4: La Carretera de las Nubes
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La Carretera de las Nubes
Neeva se arrastraba por la Carretera de las Nubes, una larga cinta de pizarra negra que recorría la ladera de un enorme acantilado. Al llegar al accidentado borde donde una parte del puente se había desplomado, observó el árido valle que se extendía a sus pies. Allí abajo se encontraba el pedazo de carretera que faltaba: un revoltijo de piedras sobre una extensión de arena roja. La guerrera no vio ninguna señal que le indicara qué había causado el derrumbe; únicamente un puñado de contrafuertes de piedra caliza semienterrados bajo las destrozadas losas de piedra.
—Esta carretera es tan vieja como Tyr —gruñó, más para sí misma que para los compañeros que aguardaban detrás de ella—. ¿Por qué tenía que derrumbarse hoy?
Tal interrupción en el inicio del viaje no presagiaba nada bueno para la misión contra Borys; ni tampoco para las posibilidades de la legión de llegar hasta los gigantes antes del anochecer. El sol estaba ya muy bajo sobre las montañas del oeste; sus rayos caían directamente sobre el acantilado de granito, mientras los guerreros tyrianos aguardaban impacientes en el inicio de la Carretera de las Nubes. Eran un millar, todos humanos, armados con enormes hachas de obsidiana, tridentes de hueso con púas dentadas, cimitarras aserradas, bolas de púas colgando de los extremos de largos rollos de cuerda, y una variedad de otras armas tan mortíferas como el infinito deseo de matar del hombre.
Neeva miró al otro lado del tramo de carretera que faltaba. Un mercader cubierto con una capa de brillantes colores se encontraba en aquel extremo, y su imagen danzaba en las oleadas de calor que surgían de la ladera del acantilado. El hombre contemplaba la brecha fijamente mientras se rascaba la oreja, el rostro oculto bajo la amplia ala de su gran sombrero redondo. Sin dejar de menear la cabeza con desesperación, miró por encima del hombro a un par de inixes, lagartos del tamaño de una carreta, de picos córneos, mandíbulas parecidas a pinzas y colas sinuosas. Los reptiles estaban enganchados a una carreta tan enorme que un costado estaba pegado contra la pared del farallón, mientras que el otro colgaba fuera del borde de la Carretera de las Nubes.
Neeva se apartó a gatas del agujero. Magnus la cogió del brazo y la ayudó a ponerse en pie.
—¿Qué descubriste? —preguntó; el cantor del viento y Rikus se habían reunido con Neeva y los otros en Tyr, poco después de que el consejo hubiera votado enviar la legión de la ciudad a ayudar a Rkard a matar al dragón.
—No vi gran cosa —informó la mujer—. No había nada entre los escombros que sugiriera que algo pesado provocara el derrumbe.
—Ya lo pensé —dijo Caelum al tiempo que señalaba los huecos cuadrados donde habían estado montados los contrafuertes en la ladera de la montaña—. Esos agujeros de unión están en perfectas condiciones. No se ven postes rotos sobresaliendo de ellos, ni muescas en sus bordes.
—¿Lo que significa? —inquirió Magnus.
—Que los soportes no se partieron por culpa de un gran peso o de un choque repentino —respondió Caelum—. Se desprendieron directamente. Los contrafuertes fueron derribados… intencionadamente.
—Podrían ser más gigantes —sugirió Rikus; el mul acababa de regresar del inicio de la carretera, donde había ido a buscar una cuerda a los kanks de suministros de la legión.
Neeva sacudió la cabeza.
—Estamos a dos veces la altura de un gigante —objetó—. Además, ¿por qué se habrían molestado? Si no querían que cruzáramos, no tenían más que destrozar la carretera en lugar de partirla.
—Bueno, quien fuera que lo hizo, no va a detenernos. —Rikus dirigió una rápida mirada a Rkard, que se encontraba cerca de su padre, y preguntó—: No tienes miedo de cruzar esa brecha con una cuerda, ¿verdad?
—No. —El niño respondió con aspereza, el entrecejo fruncido como si se sintiera insultado.
Rikus lanzó una risita ahogada.
—Estupendo —dijo—. Si no llegamos hasta los gigantes antes del anochecer, nuestro plan no funcionará.
