9: Abalach-Re
9
Abalach-Re
El kank de carga arañó la blanca corteza del suelo con las seis zarpas, en protesta por la orden de Sadira de detenerse. La mujer no recriminó a la bestia su impaciencia; la pobre criatura llevaba más de cinco días sin agua, desde que la legión había iniciado la marcha por las deslumbrantes planicies de las Llanuras de Marfil. Ahora, con el polen de la maleza florida, los abanicos amarillos y otras flores de oasis depositado sobre las cerdosas antenas, el insecto paladeaba sin duda el agua que se le había negado durante tanto tiempo, por lo que la hechicera consideraba un triunfo haber conseguido que la obedeciera.
Sadira se había detenido a unos doscientos pasos de una loma cubierta por árboles de saedra. Estas coníferas de largas agujas crecían con las ramas hacia lo alto, lo que les daba el aspecto de un enano adorador del sol. Enredaderas de flores violeta con espinas amarillas crecían arrolladas a los troncos, y barbas de musgo colgaban de las ramas.
En lo alto de la colina situada ante ella, dos filas de guerreros enemigos estaban colocados en formación de batalla entre los árboles. La mayoría llevaban capotes verdes sobre faldas cortas de cáñamo de color amarillo, y sujetaban escudos cuadrados de madera y largas lanzas arrojadizas. De sus cinturones colgaban mayales de púas de obsidiana. Oficiales desarmados tocados con turbantes de color azul celeste aparecían entre la formación, dispuestos a intervalos regulares.
—Debe de haber dos mil —observó Rikus, acercándose por detrás de ella. Al igual que Sadira, conducía un kank de carga, y llevaba al pequeño Rkard sobre los hombros—. Esto me preocupa.
Sadira asintió, y el mul avanzó hasta quedar a unos dos pasos de ella antes de detenerse de nuevo. Esto era lo más cerca que habían llegado a estar durante los últimos diez días, pues la hechicera aún no había conseguido del todo perdonar a Rikus. Cuando le había hablado de la muerte de Agis, la primera reacción del mul no había sido de pena o de compasión; lo que él había querido saber era cómo se las arreglarían sin el noble. Sadira ni se atrevía a imaginar la vida sin Agis, y había dejado morir a su esposo sin aquello que él más deseaba: un heredero que continuara el nombre de los Asticles. ¿Cómo podía Rikus esperar que ella pensara sobre el futuro de ambos en aquellos momentos?
Caelum se adelantó y fue a colocarse entre Rikus y Sadira.
—Eso no es una tribu de ladrones —opinó el enano. Estiró los brazos y tomó a su hijo de los hombros de Rikus—. A mí me parece una legión.
—Eso es exactamente lo que es —afirmó Magnus—. Una legión raamin. Cuando estaba con los Corredores del Sol, tuvimos que huir en muchas ocasiones de los soldados de la ciudad.
—Pero nos encontramos a más de quince días de marcha al sur de Raam, con Gulg y Nibenay en medio —protestó Sult Ltak, que se encontraba junto a ellos porque, después de la batalla contra los gigantes, Neeva había distribuido a los supervivientes de la Compañía de Granito entre el resto de la milicia de Kled y había pedido a Sult que permaneciera cerca de ella para realizar misiones especiales—. ¿Qué hacen aquí los raamins?
—Borys los envió —sentenció Rikus—. Apuesto a que ha hecho que los reyes-hechiceros desplieguen sus ejércitos por todo el desierto para buscamos.
—Quienquiera que los haya enviado, se interponen entre nosotros y el agua —dijo Neeva, reuniéndose también con el grupo—. Esperemos que nuestros guerreros sean lo bastante fuertes para echarlos.
Sadira volvió la cabeza para inspeccionar la legión. Las tres compañías de Kled encabezaban la columna, en fila de a cinco y en cincuenta filas bien ordenadas. Los enanos se habían quitado las pesadas armaduras y las llevaban atadas a la espalda para evitar asarse vivos bajo el sol del mediodía. Incluso esta concesión al abrasador calor no había conseguido salvarlos por completo, ya que tenían los rostros sofocados y los ojos vidriosos.
Los tyrianos mostraban un aspecto aún peor. Estaban formados en columna de a dos detrás de los enanos, respirando en veloces boqueadas cortas y apoyándose los unos en los otros para no caer. Aquellos que llevaban armadura la habían atado en fardos que arrastraban detrás de ellos, mientras que otros muchos intentaban protegerse del sol extendiendo pedazos de ropa por encima de sus cabezas. Unos cuantos guerreros se mantenían apoyados en una sola pierna, y la alternaban a ratos, en un inútil intento de evitar que el ardiente suelo les chamuscara los pies a través de la fina piel de las sandalias. La mayoría, no obstante, parecían demasiado amodorrados para tales esfuerzos y se limitaban simplemente a apoyarse en sus armas y apretar los dientes ante el dolor que les ocasionaba el permanecer inmóviles en un mismo sido.
Sadira distinguió un pequeño grupo de rezagados que se acercaba por detrás de la legión, pero aparte de ellos nada se alzaba sobre la superficie de la llanura de sal: ni una roca, ni un pelado tallo de matorral espinoso, ni siquiera las arremolinadas espirales de una tromba de aire. La planicie se extendía desnuda hasta el horizonte, con un deslumbrante brillo blanco y totalmente llana. Durante toda la travesía de la legión por aquella extensión de abrasador y cegador terreno, los exploradores no habían encontrado ni un solo rastro de excrementos animales, ni visto una cucaracha que corriera por el reluciente suelo, ni siquiera oído la llamada de un solo kes’trekel glotón a la espera de verlos morir. No había habido la menor señal de otro ser vivo.
Sadira se volvió hacia Rikus y Neeva.
—¿Luchamos ahora, o descansamos un poco?
A la hechicera no la preocupaba que sus enemigos atacaran primero. Ningún comandante abandonaría una posición defensiva en la ladera de una colina para avanzar por la descubierta llanura de sal, en especial si tenía agua y el enemigo no. Sadira sabía que, si lo deseaban, podían incluso acampar con toda la seguridad de que los raamins esperarían a que fueran ellos quienes atacaran primero.
