13: Los caballeros espectrales

13

Los caballeros espectrales

—¡Cinco naves! —gritó Sacha desde su puesto en lo alto del mástil.

Aunque Caelum oyó el aviso, sus ojos siguieron fijos al frente y no abandonó su postura arrodillada. Los rojos rayos del sol se filtraban entre la maraña de ramas que se alzaban del bajío situado delante de él, y el enano podía advertir por el plano borde inferior de la bola que la roja esfera tardaría aún bastante en alzarse por completo. Así pues, no estaba dispuesto a permitir que la aparición de unos cuantos barcos alterara sus oraciones… en especial cuando necesitaba tanto el favor del sol.

—Gran Faro, brilla sobre mi enemigo, para que sus puntos débiles resplandezcan con tal fulgor que incluso mis ciegos ojos puedan descubrirlos —salmodió el enano.

Rikus se colocó en la proa junto a Caelum.

—¿Qué te parecen esas embarcaciones, sacerdote?

Si bien no respondió, Caelum vio las naves. Cinco de ellas se encontraban totalmente inmóviles al frente, colocadas de costado en una única hilera. Los navíos eran todos cúteres, y en su único mástil ondeaban velas de gasa en forma de alas de murciélago que no sujetaba ningún tipo de peñol. Las cubiertas estaban repletas de catapultas manejadas por cadáveres en descomposición. Los cascos eran de brillante basalto y resultaban demasiado anchos para haber navegado por los estrechos canales que se unían para formar la bahía.

Caelum devolvió su atención al sol naciente.

—Enciende en mí el fuego de tu venganza, omnipotente verdugo —dijo—. Que las llamas de tu cólera broten de mi corazón enfurecido y carbonicen la carne de mi enemigo, derritan los globos de sus ojos, quemen sus huesos hasta partirlos. Te lo imploro, permite que el infierno de mi furia abrase su cuerpo hasta que se convierta en negras y humeantes cenizas.

—¡Caelum, levántate! —exigió Rikus.

Neeva se colocó junto al mul.

—No sirve de nada, Rikus —indicó, tirando de él—. Hasta que el sol se haya alzado por completo, toda la atención de mi esposo es para él, no para nosotros. Su propio hijo podría estar en uno de esos barcos, y él seguiría sin ponerse en pie.

Caelum resistió el impulso de contradecir a su esposa, consciente de que, aunque no se hubiera encontrado en plena oración, no habría servido de nada. Ella no había saludado la salida del sol desde el rapto de Rkard, y ese solo hecho demostraba que carecía de la fe necesaria para comprender la profundidad de la comunión solar.

El enano continuó con su canturreo.

—Maravilloso fuego de la vida, vela por mi hijo ausente y no dejes que se oscurezca la llama de su espíritu. Calienta su corazón para que sepa que su padre lo recuerda y lo busca con una fidelidad tan ferviente como tu luz.

Rikus y Neeva abandonaron la proa, para ir a colocarse cada uno a un lado de la lente oscura.

—¡Sujetad la botavara! —gritó entonces Tithian. El monarca seguía sentado en la popa de la falúa, ya que Sadira y él no habían intercambiado sus puestos todavía—. ¡No pueden seguirnos por ahí!

Tithian dio un empujón a la caña del timón, y la falúa se inclinó a estribor al alterar su rumbo; luego aminoró la marcha bruscamente y recuperó el equilibrio al quedar floja la vela. Ante ellos se extendía un canal de polvo tan estrecho que los árboles que lo bordeaban entrelazaban las ramas sobre el corredor. En cuanto Sadira tiró de la botavara y recogió el viento, la falúa se inclinó a estribor y volvió a avanzar. Caelum devolvió obedientemente la mirada al sol, girando de rodillas para poder contemplarlo por el lado de estribor de la pequeña embarcación.

El enano intentó calmar sus pensamientos, vaciar su mente para que pudiera volver a llenarse con el fulgor del amanecer, pero, no obstante sus esfuerzos, no pudo evitar observar cómo las velas de gasa de los cúteres giraban en sus mástiles. Trató de olvidarlas y concentrarse en los rojos rayos del sol. Si permitía que la inminente batalla afectara sus meditaciones, absorbería menos hechizos de lo normal, y éstos serían también menos potentes.

