2: Esperanza del Pobre

2

Esperanza del Pobre

Un sonoro estampido retumbó por encima del otero, y doradas cascadas de arena resbalaron por los salientes, frágiles como barquillos, del acantilado. El sonido cruzó la carretera y rodó sobre el lecho cubierto de sal de un lago hasta rebotar en la escarpada ladera de una montaña lejana.

Rikus levantó la cabeza y arrugó la frente. El cielo permanecía sereno, con el sol rojo llameando entre la neblina olivácea del amanecer. Al oeste, las lunas gemelas de Athas flotaban muy bajas sobre las Montañas Resonantes, recortando los lejanos picos contra doradas medias lunas. Un viento áspero siseaba por encima del otero, pero no se veía ninguna masa de cúmulos.

El mul pasó la mano por encima de las antenas de su kank para obligar a la montura a detenerse. El insecto era dos veces el tamaño de un hombre, con un cuerpo quitinoso y ojos de múltiples facetas que sobresalían de los costados de su cabeza. Las afiladas pinzas que surgían de sus fauces le daban el aspecto de un ser capaz de destrozar a una manada de lirrs, aunque en realidad se trataba de una criatura tímida y más bien mansa.

Rikus estaba sentado a horcajadas sobre el tórax del kank, con los pies colgando entre las seis patas del animal y rozando casi el suelo. Con un rostro de facciones duras y marcadas y un cuerpo sin un solo pelo que no parecía otra cosa que un conglomerado de nervio y músculo, el guerrero parecía aún más peligroso que su montura. En este caso, no obstante, las apariencias no engañaban. Era un mul, un mestizo producto de un cruce entre humana y enano creado para vivir y morir como gladiador. De su padre había heredado la increíble fuerza y resistencia de los enanos, mientras que su madre le había legado el tamaño y la agilidad de los humanos. El resultado era un luchador perfecto, que combinaba a la vez fuerza y agilidad en un mismo cuerpo.

Al ver que no surgía ningún nuevo estampido de detrás del otero, Rikus bajó la mano hacia el Azote de Rkard. En cuanto sus dedos rozaron la empuñadura, la magia de la espada inundó sus oídos de sonidos discordantes: el rugido del viento, el chirrido de la arena al caer, y el latir de su propio corazón. De las oscuras grietas del otero le llegó el fragor de la cantinela de los grillos, y, en algún punto del lecho del lago, las escamas del vientre de una serpiente susurraron sobre la áspera superficie de una piedra ardiente.

Rikus también escuchó algo que lo preocupó más: el murmullo de voces humanas, provenientes sin duda de una plantación de pharo que se encontraba al otro lado de la elevación. Las voces llegaban apagadas por la distancia y el alto acantilado; pero, a pesar de ello, el mul comprendió que muchos de los campesinos gritaban, algunos incluso vociferaban. Mientras escuchaba, una sonora carcajada ahogó todas las voces humanas, y comprendió que algo iba muy mal en Esperanza del Pobre.

Rikus apartó la mano de la espada y se volvió hacia la inhumana figura que lo acompañaba.

—¿Oyes eso, Magnus?

Aunque Magnus se llamaba a sí mismo un elfo, no lo parecía. Nacido a la mágica sombra de la Torre Primigenia, había sido transformado en algo que se parecía más a un gorak gigante que a un elfo. Poseía un cuerpo voluminoso de gruesas extremidades recubierto por una piel rugosa, con garras de marfil en los dedos de los pies, y manos del tamaño de un escudo redondo. El rostro era todo hocico, con una enorme boca de dientes afilados e inmensos ojos redondos colocados uno a cada lado de la cabeza.

—¿El estampido? No fue un trueno —respondió Magnus.

—No hay que ser un cantor del viento para saber eso —replicó Rikus—. ¿Qué me dices de las voces? Utiliza tu magia para averiguar qué sucede.

Magnus giró elocuentemente sus puntiagudas orejas hacia el otero y escuchó.

—El otero es demasiado alto para que pueda entender las palabras —dijo—. Ni siquiera un cantor del viento puede oír a través de la roca.

Rikus lanzó una maldición. A él y a Magnus los esperaban a media mañana en una reunión del consejo tyriano de asesores. Normalmente, no lo habría preocupado hacer esperar al consejo, pero hoy él y Sadira iban a solicitar una legión de guerreros para conducirla a Samarah; llegar tarde no predispondría precisamente a los asesores a conceder su petición.