—Descansar no nos hará ningún bien —respondió Neeva, tras considerar la pregunta de la hechicera—. Cuanto más tiempo pasemos al sol, más sedientos estarán nuestros guerreros cuando se inicie el combate.
Rikus hizo un gesto de asentimiento y giró hacia la legión, pero, antes de que pudiera decir nada, Rkard lo agarró de la mano.
—¡Rikus, el Azote!
El chiquillo señaló la funda de Rikus, un cilindro de hueso blanqueado profusamente tallado con la historia de la vida del mul que los hombres liberados de Tyr le habían obsequiado en señal de gratitud por haber arrojado la primera lanza contra Kalak.
—¿Qué le pasa? —inquirió el mul, arrugando la frente.
Rkard levantó la funda. La punta del cilindro se había resquebrajado, y un trocito de la punta rota del Azote sobresalía por el agujero.
—Qué extraño… —comentó Rikus, cogiendo la funda—. Pero gracias por darte cuenta, Rkard. Rota o no, odiaría perder la punta de mi espada.
El mul desenvainó la espada y lanzó una exclamación de asombro. La hoja rota ya no terminaba en un borde dentado, sino que se curvaba en una punta afilada a unos dos tercios de su longitud original.
—¿Qué ha sucedido? —exclamó Rikus.
—¡Está volviendo a crecer! —decidió Rkard.
—El acero no crece —objetó Rikus sacudiendo la cabeza.
—El acero mágico puede que sí —repuso Sadira, y señaló la antigua punta que todavía sobresalía por el fondo de la vaina—. Y eso explicaría por qué el pedazo roto está siendo empujado fuera de la vaina.
El mul se frotó la mejilla y examinó la revitalizada hoja. Por fin, se encogió de hombros.
—¿Qué sé yo? —preguntó—. De todos modos me alegro de que vuelva a la normalidad.
—Como todos nosotros —dijo Caelum.
Rikus giró hacia abajo la vaina y dejó que la punta rota de la hoja del Azote se deslizara al exterior.
—Puesto que impediste que la perdiera, ¿por qué no te la quedas? —le ofreció a Rkard—. Quizá podamos convertirla en una daga para ti.
El muchacho aceptó el regalo boquiabierto. Aun cuando la hoja no hubiera sido parte del Azote, era acero, y en el mundo escaso en metales de Athas eso la convertía en un arma de un valor considerable.
—Rkard, ¿has olvidado qué se dice cuando alguien te hace un regalo? —intervino Neeva.
El muchacho enrojeció avergonzado.
—Lo valoraré tanto como valoro tu amistad —aseguró, inclinándose ante Rikus.
Ante la sorpresa de Sadira, Rikus recordó la respuesta apropiada.
—Que sea un símbolo de nuestra mutua confianza.
Rikus realizó una reverencia ante Rkard, y luego se volvió hacia la legión.
—¡Tyrianos, flanquead a los enanos, formando una fila de a dos! —aulló—. ¡Hemos de luchar antes de beber!
Los guerreros se dispersaron rápidamente a ambos lados de los enanos. La mayoría de los que habían estado arrastrando sus armaduras las abandonaron sobre el salado suelo. Bajo el calor abrasador de las Llanuras de Marfil, pocos humanos eran lo bastante fuertes para soportar aquel peso extra en un combate sin desplomarse víctimas del agotamiento producido por el calor.
Mientras los tyrianos corrían a sus posiciones, Neeva se dirigió a sus guerreros.
—¡Formación en cuña de asalto! —gritó—. Yo conduciré la Compañía de Hierro. Yalmus Ltak tomará la Compañía de las Rocas. Caelum, tú quédate en reserva con la Compañía de Bronce.
Al contrario que los tyrianos, los resistentes enanos no abandonaron sus armaduras. Cada guerrero ayudó al enano que tenía delante a desatar el equipo y ponérselo, y en cuestión de segundos las tres compañías volvían a llevar los yelmos y petos de sus armaduras. El brillante acero reflejaba con tal fuerza la luz del sol que Sadira apenas si podía soportar mirar a los kledanos.
—Ese resplandor molestará a los raamins. —Sadira utilizó la negra mano para proteger sus ojos.
—No tanto como nuestras hachas —prometió Sult, asegurando su peto.
Las Compañías de Hierro y de las Rocas se dispusieron en formación de cuña, con las puntas dirigidas al centro de las filas raamins. La Compañía de Bronce retrocedió veinte pasos y formó un sólido cuadro; cada hombre se mantuvo de pie muy erguido e inmóvil bajo el abrasador calor. Sadira estuvo tentada de sugerir que utilizaran sus hachas de amplia hoja para hacerse sombra los unos a los otros, pero cambió de idea al recordar que todos los Medaños veneraban al sol.
—¿Qué haremos? —preguntó Magnus—. No puedo matar a todos sus templarios, pero debería poder acabar con unos cuantos.
—Tú te quedas aquí con Caelum y Sadira —ordenó Rikus.
—Pero todos esos raamins con turbante son templarios —protestó Magnus.
—Lo sé —contestó Rikus—. Por eso quiero que tú y Sadira os quedéis atrás. Tendréis una mejor visión y podréis ayudar donde más se os necesite. —El mul miró a Sadira con una muda pregunta en los ojos.
—Comprendo lo que quieres —repuso Sadira.
Se daba cuenta de que él esperaba que le dijera algo amable o alentador, pero se sentía incapaz de hacerlo. La rabia de su interior seguía siendo demasiado fuerte, tal vez porque era algo que no conseguía comprender por completo. Al ver que el mul no se alejaba, dijo:
—¿No deberías ponerte en marcha?
Rikus giró sobre los talones y avanzó en dirección al oasis. Sin decir una palabra, levantó el Azote e hizo una señal a la legión para que lo siguiera.
Neeva contempló a la hechicera durante unos instantes.
—¿No crees que estás siendo muy dura con él? —le reprochó—. No es Rikus quien mató a Agis.
—No, pero se alegra de que mi otro esposo haya desaparecido —respondió Sadira—. Sólo lo trastorna ahora que yo eche en falta a Agis más de lo que él pensaba que me sucedería.
Neeva cerró los ojos y meneó la cabeza despacio.