Habían decidido que la mejor forma de conseguir que los gigantes abandonaran el valle era atraerlos fuera de él. Mientras la legión rodeaba a los gigantes, Rikus y Sadira interrogarían a los invasores con respecto a Agis, Tithian y lo que supieran de la lente oscura. Durante el interrogatorio, el mul dejaría escapar que la lente no estaba en Tyr y que ellos iban de camino a recuperarla. Hecho esto, dejarían que uno de los titanes escapara, y Sadira utilizaría su magia para espiarlo y asegurarse de que regresaba junto a sus congéneres con la noticia de que su Oráculo no estaba en la ciudad. Una vez que Sadira estuviera segura de que la estratagema había funcionado, la legión dejaría un rastro muy visible para los gigantes, de modo que cualquier otro grupo de asalto fuera en pos de la legión en lugar de atacar la ciudad.
Rikus se sentó en el destrozado borde de la carretera y se ató la cuerda alrededor de la cintura. Magnus lo observó unos instantes y luego le espetó, ceñudo:
—¿Ya lo has pensado bien?
—Desde luego —repuso Rikus—. Clavis dijo que se necesitaría un día para arreglar la carretera, y no tenemos un día. Así pues, tendremos que pasar con una cuerda.
—¿Y luego qué? —quiso saber Magnus—. No esperarás que toda la legión se arrastre por esa cuerda. Se tardaría demasiado… y con tantos guerreros seguro que docenas de ellos se soltarían y caerían.
—La legión puede tomarse su tiempo, si es necesario —dijo Neeva—. Podemos recoger a mi milicia en la hacienda de Agis. No somos tantos, pero deberíamos ser suficientes para apoyar a Sadira cuando ataque con su magia.
—Ahora que mencionas a Sadira, sin duda ella podría solucionar nuestro problema con toda facilidad —sugirió Caelum—. ¿No debería Magnus enviarle un mensaje?
Sadira se había quedado en Tyr, haciendo arreglos con la Alianza del Velo para que ayudaran a defender la ciudad en ausencia de la legión. La hechicera había prometido alcanzar a la legión mucho antes de que llegaran hasta los gigantes, y a Neeva la sorprendía que aún no se hubiera reunido con ellos.
—Eso es lo más sensato que se ha sugerido hasta ahora —dijo Magnus; avanzó unos cuantos pasos por la carretera y empezó a poner en funcionamiento su magia.
—De todos modos llevaré la cuerda hasta el otro lado —anunció Rikus, terminando el nudo—. No tenemos tiempo que perder si Sadira no puede venir aún.
Tras entregar el otro extremo de la soga a Caelum, Rikus estiró el brazo e introdujo la mano en el agujero cuadrado donde había estado encajado el primer contrafuerte. El mul se sujetó a la pared del precipicio y alargó el brazo hacia el siguiente agujero; hizo una mueca cuando rozó la ardiente piedra de la pared. Las puntas de sus dedos apenas si consiguieron aferrarse al extremo inferior del oscuro cuadrado; los introdujo más al interior de la cavidad y luego soltó la otra mano, que deslizó en el siguiente hueco.
Un alarido de miedo y sorpresa brotó de la garganta de Rikus, quien retiró bruscamente la mano del agujero más alejado y empezó a sacudirla con fuerza en el aire. Una criatura plateada casi tan larga como un estilete se había aferrado a su dedo medio.
Neeva desenvainó su daga y se arrodilló en el borde de la carretera.
—¡Quédate quieto, Rikus! —ordenó—. No veo lo que tienes.
—¡Yo no tengo nada! —rugió el mul—. Él me tiene a mí.
A pesar del sobresalto, Rikus consiguió controlar el temblor de la mano. Un escorpión enorme había cerrado sus pinzas sobre su dedo medio, atravesándolo hasta el hueso, y mantenía el aguijón de la cola profundamente enterrado en el dorso de la mano, donde un gran cono de carne roja empezaba a hincharse alrededor del pinchazo.
—¡Ese escorpión es inmenso! —comentó Caelum—. No podía haber estado en el agujero cuando el contrafuerte estaba ahí.
—¡A quién le importa! —rezongó Rikus—. ¡Quitádmelo! —el mul estiró la mano hacia la carretera, pero no pudo llegar muy lejos porque tenía que cruzar el brazo por delante del cuerpo.
Neeva se tumbó sobre el estómago y estiró el brazo para cortar las pinzas. El escorpión retiró la cola de la mano de Rikus e intentó atacarla a ella; la criatura se movió a tal velocidad que la mujer apenas si tuvo tiempo de cambiar de posición la hoja del cuchillo y desviar el envenenado aguijón. Neeva decidió entonces emplear otra táctica e intentar partir el cuerpo del animal, pero éste fue tan rápido como ella; la cola volvió a atacar, esta vez describiendo un arco sobre su muñeca.
