14: La puerta del Juicio Final
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La puerta del Juicio Final
El barranco era un costurón sobre el ennegrecido rostro de la llanura, una fea cuchillada obstruida con rocas afiladas y espesas columnas de vapor marrón. Sus verticales paredes estaban rematadas por grandes montículos de piedras sueltas, como si un inmenso arado hubiera abierto un surco en un campo de basalto sólido. El suelo se hallaba cubierto de palpitantes montones de piedras amarillas, mientras que diminutas fisuras en las paredes del despeñadero escupían gotas de humeante lodo a través del cañón. No existía ni una planta, viva o muerta, en todo el valle.
El barranco se perdía en un llameante abismo repleto de roca fundida, a cuya orilla se alzaba un arco de granito negro, cincelado con retorcidas runas amarillas y dos veces más alto que los acantilados que lo flanqueaban. Bajo las sombras del arco, y eclipsado por la construcción, se encontraba el dragón, que se recortaba contra el resplandor naranja que se alzaba del abismo situado a su espalda. Las zarpas de una mano estaban cerradas alrededor de una figura inerte.
Aunque Sadira no podía distinguirla con claridad desde aquella distancia, supuso que la figura debía de ser Rkard. La hechicera llevaba observando bastante tiempo y aún no había visto moverse al muchacho.
Una mano se cerró sobre el hombro de Sadira.
—Es la hora —susurró Neeva—. Caelum acaba de recibir la transmisión mental de Tithian. Están en sus puestos.
Sadira miró a la pared sur del barranco. La quebrada tenía únicamente la mitad de la altura del arco, pero era lo bastante alta para que Rikus y Tithian pudieran atacar al dragón desde arriba. No vio ni rastro del mul ni del monarca, claro está, pues no se dejarían ver hasta que la batalla empezara. Hasta entonces, permanecerían ocultos tras el montículo de piedras sueltas que coronaba la pared.
Según el plan, Neeva y Caelum realizarían el primer movimiento. Protegidos por la magia de Sadira, descenderían directamente por el barranco y tratarían de mantener la atención del dragón fija en ellos, para que la hechicera pudiera tener una mejor oportunidad de utilizar sus poderes y acercarse a él sin ser vista.
La misión de Sadira era privar al dragón de su magia más peligrosa. Al igual que los reyes-hechiceros, Borys podía absorber la energía vital de hombres y animales y, también al igual que aquéllos, precisaba de la ayuda de esferas de obsidiana para convertir esta energía en energía mágica. Pero los potentes conjuros del dragón requerían más esferas negras de las que sus manos podían sostener, por lo que se había tragado tales esferas y las transportaba en el interior de su cuerpo. Si Sadira conseguía acercarse lo suficiente, podría hacer añicos la obsidiana guardada en el estómago de Borys y, de este modo, sustraerle su arma más poderosa.
La pérdida de las esferas probablemente aturdiría a Borys, de modo que Sadira se movería con rapidez para rescatar a Rkard. Luego, si era necesario, regresaría y atraería al dragón para que saliera de debajo de su arco mediante el desafío, fingiendo estar herida, o —como último recurso— mostrándose vulnerable a un ataque físico. Cuando Borys saliera de debajo de su refugio, Rikus y Tithian atacarían desde arriba. Con un poco de suerte, la emboscada resultaría fatal. Si no era así, el ataque se convertiría en una refriega imprevisible, y su estrategia se transformaría, necesariamente, en una muy simple: atacar tan rápido y con tanta violencia como fuera posible.
—Sadira —dijo Neeva—, ¿sucede algo?
La hechicera sacudió la cabeza y siguió a su amiga de regreso al otro lado de la cresta que utilizaban como escondite. La entristeció ver que Neeva no se acercaba a Caelum. Sadira había esperado que su amiga haría las paces con su esposo antes de que se iniciara la batalla.
La hechicera se colocó junto a Neeva y tomó el hacha de la luchadora.
—¿No crees que es hora de perdonar a tu esposo? —musitó—. Ésta será una batalla muy reñida.
—No te vi besar a Rikus antes de despedirlo —replicó la luchadora, también en un susurro.
—Eso es diferente. Caelum hizo todo lo que pudo para proteger a vuestro hijo —argumentó Sadira—. Rikus se alegró de que Agis hubiera desaparecido.
—Eso no es cierto —respondió Neeva.
