Epílogo

Epílogo

Siete figuras se encontraban sobre la colina situada por encima de la Puerta del Juicio Final, absortas en sus propios pensamientos. Neeva y Rkard estaban arrodillados al borde del precipicio, contemplando el valle donde Caelum había muerto, en silenciosa meditación. Sadira se hallaba sentada a poca distancia de ellos, cerca de Rikus; la lente oscura descansaba en el suelo entre ambos.

Los dos reyes-hechiceros, Nibenay y Hamanu, y la reina-hechicera, la Oba de Gulg, aguardaban al final de la loma. Miraban al otro lado del Anillo de Fuego, a la enorme cortina de vapor que se había creado cuando la inundación de Rajaat había rebasado finalmente la llanura draxana y caído en forma de cascada sobre el hirviente lago de lava situado abajo. Más que nadie, los gobernantes parecían percibir que había llegado el momento de replantearse las antiguas costumbres, de olvidar viejas enemistades, de encontrar nuevos planteamientos al reto de vivir en Athas.

Rikus se encontró pensando en qué les parecería a ellos este momento, contemplado a través de ojos crueles que ya habían visto pasar una innumerable sucesión de días. No parecían ni tristes ni contentos, y el mul se preguntó si eran capaces de sentir tales emociones. ¿Sería éste un hecho crucial en sus largas vidas, o simplemente uno en el que era necesario formar nuevas alianzas? No conocía la respuesta y sospechó que tampoco ellos. Por ahora, sólo una cosa era importante: se había firmado una tregua y, una vez que se cumplieran sus términos, ya no habría motivo para luchar; al menos, no hasta que todos hubieran regresado a casa y se hubieran recuperado lo suficiente para pensar en nuevos motivos.

La Oba se volvió hacia Sadira y asintió. La hechicera se puso en pie y, rodeando la lente con los negros brazos, la levantó. Rikus no se puso en pie con ella, ya que no eran ésos los términos del acuerdo. Sadira debía hacerlo sola, pues Nibenay y Hamanu estaban tan cansados y desconfiaban tanto de los tyrianos como los tyrianos de ellos.

Mientras Sadira se adelantaba, un trueno resonó en el cielo y empezó a caer un nuevo y torrencial aguacero. Nadie le prestó demasiada atención, pues no era la primera tempestad que caía sobre el valle.

—¡Detente! —tronó entonces una voz potente.

Rikus se incorporó de un salto, listo para defenderse con las manos desnudas, y Sadira depositó la lente oscura en el suelo, preparándose ya para lanzar un hechizo a través de ella. Rkard también se puso en pie y elevó las manos hacia el rojo sol, e incluso Neeva se incorporó penosamente, con una mueca de dolor. Los gobernantes athasianos reaccionaron con igual rapidez; la Oba y Hamanu se dispusieron a utilizar el Sendero, en tanto que Nibenay volvía la palma de la mano hacia el suelo.

—¡No podéis hacer esto! —dijo la voz. Había en ella algo levemente familiar, pero existía un tenso siseo en el tono que impedía que Rikus la situara—. Detente. ¡Lo exijo!

Una esfera de bruma azul se formó en medio de la lluvia, y flotó en el espacio comprendido entre Sadira y los reyes-hechiceros. Empezó a estremecerse y ondular en el aire, hasta que poco a poco fue adoptando las fantasmales facciones del rostro enjuto y afilado de un anciano.

—¡Tithian! —exclamó Rikus, atónito—. ¡Pensé que estabas muerto!

Un nuevo relámpago atravesó el cielo, y un trueno sacudió toda la loma.

—No estoy muerto, estoy encerrado. Antes de que destruyáis la lente, liberadme.

—¿Para hacer qué? —exigió Neeva, acercándose cojeando hasta Rikus—. ¿Para convertirte en rey de Athas?

—No —respondió la cabeza, y el rostro adoptó repentinamente una expresión dolorida y solitaria—. Matadme si lo deseáis, pero no podéis dejarme aquí.