Neeva retiró apresuradamente la mano para evitar que la picara.
—¡Es más veloz que un rayo!
—¡Yo podría haberte dicho eso! —rezongó Rikus.
Acercándose de nuevo la mano al cuerpo, el mul bajó la cabeza y abrió la boca. Se escuchó el chasquido del caparazón al rajarse; luego Rikus volvió la cabeza hacia ella y escupió la cola cortada del escorpión de entre sus afilados dientes. El mul le tendió el brazo. La mano estaba ya tan hinchada que parecía la zarpa de un oso.
—¡Sácame esa cosa de encima… ya!
Mientras Neeva extendía la mano para coger al escorpión, el caparazón de éste cambió repentinamente su color del gris perla al amarillo. El color no se desvaneció en realidad sino que resbaló del cuerpo del arácnido como una sombra efímera. Por un instante, la informe aparición flotó en el aire; luego flotó hasta el agujero en el que Rikus había introducido la mano cuando recibió la picadura.
El escorpión mismo se tornó dorado y empezó a encogerse, hasta volverse tan pequeño que sus pinzas ya no podían rodear los gruesos dedos del mul. Se soltó y cayó al vacío. El diminuto cuerpo desapareció de la vista mucho antes de chocar contra el suelo.
—¡Por el poder del sol! —maldijo Caelum.
Tras arrojar la daga a la carretera, Neeva agarró el brazo de Rikus con ambas manos. Sintió cómo los fuertes brazos de su esposo la rodeaban por la cintura y, acto seguido, el enano tiró de ella y del mul en dirección a la carretera. Caelum se arrodilló en el polvo y, agarrando la muñeca de Rikus con ambas manos, apretó las venas con los rechonchos dedos para detener el flujo sanguíneo. Neeva no tuvo que preguntar por qué el sacerdote solar se mostraba tan preocupado. De todos los animales venenosos del desierto athasiano, los escorpiones dorados se encontraban entre los peores, con un veneno lo bastante potente para derribar a un mekillot adulto al cabo de cinco pasos. Desde luego, tales criaturas no acostumbraban cambiar de tamaño o camuflar su color bajo sombras plateadas, pero Neeva estaba demasiado alarmada por el bienestar de Rikus para fijarse en ello en aquellos momentos.
—¡Sujeta bien su muñeca! —ordenó Caelum.
Neeva hizo lo que le ordenaba, y su esposo alzó una mano hacia el cielo.
—El calor del sol consumirá el veneno.
—Esto dolerá, ¿verdad? —preguntó el mul con una mueca; tenía los ojos vidriosos y le costaba articular las palabras.
Caelum bajó la mano, ahora de un brillante color rojo. Despedía humo por las puntas de los dedos, y resplandecía con tal fuerza que resultaba transparente, a excepción de los oscuros huesos que se veían bajo la piel. Él enano apoyó la mano sobre la picadura del escorpión y apretó con todas sus fuerzas. Se escuchó un débil chisporroteo, y ondulantes columnas de grasiento humo negro se elevaron entre sus dedos.
Rkard se acercó a observar y se colocó de espaldas a la pared del precipicio. Palideció al ver la piel chamuscada de Rikus, pero no apartó la vista. Neeva pensó en enviarlo a otro lado, pero decidió no hacerlo. Su hijo era tan sacerdote solar como guerrero; si intentaba protegerlo del desagradable espectáculo de una herida, jamás aprendería el arte de su padre.
Cuando un involuntario siseo escapó entre los dientes apretados de Rikus, Rkard se acercó más y posó una mano en el hombro del guerrero.
—No te preocupes —dijo—. El sol exige dolor a cambio de su magia.
—Lo sé. —El mul hizo una mueca y añadió—: Tu padre ya me lo ha hecho antes.
Caelum continuó manteniendo las manos sobre la herida durante un buen rato, hasta que Neeva ya no pudo ver el contorno de los huesos bajo la carne y el brillante resplandor se hubo apagado por completo. Llegado este punto, Rikus se encontraba ya semiinconsciente y apenas parecía darse cuenta de dónde se hallaba.
—¿Qué ha sucedido? —preguntó la voz de Sadira.
Neeva levantó los ojos y vio cómo la hechicera se acercaba al pequeño grupo, dejando tras de sí negras volutas de humo procedentes del hechizo del mundo de las tinieblas que había utilizado para responder a la llamada de Magnus.
—Lo picó un escorpión dorado —explicó Neeva.