—Pensó que me tendría sólo para él. Lo vi en sus ojos —insistió la hechicera—. Siempre ha estado celoso de Agis.
—¿Rikus? —se burló Neeva. Bajó la voz aún más—. Ninguno de vosotros dos sois personas celosas. Es por eso que tú lo tienes y yo no.
—Por lo que recuerdo, tú pusiste fin a ese romance… por Caelum. —Sadira miró al enano por encima del hombro de su amiga; éste se encontraba en profunda concentración con una mano apretada contra su marca solar—. Y creo que descubrirás que aún lo amas, si te preguntas a ti misma cómo habrías tú detenido a Borys.
Neeva se mordió el labio y desvió la mirada.
—Quizá, cuando esto haya terminado —dijo—. Pero en todo lo que puedo pensar ahora es en recuperar a Rkard. Prepara mi hacha para que podamos ponernos en marcha.
Sadira suspiró y frotó los negros dedos sobre la hoja de acero del arma, a la vez que pronunciaba toda una retahíla de conjuros. Una mancha oscura surgió de la punta de sus dedos y cubrió las dos hojas del arma con un brillo de color ébano tan fino y brillante como un espejo. Diminutos remolinos de luz oscura penetraron en una hoja, mientras que negros estallidos chisporroteaban en la otra. Incluso el mango se tornó negro como el betún.
—Recuerda, utiliza el lado plano de la hoja para rechazar cualquier cosa que te arrojen. —Sadira devolvió el arma a Neeva—. Cuando Borys intente utilizar su magia, apúntale con el mango. Y, sobre todo, si consigues acercarte lo suficiente para golpearlo, deja la hoja enterrada en su carne el mayor tiempo posible…
—Al menos que hayas cambiado alguno de los hechizos, no es necesario volver a repasarlo —interrumpió Neeva, dirigiendo una nerviosa mirada al cielo—. Anochecerá en cualquier momento.
Sadira miró a lo alto y asintió. Aunque hacía menos de tres días que habían penetrado en el valle, ya habían aprendido a tener cuidado con su sentido del tiempo. La hirviente tormenta de ceniza que rugía sobre sus cabezas proyectaba sobre aquel territorio desconocido el mismo manto rojo durante todo el día, por lo que resultaba imposible saber la hora mirando al cielo. Ni siquiera podían crear un reloj de sol. Las espesas nubes ocultaban el astro rey e impedían que la más mínima sombra cayera sobre el suelo.
Para empeorar las cosas, cuando caía la noche, lo hacía sin un período crepuscular o un indicio de que anochecía. El cielo se limitaba a pasar de un rojo brillante a un escarlata opaco, y la piel de Sadira pasaba del negro a su tono marfileño natural. Y, tal y como Neeva había indicado, eso sucedería pronto. La mañana había llegado mucho más temprano ese día, mucho antes de que el hechizo rastreador de Caelum los hubiera conducido hasta el dragón.
Por desgracia, posponer el ataque hasta la mañana era imposible, pues Borys conocía sus poderes y limitaciones demasiado bien. Si dejaban que se hiciera de noche, sin duda los atacaría.
Sadira se hizo a un lado para dejar pasar a Neeva y a Caelum.
—Estoy casi segura de que ese arco es una puerta mágica, aunque no tengo ni idea de adonde conduce —explicó—. Así pues, vigilad. Si Borys lo activa, nuestra mejor posibilidad de seguirlo, y a Rkard, será duplicar exactamente lo que él haga.
—¿Y qué será eso? —inquirió Neeva.
Sadira sacudió la cabeza.
—Ojalá lo supiera. Una orden, o la presión sobre un panel oculto; puede incluso que sea algo tan sencillo como pasar al otro lado —respondió—. Dudo que intente utilizarlo hasta que esté herido. Pero, por si acaso, intentaré rescatar a vuestro hijo tan deprisa como pueda.
—Esperemos que Rkard siga vivo —dijo Caelum—. Y que no estemos demasiado cerca de la noche.
Con estas palabras, el enano condujo a su esposa al interior del barranco.
Mientras la pareja desaparecía, Sadira introdujo una pepita de resina seca de nyssa en su boca y empezó a mascarla. Acto seguido se arrancó una pestaña del párpado y, cuando la goma estuvo blanda, envolvió la pestaña en ella. Pellizcando la bola resultante entre los dedos, musitó un conjuro. El cuerpo de la hechicera pasó lentamente del negro al gris; luego se volvió transparente y por fin se tornó invisible por completo.