—¿Es eso lo que piensas?
—No puedes decirme que estoy equivocada —replicó Sadira.
—No debería necesitar hacerlo.
Neeva volvió la cabeza e indicó con la mano a las Compañías de Hierro y de las Rocas que avanzaran. Antes de hacer lo propio, se giró para mirar a Rkard.
—Quédate con la Compañía de Bronce… y no quiero heroicidades esta vez.
El muchacho frunció el entrecejo, pero asintió.
—Sí, madre.
Neeva sonrió y luego ocupó su lugar en la esquina posterior de la Compañía de Hierro.
Acompañada por Caelum y Rkard, Sadira contempló el avance de los guerreros de Tyr y Kled. Vista desde atrás, la combinada legión recordó a Sadira un pájaro desgarbado. Los relucientes triángulos de los enanos representaban el cuerpo, adornado a modo de plumas por los plateados petos de acero, y los flancos humanos eran sus alas, hechas jirones, larguiruchas y desprovistas de plumas. Resultaba una criatura extraña, nacida a partes iguales de la desesperación y la esperanza. La hechicera deseó que demostrara ser lo bastante salvaje y lo bastante lista para matar a su presa.
La formación llevaba recorrida una cuarta parte de la distancia hasta el oasis cuando una demencial risa aguda resonó en el aire procedente de la parte central de la cima del montículo. Aunque la voz era de mujer, su sonido recordaba más la llamada de un dragón-serpiente, ávida de sangre.
—¿Qué fue eso? —preguntó Sadira.
Magnus se encogió de hombros.
—Ni siquiera los Corredores del Sol se han enredado con todos los oficiales de Raam —contestó—. Podría ser un sumo templario… o incluso la misma reina-hechicera.
Caelum empujó a su hijo en dirección a la Compañía de Bronce.
—Coge los kanks y ocúltate detrás de la formación —ordenó—. Y recuerda lo que dijo tu madre sobre las heroicidades.
Rkard tomó la fusta de Sadira y golpeó suavemente las antenas de los dos kanks de carga. Éstos chasquearon las mandíbulas, contrariados, pero se volvieron despacio para seguir al chiquillo hasta la Compañía de Bronce.
—Ocultarte no te salvará, niño.
Las palabras rodaron por la llanura de sal con la misma claridad y nitidez que las estrofas de una de las baladas de Magnus, a pesar de que la voz era distante y fría en una forma en que la del cantor del viento jamás podría serlo.
Rkard empezó a darse la vuelta, pero Caelum le chilló:
—No la escuches, hijo. ¡Sigue!
Mientras el joven mul se deslizaba detrás de las filas de la Compañía de Bronce, Sadira registró la colina del oasis con la mirada en busca de la persona que había hablado. Al mismo tiempo, la hechicera se llevó la mano a la boca y atrapó una de las volutas de sombra que despedía su aliento, hecho lo cual se volvió hacia el yalmus de la Compañía de Bronce.
—Ya sé que tú y tus guerreros preferís la luz del sol —le gritó—, pero permaneced bajo este escudo. Os protegerá de la magia raamin.
Acto seguido, pronunció su conjuro y sopló la negra sombra en dirección a los reservistas. La voluta flotó hasta la Compañía de Bronce y se distendió hasta formar una larga cuerda que cayó al suelo frente al yalmus y serpenteó alrededor de la formación; una vez que hubo formado un cuadrado perfecto que encerraba a Rkard y a los enanos, un manto gris se deslizó por encima de toda la compañía.
Los guerreros enanos lanzaron nerviosas miradas al blanco manto sin dejar de murmurar y de agitarse. Algunos incluso se salieron de la formación; hasta que su yalmus los obligó a regresar a sus puestos con una orden tajante.
Una vez más, una risa cruel resonó por la salina. Un coro de voces raamins gritaron atemorizadas e, inmediatamente, una pequeña sección de las líneas enemigas se llevó las manos al pecho y se desplomó al suelo. Sadira estudió con atención la ladera situada detrás de los guerreros caídos, en busca del motivo de la repentina muerte de aquellos hombres. No encontró más que una docena de árboles de saedra y algunas matas de abanicos plateados. No había ni siquiera un templario de turbante azul en las cercanías.
—¿Mataste tú a esos raamins? —inquirió Magnus.
Sadira negó con la cabeza.
—Entonces ¿qué…?
Antes de que Caelum pudiera terminar su pregunta, una borboteante esfera de luz blanca salió disparada del hueco abierto en las líneas raamins. Pasó rozando el flanco de la legión y vaporizó a su paso a cuatro guerreros tyrianos. Sadira y Magnus apenas tuvieron tiempo de agacharse antes de que pasara envuelta en llamas sobre sus cabezas dejando tras de sí un hedor parecido al del alquitrán ardiente. La esfera se estrelló contra la primera fila de la Compañía de Bronce, donde explotó con un fogonazo cegador. Los enanos gritaron asustados y enojados, pero ninguno gritó de dolor.
El yalmus ordenó a sus guerreros que volvieran a formar filas, y, en cuanto los puntos de luz desaparecieron de sus ojos, Sadira comprobó que su manto gris seguía intacto y había protegido a las filas enanas de sufrir daños. No obstante, muchos de los enanos habían soltado las hachas y tanteaban el suelo para recuperarlas, mientras que muchos otros se limitaban a frotarse los ojos y sacudir la cabeza. Rkard se encontraba en el centro del revoltijo, con los ojos cerrados por completo y las manos fuertemente crispadas alrededor del pedazo de espada que le había dado Rikus.
—¡Por el viento! —exclamó Magnus, sin aliento—. Eso confirma que Abalach-Re está con ellos.
—Desde luego que está —dijo Sadira—. Únicamente un rey-hechicero, o reina en este caso, habría recurrido a la energía vital de sus propios soldados para lanzar un hechizo.
La hechicera giró para estudiar la zona situada alrededor de los raamins desplomados. No vio a nadie cerca, por lo que dedujo que la reina-hechicera utilizaba la magia para mantenerse oculta.