La hechicera se arrodilló junto a su esposo y le tomó la mano herida entre las suyas. Aunque la hinchazón había desaparecido, la carne seguía estando negra y escamosa.
—¿Morirá? —musitó Sadira.
—¡No; padre no lo permitiría! —exclamó Rkard, el pelado entrecejo fruncido con expresión decidida.
—Es cierto —confirmó Caelum—. Estará un poco mareado durante unas horas, pero vivirá.
—Gracias. —Los ojos azules de la hechicera parecieron brillar con un poco más de fuerza.
Sadira se incorporó, sosteniendo en sus brazos la inerte figura de su esposo. Aunque el mul probablemente pesaba casi el doble que un hombre normal, la hechicera no mostró la menor señal de esfuerzo al levantar el pesado cuerpo.
—Si sostienes a Rikus unos instantes —dijo, entregando su esposo a Magnus—, os haré cruzar la brecha.
La hechicera retiró la cuerda de la cintura de Rikus y se tumbó en el extremo de la carretera. Inclinándose sobre el borde, ató un extremo al último contrafuerte, tras lo cual volvió a ponerse en pie y arrojó la cuerda al mercader que se encontraba al otro lado del boquete.
En un principio, Neeva pensó que la cuerda no llegaría a su objetivo, pero Sadira pronunció un conjuro en voz baja que envió la soga directamente a las manos del mercader.
—Si atas ese extremo, te haré cruzar a ti y a tu carreta —le gritó la hechicera.
Por un momento, el hombre pareció demasiado asombrado para responder. Luego se arrodilló y ató la cuerda a un contrafuerte situado bajo la carretera. Sadira sonrió y le chilló que se apartara; luego sujetó la cuerda en la mano y pronunció las palabras de otro conjuro. Una lámina de luz carmesí surgió de ambos extremos de la cuerda y, en un instante, una parpadeante cinta roja luminiscente atravesó la brecha, conectando ambos extremos de la Carretera de las Nubes.
—Adelántate —gritó Sadira, que continuaba arrodillada sujetando la cuerda con una mano—. Mi hechizo es lo bastante fuerte para sostenerte a ti y a tus animales.
El comerciante clavó los ojos en el centelleante tramo y no se movió.
—Yo cruzaré y le demostraré que es seguro —ofreció Caelum.
—No, yo iré —dijo Neeva. Comprobó su arnés para asegurarse de que sus dos espadas cortas de acero resultaban fácilmente accesibles—. Esto de los contrafuertes que se desprenden de sus sujeciones y de los escorpiones dorados que se disfrazan de otra cosa, me huele a algo raro. El comerciante podría tener que ver con todo ello.
La luchadora subió al puente y empezó a cruzar. A cada pisada, el suelo se balanceaba ligeramente bajo su peso. A través de las suelas de sus sandalias, percibió un curioso y vibrante calor que se elevaba de la reluciente superficie, y comprendió la reluctancia del mercader a hacer cruzar sus inixes por aquella carretera inestable. Incluso aunque soportara el peso de su enorme carreta, convencer a los asustadizos lagartos de tiro para que pasaran sobre una superficie caliente y que vibraba no resultaría fácil.
Neeva había dado una docena de pasos, cuando el mercader penetró en su extremo del brillante puente. Los inixes mantuvieron las miradas fijas al frente y tiraron del carro sin dar señales de estar asustados; en cuanto las ruedas se posaron sobre la carretera, ésta se empezó a balancear y ondular bajo los pies de Neeva, lo que produjo a la luchadora la impresión de encontrarse sobre una capa de agua. La mujer continuó avanzando, considerando que era más sensato encontrarse con el desconocido en el centro del tramo.
El hombre mantenía los ojos fijos en la carretera, de modo que el rostro quedaba oculto por la amplia ala del sombrero. Llevaba una túnica a rayas de brillantes colores, aunque su colorido quedaba apagado por una capa gris de polvo del camino; sus guantes estaban desgastados y ennegrecidos, al igual que el cinturón y las botas. Los inixes que avanzaban tras él tenían la piel de color gris plateado, lo que reforzaba el temor de Neeva de que aquello fuera una trampa. Por regla general, estos animales estaban cubiertos por una abigarrada variedad de escamas que iban desde el rojo óxido al marrón oscuro, tonalidades que les servían de camuflaje en los rocosos desiertos de Athas.
Neeva se detuvo al llegar a la mitad del trayecto.
—Hola, mercader —saludó—. ¿Llevabas mucho rato esperando?
El hombre no levantó la cabeza.
