillante color rojo y una lengua bífida que se alzaba de las abisales profundidades de su negra garganta.

—Liberadme. —Negras volutas de oscuridad escaparon entre los labios de la boca—. Venid y liberadme.

Caelum cerró la mano. Palideció intensamente y no dijo nada.

—¿Qué sucede? —quiso saber Neeva, tirando de ellos para apartarlos de la enorme gota.

Rikus estudió la rota espada por unos momentos y se estremeció.

—Debe de tener algo que ver con la magia del Azote —dijo, deslizando el pedazo roto en la vaina junto con la otra mitad—. Sadira sabrá más sobre ello… espero.

—¡Salid! —aulló la voz de Patch.

Rikus miró en dirección a la entrada. El gigante estaba tumbado sobre su estómago y miraba al interior del túnel con el ojo sano; tras atisbar en la oscuridad durante unos segundos, se apartó.

—¡En ese caso, os podéis quedar ahí, cobardes! —bramó.

Al cabo de un momento, una roca enorme bajó rodando por el sendero. Rebotó en las paredes unas cuantas veces, y por fin fue a detenerse a unos veinte o treinta metros en el interior del túnel. La enorme roca llenaba el pasadizo tan completamente que Rikus no pudo distinguir ni una rendija de la pálida luz de las lunas por entre sus bordes.

—Me parece que no saldremos por ese lado —anunció el mul.

Se volvió y aguardó a que sus ojos se ajustaran a la escasez de luz. Al poco rato, ya contemplaba el túnel bajo una docena de radiantes tonalidades diferentes: los enanos y Neeva en un rojo intenso, los espesos velos de rotas telarañas en verdes o amarillos brillantes, la fría piedra de las paredes en reluciente azul.

—¿Cómo vamos a salir ahora? —inquirió Neeva, mirando a su alrededor a ciegas. Como el único humano completo del grupo, ella era la única persona de entre los presentes que no podía ver en la oscuridad.

—No tardaremos en encontrar otra salida —afirmó Caelum; con la mano sana, el enano sujetó el brazo de su esposa y empezó a conducirla más al interior de las negras profundidades—. Es cierto, ¿no es verdad, Rikus?

—Hay cientos de salidas —aseguró el mul a Caelum—. Sugiero que dividamos a la milicia en tres grupos. Dos de las compañías tienen que encontrar salidas lo antes posible, y atacar a Patch o a cualquier otro gigante que encuentren. No quiero que los maten. Simplemente que les hagan saber que seguimos vivos; luego que retrocedan y lo intenten de nuevo desde otra salida.

—¿Qué hay de la otra compañía? —preguntó Neeva.

Rikus vio que agarraba con fuerza el brazo de Caelum, y que mantenía bien cerrados los inútiles ojos de modo que su cerebro no se esforzara instintivamente por ver lo que no podía percibir y de este modo estar más receptivo a sus otros sentidos. Era una técnica que él le había enseñado tiempo atrás, cuando los preparaban para un combate especial de gladiadores con los ojos vendados.

—Nos llevaremos al resto de tus guerreros e intentaremos llegar a las minas que dan a la entrada del desfiladero —dijo Rikus—. Con un poco de suerte, a lo mejor conseguimos salir a tiempo de ayudar a Sult y a su Compañía de Granito.

—Eso no tendría que resultar difícil —repuso Caelum, y se llevó los dedos a su tatuaje solar—. Poseo la magia precisa para conducirnos a través de este laberinto.