7: Los espíritus errantes

7

Los espíritus errantes

Rikus rechinó los dientes, intentando mostrarse paciente. Se encontraba en una enmarañada intersección de túneles, con la mano extendida ante él; una lengua de fuego rojo parpadeaba en su palma y le chamuscaba la carne mientras se elevaba en línea recta por el lóbrego aire. La diminuta hoguera proyectaba justo el calor suficiente para incapacitar su visión enana, y la esfera de luz escarlata apenas si era lo bastante grande para iluminar las negras fauces de una docena de pasadizos que se abrían ante él desde todas direcciones. Aparte de eso, estaba tan ciego en medio de aquellas tinieblas como Neeva.

Por fin, Rikus miró a Caelum, que se hallaba a su lado.

—La llama no señala en ninguna dirección —refunfuñó—. Tu hechizo no hace nada excepto quemarme la mano.

—Lamento que encuentres incómoda mi llama-guía —dijo Caelum, y alzó su mano—. La habría sostenido en la palma de mi mano, pero… —Abrió los dedos, mostrando las escamas y los labios rojos que se habían formado allí al intentar curar el Azote.

Rikus apartó la mirada.

—Está bien —concedió—. Pero ¿por dónde ahora? La llama no señala ningún túnel.

—¿No? —inquirió Caelum, levantando la vista.

Rikus echó la cabeza hacia atrás y descubrió un círculo de oscuridad.

—Maravilloso —gruñó, alzando la mano por encima de la cabeza. La luz de la llama mostró una cavidad del tamaño de un hombre, de forma someramente circular, que ascendía vertical—. ¿Cómo voy a escalar eso sin apagar la llama-guía?

El mul no mencionó los esporádicos ataques de vértigo que había estado padeciendo antes, ya que habían desaparecido casi por completo durante la larga caminata. De vez en cuando se sentía mareado por un instante, pero la sensación ya no le hacía dar traspiés ni caer.

—Tú no vas a escalar nada, Rikus —dijo Neeva; se volvió hacia los enanos que tenía detrás—. Brul Siderite, trae una cuerda.

Un joven se adelantó al instante con un rollo de cuerda. Comparado con el aspecto rollizo de la mayoría de los enanos, Brul resultaba más bien enjuto y delgado, con unos brazos muy largos y unas piernas torcidas. Neeva hizo que se quitara la armadura y se colgara la cuerda al hombro, tras lo cual lo impulsó al interior del conducto. El guerrero empezó a escalar, moviendo nerviosamente los largos brazos y las torcidas piernas sobre las paredes mal talladas en busca de asideros seguros.

Rikus aguardó en la mohosa oscuridad junto a los otros mientras el aire húmedo de la mina formaba frías gotas de agua sobre su calva cabeza. Cada vez que desde lo alto les llegaba un gruñido o un chirrido, el mul se encogía sobre sí mismo, temeroso de que Brul fuera a caer y estrellarse contra el suelo.

Aunque Rikus reconocía la sensatez de Neeva al enviar al enano por delante, eso no le facilitaba la espera. Incluso con la llama-guía de Caelum para guiarlos a través del laberinto de túneles de las minas, temía que estaban tardando demasiado en regresar a la entrada del valle. La Compañía de Hierro no se había perdido ni una sola vez, pero había tropezado con muchos obstáculos que retrasaban su marcha. Varias veces, los enanos se habían visto obligados a arrastrarse sobre el estómago durante largos trechos de túneles semiderrumbados. En una ocasión, después de que la llama que los guiaba los hubiera dirigido al interior de un pasadizo lleno de un aire maloliente que no podían respirar, tuvieron que retroceder y buscar una ruta diferente.

Neeva había tenido incluso que transportar a cuestas a toda la compañía de enanos por un tramo inundado de cueva, vadeando de uno a otro extremo a través de cincuenta metros de aguas fangosas que le llegaban hasta la barbilla.

Por fin, la voz jadeante de Brul resonó en lo alto del conducto.

—¡Cuerda!

En cuanto el extremo de la cuerda cayó al túnel, Neeva lo ató alrededor del pecho de Rikus y gritó:

—¡Tira!