Una sombra de color ciruela cayó sobre la carretera. El mul levantó los ojos y se encontró con una nube de polvo marfileño que descendía desde lo alto de la cima. Aunque el viento arrastró la mayoría de la centelleante masa hasta el lago seco, una parte del polvo cayó en dirección a la carretera como una lluvia suave.

Rikus extendió una mano y recogió una ligera capa. El polvo tenía el color de la paja y la textura de la harina muy molida. Rikus acercó la lengua al contenido de la mano: tenía un sabor seco y suave.

—¡Esto es pharo!

El mul extendió la mano hacia el cantor del viento.

—Parece recién molido —comentó Magnus—. El estampido que oímos podría haber sido un silo que se derrumbaba. Eso explicaría todo el griterío.

—No lo creo —dijo Rikus, recordando la sonora carcajada que había oído por encima de las voces preocupadas—. Será mejor que echemos una mirada. —El mul desmontó.

—¿Es realmente necesario? —protestó Magnus—. Cuando se puso en contacto conmigo anoche, Sadira dejó muy claro que quiere que estés presente cuando se inicie la reunión.

Rikus dedicó una mueca desdeñosa a sus palabras.

—Tendría que haberlo pensado antes de enviarnos a inspeccionar el puesto situado en la mina —refunfuñó—. Tendrá que arreglárselas sola con el consejo hasta que lleguemos.

Condujo al kank fuera de la carretera y lo ató a una roca.

—Al menos deja que avise que llegarás tarde —dijo Magnus con un suspiro de resignación.

—Después de que averigüemos qué sucede —replicó Rikus—. Será mejor si podemos decirle cuánto tardaremos.

El mul inició la ascensión al otero, gateando sobre afiladas rocas que ardían ya bajo los efectos del sol de la mañana. El campo de rocas no tardó en dar paso a un talud salpicado de matas en forma de carcaj. Para poder subir, Magnus se aferraba a puñados enteros de los amarillentos tallos y los utilizaba para impelerse por la empinada cuesta. A medida que las cañas se partían entre sus gruesos dedos, un fuerte olor pestilente iba llenando el aire. Rikus no pudo menos que mirar a su acompañante con envidia mientras trepaba a cuatro patas por la suelta gravilla; su piel no era tan dura como la del cantor del viento, y los tallos de las plantas estaban surcados de aristas afiladas como cuchillas de afeitar.

Cuando llegaron a los farallones situados cerca de la cima del otero, le llegó el turno a Rikus de disfrutar. Él trepó por las verticales grietas con relativa facilidad, mientras que Magnus no dejaba de maldecir y gemir por el esfuerzo que le significaba impulsar su cuerpo más pesado hacia lo alto. En ocasiones, el cantor del viento se veía obligado a utilizar el puño para crear, a fuerza de golpes, un asidero apropiado en la pared rocosa.

Una vez que hubo llegado a la cima, Rikus se encontró contemplando un cañón amplio y poco profundo bordeado a un lado por el otero y al otro por los cenicientos riscos de las Montañas Resonantes. El suelo de color naranja estaba salpicado de matorrales de tamariscos verde grisáceos y larguiruchos árboles de pies de gato, mientras que crestas de oscuro basalto serpenteaban por el suelo del valle como los destrozados restos de una antigua y olvidada muralla.

La cumbre más alta del valle tenía una altitud parecida a la de una montaña, y se la conocía localmente como el Muro de Rasda. La más reciente de las granjas de beneficencia de Tyr, Esperanza del Pobre, se encontraba tras aquella masa rocosa, oculta por completo a excepción de la mancha verde de un huerto de pharo que se desparramaba desde detrás de la inmensa barrera. Rikus sabía que el cultivo prosperaba gracias a las aguas de un profundo pozo que los nuevos granjeros habían excavado laboriosamente a través de un centenar de metros del lecho de granito.

Más de una docena de figuras chapoteaban en las poco profundas zanjas del campo de pharo, y, aunque la distancia era demasiado grande para que Rikus pudiera distinguir la raza o sexo de ninguna de ellas, sí podía darse cuenta de que corrían a toda prisa, sin dejar de volver la cabeza de vez en cuando para mirar por encima del hombro a algo que quedaba oculto por el Muro de Rasda.

—Yo tenía razón. Algo sucede. —Rikus bajó los ojos hacia Magnus. El cantor del viento se encontraba a medio camino de la cima, colgando de una sola mano que mantenía introducida en una estrecha abertura—. Me adelantaré —dijo el mul—. Sígueme en cuanto puedas.