Sadira introdujo la mano en el bolsillo y extrajo una cuenta de ámbar que aplastó entre sus dedos, de color ébano. Arrojó el polvillo en dirección al oasis y pronunció su conjuro. Una enorme ola de neblina blanquecina fue a formarse encima del hueco que Abalach-Re había creado en sus propias líneas. Un trueno estalló sobre la ladera cuando la nube se partió y soltó un diluvio de cuentas amarillas grandes como melones.
A medida que aterrizaban, los globos estallaban en una lluvia dorada que cubría todo lo que tocaba. Los raamins maldecían y aullaban, mientras intentaban arrancarse el pegajoso almíbar del cuerpo, pero la pasta se endurecía casi al instante. Muy pronto cientos de columnas de color azafrán ocuparon la ladera de la colina, y cada una encerraba la perpleja figura de un guerrero que se asfixiaba. Pero ninguna de las oscuras formas atrapadas en el interior de las diáfanas columnas parecía ser una reina-hechicera.
Un atronador grito de júbilo surgió de las filas de los guerreros tyrianos, ya que el hechizo de Sadira había hecho mucho para compensar la ventaja de la posición defensiva de los raamins.
—¡Avanzad a paso ligero! —gritó Neeva.
Los enanos iniciaron una carrera sin dejar de mantener una formación cerrada. Los tyrianos los siguieron al trote, aunque sus filas se aflojaron a medida que adquirían velocidad.
Cerca de la cima del oasis, un gran círculo de saedras se tornó marrón y dejó caer al suelo sus agujas. Antes de que las agujas llegaran al suelo, la roja corteza se oscureció hasta tornarse negra y las ramas desnudas empezaron a inclinarse. Las raíces se soltaron del suelo y, uno tras otro, los árboles se estrellaron contra el suelo, aplastando en su caída guerreros raamins y levantando una enorme nube de polvo.
La hechicera no vio a nadie en las inmediaciones que pudiera haber ocasionado la destrucción, aunque sabía que debía de ser el resultado de la actuación de un profanador que extrajera la energía necesaria para un conjuro. Puesto que no veía a ningún otro hechicero en las proximidades, Sadira se dijo que lo más probable es que fuera la misma Abalach-Re quien hubiera destruido los árboles. Las reinas-hechiceras podían sacar energía para sus hechizos de las plantas, al igual que de hombres y animales.
Sadira introdujo la mano en la túnica mientras musitaba:
—Quienquiera que seas, ésta será la última vez que profanas un oasis.
Abalach sorprendió a la hechicera respondiendo:
—Eché a perder un millar de oasis antes incluso de que ni hubieras nacido, muchacha. —Su voz era un simple susurro en los oídos de Sadira—. Y echaré a perder un millar más después de tu muerte.
En lo alto de la colina, dos rayos azules centellearon bajo el polvo y se lanzaron ladera abajo en forma de destellos de luz azul que despedían un fogonazo cada vez que pasaban bajo una piedra. Como un par de flechas de color zafiro, los rayos se precipitaron a la carrera por debajo de la llanura de sal, cada uno en dirección a una de las compañías enanas. Cuando alcanzaron a los guerreros que encabezaban las dos cuñas, un tremendo chisporroteo resonó por toda la llanura. Los enanos se quedaron tiesos. Sus yelmos y petos estallaron en una lluvia de chispas, y danzarines cordones de energía saltaron desde sus pechos a los hombres situados detrás. Estos guerreros también se quedaron completamente rígidos, y sus armaduras se convirtieron en ascuas de color azul. En un instante, las chisporroteantes oleadas de energía se extendieron a todos los enanos de ambas compañías.
En la retaguardia de la Compañía de Hierro, Neeva lanzó un chillido agudo y arrojó al suelo su hacha de armas de acero. El resto de los kledanos, atrapados en el interior de sus petos de metal, no tuvieron tanta suerte. Se quedaron completamente rígidos e inmóviles, mientras los hilos de energía azul danzaban sobre sus armaduras y armas; su piel no tardó en ennegrecerse y empezar a despedir humo. Uno tras otro, los enanos se convirtieron en antorchas humanas y se desintegraron en montones de ceniza. En un instante, todo lo que quedaba de las compañías de Kled eran dos montículos de armaduras manchadas de hollín y Neeva, de pie sola y aturdida sobre la salada planicie.
Caelum fue a ordenar a la Compañía de Bronce que avanzara, pero Sadira se lo impidió.
—Deja a los reservistas aquí, o Abalach utilizará el mismo hechizo contra ellos —dijo—. Tú y Magnus reforzad los flancos tyrianos con vuestra magia. Yo lucharé desde aquí… y cuidaré de Rkard.
El enano asintió; luego él y el cantor del viento se marcharon corriendo. Sadira consideró la posibilidad de lanzar un hechizo para proteger a las tropas tyrianas de Abalach, pero rápidamente cambió de idea. Si gastaba sus energías protegiendo mientras la hechicera atacaba, el ataque de Rikus fracasaría ante la fuerza superior que aguardaba en la colina. Para ganar la batalla ahora, tenía que reducir el número de raamins que se enfrentaban a su esposo, al tiempo que también obligaba a Abalach a ponerse a la defensiva… o la mataba directamente.
Sadira sacó un pedazo de azufre y una pizca de guano de murciélago del bolsillo. Mezcló los dos componentes hasta obtener una masa viscosa y la sostuvo en la palma de la mano. Una vez pronunciado el conjuro, la bolita fue creciendo poco a poco, desprendiendo un chorro de humo gris y maloliente.
A medida que la pegajosa bola se iba haciendo mayor, la zona profanada del montículo empezó a alzarse hacia el cielo para formar una enorme cúpula que siguió hinchándose sin parar. Cuando la ladera pareció a punto de estallar, Sadira musitó una sílaba mágica y la masa viscosa que sostenía se desvaneció en una voluta de humo.
En la ladera de la elevación, la cúpula hinchada se derrumbó bruscamente sobre sí misma. La pendiente se estremeció, y un murmullo de preocupación recorrió las filas raamins. Las ramas de los árboles de saedra empezaron a temblar, en tanto un estruendo amenazador surgía de las profundidades del montículo y un sinfín de lenguas de fuego brotaban de debajo del suelo profanado. Acto seguido, una poderosa explosión sacudió todo el oasis, y una buena parte del montículo voló por los aires.
