17: Ür Draxa

17

Ür Draxa

Con su cuerpo de serpiente arrollado alrededor de la lente oscura, Tithian se encontraba a los pies de una imponente muralla de granito, justo en el exterior del túnel que había abierto a través de un enorme bloque de sus cimientos. Ante él se extendía un bosquecillo de árboles de troncos flexibles que se balanceaban bajo la luz de la luna, como esclavas danzarinas que le dieran la bienvenida a la ciudad. Cada uno tenía una única hoja azul, tan larga como una vela de barco y extendida completamente sobre una red de ramas en forma de cúpula. Senderos bien cuidados cimbreaban entre las sombras bajo sus ramas, sugiriendo que había penetrado en una especie de parque.

Tithian apenas percibió la belleza del lugar, pues su atención permanecía fija por completo en la lente oscura. Al salir de su túnel, una oleada de energía se había alzado del suelo, había penetrado en su cuerpo y de allí había pasado al interior de la lente. Docenas de humeantes zarcillos habían empezado entonces a danzar sobre la parte superior de la esfera, para luego entrelazarse en una chisporroteante columna de energía y, alzándose hacia el cielo, hender la roja tempestad que rugía en lo alto.

—Ponte en marcha —instó Sacha, flotando fuera del túnel. Las palabras de la cabeza se perdieron en el bosquecillo que tenían delante, donde se apagaron sin levantar ningún eco—. Los reyes-hechiceros están volando por la llanura.

Tithian señaló el negro chorro de energía.

—Algo no va bien —dijo—. Yo no hice esto.

Sacha alzó al cielo los hundidos ojos.

—Intenta no ser tan cretino. Rajaat nos observa.

Tithian empezó a desenrollarse, manteniendo la lente bien sujeta en la cola.

—¿Qué es lo que está sucediendo?

—La lente está sobrecargada, de modo que descarga el exceso de energía.

—¿Sobrecargada?

—Estás cerca de la prisión de Rajaat. La lente está extrayendo energía del hechizo que la mantiene intacta —explicó Sacha, con tono deliberadamente desdeñoso—. ¿Creías que la lente sacaba su poder únicamente del sol?

Lo cierto es que eso era exactamente lo que Tithian había pensado, pero no dio a Sacha la satisfacción de oírle confesar su error.

—¿Por dónde ahora? —preguntó, mirando a las profundidades del silencioso parque.

—¿Cómo quieres que lo sepa? —exigió Sacha—. ¿Cuántas veces crees que he estado en Ür Draxa?

Un hombre salió de detrás de uno de los árboles que tenían delante. Vestía una extraña armadura hecha de costillas humanas pintadas de brillantes colores, con un imponente yelmo tallado del cuadrado cráneo de alguna raza de semihombre que poseía grandes colmillos. El desconocido sostenía una alabarda de metal con una hoja de formas muy recargadas que parecía más apropiada para su exhibición en la pared de un palacio que para la lucha. Aunque el hombre no se movía con un cuidado particular, sus pisadas eran tan suaves como las de un cazador elfo, lo que hizo que el rey sospechara que el extraño silencio del bosque estaba más relacionado con la magia que con la tranquilidad.

El recién llegado apuntó con el arma a Tithian y le indicó que se tumbara en el suelo. Al ver que el rey no obedecía, el hombre alzó la alabarda, y un centenar de guerreros surgieron de detrás de los árboles. Sus armaduras de cuero no eran tan refinadas como las de su jefe, pero las lanzas que empuñaban parecían mucho más prácticas que la alabarda del otro.

—No tenemos tiempo para esto —gruñó Sacha—. Mátalo.

Decidiendo tomar lecciones del dragón, Tithian imaginó una potente tormenta de fuego brotando de su boca. Una increíble oleada de energía emergió de la lente oscura y llameó a través del cuerpo del monarca con tal ferocidad que éste temió explotar. De su boca surgió un cegador cono blanco de llamas que sepultó al oficial y a los guerreros situados detrás. Tithian ni siquiera vio arder el bosquecillo. Las enormes hojas y las ramas desaparecieron en medio de un fogonazo; acto seguido el suelo quedó cubierto de troncos calcinados y cráneos ennegrecidos. Tan sólo los extremos del pequeño bosque habían escapado a la instantánea devastación, e incluso ellos empezaban a arder ahora.

—Bien hecho —dijo una voz junto a Tithian.