Sin esperar la respuesta, el mul desenvainó la espada y echó a correr por la suave ladera del otero. Al igual que antes, un tumulto de sonidos inundó sus oídos: grava aplastada bajo sus pies, el ardiente aire chisporroteando entre la maleza, el siseo asustado de un lagarto que corría a ocultarse. Ahora que el elevado otero no se interponía entre él y Esperanza del Pobre, el murmullo de las voces de los campesinos llegó hasta Rikus con mayor claridad. Algunos aullaban pidiendo ayuda, mientras que otros gritaban los nombres de seres queridos que no encontraban. La mayoría simplemente chillaban, los gritos enronquecidos por el terror.

Rikus escuchó otras voces que lo inquietaron aún más. Eran mucho más potentes que las de los campesinos, con timbres profundos y risas atronadoras como la que había escuchado antes. Tras esquivar una docena de macizos de hojas flechas, el mul llegó al fondo del valle. Ahora se encontraba lo bastante cerca para ver que los campesinos que huían todavía llevaban los andrajos de pordiosero que habían vestido como mendigos tyrianos; estaban quemados por el sol y ojerosos a causa del esfuerzo para adaptarse a la vida fuera de la ciudad.

Detrás de los mendigos que huían tronó una orden tajante, tan sonora como un trueno:

—¡Regresad, pequeñas sabandijas!

En las estribaciones de la cordillera, donde el risco no era tan alto como el resto del Muro de Rasda, un par de cabezas gigantescas aparecieron por encima de la cumbre. Del tamaño de kanks pequeños, las cabezas mostraban unas frentes velludas con trenzas grasientas de enmarañados cabellos colgando de ellas. Tenían unos ojos tan grandes que, incluso a un tiro de flecha, Rikus era capaz de distinguir que tenían el iris de color marrón; sus dientes parecían largas estalactitas amarillentas. Una de las figuras tenía una nariz ganchuda tan larga como la mandíbula de un kank, en tanto que un par de labios regordetes y tumefactos distinguían el rostro del otro.

—¡Gigantes! —siseó Rikus, incapaz casi de creer lo que veía.

Aunque el mul jamás había visto a un gigante de las Islas de Cieno, no dudó que contemplaba a dos de ellos ahora. Eran tan altos como torres de vigía y el doble de anchos, con enormes pechos como toneles y extremidades tan gruesas como quiebrahachas. Mientras andaban, aplastaban árboles de pharo y destrozaban zanjas de irrigación, dejando una serie de pequeñas charcas en los lugares donde sus pies se habían hundido en el barro.

Rikus no comprendía qué hacían allí unos gigantes. Su raza habitaba cerca de Balic, en el largo estuario de polvo que serpenteaba tierra adentro desde el Mar de Cieno. Por lo que había oído, eran seres reservados que utilizaban el mar de polvo para aislar de los visitantes las islas en las que habitaban. De vez en cuando viajaban a la península balicana a vender su pelo, con el que se tejían excelentes cuerdas, o para atacar caravanas o granjas. Pero jamás había oído que penetraran tan tierra adentro como para llegar casi hasta Tyr.

La perplejidad del mul no cambiaba el hecho de que los gigantes estuvieran aquí, y sabía que no resultaría fácil echarlos. Mientras corría a toda velocidad por el fondo del valle, Rikus estudió el terreno que tenía delante a la vez que meditaba sobre la mejor manera de salvar a los granjeros. Aún no podía ver la plantación misma, pues los edificios y la mayoría de los huertos de pharo seguían ocultos tras el Muro de Rasda.

Una mujer de aspecto angustiado que sostenía a un bebé entre los brazos llegó al final del campo de pharo y se lanzó a la carrera al interior del pedregoso desierto. El gigante de la nariz ganchuda lanzó una risita de enloquecida satisfacción y se agachó para atraparla. Los largos dedos de la criatura arañaron el suelo, levantando una nube de polvo naranja, pero la mujer se echó a un lado y los esquivó a duras penas.

La mujer apretó al niño contra su cuerpo y rodó por el suelo varias veces. Rikus pensó que se levantaría y continuaría corriendo, pero, en cuanto volvió a levantarse, la mendiga se detuvo para levantar los ojos hacia su atacante. El gigante extendía otra vez el brazo para cogerla, y ella depositó a su hijo en un matorral cercano para luego seguir huyendo en dirección opuesta a Rikus. Mientras corría, chillaba con todas sus fuerzas para mantener la atención del titán fija en ella.

—¡Por aquí! —aulló Rikus, sin dejar de correr.