Una nube de cenizas y polvo cayó sobre la llanura de sal, que quedó cubierta por un manto gris. Árboles astillados y cadáveres raamins se precipitaron al suelo entre agudos chasquidos y sordos retumbos, a veinte o treinta pasos de la colina. Rikus agitó la espada en el aire, y, con un potente grito, sus guerreros se lanzaron a la carrera. El grito incluso pareció sacar a Neeva de su conmoción, ya que recogió su hacha de armas y corrió a unirse a la carga.
Rikus y sus seguidores avanzaron saltando sobre los cadáveres y árboles de saedra que cubrían el acceso a la colina. Crepitantes rayos y chisporroteantes bolas de fuego cayeron sobre ellos desde el talud que tenían delante, y gran número de guerreros tyrianos cayeron a lo largo de la hilera. Las negras cintas de humo que se alzaban de sus cuerpos resultaban un espantoso contraste con la nívea capa de sal sobre la que yacían.
Alcanzando a los guerreros de Rikus, Caelum y Magnus respondieron a los raamins con sus propios hechizos. El enano roció la pendiente con un rayo rojo que encendía todo lo que tocaba. El cantor del viento llamó en su ayuda a una violenta galerna meridional, y la racha de viento roció la ladera con una cortina aérea de sal que hacía jirones no sólo la ropa sino también Ja carne.
Un hilo de centelleante fibra verde apareció sobre el suelo entre la legión de Rikus y la base de la colina. El flanco derecho fue el primero en llegar hasta el hilo verde y, mientras los guerreros saltaban por encima, un fuerte chasquido resonó bajo sus pies. El filamento se transformó en una enorme sima de cuyas profundidades subía un brillante resplandor esmeralda. Los tyrianos gritaron, y una lengua de vapor verdoso saltó hacia arriba para tragarse a cada uno de ellos. Todo el flanco se disolvió como si nada, los cuerpos corroídos incluso antes de perderse de vista.
Magnus se detuvo en el borde e intentó ver lo que había en el interior de la fisura. Un zarcillo verde saleó hacia arriba para lamerle la gruesa piel, y el cantor del viento se apartó tambaleante, llevándose las manos a la garganta y tosiendo.
Al otro extremo de la fila tyriana, donde la colina describía una leve curva, los guerreros no habían estado tan cerca de la sima cuando ésta se abrió, por lo que la mayoría habían conseguido detenerse en el borde y ahora se apartaban gateando, tosiendo y semiasfixiados mientras zarcillos de vapor verde intentaban lamerles los pies.
Desde el lugar que ocupaba al otro lado de la llanura de sal, Sadira no vio a Rikus entre los supervivientes. Paseó la mirada entre la oleada de gateantes refugiados y localizó a Neeva y a Caelum, pero no se veía ni rastro del mul. La hechicera sintió un frío nudo en el estómago. Rikus había encabezado la carga en su extremo de la fila. ¿Habría caído al abismo?
Decidida a impedir que la reina-hechicera de Raam volviera a lanzar hechizos similares, Sadira extrajo una pizca de cristal pulverizado de su bolsillo. Tras unos instantes de búsqueda, descubrió otro círculo de cuerpos raamins cerca de la cima del montículo; se encontraba directamente encima del lado derecho de la sima, y Sadira dio por seguro que señalaba el lugar donde Abalach había estado cuando absorbió la energía para su último conjuro.
Sadira arrojó el cristal pulverizado al aire y pronunció las palabras mágicas. El polvillo plateado centelleó a la luz del sol rojo a medida que descendía al suelo y, en la ladera de la colina, chispas de luz roja relampaguearon sobre las saedras marchitas. Los destellos fueron agrupándose no muy lejos del centro del saqueado terreno para perfilar la lejana figura de una mujer madura vestida con una túnica amplia.
La figura se volvió hacia Sadira.
—Has encontrado lo que buscabas —dijo la voz de Abalach—. ¿Qué crees que vas a hacer conmigo?
Sadira bajó la mano en busca de un ingrediente para su hechizo.
Abalach ladró una orden tajante en la lengua de su ciudad, y los guerreros raamins corrieron ladera abajo con las lanzas listas para lanzarlas por encima del abismo contra los tyrianos que se retiraban. Durante unos instantes, la reina-hechicera permaneció inmóvil contemplando cómo su ejército cargaba.
Entonces, justo cuando Sadira sacaba una pequeña vara de cristal del bolsillo, Abalach lanzó algo al aire. Una nube de humo rojo apareció de improviso y envolvió la figura de la reina-hechicera.
Reconociendo la naturaleza básica del hechizo, Sadira comprendió enseguida que su adversaria utilizaba la magia para cambiar de posición, de modo que, sin soltar la vara de cristal, recorrió la elevación con la vista, en busca de la nueva localización de Abalach.
La hechicera vio que los raamins habían llegado al pie de la colina, y, mientras los observaba, éstos corrieron hasta el borde de la sima y arrojaron sus lanzas sobre el verde abismo. La mayoría de los proyectiles cayeron al suelo sin causar daño, pero unos cuantos de ellos dieron en el blanco, y los gritos de muerte inundaron la planicie.
Un coro similar de gritos estalló entre las líneas enemigas. Verdes lenguas de vapor empezaron a elevarse de nuevo desde el fondo de la sima, para atacar ahora a los guerreros raamins al mismo tiempo que un torbellino de centelleante acero y patadas lanzaba a muchos de ellos al interior del abismo.
Con un sobresalto, Sadira se dio cuenta de que el atacante era Rikus. El mul había ido a aterrizar al otro lado de la abertura.
Dada la amplitud de la sima, la hechicera no imaginaba cómo había conseguido saltarla; parecía más probable que, en su acostumbrada forma temeraria de actuar, Rikus hubiera ido muy por delante de la legión y hubiera quedado separado de ella cuando el hechizo de Abalach creó la sima. Por el momento, eso resultaba una desgracia para los raamins, pero Sadira no sabía cuánto tiempo podría continuar su esposo combatiendo con tanta fiereza.