El rey giró violentamente la cabeza. En un principio, no vio al que había hablado, pero luego vislumbró un par de parpadeantes ojos azules que lo contemplaban desde la débil sombra que su figura, iluminada por la luna, proyectaba sobre el suelo. A medida que Tithian la observaba, la silueta se fue desgajando del polvo y adquiriendo una figura más humana, aunque su tamaño y forma eran como los de un halfling.

—¿Quién eres? —Tithian vio que en el rostro del ser se formaban una nariz y un par de labios.

—Qué rápidamente olvidas —le reprochó la silueta—. Te conduje por el mundo de las tinieblas hace menos de una hora.

—¿Khidar? —exclamó Tithian, boquiabierto—. ¡Pensaba que eras un gigante!

—Claro que no lo era, imbécil —intervino Sacha—. El pueblo de las sombras desciende de los últimos criados halflings de Rajaat.

—Las sombras gastan curiosas bromas con el tamaño, ¿verdad? —añadió Khidar, sonriente; ahora su rostro estaba completo, con cabellos muy cortos, ojos azules, nariz respingona y brillantes dientes blancos—. Tu ignorancia es comprensible. No había muchos de los nuestros. La mayoría de los halflings de la Era Verde no quisieron saber nada de las Guerras Depuradoras.

Tithian paseó la mirada por el devastado parque, en absoluto interesado por la historia del pueblo de las sombras.

—Supongo que no puedes decirme dónde encontrar a Rajaat.

Khidar apuntó un negro dedo en dirección al otro extremo del bosquecillo en llamas. Aunque la cabeza del halfling era ahora completamente sólida, el resto del cuerpo seguía siendo una simple sombra.

—Rajaat me ha dicho que debes buscarlo en el corazón de Ür Draxa —indicó Khidar—. Cuando esos árboles hayan desaparecido, verás una gran avenida que se dirige al centro de la ciudad. Mis exploradores me informan que termina bajo un enorme arco incrustado en la muralla interior.

—¿Luego qué? —inquirió Tithian.

—Cuando llegues allí, ya sabremos con certeza si Rajaat se encuentra detrás. Si es así, uno de nosotros te conducirá al otro lado.

Tithian negó con la cabeza.

—Si me arrastro por una calle principal con la lente sujeta a la cola, voy a despertar mucha atención.

El monarca ilustró el problema provocando una serie de ondulaciones a su sinuoso cuerpo.

—Entonces disfrázate —le espetó Sacha.

—¿De qué? —replicó Tithian—. Cualquier cosa lo bastante grande para transportar la lente atraerá la atención. Probablemente pueda destruir cualquier cosa que me lancen, pero me ocupará un tiempo que no tenemos.

—No te preocupes por la cuestión del disfraz —dijo Khidar—. Me aseguraré de que los draxanos estén demasiado ocupados para prestarte atención. Además, hasta que destruyas por completo la prisión de Rajaat, mi pueblo sólo puede emerger de las tinieblas de forma parcial. Con nosotros vagando por la ciudad, tú no serás más que una de las muchas cosas raras sueltas por las calles.

El halfling abrió la marcha en dirección a los árboles en llamas del extremo del parque.

* * *

Cruzar la llanura les llevó más tiempo de lo que Sadira suponía. Ella y Rikus corrieron hasta que la respiración de ella se tornó penosamente jadeante y los pulmones se le llenaron de fuego. Redujeron la velocidad y continuaron hasta que la fatiga entumeció de tal forma las piernas de la hechicera que ésta apenas podía avanzar dando traspiés.

—Será mejor que andemos un rato —dijo ella, respirando con dificultad—. Si me tuerzo un tobillo, no alcanzaremos jamás a Tithian.

El mul aminoró el paso y se acercó.

—Supongo que no te queda nada de magia…

Sadira sacudió la cabeza.

—Ya he utilizado los hechizos que podían ayudarnos.

Durante el día, cuando estaba imbuida con el poder del sol, Sadira podía dar forma a sus hechizos con apenas pensarlos. Pero, por la noche, era como cualquier otra hechicera; podía utilizar tan sólo conjuros cuyas runas mágicas había grabado en su mente durante horas de estudio riguroso. Por desgracia, pronunciar el conjuro de un hechizo borraba las runas de la memoria, de modo que quien lo lanzaba no podía volver a utilizarlo una segunda vez hasta haberlo estudiado de nuevo.

—De nada sirve preocuparse —repuso Rikus—. Antes de poder liberar a Rajaat, Tithian tiene que encontrarlo… y, con los reyes-hechiceros tras él, puede llevar algún tiempo.