La mujer continuó alejándose, al parecer incapaz de oírlo. La mano del gigante descendió y la agarró. En cuanto la bestia la levantó del suelo, Rikus ya no pudo ver nada de ella excepto un par de piernas pataleantes. Con una ahogada risita alborozada, el titán la introdujo en el interior del abultado morral que llevaba al hombro y volvió a agacharse para coger al niño. Mientras el gigante sostenía al bebé entre unos enormes dedos pulgar e índice, a Rikus le dio la impresión de que no oía más que el llanto desesperado de la criatura.

Los restantes granjeros salían ya a toda prisa del campo de pharo. Gracias a la magia del Azote, Rikus pudo escuchar sus gritos de pánico cuando el segundo gigante se inclinó para levantarlos del suelo.

De improviso, la voz de Magnus bramó por encima del valle aumentada por el poder de su magia del viento.

—¡Vosotros, gigantes, dejad en paz a mi gente!

La orden resonó dolorosamente en los oídos de Rikus. Su primer impulso fue soltar la espada, pero se obligó a mantenerla sujeta al tiempo que se concentraba en los gritos de los granjeros. Mientras la voz del cantor del viento se apagaba, el mul oyó cómo las voces de los campesinos lanzaban gritos de asombro. Los mendigos se volvieron hacia el otero y dos de ellos señalaron la cima.

Rikus agitó el brazo para atraer su atención.

—¡Venid por aquí!

Esta vez, el mul se encontraba lo bastante cerca para hacerse oír. Varios granjeros miraron en su dirección y pronto todo el grupo corría hacia él.

El gigante de la nariz ganchuda se inclinó y aplastó a media docena de campesinos bajo su puño.

—¡No corráis más! —Las palabras sonaron tan fuerte que incluso sin el Azote de Rkard Rikus no habría tenido problemas para comprenderlas.

El gigante levantó la mano para volver a golpear; pero, con gran alivio por parte de Rikus, el otro sujetó el enorme brazo de su compañero antes de que pudiera aplastar a más mendigos.

—Patch dijo que los atrapáramos, no que los aplastáramos —dijo el segundo gigante. Señaló a Rikus—. Además, aquí viene uno de aspecto peligroso.

—¡Así es! —aulló Rikus; aunque se encontraba aún a una veintena de pasos de distancia, alzó la espada—. ¡Haced daño a otro de los míos, y vuestra muerte será muy lenta!

El primer gigante arrugó la ganchuda nariz y dirigió una rápida mirada a su compañero.

—¿Lo aplasto, Tay?

—No, Yab —replicó Tay mientras obligaba a Yab a retroceder—; tu hermano me partiría la cabeza si dejara que un hombrecillo te hiriera.

Tay pasó junto a los granjeros y avanzó pesadamente. El gigante era más alto que los edificios de cuatro pisos que bordeaban las calles del barrio de los nobles de Tyr. Mientras se acercaba, el mul tuvo que estirar el cuello hacia atrás para no perder de vista las enormes manos del titán.

La criatura se inclinó para agarrar a Rikus. Éste aguardó hasta que la palma de la mano cubrió el cielo sobre su cabeza; luego lanzó su grito de guerra más potente. El Azote salió disparado hacia arriba, y su hechizado filo cortó limpiamente el nervio y el hueso de tres dedos largos como espadas.

Tay lanzó un rugido de dolor. Rikus se lanzó al frente y rodó por el suelo. Las ardientes piedras le arañaron la espalda y los hombros, pero el mul no tardó en volver a estar de pie y corriendo en dirección al espacio abierto situado entre los tobillos del titán.

—¡Písalo! —chilló Yab.

Tay levantó el pie en el aire. Rikus se desvió hacia la pierna opuesta, y el talón del gigante se estrelló contra el suelo a su espalda; el impacto fue tal que lanzó al mul al suelo.

Rikus golpeó con la espada la pierna de Tay. Una vez más, el viejo acero atravesó con facilidad la carne del gigante y la rebanó limpiamente. El mul giró sobre sí mismo al instante para golpear la parte posterior de la otra pierna del titán. Se escuchó una nauseabunda especie de chasquido cuando el tendón se separó para rodar hacia arriba en dos masas nudosas por debajo de la piel de la criatura. Rikus tiró del Azote para liberarlo y echó a correr tan rápido como pudo.

Tay gritó y giró en redondo para atraparlo. La pierna acuchillada del gigante se dobló en cuanto volvió a poner el pie en el suelo, y, cuando intentó mantener el equilibrio con la otra pierna, el tobillo cortado le impidió cualquier movimiento. Se derrumbó de costado, golpeó el suelo con un estrépito atronador, y empezó a revolcarse violentamente, aferrándose a sus heridas y levantando una nube de polvo naranja.