A la hechicera le dio la impresión de que en esos momentos ya empezaba a cansarse; había detenido su avance y ahora dejaba que los raamins fueran tras él. Sadira distinguió al menos a veinte de ellos que se acercaban a su esposo, haciendo girar sobre sus cabezas mayales llenos de púas. La hechicera dirigió hacia ellos la vara de cristal y pronunció su conjuro. Un rayo de energía describió un arco sobre el abismo y descendió en medio de los raamins. Se escuchó una tremenda explosión, y por todas partes salieron volando cadáveres. Ante el asombro de Sadira, Rikus se precipitó sobre sus aturdidos enemigos y se dedicó a eliminarlos con mayor rapidez aún que antes.
—¡No seas loco, Rikus! —gritó Sadira, comprendiendo que ni el campeón de gladiadores podría sobrevivir ante tal superioridad numérica—. ¡Espera a que te llegue ayuda!
—No habrá ninguna, muchacha estúpida. —La voz pertenecía a Abalach, y esta vez sonó detrás de Sadira.
La hechicera sintió un curioso hormigueo en el interior de su vientre. Toda la Compañía de Bronce lanzó un profundo gemido y cayó al suelo entre un tremendo entrechocar de metal. La sensación de su estómago se volvió más insoportable, como si unas manos heladas se hubieran hundido en él para exprimirle las entrañas. Ella no se dejó llevar por el pánico, puesto que ya había sentido antes un dolor parecido y conocía su significado: le estaban extrayendo la energía vital del cuerpo.
Probablemente Abalach había estado esperando este momento durante toda la batalla. Con todas las miradas puestas en lo que sucedía en primera línea, era la oportunidad perfecta para que la reina-hechicera sorprendiera a los reservistas con un ataque por la retaguardia.
Sadira giró en redondo y se encontró con una revuelta masa de enanos que se sujetaban los estómagos mientras les arrebataban su fuerza vital. Algunos habían conseguido mantenerse en pie, aunque tenían que apoyarse en sus hachas y parecían a punto de desplomarse. Otros se habían desmayado y ya parecían a las puertas de la muerte, con los rostros macilentos y los ojos hundidos. La mayoría se limitaba a retorcerse por el suelo, maldiciendo con voces aterrorizadas la hechicería que les arrebataba la oportunidad de morir con las armas enterradas en los cuerpos de sus adversarios. Sadira no vio ni rastro del manto mágico que había lanzado sobre los enanos, y comprendió que Abalach-Re había estado cerca de la compañía el tiempo suficiente para disipar el escudo mágico.
En medio de la confusión se encontraba Rkard, contemplando boquiabierto a la moribunda compañía, con ojos desorbitados pero sin mostrar señales de dolor físico. Sostenía fuertemente en sus manos la punta de espada que Rikus le había obsequiado, que Sadira dedujo era el motivo de su buena suerte. Al parecer, el fragmento le proporcionaba la misma protección que el Azote otorgaba a Rikus. Mientras sostuviera el arma mágica, la reina-hechicera no podría herir al mul con ninguna clase de ataque, fuera éste físico, mental o mágico.
A treinta pasos del muchacho se encontraba Abalach-Re. La reina raamin era una belleza de piel marfileña, cejas puntiagudas y enormes ojos redondos tan siniestros como oscuros. La estrecha nariz terminaba en una punta afilada, y poseía unos labios carnosos rojos como rubíes, una barbilla fina, y un cuello tan largo y delgado que recordaba una serpiente. La única arma de la reina era un pequeño cetro, con una curiosa luz verde brillando en las profundidades de su pomo de obsidiana.
Abalach alzó un fino dedo y llamó a Rkard. La uña en que terminaba era tan larga como una daga.
—Ven aquí, chico —dijo, y una lengua bífida revoloteó sobre sus rojos labios—. Sólo quiero a los espíritus errantes. No te haré daño.
Rkard apretó con más fuerza la hoja rota.
—Mentirosa.
Los ojos de Abalach llamearon furiosos, y se acercó al muchacho.
—Entonces yo iré a ti —anunció la reina—. Los espíritus errantes no tardarán en aparecer… en cuanto empiece a partir tus huesecitos.
Sadira no sabía si la amenaza era un farol o si Abalach no se daba cuenta de la auténtica naturaleza de lo que sostenía Rkard, pero de todos modos no quiso poner a prueba la cuestión. Dirigió la palma de la mano al pomo del cetro de la reina, consciente de que actuaba como una especie de lente mágica. A través de ella, Abalach podía extraer la energía vital a hombres y animales, utilizándola para lanzar sus hechizos más poderosos.
Sadira obligó a un chorro de energía solar a brotar de su mano. El haz era casi invisible al abandonar su mano, una mera ondulación rosácea en el ardiente aire del desierto, y, con la atención fija en Rkard, Abalach-Re no detectó el débil resplandor que atraía al interior del pomo del cetro junto con la energía vital que arrebataba a Sadira.
El haz se hundió en la esfera de obsidiana con un fuerte siseo. Una luz roja resplandeció en el corazón de la negra esfera, y Sadira sintió cómo la energía vital dejaba de fluir de su cuerpo. El pomo se hizo añicos con un brillante fogonazo escarlata que lanzó una lluvia de afilados fragmentos de obsidiana por los aires. Lina esfera de luces centelleantes flotó durante unos instantes en el extremo del cetro para luego hundirse en el salino suelo como si fuera agua.
Abalach-Re arrojó a un lado el inútil objeto y dirigió una ceñuda mirada a Sadira.
—¡Eso no salvará al chico… ni a d! —aseguró.
El yalmus de la Compañía de Bronce y dos docenas de guerreros, todos los que seguían conscientes, se incorporaron pesadamente. Con aspecto macilento y mareado, los enanos se adelantaron y atacaron, pero sus hachas de acero rebotaron en la marfileña piel de Abalach sin provocar ni un rasguño.
La reina empezó a apartarlos a manotazos, desgarrando sus petos con las zarpas como si fueran de carne. El yalmus aterrizó a los pies de Rkard; la armadura rasgada revelaba una masa sanguinolenta debajo. El joven mul retrocedió y, con los ojos desorbitados por el horror, contempló cómo Abalach destrozaba al resto de la compañía. Sadira se adelantó para protegerlo.