Del interior de la garganta le llegó el mido de piedras que rodaban, y supo que Neeva y Caelum habían iniciado el descenso. Introdujo entonces una mano en el bolsillo para preparar su próximo conjuro.
—¿Oíste eso? —susurró Rikus—. Parecían piedras sueltas.
El mul estaba tumbado boca abajo sobre el borde de un pequeño farallón. A un lado, el precipicio descendía unos diez metros hasta una llanura de agrietado basalto. Al otro lado, un montículo de piedras sueltas se alzaba unos cincuenta pasos hasta una redondeada cresta desde la que se podía ver el lugar donde esperaba el dragón. Por encima de la cresta de la loma, Rikus distinguía la parte superior del arco, con sus sinuosas runas amarillas, recortándose contra el cielo rojo. Desde luego, no podía ver al otro lado de la colina para saber lo que sucedía en el barranco.
—Supongo que Neeva y Caelum están bajando —dijo Sacha, que flotaba más allá del borde del acantilado, fuera del alcance del mul—. Prepárate.
—Lo estoy —refunfuñó Rikus; desenvainó la espada y miró por encima del borde del farallón al lugar donde estaba Tithian.
Habiéndose transformado en algo parecido a un escorpión gigante, el monarca utilizaba las garras de sus seis patas para trepar por la pared. La lente oscura descansaba sobre su espalda, bien sujeta por la arrollada cola. En lugar de las pinzas comunes a tales arácnidos, el monarca había creado un par de brazos tan fuertes como los de un semigigante. Tan sólo la cabeza seguía siendo la de Tithian, con un aspecto a la vez enloquecido y digno de compasión; los castaños ojos brillaban desde unas cuencas profundamente hundidas, la nariz aguileña estaba reducida a un torcido pedazo de cartílago, y desordenados mechones de cabellos grises sobresalían por toda la cabeza.
—Recuerda que te estaré vigilando —advirtió Rikus.
El rey dirigió una sonrisita al mul.
—Estamos en el mismo bando en esta batalla —replicó—. Ya es hora de que lo aceptes.
Rikus volvió a mirar colina arriba.
—Ya me ha picado un escorpión —respondió—. No volverá a suceder.
* * *
Neeva saltaba de una roca balanceante a otra, con los ojos llorosos y la garganta ardiendo por culpa de los cáusticos vapores del barranco. La mayoría de las pardas humaredas de la zona más próxima a ella se arremolinaban alrededor de la hoja de su hacha y desaparecían en el interior de la hechizada arma, pero las pocas volutas que escapaban eran suficientes para hacer que se sintiera agradecida por la protección de Sadira.
Habían descendido casi hasta el fondo del barranco, y el enorme arco se encontraba a menos de cincuenta pasos, como mínimo cinco veces más alto que un gigante. Una goleta balicana habría podido pasar entre sus pilares. Incluso las runas amarillas de su superficie, que ahora se retorcían violentamente, tenían el tamaño de los árboles de pharo.
El dragón seguía de pie en las sombras bajo el arco, la cabeza inclinada a un lado como si los observara acercarse. Cuanto más cerca estaban, más difícil resultaba verlo con claridad. El resplandor que se alzaba del abismo que se abría a sus pies aumentaba de intensidad a cada paso que daban, hasta que llegó un momento en que la deslumbrante luz difuminó los contornos de su escamoso cuerpo.
Neeva había esperado un ataque de Borys a estas alturas, pero no la preocupó que no lo hubiera hecho. Cuanto más los dejara acercarse, más tiempo tendría Sadira para colocarse.
La luchadora dirigió una ojeada a la hoja de su hacha. Todos eran muy conscientes de que el dragón que tenían delante podía ser un doble, como aquel al que se habían enfrentado en Samarah. Uno de los hechizos que Sadira había lanzado sobre el arma era hacer que la hoja revelara la auténtica apariencia de cualquier cosa que se reflejara en su oscuro brillo. La imagen que Neeva vio fue la de Borys.
—¡Cuidado! —gritó Caelum—. ¡Puede estar atacando!
El enano señaló a lo alto del gran arco. Uno de los sigilos brillaba con una luz blanca y se retorcía como enloquecido. Al cabo de un instante, desapareció en medio de un brillante fogonazo.