Los granjeros huyeron en dirección al otero, dando un buen rodeo para mantenerse lejos de Tay y vitoreando a Rikus. El mul les indicó con la mano que siguieran corriendo y devolvió su atención a Yab. La inmensa boca llena de dientes del gigante estaba totalmente abierta, mientras que su mirada oscilaba entre su compañero herido y Rikus.

—Ya os habéis divertido —gritó Rikus. Se detuvo y señaló con la punta de la espada el morral del gigante—. Deja a esas gentes en el suelo.

El rostro de Yab enrojeció de cólera.

—¡No! —tronó—. Primero devuelve nuestro Oráculo.

—¿Qué Oráculo? —inquirió Rikus.

—El Oráculo de los gigantes —respondió el otro lanzándole una mirada furiosa—. El que vosotros, tyrianos, robasteis.

—No hemos robado nada —gruñó Rikus al tiempo que volvía a avanzar hacia el gigante.

—¡Embustero! —Yab se inclinó para recoger una roca del suelo.

La lírica voz de Magnus surgió de la base del otero. Entonaba una profunda y sombría balada que llenó todo el valle de melancólicos acordes. La mañana se tornó silenciosa por un momento; entonces el cantor del viento alzó la voz en un ondulante vibrato que hizo correr remolinos de polvo por todo el desierto. Rikus escuchó un suave silbido a su espalda, y sintió cómo un fuerte viento soplaba en dirección al gigante.

Yab arrojó la roca.

La voz de Magnus se alzó en un arrollador crescendo, y una violenta ráfaga de aire pasó junto a Rikus con tanta fuerza que hizo perder el equilibrio al mul y lo lanzó al suelo. En ese mismo instante, el vendaval atrapó la roca de Yab y la arrojó hacia atrás, contra el rostro del gigante. La piedra rebotó en la mejilla del titán, donde dejó un reluciente hematoma y abrió una larga herida bajo el ojo.

Yab se pasó la mano por el corte, para acto seguido lamer la sangre de los dedos como si quisiera asegurarse de que era real.

Rikus volvió a incorporarse. Tras echar una ojeada a su espalda para comprobar que la imponente figura de Magnus avanzaba pesadamente hacia él, se encaminó otra vez hacia Yab.

—Deja a esa gente en el suelo —aulló—. No te lo volveré a decir.

El gigante introdujo la mano en el morral y sacó a un semielfo de cabellos canosos al que arrojó al suelo, con lo que el frágil cuerpo del hombre quedó aplastado contra las rocas.

Con un rugido de rabia, Rikus cargó contra él. Yab volvió a introducir la mano en el saco y esta vez sacó a la mujer angustiada que Rikus había visto antes.

—¡Para ahí!

El mul se detuvo de mala gana, al darse cuenta de que no salvaría a la mujer si proseguía con su carga. Tendría que encontrar otro modo de obligar al gigante a obedecer.

—Ahora tira el cuchillito y acércate —dijo Yab con una sonrisa maliciosa.

Rikus echó una rápida mirada a la gimiente figura de Tay.

—Tengo una idea mejor.

El mul retrocedió hasta el gigante herido, con la espada lista para defenderse por si Tay intentaba atacarlo.

—¿Qué haces? —exigió Yab.

—Lo mismo que tú —respondió Rikus, deteniéndose a pocos pasos de la cabeza de Tay. El gigante herido lanzó un gemido e intentó atrapar a Rikus con la mano sana, pero se detuvo en seco cuando el mul colocó la espada entre los dedos del titán y él mismo—. Lo que hagas con esa gente, se lo haré a tu amigo.

Yab arrugó la frente y se rascó la oreja. Miró fijamente a Rikus y murmuró para sí en voz baja; luego se encogió de hombros y penetró en los campos de pharo.

—¿Qué haces? —preguntó Rikus, sorprendido por la curiosa retirada del gigante.

—No hagas daño a Tay, o toda esta gente morirá. Y puedo encontrar a muchos más, además. —El gigante se colocó detrás del Muro de Rasda y desapareció de la vista.

Rikus hizo intención de ir tras él, pero pensó en la plantación situada detrás de la cordillera y decidió esperar. Si salía inmediatamente en su persecución no haría más que provocar en Yab un arrebato de furia destructiva. En lugar de ello, el mul consideró más sensato interrogar a Tay sobre el estado de la granja y sus habitantes; luego ya decidiría qué hacer.