—Antes de que te acerques más, quiero saber el nombre de la persona que desea cruzar este puente. —Apoyó las manos en las empuñaduras de sus dos espadas.
El mercader continuó andando, con el sombrero ocultándole los ojos. Neeva desenvainó las espadas y se preparó para defenderse.
—Habla —ordenó.
El hombre estaba ahora tan cerca que pudo distinguir que las ropas no estaban cubiertas por el polvo del camino, como había pensado en un principio. Parecían sumergidas en una pálida sombra, como si el hombre acechara en algún callejón del mercado elfo. Lo mismo podía decirse de los inixes, pues Neeva pudo ver ahora borrosas manchas de colores muy desvaídos en sus pieles.
—¡Detente y muéstrate! —exigió.
El comerciante alzó los brazos hasta la altura del pecho. Aunque no llevaba armas, Neeva tomó el gesto como algo hostil; esperó a que el hombre estuviera a dos pasos de distancia, y alzó sus dos espadas cortas. El mercader mantuvo en alto los brazos como para desviar el esperado ataque, pero ella deslizó una espada por encima de su guardia y le arrebató el sombrero, poniendo al descubierto su cabeza.
La luchadora lanzó una exclamación ante lo que se presentó a sus ojos. El hombre era un cadáver, con una lengua abotargada sobresaliendo entre los agrietados labios y la vacía expresión de la muerte en los ojos. Un manto gris le cubría la carne, no a modo de coloración, sino como un sedoso sudario que envolviera sus facciones sin vida.
—¡Es un espectro! —aulló Neeva.
Puesto que había luchado contra criaturas similares durante la guerra con Urik, la mujer comprendió al instante que tenía problemas. Los espectros carecían de cuerpos propios y, por ello, se apoderaban de otros seres, como el cadáver que tenía delante o el escorpión dorado que había picado a Rikus. Los había visto incluso dar vida a estatuas de mármol.
El espectro se arrojó sobre ella, con los brazos del cadáver extendidos y los dedos mugrientos intentando alcanzar sus ojos. Neeva blandió la segunda espada y retorció todo el cuerpo para aumentar la fuerza del golpe. La hoja se hundió profundamente en el cuello y se escuchó un chasquido al separarse la cabeza, pero el impulso adquirido siguió empujando al cuerpo. Neeva recibió el impacto de la carga en el hombro, se inclinó a un lado y rodó fuera de su alcance.
La mujer se incorporó de cara a sus compañeros. Sadira seguía arrodillada al borde de la carretera sin soltar la cuerda para mantener el hechizo activado. Caelum pasaba corriendo en aquel momento junto a la hechicera empuñando una maza, mientras Rkard lo seguía a pocos pasos de distancia con la espada de Rikus bien sujeta entre ambas manos.
—¡Rkard, no! —chilló Neeva.
Los ojos rojos de Caelum se abrieron de par en par, y giró en redondo al instante, con lo que casi se empaló en el Azote cuando su hijo chocó contra él. El enano lanzó al niño al suelo y reanudó la carrera por el sendero.
Un escalofrío recorrió la espalda de Neeva cuando un par de manos heladas se posaron sobre su cuello. Alzó una mano por encima de la cabeza y giró de golpe. Al hacerlo, bajó el brazo y atrapó las muñecas de su asaltante entre su codo y cuerpo.
Neeva se encontró entonces frente a frente con unos ojos azul zafiro incrustados en un rostro de un fantasmal tono grisáceo que se alzaba sobre el muñón del cuello cortado del cadáver. El ondulante rostro era el de un hombre de sonrisa burlona con una barbilla afilada, nariz puntiaguda y mejillas hundidas.
¡El niño!, ordenó. Aunque los labios del espectro se movieron cuando habló, ningún sonido surgió de ellos y Neeva oyó las palabras en el interior de su cabeza. ¡Borys lo ordena!
Neeva sintió que se le secaba la boca al darse cuenta de que su atacante no sólo se parecía a las criaturas con las que se había tropezado durante la guerra con Urik, sino que era una de ellas. Antes de morir hacía mil años, los espectros habían servido como caballeros en la campaña de Borys para erradicar la raza enana. Incluso habían luchado junto a él cuando utilizó el Azote para herir de muerte al último rey de los enanos, Rkard. Ahora, habiendo regresado al servicio de su señor, habían venido a destruir al homónimo y heredero de Rkard: a su pequeño hijo.
—¡Esta vez, Rkard no perecerá! —chilló Neeva.