Neeva se apretó contra su esposo, sosteniendo el hacha entre ellos y el arco. Antes de que pudiera preguntar qué esperaba él que ocurriera, una cortina de humeante lodo blanco chisporroteó desde una larga fisura en la pared del cañón. La mujer pensó que iban a verse sumergidos en ella, pero la cortina se partió en dos al acercarse a ellos. Una gota inmensa cayó sobre el hacha de Neeva y se introdujo en la hoja en medio de un gran remolino; el resto del barro cayó a su alrededor y cubrió las rocas del suelo. Un discordante siseo surgió de debajo del blanco manto; luego éste se disolvió rápidamente en forma de vapor marrón y se alzó a su alrededor en una nube cáustica.
Neeva blandió el hacha en medio de los asfixiantes vapores, y los disolvió con una simple finta de la hoja. Tanto ella como Caelum volvieron la vista inmediatamente hacia el arco. Con gran alivio, comprobaron que ninguna otra runa parecía activarse.
Siguieron adentrándose más en la cañada, hasta estar lo bastante cerca para ver que las runas amarillas de la superficie del arco eran ondulantes jirones de roca fundida. El brillante resplandor de detrás del dragón atravesaba los ojos de Neeva con abrasadores pinchazos de dolor, y ráfagas de ardiente viento se alzaban de las profundidades del abismo para quemarle la piel. Decidida a no mostrar sus puntos flacos, Neeva siguió avanzando sin protegerse los ojos ni desviar la mirada.
Una potente y malévola voz surgió de debajo del arco.
—Deteneos ahí, y hablaremos.
La luchadora y su esposo obedecieron, sin dejar de vigilar las runas.
—¿De qué tenemos que hablar? —preguntó Neeva.
Borys apareció en la parte delantera del arco, tapando ahora con su cuerpo casi todo el resplandor. Bajó el sinuoso cuello y clavó la abrasadora mirada en los dos intrusos. La cresta de púas de su cabeza estaba totalmente erizada, y las afiladas puntas relucían con una luz naranja. Los redondos ojillos resplandecían, y volutas de humo amarillo brotaban de su hocico. Las fauces en forma de pico del dragón se abrieron de par en par. Neeva levantó el hacha, temiendo que fuera a rociarlos con su llameante aliento, pero Borys no atacó.
—Si me entregáis a Tithian y la lente, os devolveré a vuestro hijo y os dejaré vivir —ofreció—. Incluso dejaré Tyr en paz.
Neeva levantó los ojos hacia la mano de la bestia. Veía los pies y las manos de Rkard que sobresalían entre las zarpas del dragón, pero nada más.
—¿Cómo sé que mi hijo sigue vivo? —inquirió.
La luchadora se encontró con que las palabras surgían como en un graznido, y no supo si la sequedad de su garganta se debía al miedo o al abrasador viento que soplaba contra su rostro.
Borys apoyó una uña sobre la parte central de su palma, aproximadamente donde debía de estar el pecho de Rkard.
—¿Os gustaría oírlo chillar?
—Eso no será necesario.
Neeva dedicó una veloz mirada de cólera al dragón, y se volvió hacia su esposo como para hablar con él. A pesar de lo mucho que hubiera querido aceptar los términos, confiaba tan poco en Borys como habría confiado en Tithian. No tenía intención de revelar la situación de la lente; simplemente intentaba conseguirle algo más de tiempo a Sadira para que pudiera colocarse en posición.
Caelum volvió una palma a lo alto, invocando al sol para su conjuro. Ante el horror de Neeva, un chorro de brillante ceniza roja cayó del cielo para lamer la mano de su esposo. Los ojos del enano se abrieron desmesuradamente, y un sonido parecido al de un vendaval aulló desde el interior del arco.
Neeva giró en redondo, sosteniendo la hoja del hacha plana delante de sí. Borys se había alzado en toda su estatura, el huesudo pecho lleno de aire y las fauces abiertas de tal manera que la mujer pudo ver cómo un fulgor amarillo surgía de las profundidades de su garganta.
«Al menos su atención está fija en nosotros», pensó Neeva.
La bestia bajó la cabeza y escupió un chorro de arena al rojo vivo contra la luchadora y su esposo.