Antes de que Rikus pudiera iniciar sus investigaciones, Magnus llegó junto a él.

—Envié un susurro de viento a Sadira.

—¿Viene hacia aquí?

—Aún no —respondió el cantor del viento—. Ella y los otros estaban a punto de acudir a la reunión del consejo, y en aquellos momentos parecía que tenías las cosas bajo control. ¿Le digo que estaba equivocado?

Rikus negó con la cabeza.

—Veamos qué tiene que decir Tay. —Señaló con una mano el Muro de Rasda—. Vigila y avísame si ves que Yab regresa de la granja.

—Probablemente está muy ocupado recogiendo rehenes, pero mantendré un ojo en esa dirección. —El cantor del viento se colocó de forma que uno de sus redondos ojos quedara vuelto hacia la cordillera y el otro hacia Rikus.

Sujetando la espada con ambas manos, el mul apoyó la hoja sobre la inmensa garganta del gigante.

—¿Qué hacéis aquí tú y Yab?

—Vi… vinimos a buscar nuestro Oráculo. —Tay no pudo impedir que los gordezuelos labios temblaran al hablar—. Dos tyrianos lo robaron, vuestro rey y un noble.

—¿Tithian y Agis de Asticles? —preguntó Rikus, frunciendo el entrecejo.

—Se parece a lo que nuestro jefe los llamó. —Tay mantenía unos ojos grandes como platos fijos en el rostro del mul.

—No me mientas —dijo el mul; apretó la hoja hasta que un hilillo de sangre surgió de debajo del filo—. Agis no es un ladrón. Además, no ayudaría a Tithian.

—¿Ni siquiera para matar al dragón? —terció Magnus, sin dejar de vigilar el Muro de Rasda.

—¿Qué quieres decir? —inquirió Rikus.

En lugar de responder, el cantor del viento interrogó a Tay:

—¿Qué aspecto tiene ese Oráculo vuestro?

—Una bola de obsidiana negra, no más grande que tú —respondió el gigante.

—Parece como si fuera la lente oscura —comentó Magnus.

—¡El Oráculo! —insistió el gigante—. Si no lo devolvéis, arrasaremos todas las granjas del valle.

Rikus hizo caso omiso de la amenaza del gigante.

—¿Cómo sabías que hablaba de la lente? —le preguntó al cantor del viento.

Magnus se encogió modestamente de hombros.

—Tithian tenía que estar buscando algo cuando se escabulló de Tyr —explicó—. Lo que creo es que Agis lo atrapó, y los dos juntos encontraron la lente en poder de los gigantes.

—¡Lo robaron! —refunfuñó Tay—. Y tenéis que devolverlo… ¡o algo horrible nos va a suceder a todos!

—¿El qué? —quiso saber Rikus.

—Sólo los jefes lo saben —contestó Tay—. Pero los gigantes no serán los únicos que sufran. Nosotros custodiamos el Oráculo por el bien de todos los que viven en Athas.

—Tendrás que hacerlo mejor que eso —amenazó Rikus.

—No por el momento —intervino Magnus.

El cantor del viento señaló en dirección al Muro de Rasda, donde la cabeza de Yab acababa de aparecer por encima de la poco elevada estribación. Éste miraba en dirección a la plantación y gritaba:

—¡Ven rápido, jalifa Patch! ¡Tay está herido!

—¿Qué lo ha herido? —A juzgar por lo débil que sonó la respuesta, Rikus adivinó que este gigante se encontraba a considerable distancia de allí; probablemente en los terrenos del otro extremo de la granja.

—Un hombrecillo calvo —chilló Yab—. Tiene aspecto de enano.

—¿Tay dejó que un enano lo hiriera? —dijo un cuarto gigante con una risita ahogada—. ¿Qué es lo que hizo Tay…, resbalar en la sangre cuando lo pisó?

Un torrente de carcajadas estalló detrás de la elevación, y Rikus comprendió que había subestimado enormemente el número de gigantes que atacaba la plantación. Al parecer, mientras Yab y Tay perseguían a los mendigos huidos, la mayor parte del grupo de asalto se había quedado atrás para destruir la granja.

Rikus volvió a mirar a Tay.

—¿Cuántos guerreros hay en tu grupo?

—Ocho —respondió éste, dirigiendo una sonrisa satisfecha al mul.

—Será mejor que huyamos —declaró Rikus. Se apartó de Tay, arrastrando al cantor del viento con él.