—Esperemos.

Sadira levantó los ojos al cielo. El surtidor negro todavía se alzaba desde lo alto de la colina, y, por la abertura cada vez mayor en las rojas nubes pudo apreciar que había empezado a moverse. La hechicera devolvió la mirada al suelo y se abrió paso entre las afiladas piedras tan deprisa como pudo.

—Hay algo que tengo que decir —comunicó Sadira, tras dar unos cuantos pasos.

El mul enarcó una ceja, pero mantuvo la atención fija en el accidentado suelo.

—¿Qué es?

—Te debo una disculpa —respondió Sadira—. Cuando descubrí que Agis había muerto, me sentí culpable por haberlo dejado morir sin el heredero que deseaba. Te he estado utilizando como cabeza de turco de esos sentimientos, diciéndome a mí misma que el único motivo por el que no le di un hijo fue porque ello te habría puesto celoso a ti.

—¿Fue ése el motivo? —Rikus siguió andando.

Sadira vaciló antes de contestar. Se había disculpado, como había prometido a Neeva, y no sabía si era necesario discutir más sus sentimientos.

—Entonces soy yo quien te debe una disculpa —dijo el mul—, si impedí que dieras a Agis algo tan importante…

—No fue por eso que me negué —interrumpió Sadira—. No quise un bebé porque tenía miedo.

—¿Miedo? —se burló él—. ¿Cómo puede una mujer que ha osado desafiar a la Torre Primigenia, que se ha enfrentado al dragón, tener miedo a algo tan normal como dar a luz?

—Normal o no, dar a luz no es una tontería —lo reprendió Sadira—. Pero tienes razón. No era el dolor lo que me preocupaba… Era la dependencia. Al tener un niño me entregaba a Agis para siempre, y tenía que confiar en que él haría lo mismo.

—Y eso habría significado dejarme a mí.

—Eso es lo que me decía a mí misma —manifestó ella—. Pero lo cierto es que, después de que Faenaeyon abandonó a mi madre, jamás he confiado realmente en el amor.

—Agis no era un elfo. Él jamás te habría abandonado a ti o a su hijo.

—No digo que lo hubiera hecho; era demasiado leal —repuso Sadira—. Pero la gente cambia, y también sus sentimientos. El amor podría haber desaparecido y nosotros habríamos estado atados el uno al otro.

—Y también podría no haber sucedido. No puedes predecir lo que sucederá en esta vida, pero eso no es razón para aislarse de ella. —El mul calló por un momento; luego se acercó más y la cogió del brazo—. Pero los niños no nos tienen que preocupar a nosotros. Aun cuando quisieras uno, yo no podría darte un hijo. Sigamos igual que antes.

Sadira sacudió la cabeza.

—No estoy segura de que sea una buena idea. Ni para mí… ni para ti.

—¿Qué quieres decir? —Rikus frunció el entrecejo.

—No fue hasta que Agis murió que me di cuenta de que lo necesitaba.

—¿Y no me necesitas a mí? —inquirió Rikus, con expresión herida.

—No es eso lo que quiero decir —repuso ella con una débil sonrisa—. Pero hay alguien que también te necesita. Y tú también los necesitas.

—Si te refieres a Neeva…

—No es sólo Neeva —apuntó Sadira.

—Esto no sirve de nada —replicó Rikus, soltándole el brazo—. Si crees que podemos decidir por Neeva…

—No estoy decidiendo por Neeva —lo interrumpió Sadira—. Pero sé lo que ella y Rkard necesitarán.

Rikus desvió la mirada, incómodo.

—Lo que necesitan es que cojamos a Tithian y regresemos junto a ellos —contestó, iniciando un trote—. Si estás en condiciones de volver a correr, será mejor que nos movamos.

Sadira echó a correr detrás del mul. Descubrió que, concentrándose en dónde ponía los pies, le resultaba más fácil no tropezar, y de este modo cruzaron la planicie a una velocidad regular. A medida que se acercaban al farallón, resultó evidente que el precipicio no era natural, sino un muro construido de bloques de granito tan grandes como casas, con junturas tan herméticas que no se podría haber deslizado la hoja de una daga entre las piedras. Relámpagos chisporroteantes descendían de la tormenta de ceniza que se desarrollaba en el cielo para lamer las partes más elevadas de la muralla, y la cima misma se perdía entre las arremolinadas nubes rojas.