La áspera soga se clavó en el pecho del mul, y éste sintió cómo sus pies abandonaban el suelo. Brul lo arrastró hacia arriba a un ritmo constante de largos tirones. El túnel era bastante pequeño, de modo que la llama-guía lo iluminaba por completo, mostrando unas paredes de roca roja toscamente talladas. En un momento dado, Rikus quedó atascado en una sección más estrecha y no pudo soltarse hasta que se hubo quitado el cinturón del que colgaba la vaina de la espada, empresa nada fácil con una sola mano.

Cerca del final del conducto, Rikus sintió una brisa seca en la piel que consumió las gotas de agua que se habían ido acumulando sobre su cuerpo en las profundidades más húmedas de la mina. De todos modos, reprimió el impulso de lanzar un grito de triunfo, pues sabía que existían cientos de entradas en el valle. El que sintiera una brisa del exterior no significaba que hubieran llegado a una de las salidas que daban a la garganta donde estaba atrapada la Compañía de Granito. Dedicó una rápida mirada a la llama de su mano pero no encontró la respuesta a su pregunta allí; la llama temblaba, pero seguía indicando hacia arriba.

Al cabo de un momento, Brul sacó a Rikus a un pequeño pasadizo, tan angosto que las amplias espaldas del mul apenas si cabían entre las paredes. Rikus se arrastró a la repisa, sin osar ponerse en pie, ya que el techo era tan bajo que le arañaba la espalda aun estando a cuatro patas.

—¿Es éste el camino? —preguntó el enano, protegiéndose los ojos de la luz de la llama—. Me parece que hay una salida aquí, pero el pozo sigue hacia arriba también al menos durante otros treinta metros.

Rikus se miró la mano y vio que la llama señalaba directamente al pasadizo secundario.

—Éste es —informó el mul; apretó la palma contra la pared y lanzó un suspiro de alivio.

En cuanto hubo apagado la llama que lo guiaba, Rikus distinguió un cuadrado de firmamento nocturno iluminado por la luz de las lunas, al otro extremo del túnel, a unos cien metros de distancia. Desató la cuerda que le rodeaba el pecho y se abrió paso entre Brul y la pared, ansioso por descubrir qué había sido de Sult, la Compañía de Granito y los gigantes.

No tuvo que esperar. La voz amortiguada de Patch llegó hasta él desde el otro extremo del túnel.

—¡Enanos repugnantes! ¡Os mataré como vosotros matasteis a Galt!

Rikus oyó un estampido lejano. Un fragor ahogado resonó por el pasadizo, desprendiendo polvo y piedras sueltas del techo.

—Parece que la Compañía de Granito mató un gigante —dijo el mul, girándose hacia Brul—. Di a Neeva que me traiga un hacha, y veremos si podemos acabar con otro.

Mientras el enano bajaba la cuerda otra vez por el pozo y transmitía el mensaje de Rikus, el mul volvió a atarse el cinturón del que colgaba la vaina de la espada. Cuando terminó, Brul tiraba de nuevo de la cuerda. Desaparecida la llama-guía, la visión de enano del mul había regresado y ésta le permitió distinguir una aureola de luz rosada que era la cabeza de Neeva saliendo por la abertura del pozo. La mujer sujetaba en los brazos un par de hachas de armas y de su hombro colgaba un rollo extra de cuerda.

Rikus estiró el brazo por delante de Brul y agarró las armas.

—Por aquí.

El mul pasó las hachas al otro lado del enano, luego tomó una y se alejó por el pasadizo. Neeva lo siguió de cerca. Mientras se arrastraban, la voz de Patch continuó retumbando por el túnel, interrumpida aquí y allá por estampidos ahogados y golpes lejanos. Los ruidos no parecían aumentar en intensidad a medida que se acercaban a la salida, lo que hizo temer a Rikus que el enfrentamiento se había trasladado cañón abajo.

Por fin, Rikus llegó al final del túnel. Justo enfrente se encontraban los riscos, iluminados por las lunas, de la pared opuesta del desfiladero. Desvió la mirada a un lado; Neeva y él habían ido a parar al lugar planeado, allí donde el estrecho cañón daba al valle. En la dirección opuesta, el desfiladero recorría un corto trecho antes de girar en una curva cerrada. De no haber conocido el lugar, el mul habría jurado que el precipicio terminaba aquí. No se veía ni rastro de Patch en ninguna de las dos direcciones.