El casco de la falúa empezó a arañar la costra de lodo que bordeaba los bancos de arena, lo que aumentó las dificultades que tenía el enano para mantener sus meditaciones. Comenzó a tararear una única nota, como había enseñado a hacer a Rkard cuando el niño estaba aprendiendo a meditar.

Al mismo tiempo, la fantasmal flota inició un movimiento al frente, y Caelum se devanó los sesos con respecto a la ruta que seguía. Los cúteres intentaban cortarles el paso, pero el rumbo que seguían llevaría a las naves justo en medio de un banco de arena.

La falúa se introdujo más en el canal, y las casi transparentes velas de la flota desaparecieron tras la densa vegetación situada a estribor de la nave. Con un suspiro de alivio, Caelum se concentró en sus oraciones. Este bosquecillo parecía más espeso que el que había crecido en el último banco, de modo que el enano tuvo problemas para poder distinguir el sol. Aun así, por la aureola de hojas teñidas de rojo que se veía en el centro de la arboleda, supo en qué dirección mirar. Se abrió a la esfera y respiró con lentos y regulares susurros.

Esta vez, las meditaciones del enano tuvieron más éxito. Apenas oyó los agudos silbidos y los fantasmales cacareos que surgían de los bajíos mientras la falúa se abría paso por el estrecho canal que discurría entre ellos. A poco, sintió cómo la marca de su frente ardía roja y abrasadora; entonces la aureola que brillaba a través del bosque se tornó redonda y completa. Una llama roja centelleó sobre su frente, y supo que el sol había salido.

Caelum se puso en pie y se volvió hacia su esposa.

—Parece que, después de todo, tuve tiempo de finalizar mis oraciones —anunció—. Algo que todos agradeceremos cuando esos cúteres regresen.

—Esperemos —replicó ella.

Neeva estaba de pie junto a Rikus; ambos empuñaban sus armas, con los ojos fijos en el canal que el enano tenía a su espalda. Detrás de ellos, Sadira rebuscaba en el bolsillo de la túnica con una mano de color ébano y sostenía la cuerda botavara en la otra sin el menor esfuerzo. Tithian permanecía sentado en la cúpula del flotador, los negros ojillos desplazándose veloces arriba y abajo entre la orilla y la lente oscura.

El bajío quedó repentinamente en silencio. Durante unos segundos nada sucedió; luego una bandada de pájaros surgió súbitamente del enmarañado bosquecillo. Las batientes alas inundaron el aire con un violento zumbido al pasar por encima de sus cabezas.

Caelum vio un grupo de finas velas que se aproximaban a través de las ramas por encima del banco de arena. Las diáfanas telas atravesaban el desordenado follaje como si fueran incorpóreas, sin agitar ni siquiera una hoja. En contraste con las velas, las negras proas de los cúteres avanzaban a través del fangoso banco como el arado de un granjero, horadando grandes surcos y arrancando todas las plantas a su paso. Los majestuosos árboles se desplomaban casi en silencio, pues los pesados troncos se enredaban en la maraña de plantas trepadoras y ramas mucho antes de llegar a estrellarse contra el suelo.

Neeva y Rikus se adelantaron. La mujer levantó su hacha de armas y preguntó:

—Bien, esposo, ¿puedes hundir esos barcos?

Caelum alzó una mano hacia el sol. Aguardó hasta que su piel resplandeció con una brillante luz roja; luego apuntó al mástil de la falúa y lanzó su conjuro. Un globo de luz escarlata se formó en la base del poste y empezó a alzarse despacio. Al llegar la brillante esfera a lo alto, Sacha profirió un chillido y salió despedido de su percha como si alguien lo hubiera pateado. La cabeza cayó, dejando una estela de humo rojo, y chocó contra la tórrida playa del banco de arena con un ruido sordo. La roja esfera ocupó su lugar en lo alto del mástil y proyectó sobre la falúa una cálida luz rosada.

—¡Enano estúpido! —maldijo Sacha, elevándose tambaleante en el aire—. ¡Podrías haberme avisado!

—¿Qué es lo que has hecho? —preguntó Rikus.

—Proteger la nave de los no muertos —respondió Caelum—. Ahora los cadáveres andantes de los cúteres no nos pueden abordar.

El enano apenas había terminado de hablar cuando, delante de ellos, resonó el chasquido de las catapultas al ser disparadas. Giró en redondo y se encontró con una andanada de pequeñas piedras que se dirigían hacia ellos describiendo un arco en el aire. Rikus y Neeva se agacharon y, al ver que Caelum no hacía lo mismo al instante, la luchadora lo derribó de un puntapié. El enano se desplomó desgarbadamente en el interior de la sentina.