En cuanto Rkard se apartó de la Compañía de Bronce, dos pedazos de hueso retorcido aparecieron a ambos lados del muchacho. No llegaron junto a él sino que más bien se materializaron a su lado, surgiendo de la nada en un abrir y cerrar de ojos. Las figuras eran tan grandes como gigantes, y tan retorcidas que ni siquiera se las podía llamar esqueletos. A una incluso le faltaba la cabeza, aunque ambas mostraban largas barbas grises que se balanceaban del lugar donde debieran haber estado las barbillas.
Abalach rompió el cuello del último enano, y luego dirigió una sonrisa afectada a las dos apariciones.
—¡Jo’orsh y Sa’ram! —exclamó—. Venid.
Sadira se interpuso entre los espíritus y la reina raamin.
—¿Qué quieres de ellos?
Fue uno de los espíritus quien contestó:
—La lente. Nuestra magia la oculta al dragón y a sus secuaces.
—Sólo hasta que los caballeros espectrales de Borys acaben con vosotros —dijo Abalach. Dirigió una mirada rencorosa a Sadira, e intentó golpearla; las afiladas zarpas describieron un arco en dirección a la garganta de la hechicera.
Sadira se retorció a un lado y se agachó. Las uñas pasaron rozando su hombro y arrancaron volutas de negra sombra. La hechicera juntó las manos, que comenzaron a lanzar destellos escarlata gracias a la energía solar, y devolvió el golpe. Los puños alcanzaron a Abalach en plena mandíbula y la cabeza de la reina se dobló violentamente hacia atrás, al tiempo que la mujer salía despedida por los aires. La reina raamin dio con sus huesos en el suelo unos doce pasos allá, en medio de los enanos que acababa de matar, e inmediatamente procedió a incorporarse.
Comprendiendo que no había tiempo para lanzar un hechizo, Sadira se adelantó para volver a atacar. Abalach clavó los ojos en los de ella, y la imagen de un lirr apareció en los negros ojos de la reina. Se parecía a un enorme lagarto con duras escamas en forma de diamante y una cola cubierta de agudas espinas. Sadira se dio cuenta al momento de que la criatura era una creación mental y que Abalach la atacaba con el Sendero.
El lirr hinchó el magnífico abanico de su cuello y abrió el rosado gaznate; luego cruzó a increíble velocidad el espacio que separaba a las dos mujeres. Se abrió paso al interior del cerebro de Sadira con tal fuerza que la hechicera gritó de dolor y cayó de espaldas; la parte posterior del cráneo chocó con fuerza contra el salado suelo de la planicie.
El saurio apareció en la sombría planicie del intelecto de Sadira, y acto seguido empezó a desgarrar enormes trozos de esponjosa sustancia negra del suelo. La cabeza de la hechicera estalló de dolor. Casi no podía creer que fueran únicamente sus pensamientos lo que engullía la bestia, pues jamás había padecido un ataque mental de aquella magnitud.
No obstante, recordando lo que su esposo Agis le había enseñado, Sadira concentró sus pensamientos en luchar contra la terrible criatura. Abrió un sendero hasta su nexo espiritual, visualizando una negra cuerda que penetraba hasta lo más profundo de su abdomen y, concentrándose en la negra materia de su mente, imaginó que se endurecía hasta convertirse en granito. Una abrasadora oleada de energía brotó del interior de su cuerpo. El negro material adquirió la dureza de la roca, atrapó a la criatura en el proceso de desgarrar otro enorme pedazo del suelo, y enterró sus zarpas en roca sólida.
Una risita salvaje brotó de la garganta de la bestia.
—¿A cuántas mozas como tú he matado? —dijo riéndose y utilizando la voz de Abalach—. ¡Mil años luchando y tú te atreves a pensar que puedes detenerme!
Tras esto, el lirr se alzó sobre sus patas traseras, a la vez que las atrapadas zarpas arrancaban dos enormes trozos de la mente de Sadira. Blancos fogonazos de dolor estallaron en la cabeza de la hechicera. La bestia dejó caer las patas contra el suelo, con lo que hizo pedazos las piedras que sujetaban sus zarpas, y empezó a arrancar grandes fragmentos de piedra negra. Sadira oyó que alguien gritaba y se dio cuenta de que era ella misma. Intentó reunir más energía espiritual, con la esperanza de contraatacar, pero lo único que consiguió fue una oleada de bilis.
La hechicera continuó luchando, intentando crear un dragón-serpiente o un baazrag para replicar a la creación de Abalach, pero carecía de ese poder. El lirr continuó desgarrándole el cerebro, hasta que finalmente unos haces de luz blanca empezaron a inundar su cabeza, y comprendió que iba a perder el sentido.
Entonces, de alguna parte, le llegó el grito de rabia lanzado por Rkard mientras atacaba a Abalach. El lirr profirió un agudo chillido, se quedó inmóvil por un instante y luego se desvaneció tan rápidamente como había aparecido. Sadira se encontró sola en el interior de su mente herida, perdida en una neblina de dolor.
—¡Ayuda! —gritó el joven mul.
Aunque no recordaba haberlos cerrado, Sadira abrió los ojos. Encontró a Abalach-Re a cinco pasos de distancia, agitando los brazos violentamente e intentando quitarse al joven Rkard de la espalda. Sa’ram estaba junto a la reina. Con los rígidos fragmentos de hueso que le servían de brazos, el espíritu errante intentaba sin éxito arrancar al joven mul de la espalda de la reina raamin.
Sadira sacó una diminuta cuenta de plata del bolsillo y gritó:
—¡Rkard, suéltate!
Al oír su voz, Abalach giró en redondo. Rkard abrió la mano y salió despedido por los aires, para ir a chocar contra un enano inconsciente. El fragmento del Azore quedó clavado en la espalda de la reina.
Sadira pronunció su hechizo y tiró la bolita de plata contra el fragmento, con la esperanza de hundirlo en el corazón de Abalach. El proyectil fue directo al objetivo y golpeó la afilada hoja de refilón, pero no se produjo ningún estallido de poder mágico, como la hechicera había esperado. En lugar de ello, una aureola nacarina se extendió por el acero y empezó a zumbar con un agudo repique.