—¿Y qué sucederá si lo hacemos, Usurpador? —inquirió Nibenay, mientras una maliciosa sonrisa aparecía en su delgado hocico—. ¿Harás que llueva sobre nosotros?

El rey-hechicero bajó la mano y empezó a reír en voz baja. Hamanu y la Oba, con el rostro más relajado ahora, también ahogaron unas risitas.

—Si puedes acabar conmigo, hazlo ahora —replicó Sadira, clavando la mirada en los llorosos ojos de Tithian—. Es la única forma en que podrás detenerme.

El viento empezó a aullar, y la lluvia cayó con más fuerza. Nuevos truenos retumbaron sobre la loma, y más relámpagos iluminaron el cielo, pero ni uno solo tocó a Sadira ni a ninguno de los otros.

—Tal como pensé —continuó Sadira, pasando a través del nebuloso rostro del monarca—. Haz que llueva todo lo que quieras. Athas necesita la lluvia.

Un nuevo trueno retumbó en lo alto, y los rayos siguieron danzando entre las negras nubes. Rikus se echó a reír por lo bajo; luego inclinó la cabeza hacia atrás y abrió la boca para dejar que la fresca agua cayera en su interior. Lo mismo hicieron Rkard y Neeva. Muy pronto, todos los allí reunidos bebían agua directamente del cielo, sacando buen partido de la bravata de Tithian.

El monarca se cansó finalmente de tal humillación.

—Sin mí, jamás habríais matado al dragón —declaró, dejando que su imagen se disolviera en la neblina—. Todo lo que os pido es que me recompenséis con una muerte misericordiosa.

—Mataste a Borys porque deseabas ser inmortal… y ahora lo eres —se mofó la Oba, indicando a Sadira que se adelantara.

La tormenta murió tan rápido como había aparecido, y la hechicera transportó la lente oscura hasta el borde del risco. Sin detenerse, arrojó la esfera de obsidiana al interior del lago de lava. Ella y los otros la siguieron con la mirada mientras caía; cuando chocó con la superficie, un largo e ininterrumpido retumbo resonó en lo más profundo del Anillo de Fuego, y toda la colina empezó a estremecerse.

Finalmente, se escuchó un estampido ensordecedor, y un penacho de fuego negro surgió del lago. Se alzó hacia el cielo, atravesando las nubes de tormenta de Tithian como si fuera una flecha, y describió un arco en dirección al sol.

Cuando por fin desapareció, la Oba asintió con la cabeza.

—Se ha acabado —anunció, y empezó a alejarse.

Nibenay dirigió una fría mirada en dirección a Rikus, y también él inició el regreso a casa.

Hamanu aguardó unos instantes antes de seguirlos, deteniéndose al pasar junto al mul.

—En una ocasión te dije que existe una diferencia entre la osadía y la insolencia —dijo—. Confío en que recordarás esa diferencia en futuros tratos entre Tyr y Urik.

—Siempre y cuando no olvides la diferencia entre hombres y vasallos… al menos en lo que se refiere a los tyrianos —replicó Rikus.

—Jamás lo hago —respondió el rey-hechicero—. Son mis esclavos quienes la olvidan.

Hamanu se fue, dejando solos a Rikus y los otros. Éstos contemplaron durante un tiempo cómo los tres monarcas se alejaban, hasta que el trío se cansó de andar y cada uno echó a volar en una dirección distinta.

Una vez que se hubieron perdido de vista, Rikus lanzó un profundo suspiro de alivio.

—Por el momento todo ha salido bien —dijo—. Deberíamos emprender el regreso a casa también nosotros.

Neeva apretó los labios con tristeza, y las lágrimas empezaron a aflorar a sus verdes ojos.

—Creo que será lo mejor. —Desvió la mirada y se secó las mejillas; luego posó la mano sobre el hombro de Rkard y empezó a cojear colina abajo—. Nuestro hogar está muy lejos.

Rikus notó que la mano de Sadira lo empujaba tras la luchadora y, al volver la cabeza, vio cómo volutas de sombra negra surgían de las esquinas de sus ardientes ojos.