Casi toda la andanada erró el blanco. Las piedras se hundieron en las playas tostadas por el sol situadas a ambos lados del canal, y columnas de espeso lodo se alzaron en el aire. Por desgracia, unas cuantas rocas sí dieron en el blanco. Dos proyectiles rebotaron en la lente oscura y saltaron por la borda; aunque el impacto no pareció causar daño a la lente, arrancó un chillido de alarma a Tithian. Otras tres rocas que cayeron entre los barriles de carga diseminaron castañas y preciosa agua potable en todas direcciones. Una piedra golpeó incluso a Sadira en el pecho; el impacto la derribó sobre su asiento, pero no pareció causarle daño. Apartó la piedra a un lado y volvió a incorporarse.

Caelum sacó la cabeza al exterior y miró por encima de la borda. Dos cúteres habían penetrado en el bajío situado en el lado de babor y giraban para acercarse a la falúa siguiendo un rumbo paralelo. El tercer barco, entretanto, se colocaba de costado para cortar el paso por el canal, mientras que los dos restantes permanecían en el bajío de estribor, y estaban girando las proas en dirección a la falúa. En los cinco cúteres, los desmadejados cadáveres tensaban poco a poco las cazoletas de las catapultas para volver a dispararlas.

—Intentan atraparnos en un fuego cruzado —rezongó Rikus.

—No tendrán esa posibilidad —dijo Sadira—. Cuando estén listos para volver a disparar, sus proyectiles ya no podrán alcanzarnos.

Tras estas palabras, la hechicera ocupó el lugar de Tithian al timón y lanzó un hechizo volador. La falúa se alzó del canal en un ángulo tan agudo que Caelum tuvo que aferrarse a la borda para no resbalar. La lente oscura se deslizó hacia atrás y chocó contra los toneles de agua, que arrastró en dirección a la popa, pero Sadira apretó los pies contra los dos últimos barriles y mantuvo toda la carga en su lugar.

—¡Esto sí que es magia! —exclamó Neeva.

—Magia que dará a conocer nuestra presencia a los reyes-hechiceros, si todavía se encuentran cerca —se quejó Tithian.

—Si están tan cerca, la batalla los habría alertado de todos modos —dijo Rikus, mirando por la borda—. Dudo que pudiéramos hundir cinco naves sin producir gran cantidad de humo y ruido.

Caelum también miró por encima de la barandilla, sintiéndose un poco estúpido por haberse jactado de cómo su magia impediría que los cadáveres abordaran la falúa. La pequeña embarcación se encontraba ya a la altura de las copas de los árboles y seguía elevándose. A sus pies y delante de ellos, los cadáveres seguían cargando rocas en las cazoletas de sus catapultas, pero el enano no creyó que las piedras pudieran llegar tan alto que alcanzaran la nave.

A medida que se acercaban a los cúteres, Caelum observó que no todos los cuerpos de las cubiertas se encontraban en estado de descomposición. En cada barco, uno parecía extrañamente conservado, con la piel coriácea y un cuerpo demacrado. Los apergaminados rostros de estas figuras resultaban curiosamente similares, con enormes cavidades en el lugar de la nariz y ojos de fuego verde. Pero cada uno poseía un rasgo característico que lo distinguía del resto: un par de cuernos humeantes, uñas tan largas y afiladas como agujas, escamas quitinosas a modo de armadura, finas alas de fuego o un pico afilado en lugar de boca.

—¿Qué son esas cosas? —preguntó Neeva, señalando primero al cadáver con los cuernos humeantes y luego al que teníala armadura quitinosa.

—Son los capitanes de la nave; una especie de caballeros espectrales —manifestó Sadira—. Y dudo que se hayan tropezado con nosotros por casualidad. Probablemente los envió Borys.

El ser con las alas de fuego saltó de la cubierta de su nave y se lanzó a lo alto para interceptar la falúa.

—No hay por qué preocuparse —dijo Caelum, y levantó los ojos hacia la roja esfera que seguía brillando sobre ellos desde lo alto del mástil, deseando que su hechizo resultara útil después de todo—. No puede penetrar en la zona iluminada.

—¿Quién se preocupa? —inquirió Rikus—. Pero tampoco podemos dejar que nos siga. Será mejor matarlo, quiero decir destruirlo, ahora.