—No puedo creer que Tithian haya volado por encima de este muro —dijo Sadira—. Lente o no lente, si uno de esos rayos lo tocara quedaría convertido en cenizas.

—Yo tampoco creo que haya pasado por encima.

El mul indicó hacia abajo, donde el negro círculo de un túnel se abría en la parte inferior de la muralla, y los dos se desviaron hacia allí. No tardaron en comprobar que era perfectamente redondo, con bordes lisos y un acabado cristalino. Había sido abierto en el centro de un bloque de granito, y era tan largo que la luz del otro extremo era un punto del tamaño de un pulgar. Sadira siguió a Rikus al interior del pasadizo.

Cuando salieron al otro lado, la hechicera vio que habían entrado por una esquina de lo que en una ocasión había sido un bosque acotado, aunque ahora ya no se parecía en nada a un parque. Una poderosa explosión había arrasado la zona, derrumbando árboles y dejándolos sin ramas y humeantes. Desperdigados entre los ennegrecidos troncos se veían cientos de esqueletos calcinados, junto con las resquebrajadas puntas de obsidiana de lanzas carbonizadas.

—Fueran quienes fueran, no representaron un gran reto para Tithian y la lente. —Sadira señaló a lo lejos, donde el chorro de energía procedente de la lente oscura seguía desgarrando la tormenta sobre sus cabezas; la negra columna parecía tan sólo un poco menos lejana que cuando habían iniciado la travesía de la llanura—. Será mejor que nos demos prisa.

Se abrieron paso por el devastado parque, del que salieron a una avenida procesional que conducía directamente al centro de la ciudad. A la hechicera le pareció increíblemente larga; la avenida cruzaba bajo una interminable serie de arcos y bóvedas que carecían de otro propósito que no fuera el de ostentosa decoración. Cientos y cientos de monumentos a guerreros de rostro severo y burócratas de expresión astuta bordeaban la gran avenida. En comparación con la suavidad de la luz que caía desde las doradas lunas, los edificios proyectaban sobre la calle sombras sorprendentemente marcadas. Detrás de las estatuas se alzaban las altas torres e imponentes emporios de una ciudad grande y antigua, aunque daba la impresión de que su arquitectura cuadrada y puntiaguda había sido diseñada para empequeñecer más que impresionar a los que la observaban.

Los habitantes de la ciudad, o al menos aquellos que Sadira pudo ver, estaban amotinados. Nobles aterrorizados cubiertos con armaduras de huesos pintados corrían de un lado a otro por las calles, blandiendo espadas y hachas de obsidiana contra pandillas de esclavos cubiertos únicamente con taparrabos de cáñamo y con pedazos de madera por toda arma. Aquí y allá, pequeños grupos de guerreros intentaban organizar contraataques contra sus sublevados súbditos, pero los opresores estaban en total inferioridad numérica, y Sadira comprendió que sólo sería cuestión de tiempo antes de que los esclavos los pasaran a todos a cuchillo.

Rikus y la hechicera empezaron a descender por la congestionada avenida; el mul utilizaba el mango del hacha para apartar al gentío mientras que su compañera mantenía la vista fija en el chorro de negra energía. Aunque Tithian, y probablemente los reyes-hechiceros, se encontraban demasiado lejos para verlos, no la preocupaba que fueran a resultar difíciles de localizar. La hendidura en las nubes estaba directamente encima de la gran vía, y señalaba como una flecha justo al frente.

—Algo en todo esto no tiene sentido —dijo Sadira, que se mantenía muy pegada a la espalda del mul—. Esta ciudad hubiera debido tardar más en rebelarse. ¿Cómo pueden saber los esclavos que el dragón está muerto? E, incluso aunque así sea, ¿cómo pudieron volverse contra sus amos con tanta rapidez?

El mul se encogió de hombros.

—Los reyes-hechiceros parecían trastornados ante la idea de que Tithian introdujera la lente en la ciudad. A lo mejor tiene algo que ver con eso —respondió—. Pero ¿a quién le importa, siempre y cuando los esclavos obtengan su libertad?

—La rebelión no es más que un síntoma —replicó la hechicera—. Si la revuelta hubiera preocupado a los reyes-hechiceros, no quedaría un solo esclavo vivo en esta avenida.

En su avance por la amplia vía, la pareja se vio abordada de vez en cuando por enfurecidos esclavos o aterrorizados nobles. Cuando eran esclavos los que atacaban, Rikus se limitaba a desarmar a los agresores y los echaba a un lado. Cuando se trataba de nobles, Sadira y el mul no vacilaban en matar, satisfechos de poder ayudar a la liberación de la ciudad.