Sin dejar de sujetar los antebrazos del cadáver bajo el codo, la luchadora le hundió en el estómago la espada que empuñaba en su mano libre. El arma se hundió profundamente y su punta penetró justo en el corazón. Un hilillo de sangre, fría y oscura, rezumó de la herida.
La criatura sin vida se limitó a levantar los brazos y cerrar las manos alrededor de la garganta de Neeva. Los helados dedos se hundieron con fuerza en su carne. Las sienes de la mujer empezaron a martillear, y ésta se sintió mareada; su visión se redujo a un negro túnel, un potente siseo retumbó en sus oídos, y sus rodillas perdieron fuerza.
Abandonando la segunda espada enterrada en su atacante, Neeva deslizó la mano por encima de uno de los brazos de éste y por debajo del otro. Cerró ambas manos con fuerza sobre la empuñadura de la otra espada y giró sobre sí misma. El movimiento balanceó al mercader muerto en dirección a la orilla de la carretera, y la luchadora utilizó todas sus fuerzas para arrancar los brazos de la criatura de su garganta.
El cadáver se soltó, y voló por los aires para luego caer por el borde de la carretera en dirección a las rojas arenas del fondo. En cuanto el cuerpo chocó contra el suelo, una sombra gris surgió de él y empezó a elevarse despacio hacia la carretera. La mujer contempló al espectro el tiempo suficiente para asegurarse de que tardaría bastante en volver a llegar hasta ella, y devolvió su atención a un peligro más inmediato: los inixes.
Las grises bestias se encontraban a tan sólo una docena de pasos, avanzando tan deprisa como se lo permitía la pesada carreta de la que tiraban. Sus ojos brillaban con una luz parecida a la de una piedra preciosa, roja los de una de ellas y amarilla los de la otra, lo que confirmó a la luchadora que las bestias también estaban controladas por espectros.
Neeva se dio la vuelta y echó a correr. De haber sido las criaturas inixes normales, no le habría costado demasiado encontrar un punto vulnerable y matarlas a ambas con su espada corta. Pero, animadas como estaban por espectros, la única forma de detenerlas era haciendo jirones sus enormes cuerpos o tirarlas por el puente, y necesitaría ayuda para realizar cualquiera de las dos cosas.
—¡Borys los envió en busca de Rkard! —gritó, señalando a su hijo—. ¡Cogedlo y huid!
Caelum entregó su hijo a Magnus. El cantor del viento se puso en marcha por la carretera con Rikus bajo un brazo y Rkard bajo el otro, y el enano alzó una mano hacia el sol.
Neeva miró por encima del hombro y vio que los lagartos seguían a unos doce pasos detrás de ella. Normalmente, los animales la habrían alcanzado en cuestión de pocos pasos, pero con la pesada narria de carga sujeta a sus lomos no podían ser tan veloces como de costumbre.
—Sadira me ayudará, Caelum. ¡Tú ve con Rkard! —indicó Neeva, a la vez que señalaba las muchas fisuras que recorrían el duro granito que discurría parejo a la carretera—. El escorpión que picó a Rikus estaba poseído por un espectro. Puede que haya más.
Interrumpiendo el lanzamiento del hechizo, Caelum corrió tras Magnus y se colocó entre el cantor del viento y la pared.
—¡Deprisa, Neeva! —instó Sadira, la mano todavía sobre la cuerda—. No puedo lanzar otro hechizo hasta que no abandone éste.
Mientras Sadira hablaba, una ráfaga de figuras grises surgió veloz de las grietas cercanas y cayó sobre ella. Antes de que Neeva pudiera lanzar una advertencia, los espectros atacaron y hundieron sus inmateriales manos en la carne de la hechicera como si fuera aire.
Una nube de negra sombra brotó de la boca de Sadira. Sus relucientes ojos lanzaron un destello blanco, y su negro cuerpo se estremeció víctima del dolor producido por el ataque; pero no soltó la cuerda para salvarse.
Otra nueva forma gris ascendió como el rayo desde el fondo del valle y pasó sobre el borde de la Carretera de las Nubes para unirse al ataque contra Sadira. Neeva miró abajo y vio que el espectro que había animado el cadáver del comerciante ya no estaba; había estado esperando para reunirse con sus compañeros en el asalto a la hechicera.
Los espectros la habían engañado, comprendió Neeva. jamás habían pensado en llevarse a Rkard; lo habían exigido sólo para que el grupo se concentrara en proteger al niño. Luego habían atacado su auténtico blanco: Sadira.