El mul sujetó la espada con ambas manos y se dirigió a la proa. Era el único punto de la falúa en el que la luz protectora de Caelum no se extendía más allá de las barandillas, y por lo tanto el único lugar donde el cadáver podía atacar la nave.

El espectro pareció darse cuenta de ello, ya que se dirigió directamente hacia Rikus. El mul blandió el arma. El cadáver agitó las llameantes alas y se detuvo en seco, dejando que la hoja del Azote centelleara inofensiva ante su rostro.

—¡Mul estúpido! —siseó el espectral caballero—. ¡Ven conmigo!

El cadáver se deslizó a un lado de la hoja y cerró ambas manos alrededor de las muñecas del mul; luego agitó violentamente las alas, intentando retroceder y arrancar a Rikus de la falúa. Cada vez que las alas se movían al frente, largas lenguas de fuego se desprendían de los finos extremos para lamer el rostro y los brazos del mul.

Aullando de dolor, Rikus se agachó para protegerse detrás de la proa de hueso. Apuntaló los pies en la borda y tiró para atraer a su atacante al interior del refulgente círculo creado por el hechizo de Caelum. Ambos adversarios parecían estar muy igualados. Las muñecas del mul permanecieron suspendidas bajo el perímetro de luz rosada, temblando por el esfuerzo y el dolor, mientras que las alas del ser se agitaban con fuerza, llenando el aire frente a la falúa de amarillas espirales de fuego.

Neeva pasó por debajo de la vela y, adelantándose, golpeó al espíritu con su hacha. El acero no se clavó en la carne, pero la luchadora consiguió pasar el ángulo del arma por detrás del cuello del cadáver y, uniendo su fuerza a la de Rikus, tiró hacia ella y consiguió arrastrar al enemigo sobre la borda y al interior de la luz rosada del hechizo de Caelum.

El espectral guerrero aulló de dolor. Negros zarcillos de humo se elevaron de su cuerpo, y su carne se desprendió en negros pedazos de ceniza. Caelum no podía creer lo que veía. El hechizo hacía efecto, pero desde luego no el esperado. El cadáver debía de ser tan poderoso como un espíritu errante; de lo contrario, habría sido consumido por la roja llama nada más ser arrastrado al interior del círculo.

Caelum volvió una mano hacia el cielo en busca de la magia necesaria para incinerar al espíritu. Un resplandor rojo cubrió la mano, y el enano dirigió un dedo al cadáver.

Antes de que él pudiera lanzar su hechizo, Sadira pronunció un conjuro desde la parte posterior de la nave. Un rayo de negra energía pasó veloz junto a la cabeza de Caelum y alcanzó al espíritu en pleno pecho. La falúa se estremeció, sacudida por un tremendo estampido que derribó casi al sacerdote y lanzó el cadáver por la proa. Una bola de fuego negro envolvió al guerrero, que se precipitó hacia los bancos de arena del suelo. Cuando por fin llegó abajo, todo lo que quedaba de él era una nube de cenizas.

Caelum suspiró, sintiéndose más inútil que nunca.

—Deja que vea esas quemaduras, Rikus —dijo, acercándose al mul.

El mul sacudió la cabeza y empezó a incorporarse.

—Luego —repuso—, no son graves.

Caelum posó la mano sobre los brazos cubiertos de ampollas.

—Me ocuparé de ellas ahora —insistió—. Si para lo único que sirvo es para curar las heridas de otros, al menos deja que lo haga bien.

Dicho esto, el enano liberó su energía curativa. El mul siseó al sentir cómo la magia penetraba en su cuerpo, pero las ampollas desaparecieron rápidamente y sólo quedó una mancha rojiza para indicar los puntos donde la piel había resultado quemada.

—Gracias —dijo Rikus—, realmente me siento mejor.

El chasquido de las catapultas resonó bajo la nave. Caelum miró por la borda y pudo ver una andanada de rocas grises que se entrecruzaban por debajo del casco. Las cuatro naves que habían disparado las piedras se encontraban casi debajo mismo de la falúa, un par a cada lado del corredor de cieno. El quinto cúter permanecía algo más adelante, cerrando aún el paso por el estrecho canal que discurría entre los bajíos.