No tardaron en encontrarse con tres extraños seres que conducían a una docena de esclavos en pos de un corpulento templario. Las criaturas recordaban a los antiguos halflings de la Era Azul, excepto en que eran en parte sombra y en parte persona. El cabecilla poseía una cabeza sólida y un cuerpo transparente, mientras que otro tenía las piernas sólidas pero nada más. El tercero estaba partido por la mitad, una parte silueta y la otra cuerpo físico.

Cuando el cabecilla de las semisombras vio a Rikus y a Sadira, gritó algo en el extraño lenguaje de la ciudad. Aunque la hechicera no comprendió las palabras, reconoció la voz que las pronunciaba.

—¡Khidar!

El halfling condujo a sus dos acompañantes y a los esclavos hacia ella.

—Habría sido más sensato que os hubierais marchado después de matar a Borys —dijo—. A Rajaat no le gustan los mestizos como tú y tu esposo.

Los esclavos se desplegaron, preparándose para atacar a Rikus y a Sadira por todas partes. La mayoría iban armados con bastones de madera, pero tres llevaban hachas de obsidiana, y uno empuñaba una espada de acero.

—¡Apartaos! —Rikus blandió el hacha para indicar a los esclavos que retrocedieran—. No me gustaría haceros daño.

Los esclavos empezaron a farfullar entre ellos, tan incapaces de entender al mul como él lo era de entenderlos a ellos.

—Haz que se vayan, Khidar —ordenó Sadira, introduciendo una mano en el bolsillo y utilizando la otra para reunir la energía necesaria para un hechizo—. Sólo conseguirán que los maten.

Khidar siseó algo a los esclavos en su propia lengua, y éstos se lanzaron al ataque. Ocho se arrojaron sobre el mul, mientras que los otros cuatro, todos armados con palos, rodeaban a Sadira. La hechicera vio cómo Rikus balanceaba el hacha prestada y aplastaba la hoja plana contra el cráneo del que empuñaba la espada. Mientras el esclavo caía al suelo sin sentido, el mul continuó el balanceo, cortando las cabezas de dos hachas de obsidiana con su hoja de acero, al tiempo que enviaba al portador de la tercera hacha dando tumbos hacia atrás mediante una patada lateral en el pecho. Los que empuñaban los garrotes cayeron entonces sobre él.

Los otros cuatro esclavos, tras esquivar a Rikus, se abalanzaron sobre Sadira. Ésta extrajo un puñado de arena del bolsillo y lo arrojó al aire delante de tres de ellos, a la vez que pronunciaba un conjuro. Una hipnotizante luz dorada brilló sobre los granos y captó la mirada de los tres hombres; sus cabezas se doblaron lentamente hacia adelante mientras seguían con la mirada el descenso de la arena y, cuando ésta cayó al suelo, sus ojos se cerraron y cayeron de bruces, profundamente dormidos.

Aullando alguna maldición draxana que Sadira no comprendió, el cuarto halfling abatió su garrote en un violento golpe de arriba abajo. La hechicera torció el cuerpo a un lado y, deslizándose bajo el arma, interceptó la muñeca, tal y como Rikus le había hecho ensayar miles de veces. Cerró la mano alrededor del brazo de su oponente, y condujo el codo hacia abajo en dirección a la propia rodilla, que ya alzaba justo bajo la articulación.

El codo se partió con un fuerte chasquido, y la mano del esclavo se abrió. Sadira recogió el garrote mientras caía; luego clavó la punta de su codo en la aullante garganta del halfling. El hombrecillo retrocedió tambaleante, medio asfixiado, y la hechicera se acercó a su esposo.

Sadira apenas pudo distinguir a Rikus bajo el remolino de palos, pero el mul parecía decidido a derrotar a sus adversarios sin matarlos. Tres de los ocho yacían en el suelo, sin sentido pero sin señales de herida de hacha. La hechicera vio cómo uno de los guerreros se doblaba al frente y se alejaba dando un traspié; entonces el mango del hacha de su esposo centelleó bajo su barbilla y derribó al halfling. El esclavo sacudió la cabeza y empezó a incorporarse otra vez.

—¡No tienes que ser tan cuidadoso! —chilló Sadira.