Detrás de la hechicera, Magnus regresaba corriendo para ayudar, tras dejar a Caelum para proteger a Rikus y Rkard, a los que había depositado sobre el suelo del sendero. Neeva no creyó que consiguiera llegar a tiempo. Se arrodilló y sintió cómo el camino se estremecía bajo las fuertes pisadas de los inixes.
—¡Abandona el hechizo! —chilló la luchadora.
Sadira negó con la cabeza y siguió sin soltar la cuerda. Sus ojos como ascuas estaban llenos de dolor, y agitaba violentamente el brazo libre en un intento de deshacerse de un par de espectros que se habían aferrado a él. El negro cuerpo se había vuelto gris en muchos lugares.
—¡Yo estoy bien! —aulló Neeva. La mujer apretó la mano sobre la vibrante carretera, justo encima de la cuerda, y gritó—: ¡Sálvate!
Neeva giró hacia los inixes y descubrió que las enormes bestias estaban ya casi sobre ella. La primera criatura intentó morderle la cabeza. Ella se agachó a la vez que lanzaba la espada al interior de las fauces del lagarto. El reptil cerró las mandíbulas sobre la hoja de acero y, girando violentamente la cabeza, arrancó el arma de la mano de la luchadora. El segundo inix abrió el afilado pico y apartó a un lado al primer reptil.
La superficie de la carretera se volvió fría de repente; dejó de brillar, y Neeva comprendió que Sadira había abandonado el hechizo. La luchadora sintió la mordedura de la cuerda en la palma de la mano y, casi al momento, notó que caía. Cerró los dedos alrededor de la cuerda, que era todo lo que quedaba del puente de Sadira, y se quedó colgando.
La narria se desplomó sobre la cuerda, lo que provocó un fuerte tirón, y se inclinó a un lado. Mientras la carreta caía junto a Neeva, el segundo inix intentó morder las balanceantes piernas de la mujer. Esta le pateó el pico, y la bestia se precipitó al vacío.
Cuando la luchadora volvió a mirar a sus compañeros, sintió una terrible sensación de náusea en el pecho. Sadira estaba envuelta en una turbulenta bola de sombra negra y neblina gris, justo lo bastante transparente para mostrar que la mujer sólo había conseguido ponerse a cuatro patas. Las piernas de la hechicera temblaban violentamente, mientras que los ojos, apenas sin brillo, contemplaban sin ver la superficie de pizarra de la carretera.
Magnus se encontraba detrás de ella, entonando un furioso y tempestuoso canto, mientras que un viento abrasador bamboleaba a los grisáceos espectros en un vano intento de arrancar a las apariciones del cuerpo de la mujer. Caelum, por su parte, se acercaba a ambos con suma cautela, teniendo cuidado de mantenerse entre los espectros y su hijo.
Neeva se arrastró hasta sus compañeros, desplazándose por la cuerda con la ayuda de las manos. Los dos espectros que habían estado animando a los inixes corrieron a unirse al ataque, pero, en cuanto aparecieron sobre la superficie de la carretera, el abrasador canto de Magnus los arrojó lejos.
Los espíritus regresaron describiendo un círculo para acercarse por debajo.
Neeva alcanzó el extremo del boquete y afianzó las manos en la carretera de pizarra.
—¡Los últimos dos vienen por debajo! —advirtió.
Magnus dejó caer los hombros, y Neeva se dio cuenta de que el hechizo del cantor del viento no podía penetrar la piedra. No obstante, éste hizo lo que pudo para ayudar a Sadira, dirigiendo la voz al suelo de la carretera. Las ardientes ráfagas se limitaron a rebotar hacia su rostro. En el mismo instante en que los dos últimos espectros atravesaban la piedra justo debajo de Sadira y se unían al ataque, Neeva consiguió subirse a la carretera.
—¡Hemos de hacer algo! —exclamó la luchadora.
—No podemos —respondió Caelum—. Los espectros inundan su espíritu. Cualquier intento de expulsarlos le haría más daño a ella que a ellos.
—Entonces tendremos que atacarlos de otra forma. —Neeva pasó junto a su esposo y tomó el Azote de manos de Rkard, que seguía sosteniendo la espada mágica.
—¿Qué harás con eso? —inquirió Magnus.
—Vi cómo Rikus cortaba la mano de una sombra gigante con esta espada —explicó la luchadora—. Quizá también funcione contra los espectros.
Neeva estudió el parpadeante sudario que envolvía a Sadira durante unos instantes, hasta que se sintió segura de poder predecir los cambios. Aguardó a que el manto se volviera gris y con gran suavidad hundió la punta del Azote junto al hombro de la hechicera, esperando que atravesaría el cuerpo insustancial de un espectro sin herir a Sadira.