Al pasar sobre el último cúter, un potente chisporroteo se dejó oír desde la cubierta de la nave, y un fogonazo azul saltó de su popa. Se escuchó una explosión ensordecedora, y toda la falúa cabeceó. El casco estalló en una lluvia de astillas grises. Caelum se agarró a la borda para no salir despedido y se encontró con los pies flotando en el vacío. Comprendiendo que la falúa se había quedado sin fondo, miró abajo. Los barriles de carga, el hacha de Neeva, la lente oscura, incluso la vela de la nave y el mástil caían en dirección a los bancos de arena del suelo. Sólo quedaban las personas, aferradas desesperadamente a las bordas.

Caelum contempló cómo la carga de la falúa caía. Con la vela sujeta aún, el mástil quedó atrapado por el viento y perdió velocidad más rápido que el resto. Fue a aterrizar a unos cien pasos de los cúteres y se hundió en la corteza de lodo de un banco, donde quedó clavado como un poste. Los barriles de agua y el hacha de Neeva quedaron desperdigados sobre las resecas orillas algo más allá, en tanto que la lente oscura fue la que recorrió más distancia antes de hundirse en el canal de cieno.

—¡No! —chilló Tithian—. ¡La lente!

El rey abrió las manos y se dejó caer, levantando un penacho de polvo mientras seguía a la lente al interior del corredor de polvo.

—¿Ahora qué? —gritó Neeva.

—Demos la vuelta —respondió Caelum.

El enano volvió la cabeza para mirar a los cúteres. Los caballeros espectrales abandonaban ya sus naves.

—No me importa Tithian, pero no podemos perder la lente.

—Desciende todo lo que puedas en dirección a la vela, Sadira —ordenó Rikus; el mul señaló el mástil de la falúa, en cuya parte superior todavía brillaba la rosada esfera del hechizo protector del enano—. Caelum y yo nos dejaremos caer para mantenerlos a raya. Luego regresa con Neeva para buscar la lente.

Sadira hizo girar la falúa, que descendió tanto que Caelum podría haber contado las grietas de la playa que se extendía a sus pies. El enano esperó hasta que penetraron en el resplandor rosado de su hechizo, y se soltó de la barandilla.

Casi antes de darse cuenta de que caía, Caelum chocó contra la reseca capa de lodo y sintió cómo ésta se resquebrajaba bajo la fuerza del golpe. Dejó que el impulso lo lanzara al frente y dio varias vueltas de campana sobre el ardiente suelo. Quedó tumbado de espaldas, de cara al mástil y a la roja esfera de su hechizo. El mástil se bamboleaba ligeramente, como si fuera a caer en cualquier momento, y se inclinaba un poco hacia el canal de cieno.

Caelum se dio cuenta de que no sentía nada de la cintura para abajo, y temió que la caída le hubiera roto algo en la espalda. Intentó agitar las piernas… y estuvo a punto de asfixiarse en la nube de polvo resultante.

Comprendiendo que casi había rodado al interior del canal de polvo, el enano se arrastró hacia atrás y, al tiempo que alzaba una mano al sol, se incorporó y giró en redondo para enfrentarse a los espectrales caballeros.

Ante su sorpresa, no vio que ninguno se lanzara contra él. Los únicos no muertos que distinguió fueron los cuerpos en descomposición que se encontraban en los cúteres. Éstos permanecían inmóviles junto a sus catapultas, contemplando el aire con la mirada perdida y los ojos en blanco, y Caelum sospechó que sus espíritus estaban ligados mágicamente a las naves, pues de lo contrario en esos momentos habrían estado saltando por las bordas para atacar.

Desde el otro lado del canal de cieno, Rikus aulló:

—¡Maldita sea mi suene!

Caelum miró en dirección a la voz y vio al mul, más bien dicho, vio la parte superior del mul. Rikus se había hundido en la reseca costra de arena y estaba atascado en el blando lodo hasta el pecho. Para empeorar aún más las cosas, los cuatro caballeros espectrales corrían hacia él. El de los cuernos humeantes se abalanzaba ya sobre Rikus.

Caelum apuntó al espíritu y pronunció una orden mágica. Un brillante rayo rojo salió disparado de su dedo y estalló en un deslumbrante haz de luz justo ante los ojos de la criatura.

El cadáver lanzó un rugido de rabia, y haces de dorada energía brotaron de sus humeantes cuernos. Aterrizó junto al mul, y sacudió la cabeza en un esfuerzo desesperado por eliminar los puntos de luz de sus ojos. Los rayos que surgían de sus cuernos cayeron sobre Rikus, quien lanzó un grito de dolor y abatió el Azote contra el cuello del espíritu, cuya repugnante cabeza salió despedida por el reseco suelo.