La mujer aplastó el extremo de su bastón contra la sien del hombre, cuyos ojos quedaron en blanco; acto seguido la hechicera se introdujo en la refriega para ayudar a su esposo. Aunque no intentó deliberadamente matar a nadie, tampoco se esmeró por preservar sus vidas. Dejó sin sentido a un esclavo aplastando el bastón contra su nuca, lo que partió el palo por la mitad, y luego hundió el afilado extremo entre los riñones de otro. Éste cayó de rodillas al instante, presa de tal dolor que no podía ni gritar.

Una oleada de insoportable frío atravesó la muñeca de la hechicera, quien bajó la vista y descubrió una negra sombra que ascendía por el brazo, a la vez que escuchaba la voz de Khidar que le decía:

—Todavía puedo llevarte al mundo de las tinieblas. Ven conmigo.

Sadira giró en dirección a la semisombra y le hundió los dedos en los ojos. La uñas se hundieron con fuerza y Khidar chilló, pero siguió pegado a ella La negra mancha de su frío contacto subió por el codo, y ya no se pudo distinguir dónde terminaba su mano y empezaba el brazo de ella.

La hechicera se echó hacia atrás para volver a golpearlo y sintió que otra mano helada le sujetaba el hombro. Volvió la cabeza y descubrió al otro halfling, el que estaba partido por la mitad, sujetándola por el cuello de la túnica. Un terrible entumecimiento se apoderó de su pecho.

—¡Rikus! —aulló.

Su esposo tenía sus propios problemas. Aunque había dejado a los últimos dos esclavos inconscientes, la tercera semi-sombra se había arrojado sobre la espalda del mul, y éste giraba como una peonza, intentando deshacerse de su atacante. Los brazos y las piernas del halfling se agitaban violentamente en el aire, pero él y el mul seguían pegados por el torso.

Fue en ese momento, cuando la hechicera recordó la descripción de Rikus de su lucha con Umbra. Incluso con el Azote, el mul había sido incapaz de derrotar a la sombra gigante hasta que dejó caer su antorcha. Comprendió entonces que el punto débil del pueblo de Khidar era que sin luz no podía haber sombra.

Sadira volvió la palma hacia el suelo, preparándose para lanzar un hechizo de oscuridad. Sintió cómo la energía subía por su brazo pero, de improviso, el familiar hormigueo desapareció bruscamente al llegar a la negra mancha de su hombro. La semisombra que la sujetaba por el cuello de la túnica lanzó un grito de dolor, se soltó de repente y cayó al suelo. Parecía como si un rayo hubiera hecho volar parte de su cuerpo, y volutas de humo negro se desprendían del hueco donde antes había habido la silueta de un hombro.

En un principio, Sadira no comprendió, pero no tardó en darse cuenta de lo que había sucedido. Los miembros del pueblo de las sombras no poseían fuerza vital propia; existían sólo como siluetas que indicaban la ausencia de energía. Así pues, el contacto directo con un poder mágico —una de las formas de energía más potentes— los aniquilaba.

Sadira volvió la palma otra vez hacia el suelo. Rikus tenía ya toda la espalda negra, y la mancha se extendía a toda velocidad por las costillas y descendía hasta las caderas.

—¡Suéltame, Khidar! —siseó la hechicera, acumulando más energía mágica en su cuerpo.

—¿Para qué? ¿Para que puedas salvar a Rikus? —se burló él—. Tú puede que escapes, pero tu esposo viene con nosotros.

—¡No! —gritó Sadira.

Lanzándose al frente, la hechicera hundió la mano en la mancha de la espalda de Rikus. La semisombra ni siquiera gritó; su cuerpo simplemente estalló en forma de vapor negro, mientras que sus brazos y piernas, aún materiales, salían disparados en todas direcciones. La explosión lanzó a Sadira por los aires, y la hechicera sintió un fuerte chasquido al chocar su nuca contra el suelo de adoquín de la calle. Sus ojos se nublaron, y un zumbido terrible le inundó los oídos. La hechicera se incorporó penosamente, luchando por vencer el manto de inconsciencia que amenazaba con caer sobre ella.

—Estupendo —dijo Khidar; se inclinó sobre el cuerpo de Sadira y agarró su mano libre—. Te llevaremos a ti en lugar de a Rikus.

Sadira volvió la palma hacía el suelo. Su mano estaba ya envuelta en sombra hasta la muñeca, pero ella empezó a tirar, en un intento de reunir más poder mágico. No consiguió otra cosa que introducir un frío entumecedor por todo su cuerpo.

—No tengas miedo —musitó Khidar, clavando sus azules ojos en los de ella—. Te acostumbrarás al frío.