* * *
Rikus vio una extraña tromba de ceniza roja que descendía del cielo y se introducía en el desfiladero a poca distancia del enorme arco. Luego se escuchó un chisporroteo ensordecedor que reconoció de anteriores combates contra el dragón: era una ráfaga de aliento abrasador. Nubes de llameante arena ardiente se alzaron en el aire envolviendo la ceniza, y la tromba no tardó en disolverse, desperdigándose en una neblina de copos grises. El aliento de Borys siguió rugiendo.
Rikus bajó la vista hacia el rey, que se encontraba a menos de tres metros de distancia, colgando de la pared del acantilado por las seis garras.
—¡La batalla ha empezado! —chilló el mul—. ¡Date prisa!
Rikus se incorporó de un salto y empezó a subir por la accidentada ladera. Apenas había dado tres pasos, cuando una larga hilera de runas amarillas se desprendió del enorme arco y se abatió sobre la cima de la loma. Chocaron con una atronadora explosión tras otra, y toda la cumbre pareció estallar en pedazos de basalto y columnas de humo acre. El mul se cubrió la cabeza y esperó a que la erupción amainase. Cuando la asfixiante nube empezó a disiparse, distinguió doce estatuas de obsidiana de pie en lo alto de la montaña. Tenían cabezas redondas sin rostros, y sus brazos terminaban en espadas en forma de abanico.
La estatuas se precipitaron pesadamente ladera abajo con zancadas decididas y rígidas que hacían rodar piedras sueltas ante ellas. Cuando los gólems estuvieron más cerca, Rikus distinguió una única llama amarilla parpadeando en el negro pecho de cada uno de ellos.
—¿Qué es todo ese jaleo? —gritó Tithian, que aún seguía colgado del farallón y no podía mirar por encima de la cumbre para ver los gólems que se acercaban.
—Nada que no pueda resolver —respondió Rikus—. Pero ten cuidado con tu cabeza; puede que caigan algunas.
Rikus desenvainó el Azote y esperó, tras decidir que podía utilizar el barranco a su favor contra las torpes estatuas. Los cuatro gólems del centro fueron los primeros en llegar hasta él, y lanzaron sus armas contra su cuello. El mul se agachó y contraatacó, hundiendo su espada en el pecho de los cuatro atacantes. El mágico acero atravesó la obsidiana como si fuera carne. A medida que la espada cortaba la llama amarilla del interior del pecho de cada gólem, las estatuas estallaban en mil pedazos que provocaban innumerables cortes profundos en el costado del mul.
Rikus apenas prestó atención a los cortes, excepto a modo de advertencia de que debía tener más cuidado sobre la forma en que destruiría las otras estatuas. No había sufrido heridas graves al estallar los gólems, pero podía no tener tanta suerte la próxima vez.
El mul giró y cargó contra un flanco de la hilera de estatuas. Tras esquivar los veloces brazos de la primera estatua, descargó una serie de violentos mandobles que cortaron las piernas tanto de ésta como de la que tenía al lado. El tercer gólem se agachó para atacar las piernas de Rikus, previendo que éste se agacharía otra vez, pero el mul saltó por encima de su cabeza y lo lanzó rodando por el acantilado con una potente patada lateral en la espalda. El antiguo gladiador se encontró descendiendo justo frente a las centelleantes espadas del cuarto ser.
Rikus hizo girar su espada y la hundió hasta la empuñadura en el amarillo corazón de la criatura. Ésta estalló igual que habían estallado las otras, pero los fragmentos salieron despedidos horizontalmente, y el mul no sufrió ningún corte mientras saltaba por encima para enfrentarse a la última estatua. El gólem decidió repartir sus ataques: un brazo blandía el arma por abajo y el otro por arriba. Rikus retrocedió de un salto y esperó a que ambos miembros se cruzaran. Entonces se lanzó al frente y los cono a los dos a la altura de los codos. La criatura se arrojó sobre él, pero Rikus agarró uno de los mutilados brazos y se apartó a un lado al tiempo que le hacía la zancadilla con uno de los pies. Cuando giró sobre sí mismo, el propio impulso del gólem lanzó a éste por encima del precipicio.
Mientras el ser se hacía pedazos contra las rocas del suelo, Rikus se volvió hacia los últimos cuatro gólems y descubrió que se habían colocado en semicírculo algo más arriba. El mul retrocedió hasta el borde del farallón y apuntaló bien las piernas. Las oscuras estatuas cerraron filas y cargaron, blandiendo las espadas hacia arriba, hacia abajo y también por el centro. Rikus rechazó los ataques durante unos instantes y, tras rebanar un par de manos de obsidiana, retrocedió y se dejó caer por el precipicio.