Rikus advirtió que los otros tres espíritus se encontraban a menos de doce pasos de distancia.

—No puedo salir de esta porquería. —El mul echó el brazo hacia atrás para arrojar el Azote—. Coge esto.

—¡No! ¡Quédatela! —aulló Caelum.

Sin dar a Rikus la oportunidad de protestar, el enano fue hasta el mástil e intentó empujarlo hacia el mul, pero el poste estaba mejor clavado de lo que parecía y no se inclinaría fácilmente. Caelum siguió empujando. El poste resbaló un poco, pero no cayó.

Al otro lado del canal, los tres caballeros espectrales que quedaban habían llegado junto al mul y lo rodeaban. Él que tenía la armadura quitinosa se colocó justo frente a Rikus, mientras que el cadáver con un pico por boca se acercó por el lado en que el mul empuñaba el Azote. El último caballero, una hembra con uñas largas como agujas, se colocó detrás de Rikus.

Caelum siguió empujando el mástil, que se iba inclinando lentamente, al tiempo que dirigía una mirada hacia el canal de cieno para ver si podía conseguir ayuda. Sadira y Neeva se encontraban a varios cientos de pasos de distancia, volando muy bajo sobre el corredor de cieno, de espaldas a él y a Rikus. Por lo que el enano podía ver de sus cabezas, tenían la vista fija en el canal que se extendía a sus pies, buscando alguna señal de la lente oscura.

Caelum iba a llamarlas, pero desde el otro lado del canal oyó la voz de uno de los espíritus que decía:

—¡Ahora, señor Guerrero!

El enano volvió la cabeza y vio cómo el cadáver de la armadura quitinosa, al parecer el llamado señor Guerrero, se lanzaba a la carrera y dirigía una violenta patada a la cabeza de Rikus. Se escuchó un sonoro chasquido al rechazar el mul el ataque con el brazo libre mientras blandía el Azote contra las piernas del espíritu.

El señor Guerrero saltó por encima de la hoja y aterrizó sobre una pierna al tiempo que apartaba el brazo armado de Rikus con una patada de la otra.

—¡Ahora tú, señor Visir!

El otro espíritu masculino dio un salto al frente y cerró la boca en forma de pico alrededor de la muñeca de Rikus. Con una mano, el llamado señor Visir agarró el puño que sujetaba el Azote y golpeó la palma de la otra contra el codo del mul. Rikus gritó pero no soltó el arma, de modo que el cadáver intentó obligarlo a soltarla retorciéndole el brazo.

Caelum escuchó cómo la costra de barro se resquebrajaba y sintió que el mástil caía. Con un gruñido decidido, clavó el hombro en el poste y se impulsó violentamente con las piernas. La madera se inclinó aún más hasta quedar ladeada sobre el canal, y la brillante esfera de la parte superior proyectó su luz rosada sobre Rikus y la zona que le rodeaba.

El señor Guerrero lanzó un agudo chillido y retrocedió, al igual que el cadáver femenino. El señor Visir realizó una última intentona para hacerse con el Azote, lo que resultó ser un terrible error, ya que Rikus estiró el brazo y, agarrándolo por el cogote, lo inmovilizó. El espíritu abrió el pico y graznó de dolor. Volutas de negro humo maloliente surgieron de su cuerpo, y el cadáver agitó los brazos violentamente en un enloquecido intento de escapar.

Rikus hundió la espada en el estómago del cadáver. El señor Visir lanzó un gemido desgarrador y arañó con fuerza el lodo en un esfuerzo por arrastrarse lejos de allí. El mul volvió a hundir la espada, y el espíritu se quedó inmóvil. El cuerpo humeó durante unos instantes; luego una oleada de relucientes llamas lo redujo a cenizas.

Los dos espíritus que quedaban, de pie uno a cada lado de Rikus, miraron en dirección a Caelum.

—¿Puedes ocuparte de él, señora Felicidad? —preguntó el señor Guerrero.

—Con mucho gusto —respondió el espíritu hembra, extendiendo los afilados dedos y apartándose de Rikus.

Caelum se colocó al otro lado del mástil, como si intentara esconderse. Oía cómo el fango crujía bajo el peso del poste y sabía que caería en cualquier momento.