—No lo creo —dijo Rikus, apareciendo detrás del halfling.

El mul descargó las dos manos a ambos lados de la cabeza de Khidar y hundió los extremos inferiores de las palmas en las orejas. Los ojos del halfling se salieron de sus órbitas; luego el cráneo se desmoronó con un sonoro crujido.

Rikus retrocedió, tirando hacia atrás de la cabeza de Khidar. El mundo de las tinieblas salió con ella, desprendiéndose del cuerpo de Sadira como seda húmeda, y el mul arrojó la cabeza sin vida de Khidar a un lado.

—Al menos sabemos que no hemos llegado demasiado tarde —comentó Rikus.

Sadira se frotó el chichón que había aparecido allí donde su nuca había chocado con los adoquines.

—¿Y cómo lo sabes?

—No nos habrían atacado a menos que pensaran que podíamos detener a Tithian —respondió el mul. Tiró de ella para ayudarla a ponerse en pie—. Todo lo que tenemos que hacer es averiguar por qué estaban tan preocupados.

* * *

Una abrasadora oleada de dolor recorrió el sinuoso cuerpo de Tithian, lo que provocó que se contrajera en una maraña de anillos agarrotados. Sus escamas se alzaron en punta y, con un estremecimiento, se doblaron hacia su cabeza, en contra de su inclinación natural. Luchando por mantener la cola arrollada a la lente oscura, el monarca apretó los dientes con fuerza y esperó a que el espasmo pasara.

Se encontraba en el refugio del dragón, un hermoso bosquecillo de un millar de árboles exóticos. Había altas coníferas de agujas rojas tan largas como dagas, palmeras rechonchas coronadas con un ramo de aserradas hojas, y majestuosos árboles de madera dura con copas tan blancas e hinchadas como nubes. Una alfombra de musgo azul cubría el suelo del bosque, decorado aquí y allá por un matorral florido o un curvado seto de hojas de brillantes colores. Una calma extraña flotaba en el lugar, ya que no soplaba viento, y el rey no había oído el grito de una sola ave, insecto o criatura de ninguna clase.

—¡No te detengas ahora! —El chillido de Sacha hizo añicos el fantasmal silencio—. Casi hemos llegado.

Algo más adelante, otros dos senderos surgían del silencioso bosque y se unían a éste para formar un círculo de resplandeciente azabache. En medio de esta plaza, una esfera de un negro opaco flotaba en el centro de una depresión de un ébano brillante. La esfera vibraba violentamente y giraba en todas direcciones. Torrentes de negra energía se vertían desde ella al agujero situado debajo, para rebotar allí y lanzarse en dirección a la lente oscura en tumultuoso chorro.

—¡Arrástrate, gusano! —ordenó Sacha—. Utiliza el Sendero.

Tithian cerró los ojos y se imaginó a sí mismo desenrollándose y estirándose lentamente hacia adelante. No percibió ninguna oleada de fuerza procedente de la lente oscura, pero su cuerpo se fue alargando despacio, mediante la utilización de la energía que ya corría por él. Una vez que hubo adelantado la cabeza, el rey permitió que los músculos se contrajeran para arrastrarse más cerca de la negra esfera.

El avance era lento, ya que Tithian tenía que recurrir al Sendero cada vez que se estiraba; además, las escamas de su cuerpo se negaban a mantenerse planas, y se iban partiendo a medida que se arrastraba. El abrasador dolor que le atenazaba todo el cuerpo fue creciendo mientras se acercaba a la prisión de Rajaat, y el monarca tuvo la seguridad de que acabaría convirtiéndose en una antorcha viviente.

Al llegar al extremo de la plaza, la lente oscura se tornó roja. El surtidor negro dejó de alzarse de su cristalina superficie, y espirales de humo empezaron a elevarse de las escamas del monarca para manar al interior del pozo. El calor de la sangre en ebullición inundó el cuerpo de Tithian, que lanzó un alarido.

—Arrástrate —instó Sacha—. La lente oscura ha absorbido la magia del hechizo que mantiene la prisión. ¡Toca el mundo de las tinieblas, y Rajaat será libre!

Tithian se arrastró un poco más y extendió el brazo sobre el pozo. Bajó la mano, y sus dedos rozaron el frío entumecedor del mundo de las tinieblas. Un resplandor rojo brotó como un fogonazo de la carne del rey, y todo su cuerpo estalló presa de un dolor abrasador. Apretó los dientes con tanta fuerza que varios de ellos se rompieron, y sus músculos se agarrotaron de tal forma sobre los huesos que temió que fueran a romperse.