Un agudo chillido resonó en la ladera del precipicio, y un jirón gris se separó de la convulsa masa. Corrió como una exhalación por la hoja del Azote en forma de nacarado rayo, y luego se expandió para formar una esponjosa masa gris alrededor del arma.
La luchadora pensó que había destruido a un espectro, pero la nube gris adquirió una forma que recordaba vagamente la de una mujer humana. Un par de ojos naranja aparecieron en la cabeza, y la nebulosa figura empezó a encoger. Neeva sintió una punzada abrasadora al pasar la aparición a través de su cuerpo; entonces la empuñadura de la espada se retorció en su mano.
—¡Retroceded! —aulló—. ¡El espectro intenta animar el Azote!
La espada se retorció violentamente contra su pulgar y se soltó, pero no cayó al suelo, sino que flotó con la punta hacia el suelo frente a la luchadora. Toda el arma se había vuelto gris, y un par de ojos naranja brillaban en la empuñadura. La punta empezó a alzarse muy despacio hacia el corazón de Neeva. Caelum intentó aferrar la empuñadura, pero retiró la mano cuando una hilera de escarcha azul empezó a descender por la hoja.
El Azote dejó de alzarse. El acero empezó a estremecerse, llenando el aire con un fantasmal lamento agudo.
—¿Qué sucede? —preguntó Neeva.
—La magia del Azote es demasiado poderosa para el espectro —dijo Magnus con una nota de urgencia en la voz—. Quizá deberíamos apar…
Antes de que el cantor del viento terminara la frase, la espada despidió un helado fogonazo azul. La hoja dejó de vibrar, y el agudo lamento del tembloroso acero fue reemplazado por un alarido de dolor. Jirones de sombra gris salieron disparados en todas direcciones, dejando un reguero de gotas de aguanieve.
Neeva y los otros se arrojaron al suelo. El Azote siguió flotando, sin dejar de tambalearse enloquecido. La hoja se dobló casi en dos; luego se enderezó con un tañido ensordecedor, y el sudario que cubría la espada estalló en una nube de neblina gris. Durante un segundo, la carretera quedó muy silenciosa. Entonces el arma cayó al suelo, y la nube se disolvió en una ráfaga de copos de nieve de color ceniciento. Los diminutos cristales ni siquiera duraron lo suficiente para caer al suelo. Bajo el calor abrasador del día, se evaporaron mucho antes de llegar a la Carretera de las Nubes.
Neeva recogió el Azote, y al punto lanzó un grito de alarma. La espada estaba fría como el hielo, pero no fue eso lo que la inquietó. La hoja había perdido el brillo plateado y ahora estaba cubierta por una apagada mancha gris que le daba un aspecto más de hojalata que de acero.
—¿Qué es lo que he hecho? —jadeó la mujer.
Magnus se acercó hasta ella. Tras estudiar la espada durante un momento, la cogió de sus manos con cuidado.
—El contacto con el espectro ha contaminado la hoja.
—¿Podemos arreglarlo? —preguntó Neeva.
—A lo mejor, con el tiempo —respondió el cantor del viento. Se arrodilló junto a Sadira, que seguía cubierta por el lóbrego sudario que Neeva había estado intentando eliminar—. Pero por ahora tenemos problemas más acuciantes. Los gigantes siguen atrapados en Esperanza del Pobre, y la Carretera de las Nubes sigue infranqueable. En cuanto el sol se ponga, no podremos impedir a los gigantes que continúen destrozándolo todo; en especial teniendo a Sadira y a Rikus inconscientes.
—Puede que Rikus se haya recuperado para entonces —dijo Caelum—. En cuanto a Sadira…
—Incluso aunque podamos ayudarla a vencer a los espectros, sospecho que estará inconsciente hasta la mañana —repuso Magnus—. De todos modos, podemos mantener la esperanza; no veo qué otra cosa podemos hacer.
—Yo sí —intervino Neeva; se volvió y miró en dirección a la hacienda de Agis, donde la milicia de Kled aguardaba su regreso—. Encuéntrame un corredor que pueda mostrar a mis guerreros cómo se va desde la hacienda Asticles a Esperanza del Pobre.
Magnus dobló las orejas dubitativo.
—Tus hombres son valientes, pero ¿pueden competir con gigantes?
—No lo sé —respondió Neeva, encogiéndose de hombros—. Pero he aprendido a no subestimar jamás a un enano.