En cuanto empezó a rodar, Rikus hundió la punta del Azote en la pared del barranco en un ángulo agudo, con lo que consiguió detenerse justo a un metro de la sima. Sólo dos gólems lo siguieron por encima del borde, incapaces de detenerse a tiempo de evitar caer. Sin dejar de atacar mientras descendían en picado por su lado, uno de ellos consiguió abrir un profundo corte en la espalda del mul. Luego ambos se estrellaron contra las rocas del fondo.
Los últimos dos gólems se arrodillaron al borde del farallón.
El mul introdujo la mano Obre en una grieta y, cerrándola con fuerza, la retorció en la piedra para encajarla y quedar bien sujeto. En cuanto las dos estatuas de lo alto empezaron a atacarlo con sus armas, él soltó el Azote de donde lo había clavado y decapitó con el arma a uno de los gólems. El ser no pareció darse cuenta y siguió atacando el brazo que Rikus había introducido en la grieta. Al comprobar que no podía alcanzarlo, se dejó caer sobre el vientre. El otro gólem, excluido ahora del combate, volvió a incorporarse y se apartó hasta un lugar donde el mul no podía verlo.
Rikus esperó hasta que los brazos de su atacante se extendieron por completo; entonces se estiró todo lo que pudo y lanzó el Azote hacia arriba a través del borde del precipicio; la hoja atravesó el basalto con facilidad y se hundió profundamente en el pecho del gólem. La estarna explotó, aunque el reborde de roca impidió que el mul recibiera más cortes.
Al ver que el último gólem no ocupaba el lugar del otro, Rikus empezó a trepar. En ese mismo instante, un par de fuertes pisadas resonaron en lo alto del farallón y una roca apareció muy despacio sobre el borde, sostenida por los vítreos brazos de la estatua. Con un juramento, el mul se aplanó contra la pared del precipicio y hundió el Azote en una protuberancia rocosa; luego sacó la otra mano de la grieta y se balanceó a un lado justo cuando la enorme roca pasaba junto a él.
El gólem miró por el borde del farallón y enseguida se apartó. El mul se impulsó hacia arriba y agarró el tobillo de la estatua, que retrocedió arrastrándolo con ella de vuelta a lo alto del risco. Abandonando el Azote clavado en el precipicio, Rikus rodó contra las pantorrillas del gólem. La criatura cayó hacia atrás y chocó de espaldas contra el suelo. El mul no se molestó en ponerse en pie; simplemente giró a toda velocidad y la empujó con los pies por encima del borde.
—Muy impresionante, Rikus —felicitó Tithian, que en aquellos momentos llegaba arrastrándose a lo alto del risco—. ¿No te alegra ahora todo el tiempo que te preparaste en mis fosos de gladiadores?
El mul apretó los dientes y se inclinó para soltar el Azote de la roca.
—Deja de charlar y empieza a trepar —refunfuñó—. El combate ha empezado y vamos con retraso.
* * *
Deslizándose en silencio e invisible por la pared de la garganta, Sadira contemplaba cómo el abrasador aliento de Borys burbujeaba alrededor de Neeva y Caelum. Llevaba ya un minuto escupiendo arena contra ellos, sin que mostrara señales de ir a detenerse pronto, pero, gracias al hechizo que ella había colocado en el hacha, el humeante viento no ocasionaba ningún daño a sus amigos. No obstante, el ataque los tenía a ambos inmovilizados el uno junto al otro, y la hechicera sospechó que ése era el motivo de que el dragón siguiera atacando de este modo.
Descendió hacia la batalla, bajando por la pared del arco. Su mano vibraba con un sordo zumbido, y sabía que el mido alertaría al dragón sobre su presencia, pero no le importó. Para cuando él pudiera lanzar un hechizo que deshiciera su magia, ella ya habría atacado. La hechicera descendió pasando junto a varias runas y se deslizó bajo la bóveda del arco. Descubrió a su objetivo justo debajo de ella y saltó.
Borys seguía escupiendo arena contra Neeva y Caelum, la puntiaguda cabeza inclinada al frente y los ojillos brillando rencorosos. Las afiladas púas de su cresta se erguían a los pies de Sadira como otras tantas lanzas, pero el dragón se encontraba ligeramente encorvado al frente, ofreciendo los escamosos hombros a la hechicera.