La negra esfera se abrió violentamente, y volutas de fría oscuridad se alzaron en todas direcciones. Una hirviente nube de vapor azul chocó contra el rostro de Tithian.

* * *

Al abrigo de las sombras protectoras de la decorativa bóveda de un túnel, Sadira atisbaba por encima del hombro de Rikus. Cincuenta metros delante de ellos, una pared de granito cerraba el paso, aunque parecía erróneo decir que la avenida terminaba allí. El suelo de adoquines discurría justo hasta el pie de la muralla y pasaba por debajo de un arco empotrado como si la calle continuara al otro lado de la pared.

Delante del arco se encontraban cuatro de los reyes-hechiceros, con las miradas fijas en los bloques de piedra que les impedían el paso. Mientras Sadira y Rikus observaban, Andropinis flotó hasta el suelo procedente de lo alto del muro. Sacudió la cabeza y dijo algo que ellos no pudieron oír, aunque la hechicera imaginó que les explicaba que no podrían volar por encima de la pared. Esto pareció encolerizar a Hamanu, quien lanzó un rayo de luz dorada contra las piedras de debajo del arco; el rayo rebotó hacia los monarcas en forma de una lluvia de centelleantes chispas, que cayeron sobre la calle y perforaron las losas del suelo como si fueran de tela.

Cuando Hamanu bajó por fin la mano, Sadira pudo ver que el hechizo no había ni chamuscado la pared.

—Borys lo selló incluso contra ellos —susurró Sadira—. No debía de confiar por completo en sus reyes-hechiceros.

—O jamás se le ocurrió que pudieran necesitar entrar sin su ayuda —sugirió Rikus.

—Puede. Pero, si cinco reyes-hechiceros no pueden atravesar el muro, ¿cómo pudo hacerlo Tithian?

—Del mismo modo en que él y yo cruzamos el mar de lava: con la ayuda de Khidar —respondió Rikus—. ¿Crees que puedes conseguir que pasemos al otro lado?

—A lo mejor, cuando el sol…

El chasquido de una lejana explosión interrumpió a Sadira. Provenía de algún lugar situado más allá del otro lado del arco, y la hechicera adivinó por el sonoro estampido que la explosión había sido muy potente. Una red de grietas se extendió por toda la pared de granito y, al instante, toda la muralla se derrumbó con un estallido ensordecedor. Los reyes-hechiceros desaparecieron sepultados por un torbellino de polvo y rocas.

Sadira agarró a Rikus, pero, antes de que pudieran darse la vuelta para huir, una violenta onda expansiva los lanzó contra el suelo. La bóveda salió despedida de sus cimientos. Las paredes se desmoronaron junto a ellos, y el arco se estrelló contra la calle a su espalda. Sadira se cubrió la cabeza y se dobló sobre sí misma para protegerse de las docenas de piedras, grandes como puños, que caían sobre ellos. Cuando la avalancha de rocas finalizó, la hechicera se encontró envuelta por una asfixiante espesa nube de polvo.

La fuerte mano de Rikus la sujetó por el brazo.

—¿Estás herida?

—Estoy bien —respondió, dejando que el mul tirara de ella para levantarla.

Una vez en pie, la hechicera descubrió que estaban rodeados por una montaña de escombros en forma de arco. Se habían salvado de salir malheridos únicamente porque se encontraban en la parte delantera de la arcada cuando la explosión la derrumbó hacia atrás.

Al final de la calle, el espectáculo no parecía indicar que los reyes-hechiceros hubieran tenido tanta suerte. La pared que habían estado intentando atravesar era ahora una montaña de cascotes. Sadira no vio ninguna señal de que sus enemigos hubieran escapado a la devastación.

—¡Por Ral! —maldijo Rikus—. ¿Qué es eso?

El mul señaló por encima de la parte superior del montón de rocas. Al otro lado, se estaba alzando un surtidor de agua azul. Por un momento, la centelleante columna se mantuvo constante, su espumeante corona blanca visible justo por encima de los escombros; luego, como haciendo acopio de energía, el brillante chorro salió disparado hacia la hirviente tempestad de ceniza que rugía sobre sus cabezas. Chocó contra las rojas nubes con un estampido brutal, y luego barrió las arremolinadas cenizas fuera del cielo bajo el empuje de una tormenta cerúlea.