—¡No! —tronó el gigante—. ¡Deteneos!

Rikus levantó la cabeza y vio cómo la mano del gigante descendía hacia sus cabezas, convenida en un puño tan grande como un escudo. El mul empujó a Magnus en una dirección a la vez que él se lanzaba en la otra. Él puño de Tay aterrizó entre ambos, pulverizando piedras y levantando una columna de polvo naranja. Al cabo de un instante, los dos amigos volvían a estar en pie y corriendo por el pedregoso suelo a toda velocidad.

Tras una docena de zancadas y de haberse librado por los pelos en otras dos ocasiones de ser aplastados, consiguieron situarse fuera del alcance del herido titán, e incluso entonces siguieron corriendo en dirección al otro extremo del valle tan deprisa como podían.

—¿Llamo ahora a Sadira? —preguntó Magnus colocándose junto a Rikus.

Antes de responder, el mul miró por encima del hombro. Yab salía en aquellos momentos de detrás del Muro de Rasda, sin llevar ya el morral al hombro. Tras él iba otro gigante, mucho mayor que él o que Tay. El recién llegado llevaba un chal negro colgando sobre un ojo.

—Llámala —dijo Rikus—. Pero dile que no haga nada hasta que vea ocho gigantes. Si dejamos escapar a cualquiera de ellos, podríamos tardar días en localizarlos.

El cantor del viento asintió; acto seguido, unas suaves y rítmicas notas surgieron de su garganta. Tan perfecto era el control de su respiración que su voz no demostró la menor señal de tensión, a pesar de que él seguía corriendo. Mientras Magnus repetía el mensaje, el aire se arremolinó alrededor de la cabeza del cantor del viento con un apagado y melodioso siseo que al mul le recordó el murmullo de unos fantasmas.

—A mi hermano el viento abrasador entrego estas palabras —completó Magnus el mensaje—. Transpórtalas a los oídos de Sadira y a los de nadie más.

Un silencio espectral reemplazó el siseo del viento. Entonces Rikus vio una serie de remolinos de polvo que brincaban por el desierto a medida que el hechizo de Magnus volaba en dirección a Tyr.

El mul y el cantor del viento corrieron una docena más de metros antes de que enormes rocas empezaran a caer a su alrededor, llenando el aire de pedacitos de piedra y del olor cáustico de la roca pulverizada. Una enorme nube de polvo y arena los envolvió, y Rikus oyó cómo Magnus lanzaba un grito. El cantor del viento cayó violentamente al suelo entre un furioso estrépito de rocas.

—¡Magnus! —llamó Rikus, volviéndose.

—Aquí —le llegó la respuesta. A través del polvo que iba aclarando, Rikus vio que Magnus se incorporaba sobre las rodillas—. Sólo me ha rozado.

Rikus se acercó al cantor del viento y lo tomó del brazo.

—¿Puedes seguir corriendo? —Ayudó a su enorme amigo a ponerse en pie.

—Puede que un poco más despacio que antes —respondió Magnus mientras volvía la cabeza para mirar en dirección a la granja—. Pero será mejor que nos agachemos.

Siguiendo la mirada de su amigo, Rikus vio a Patch, Yab y a otros cinco gigantes que pasaban corriendo junto a Tay. Los titanes se esforzaban ahora por mantener el equilibrio después de haber arrojado otra andanada de piedras sin dejar de correr. Los afilados pedruscos descendían ya sobre el mul y su compañero.

Rikus se arrojó al suelo y se cubrió la cabeza. Un fuerte chasquido sonó delante de él al chocar una roca contra una enorme piedra semienterrada y hacerla añicos. Uno de los fragmentos de basalto arañó la espalda de Rikus; luego el mul escuchó el rodar de la roca por el pedregoso suelo y notó cómo la sangre resbalaba por sus costillas.

—¿Puedes ponerte en pie? —preguntó Magnus, sujetando la cintura del mul con sus enormes manos.

—No es más que un arañazo —respondió Rikus mientras se esforzaba por incorporarse. Miró en dirección a los gigantes y vio que arremetían contra ellos—. Mantengamos…

La frase se vio interrumpida por un sonoro silbido. Una enorme esfera de neblina negra apareció en el aire, flotó allí unos instantes y, tras posarse suavemente en el suelo, empezó a formar la silueta de una mujer esbelta.

Tras disolverse en el aire, la negra niebla dejó en su lugar a una atractiva hechicera. La mujer lucía una ondulada melena de cabellos ambarinos que le caía sobre los hombros, y su piel era negra como el ébano; los ojos carecían de pupilas y brillaban como ascuas azules, mientras que volutas de negro vapor surgían de sus labios cuando exhalaba.