Caelum lanzó un conjuro desde fuera del arco, y una cortina de fuego apareció a los pies de Sadira, quien perdió de vista al dragón y tuvo que interrumpir su salto. Entonces vio cómo una garra de afiladas uñas arrancaba el fuego del aire como si fuera una nube de seda, y Borys arrojó el hechizo de vuelta contra el enano. Neeva interceptó la llameante cortina con el borde del hacha para luego arrojarla lejos. Las llamas cubrieron la pared del cañón y siguieron ardiendo.
Reanudando el descenso, Sadira miró a la palma en la que el dragón sostenía Rkard. Sintió un nudo en el estómago y como si una mano helada se cerrara sobre su corazón. El joven mul seguía sin moverse y parecía medio muerto de hambre. Se podían contar cada una de las costillas de su pecho, y tenía el estómago dilatado por el hambre; la piel estaba enrojecida y reseca por la falta de agua, y las piernas, delgadas como palillos. No obstante, la hechicera tuvo que morderse la mejilla para no llamar a Neeva. Los ojos del muchacho estaban abiertos, y tenía una mano apoyada en la marca solar de su frente. ¡Había sobrevivido!
Mientras Sadira se deslizaba junto al huesudo hombro del dragón, la bestia cerró de improviso la boca. Ladeó una oreja hacia ella y una expresión astuta centelleó en sus ojos; las primeras sílabas de un conjuro empezaron a brotar de los correosos labios.
La hechicera llegó a la zona del abdomen de Borys y hundió la mano en su vientre, pronunciando al tiempo la orden que activaba el hechizo. Inmediatamente se volvió visible, ya que no poseía los poderes paranormales que podían mantenerla oculta después de realizar un ataque. Un profundo zumbido vibró por todo el estómago de Borys para, acto seguido, estallar en su interior el tintineo de innumerables cristales que se hacían añicos.
El dragón lanzó un rugido de dolor. Intentó finalizar el conjuro que había iniciado momentos antes, pero únicamente consiguió vomitar una nube de polvo negro: todo lo que quedaba de las bolas de obsidiana que habían estado almacenadas en su estómago.
Sadira empezó a subir en dirección a la mano que sostenía a Rkard. A sus pies, más abajo, Neeva y Caelum cargaron contra el arco entre alaridos y gritos enloquecidos. La hechicera pasó como una exhalación por la muñeca de Borys e, inclinándose sobre su palma, extendió los brazos para coger a Rkard, al que sujetó entre sus brazos… y fue entonces cuando sintió cuatro largos dedos de afiladas uñas que se cerraban sobre su cuerpo.
—Te atrapé, mujer estúpida —rio entre dientes el dragón; la agarró violentamente y cerró la mano, apretando con una fuerza indescriptible—. Sabía que vendrías en busca del niño.
Sadira rodeó a Rkard con su cuerpo para protegerlo de la terrible presión, al tiempo que pateaba los sarmentosos dedos del dragón para intentar abrirlos. No sirvió de nada. La hechicera podía haber sido imbuida con el poder del sol, pero el dragón había recibido unos poderes mágicos igual de potentes.
Borys se enfrentó a la carga de los padres de Rkard en la parte delantera del arco. Como quien no quiere la cosa, dedicó a Neeva una patada que la envió rodando por el accidentado terreno, y luego intentó aplastar a Caelum con la otra pata. El enano escapó arrojándose a un lado.
Sadira intentó mirar en dirección a lo alto de los riscos, preguntándose si Rikus y Tithian veían lo que sucedía, pero fue un esfuerzo inútil. Podía atisbar entre los resecos dedos de Borys y ver casi todo lo que sucedía en el suelo, pero le era imposible girarse para mirar hacia arriba.
—¡Sadira! No deberías haber venido a buscarme —dijo Rkard; tenía una voz tan ronca que la hechicera apenas pudo entenderle.
—Claro que tenía que venir —respondió la hechicera con voz tensa mientras hacía todo lo posible por mantener los brazos estirados y el cuerpo arrollado alrededor de Rkard para que el puño del dragón no aplastara al muchacho—. Vas a matar a Borys.
—No lo creo. Jo’orsh dijo algo que…
El dragón apretó más la mano.
—Ahora no, Rkard —gimió Sadira, y tensó todos los músculos de su cuerpo para intentar impedir que ella y el muchacho resultaran aplastados.