El espectro hembra rodeó la zona iluminada por el hechizo de Caelum hasta detenerse al borde del canal de cieno. Utilizó un dedo para indicarle que se acercara, y el enano vio que de la uña rezumaban gotitas de un oscuro líquido amarillo.

—No hay nada que temer, hombrecillo —dijo ella, disponiéndose a saltar el canal—. Esto no te hará daño.

—¡Esto sí! —replicó Caelum.

Utilizando toda su fuerza enana, Caelum empujó el mástil. La costra de lodo cedió con un sonoro chasquido, y la parte superior del poste giró. El palo cayó directamente hacia la mujer y la atrapó justo cuando intentaba alzarse por los aires. La esfera roja chocó contra su hombro y el espectro no tuvo ni tiempo de gritar antes de que su cuerpo se convirtiera en una columna de fuego.

Caelum escuchó maldecir al señor Guerrero, que gritó:

—¡La espada! ¡Dámela!

El enano no se tomó ni la molestia de mirar al otro lado del canal. Su extremo del poste se había hundido en el polvo, pero el otro seguía apoyado sobre la costra de barro del banco situado enfrente. Tomó carrerilla y saltó, extendiendo los brazos.

Cayó a medio camino. Golpeó el polvo de cara y se hundió ligeramente antes de que su pecho tocara la sólida superficie del mástil. Cerró los brazos a su alrededor y se alzó fuera del cieno tosiendo y medio asfixiado; luego, sin esperar siquiera a recuperar por completo la respiración, reptó hasta la otra orilla y se volvió hacia Riláis.

Caelum se encontró detrás de su amigo y del señor Guerrero, quien, tras haber asestado una patada a la parte posterior de la cabeza del mul, saltaba ahora hacia atrás mientras Rikus intentaba girar y clavarle el Azote.

El espectro dio un paso a un lado para preparar un nuevo ataque. El enano cargó, calculando su asalto para que llegara justo en el momento en que el cadáver volvía a adelantarse. El espectro se detuvo justo detrás de Rikus y levantó una pierna para lanzar una violenta patada a la base del cráneo del mul.

Convencido de que el golpe sería fatal si daba en el blanco, Caelum gritó una advertencia al tiempo que se arrojaba sobre el señor Guerrero, al que alcanzó entre los omóplatos. El enano chocó con una fuerza demoledora, y su rostro se estrelló contra las frías y duras escamas que recubrían la espalda del cadáver.

El señor Guerrero lanzó un grito de sorpresa, y el impulso de la carga de Caelum hizo saltar a ambos sobre la cabeza de Rikus. El cadáver chocó contra el suelo justo frente al mul y el enano rodó lejos de él.

Rikus descargó el Azote media docena de veces antes de que el espectro tuviera tiempo de reaccionar. Cuando Caelum volvió a incorporarse, todo lo que quedaba de la criatura eran trozos de carne putrefacta.

—Muchas gracias —dijo Rikus—. Me has salvado la vida… cuatro veces.

El mul había sufrido más daños durante su lucha con los espíritus de lo que Caelum había advertido. Todo su cuerpo estaba cubierto de hematomas, enormes cardenales morados y una docena de heridas que empezaban a ablandar con sangre el lodo que lo rodeaba.

—Aún no te he salvado la vida —afirmó Caelum, alzando una mano hacia el sol y acercándose al mul—. Los golpes del señor Guerrero aún podrían acabar contigo.

Rikus abrió los ojos de par en par y contempló la refulgente mano del enano con expresión dolorida.

—Estoy demasiado magullado para eso —refunfuñó—. No tienes que curarme justo ahora.

—Claro que sí —gruñó la voz de Tithian.

Caelum miró por encima del hombro y vio al monarca —o más bien, a una criatura con la cabeza del monarca— que se arrastraba fuera del canal de cieno. El cuerpo de Tithian ya no era ni remotamente humano. Tenía la forma de un reptil, con una granulosa piel verde y poderosas patas achaparradas tan anchas que parecían aletas. Mientras la extraña criatura emergía por completo sobre el banco de arena, el enano vio que tenía la larga cola arrollada a la considerable masa de la lente oscura.

El ser se arrastró hasta ellos y depositó la lente junto a Rikus.

—Ahora estate quieto y deja que Caelum salve tu miserable pellejo… otra vez —dijo Tithian, mirando en dirección a los cúteres—. Yo iré a tomar medidas para que podamos continuar. Tal vez podamos finalizar nuestro viaje de un modo más apropiado a mi posición.