—Muy oportuna, Sadira —la saludó Rikus, acostumbrado a ver llegar a su esposa de esta forma.

Al igual que Magnus, también ella había visitado la Torre Primigenia y, como resultado, se había transformado en algo que el mul no comprendía… y que tampoco estaba muy seguro de que le gustara.

Sadira se colocó delante de Rikus y Magnus.

—Sólo veo siete gigantes —dijo, arrodillándose en el suelo—. Pensaba que eran ocho.

Rikus se volvió de nuevo hacia sus atacantes y observó que la llamativa llegada de su esposa había provocado que los gigantes se detuvieran y se dedicaran a recoger más rocas que lanzar. El mul no se sorprendió, pues incluso el más torpe de los guerreros habría reconocido en Sadira a una hechicera y se habría acercado a ella con precaución.

Rikus indicó la figura caída de Tay.

—El octavo está allí tumbado.

—Bien.

Sadira volvió la negra palma de una mano hacia el cielo. Rikus observó con sorpresa que en uno de sus dedos brillaba la sortija de sello de su otro esposo, Agis de Asticles. Antes de que el mul pudiera preguntar de dónde había salido, una serie de sílabas mágicas surgieron de los azules labios de la hechicera, y una oleada de vibrante energía roja chisporroteó por el suelo del valle. El resplandor surgió en forma de abanico de sus dedos en un brillante fogonazo, y piedra y arena empezaron a fundirse en un abrasador y viscoso lodo que proyectaba al cielo arremolinadas volutas de humo acre.

El hechizo se precipitó sobre Yab y su grupo. Aullando de terror y confusión, los gigantes se hundieron hasta la cintura en la blanda masa, al tiempo que las rocas que sujetaban se convertían en líquido y se les escurrían entre los dedos. Entonces, todo el terreno fue endureciéndose poco a poco hasta convertirse en una humeante llanura naranja tan lisa como el cristal. El titán que llevaba el parche rugió de rabia y empezó a golpear con los puños el brillante suelo, pero el material era tan duro como el granito y no mostró la menor señal de agrietarse.

Sadira sacó una bola de cera amarilla del bolsillo y empezó a amasarla entre los dedos. Rikus sabía por experiencia que estaba preparando alguna variedad de conjuro de fuego.

—¿Cuánto tiempo durará tu primer hechizo? —preguntó Rikus posando una mano sobre las muñecas de ella.

—Hasta que se ponga el sol.

Rikus asintió, pues era la respuesta que esperaba. Los poderes de Sadira existían únicamente mientras el sol estuviera en el cielo, y por regla general lo mismo sucedía con cualquier conjuro que lanzara durante el día. Existían excepciones, desde luego, de modo que había considerado más sensato confirmarlo antes de hacer su siguiente sugerencia.

—A lo mejor no tendrías que matar a los gigantes —dijo—. Parecen saber algo sobre Agis y Tithian. También afirmaron que ellos les robaron la lente oscura y que, si no la devolvemos, algo terrible sucederá.

Los ojos de Sadira lanzaron un destello de un azul más profundo.

—¿Les crees?

—No tuve tiempo de hacer muchas preguntas —respondió Rikus, encogiéndose de hombros—. Pero no creo que solucionemos nada matando a este grupo. Los gigantes enviarán más guerreros a recuperar la lente. Sería mejor convencerlos de que no la tenemos.

Sadira meditó sobre ello unos instantes.

—Hablaremos con ellos más tarde —asintió al cabo—. Pero ahora debo regresar a Tyr. El guardián acababa de abrir las puertas de la sala cuando recibí el mensaje de Magnus, y yo debería estar allí.

—Nosotros nos quedaremos aquí —repuso Rikus.

Pero Sadira negó con la cabeza.

—Se te necesita en Tyr, para conducir a la legión fuera de la ciudad. Regresa tan pronto como puedas. Te llevaría conmigo, pero el conjuro que tengo que utilizar sólo puede transportar a uno.

—No te preocupes —respondió Rikus, más que satisfecho de no tener que soportar el contacto de su extraña magia—. Pero ¿qué hacemos con los gigantes?

—No pueden escapar… y, si pudieran, tú no podrías impedírselo.

La hechicera alzó ambas manos hacia el sol. Su sombra formó un círculo alrededor de sus pies y luego se elevó hasta envolver todo su cuerpo en una niebla oscura.