Borys salió de debajo del arco y contempló a Caelum, que luchaba por volver a incorporarse. Sadira aspiró con fuerza, esperando oír resonar en las paredes de la cañada el grito de guerra de Rikus que indicaría que él y Tithian se lanzaban al ataque desde lo alto.
Todo lo que oyó fue la risita ahogada de Borys. El dragón clavó uno de sus ojillos en Caelum y, por la intensidad de la mirada, la hechicera imaginó que estaba a punto de utilizar el Sendero contra el enano.
—¡No! —Hizo intención de sacar un componente mágico, pero tuvo que detenerse cuando casi se desplomó sobre Rkard.
Ante la sorpresa de Sadira, la tosca imagen de un humano centelleó de improviso en los sombríos pasadizos de su mente. El hombre poseía facciones gruesas, una cabeza afeitada, orejas redondas y una barba larga sin bigote. Los ojos eran redondos, brillantes y pequeños, y estaban llenos de odio, un odio muy parecido al del dragón, e iba cubierto de los pies a la cabeza con una reluciente armadura.
En un principio, Sadira se sintió perpleja ante lo que veía, pero no tardó en comprender que Borys atacaba con el Sendero.
El caballero desenvainó una espada y avanzó hasta llegar a una puerta de brillante ébano que abrió de una patada. La puerta daba a una habitación sombría con un techo alto y abovedado, cuyas paredes estaban bordeadas de bancos y cubiertas con tapices de brillantes colores que mostraban a los barbudos enanos de épocas pasadas. En el centro de la sala, una esfera de fuego rojo flotaba sobre un círculo de mármol blanco.
Sadira se sintió confusa. No recordaba haber visto una habitación así; casi parecía como si contemplara el interior de la mente de Caelum.
El guerrero se acercó al círculo y se detuvo ante la llameante esfera.
—Debiera haber terminado mi trabajo y eliminado del mundo a todos los inmundos enanos cuando tuve la oportunidad de hacerlo.
Unos pocos zarcillos de fuego brotaron de la esfera y cayeron sobre la armadura del caballero. Éste se limitó a reír y, alzando su espada, empezó a cortar en pedazos la ardiente bola.
En el barranco, Caelum empezó a chillar de tal modo que a Sadira no le cupo la menor duda sobre lo que veía. El ataque mental del dragón era tan poderoso que incluso había penetrado en los pensamientos de ella y transportado parte de su subconsciente al cerebro de su víctima.
—¿Qué es lo que sucede? —quiso saber Rkard.
Sadira tapó los ojos al muchacho.
—No mires.
Caelum calló; luego su cuerpo estalló en un surtidor de sangre y pedazos de carne, y se desplomó en el suelo en una docena de bien cortados pedazos. Borys lanzó una risita maliciosa, se dio la vuelta e inició el regreso al arco.
Sadira escuchó gritar a Neeva. La hechicera se movió ligeramente para poder mirar entre otro par de dedos y vio cómo la madre de Rkard hundía el centelleante filo de su hacha en la correosa pantorrilla de Borys. La hoja se hundió con fuerza, y la pata de la bestia empezó a agitarse con rítmicas convulsiones.
Los espasmos provocaron una sensación de satisfacción y esperanza en Sadira. Sabía que, con cada contracción, el hechizo que había puesto en el arma de Neeva bombeaba otro rayo de energía mágica en el interior de la pata de Borys. Las explosiones resultantes no eran lo bastante fuertes para matar al dragón, pero desde luego servirían para que fuera más despacio y Rikus y Tithian tuvieran tiempo de llegar.
Pero Borys no sentía el menor interés por esperar a que la pareja llegara. Gruñendo de dolor, cojeó de regreso al arco sin detenerse a retirar ni el hacha ni a Neeva de la pata, y, en cuanto pasó por debajo de las columnas, pronunció una larga serie de palabras en un idioma que Sadira no comprendió.
Un sonoro chasquido retumbó desde las paredes del arco, y un brillante fogonazo de luz naranja obligó a Sadira a cerrar los ojos. La hechicera percibió cómo Borys daba un paso al frente y, casi al instante, el cáustico hedor de la roca hirviente le abrasó la nariz y la garganta. Le sobrevino una horrible sensación de náusea, y de improviso se sintió liviana como una pluma.
—¡Rikus! —aulló—. ¿Dónde estás?