La hechicera le dedicó una sonrisa de genuina alegría.

—Ve —susurró.

El mul le devolvió la sonrisa, aunque con un poco más de tristeza que ella, y le besó la mejilla.

—Te quiero.

—Y yo cambien a ti —manifestó ella, propinándole otro empujoncito—. Pero Neeva y Rkard te necesitan.

El mul asintió; luego se dio la vuelta y alcanzó a Neeva _y a su hijo.

—¿Habéis pensado en dónde estará vuestro hogar ahora? —preguntó.

La luchadora se encogió de hombros.

—En Kled, supongo —contestó—. Es el hogar de Rkard.

—A lo mejor le gustaría vivir en Tyr —sugirió Rikus—. Podríamos llevarlo a Kemalok siempre que quisiera.

El rostro del muchacho se iluminó.

—¿Quieres decir que podemos vivir contigo y con Sadira?

El mul arrugó el entrecejo, no muy seguro de cómo responder a la pregunta.

—No, viviríais con Rikus, en su casa de la ciudad —repuso Sadira, colocándose junto a Neeva—. Cuando yo regrese, me quedaré en la hacienda de Agis… pero podéis venir de visita.

Neeva pasó la mirada de Sadira a Rikus, la frente arrugada y los labios muy apretados.

—Vosotros dos habéis decidido todo, ¿no es así? —dijo al fin.

Rikus sintió que el rubor le teñía el rostro.

—Sí —reconoció—, imagino que así es.

Neeva sacudió la cabeza, asombrada, y deslizó su brazo en el de Rikus.

—En ese caso parece que Rkard y yo no tenemos elección en este asunto. —Tomó la mano de Sadira y la oprimió con fuerza—. Regresamos a Tyr.

—Estupendo —respondió Sadira—. Me encantará ir a veros allí.

Neeva frunció el entrecejo.

—¿Ir a vernos allí? —inquirió.

La hechicera asintió.

—Me quedaré aquí unas semanas —explicó—. Debo colocar unos cuantos guardas alrededor de la nueva prisión de Rajaat. Tithian no es el único mortal de Athas que ansia la inmortalidad, y pienso tomar mis medidas para enterarme de si algún otro intenta conseguirla liberando a Rajaat.

Rikus y Neeva intercambiaron una mirada.

—Imagino que eso significa que nosotros también nos quedamos —concluyó Rikus—. No podemos cruzar el Mar de Cieno sin ti.

—Claro que podéis —sonrió Sadira.

La hechicera juntó los labios y empezó a soplar. Una negra sombra surgió de su boca, y ella utilizó entonces las manos para darle la forma de un bote. Muy pronto, la delicada imagen de una falúa apareció ante ellos, aunque carecía de vela y de quilla. Sadira arrojó un irregular pedazo de basalto negro en la sentina y pronunció su conjuro. La falúa se tornó sólida como la piedra, y enseguida se alzó del suelo y flotó en el aire ante ellos.

—No intentéis volar demasiado lejos en un solo día. Tenéis que posaros sobre una marisma o una isla cada día antes de que oscurezca. —La hechicera estiró el brazo por encima de la borda y señaló la piedra que había arrojado a la sentina—. Por la mañana, levantad la piedra al sol, y el bote volverá a formarse.

Rikus ayudó a Neeva a subir al bote. Mientras Rkard se colocaba junto a su madre, el mul se volvió a Sadira.

—Date prisa en regresar —pidió—. Te echaremos en falta hasta que vuelvas.

Sadira tomó a Rikus del brazo y lo condujo hasta el timón del bote.

—Tenéis un largo viaje por delante —dijo—. Y recuerda que debéis recalar en algún sitio antes del anochecer.

El mul subió a la popa. Sadira lo besó en la mejilla y propinó un empujón a la falúa. La pequeña embarcación salió disparada hacia el cielo, y ascendió entre una fina capa de nubes hasta quedar bajo los radiantes rayos del sol rojo.