Los ojos de Abalach se abrieron de par en par, y la reina se llevó la mano a la espalda, intentando alcanzar la hoja. Sa’ram se acercó más y bajó el esquelético brazo para atacar la espalda de la reina, pero, antes de que el espíritu pudiera tocarla, el fragmento del Azote dejó de zumbar. Un imponente chorro de líquido negro salió disparado del pedazo roto y salpicó la retorcida figura de Sa’ram.
El negro líquido se extendió con rapidez hasta cubrir al espíritu con una espesa capa de baba de color ébano. Allí donde el fluido manchaba los deformes huesos de Sa’ram, éstos se desenroscaban y reagrupaban tomando la forma de un esqueleto menos contraído. La espalda se volvió redonda y encorvada, mientras que los brazos se transformaron en extremidades delgadas y largas que terminaban en aserradas zarpas. La barba gris del espíritu desapareció, y un cráneo de hueso negro surgió de los hombros para ocupar su ligar. La cabeza resultaba remotamente humana, con una barbilla alargada, una mandíbula pequeña y un par de pómulos bastante hundidos. Chispas azules reemplazaron los ojos naranja del espíritu errante, a la vez que una corona de relámpagos amarillos chisporroteaban alrededor del cráneo.
—¡Rajaat! —jadeó Abalach, contemplando la aparición.
—¡Uyness de Waverly, Plaga de los Orcos! —El esqueleto contempló fijamente a la reina, mientras bocanadas de humo negro brotaban de los agujeros de su nariz—. ¡He venido en tu busca, traidora!
Abalach retrocedió tambaleante.
—¡No! ¡No puedes estar libre!
Sadira saltó sobre la espalda de la reina. Tras deslizar un brazo alrededor del cuello de Abalach, utilizó la otra mano —y su fuerza sobrenatural— para hundir más la punta en el cuerpo de la reina. Notó cómo el acero rascaba contra un hueso para luego atravesar un trozo de tejido más blando.
Abalach gritó de dolor, pero calló de improviso cuando Sadira hizo girar la hoja. Un estremecimiento recorrió todo el cuerpo de la reina, y ésta se quedó inerte al tiempo que un humo marrón empezaba a surgir de su nariz y boca. Las extremidades se pusieron rígidas, y los músculos de su estómago empezaron a temblar. Un calor insoportable brotó de su cuerpo y las ropas empezaron a despedir humo.
Sadira giró y arrojó lejos a Abalach, sin molestarse en extraer la punta del Azote. La reina dio vueltas como una peonza con los brazos y piernas tiesos y separados, y por fin fue a caer al suelo a unos doce pasos de distancia. Por un instante, el cuerpo se quedó allí tumbado, mirando al cielo con ojos vidriosos mientras que una humareda marrón se elevaba de su nariz y boca; luego el cadáver se dobló sobre sí mismo y estalló en una columna de llamas broncíneas. La explosión no dejó otro rastro que un cráter de sal manchado de hollín marrón.
Cuando Sadira volvió la cabeza para mirar al negro esqueleto, se encontró con que éste se estaba fundiendo en medio de un charco de lodo burbujeante. Lo único reconocible en aquellos momentos era la cabeza, e incluso ésta se disolvía a toda velocidad. La hechicera no vio ninguna señal de que la negra masa fuera a recuperar una forma que recordara a la de Sa’ram, y, en silencio y con los ojos cerrados, pronunció unas palabras de gratitud por los esfuerzos del espíritu para protegerá Rkard.
Al cabo de un momento, Rkard la cogió de la mano y tiró de su brazo.
—Ven —indicó—. Jo’orsh dice que esa cosa es peligrosa.
La hechicera abrió los ojos y dejó que el muchacho la condujera hasta la imponente figura de Jo’orsh.
—Lamento lo de tu amigo —dijo, estirando el cuello para mirar directamente a los ojos naranja del espíritu.
—No hay necesidad de lamentaciones —repuso Jo’orsh—. Un espíritu no puede aspirar a otra cosa que no sea encontrar el descanso eterno, y ahora Sa’ram lo ha conseguido.
—¿Y qué pasa con eso? —preguntó Sadira, señalando en dirección al negro charco—. ¿Era realmente Rajaat?
—Sí —respondió el otro—. Tu hechizo permitió que su esencia escapara del fragmento del Azote.
La hechicera tragó saliva y contempló fijamente el burbujeante líquido.
—¿Cómo podemos volver a introducirlo allí?
—Tú no puedes —contestó Jo’orsh—. Pero no hay necesidad de preocuparse. Al igual que el mismo Rajaat, está encerrado en el interior del mundo de las tinieblas. Sólo puede hacer daño a aquellos que son lo bastante estúpidos para tocarlo por voluntad propia.
Un escalofrío de terror recorrió la espalda de la hechicera.
—¿Entonces los reyes-hechiceros no mataron a Rajaat? —inquirió, volviéndose hacia el espíritu.
Jo’orsh no contestó, pues había desaparecido tan deprisa como había aparecido.
—¿Qué le ha sucedido a tu amigo? —preguntó Sadira, tomando a Rkard de la mano.
—Sigue aquí… como siempre —respondió el muchacho. Arrugó el entrecejo pensativo; luego levantó los ojos hacia Sadira—. Estuvo bien que te ayudara, ¿verdad?
Sadira arrugó la frente y fingió meditar seriamente su pregunta.
—No lo sé. ¿No dijo tu madre que no quería heroicidades?
—Lo dijo —refunfuñó el joven mul—. Pero no veo el motivo. Rikus siempre hace cosas valientes.
Señaló en dirección al oasis. Cuando Sadira se volvió, vio a su esposo que cargaba colina arriba en pos del ejército raamin, agitando la espada y llamando cobardes a sus enemigos. La hechicera no pudo evitar echarse a reír. El mul no parecía haberse dado cuenta de que Caelum había tendido un puente de parpadeantes llamas sobre la sima creada por Abalach, ni de que Neeva conducía por el arco a cuatrocientos guerreros —todo lo que quedaba de la legión tyriana— para ir en su ayuda.
Sadira empezó a andar hacia el agujero.
—Vamos —dijo—. Será mejor que informemos a Rikus que la batalla ha terminado.