—Hazme sitio —dijo Neeva, arrastrándose junto a Rikus.

Al sentir el contacto del cuerpo de la mujer contra el suyo, el mul no pudo evitar una sonrisa ante el cálido contacto de su suave piel. Le recordó épocas pasadas, cuando habían yacido muy juntos toda la noche, demasiado nerviosos para dormir o hablar, sabiendo que a la mañana siguiente abandonarían la arena tal y como estaban en aquellos momentos, victoriosos o muertos, pero juntos. Rikus jamás había pensado que echaría en falta nada de su pasado como gladiador, pero ahora, con Neeva apretada contra él, se dio cuenta de que añoraba algo.

El chasquido de una roca al hacerse pedazos resonó en algún punto por debajo de donde se encontraban, recordando a Rikus que dedicarse a pensar en su pasado junto a Neeva le sería de la misma utilidad que desear que la hoja del Azote no se hubiera partido. El mul miró abajo y vio que habían salido mucho más arriba de lo que había deseado, a juzgar por la enmarañada masa de trenzas de gigantes que podía ver a sus pies.

Entrecerró los ojos, en un intento por ver con más claridad lo que sucedía. La luz de las lunas al reflejarse en las paredes del desfiladero anulaba su visión enana, de modo que incluso tras un cuidadoso estudio apenas si pudo distinguir más que un par de inmensos hombros que ocupaban el cañón de pared a pared. De todos modos, daba la impresión de que Sult y la Compañía de Granito se defendían bien del gigante. La cabeza de Patch estaba inclinada al frente para mirar al suelo, y no parecía pensar en otra cosa que no fuera pisotear y maldecir a los enanos que se encontraban a sus pies.

—Rikus, ¿has visto eso? —dijo Neeva con un tono apremiante en la voz.

—¿Qué? —inquirió el mul, registrando las sombras del desfiladero en busca de algo que se le hubiera pasado por alto.

—Allí arriba —indicó Neeva.

Señaló al cielo, donde una esfera roja flotaba justo por encima del borde del desfiladero. La esfera parpadeaba y chisporroteaba, como una antorcha que ha quemado todo su aceite, y brillaba tan tenuemente que apenas se la distinguía en la oscuridad nocturna.

—¿Qué es eso? —preguntó Rikus.

—El hechizo solar de Rkard. —La voz se le quebró mientras lo decía—. Tiene problemas.

—Está a punto de extinguirse —manifestó el mul—. ¿Cuánto tiempo dura?

—Un cuarto de hora —respondió ella y, volviéndose para mirar a Rikus, añadió—: ¿Crees que existe la posibilidad de que Sadira esté ya despierta?

—Si estuviera despierta, no habría necesidad de que Rkard lanzara su hechizo.

—¡Hemos de ayudarlo! —exclamó Neeva empezando a retroceder por el túnel.

Rikus la sujetó por el hombro.

—Se tardaría demasiado en regresar —dijo—. Pero sé un modo más rápido.

Neeva dejó que volviera a arrastrarla pasadizo arriba.

—¿Cómo?

Rikus le quitó la cuerda del hombro y empezó a atársela alrededor del cuerpo, sujetándola primero entre las piernas, luego alrededor de las caderas, por encima de los hombros, y bajo los brazos, de modo que distribuyera el impacto de una prolongada caída por los puntos más fuertes de su cuerpo.

—Deja unos diez brazos de cuerda entre nosotros —indicó Rikus, finalizando su arnés con un segundo nudo—. Atate al otro extremo de la cuerda igual que he hecho yo. Luego sube a colocarte junto a mí.

Acababan ya cuando Caelum llegó arrastrándose hasta ellos.

—¿Qué sucede? —inquirió, clavando los ojos en la cuerda tendida entre su esposa y Rikus.

—Vuestro hijo está en peligro —respondió el mul.

Tras comprobar el arnés de Neeva, Rikus giró sobre sí mismo para sentarse en la boca del túnel con las piernas colgando por el borde. Neeva entregó al mul su hacha de armas y se sentó a su lado manteniendo su propia arma bien sujeta entre los brazos.

—¡Esperad! —gritó Caelum—. Esa cuerda no está atada a ningún sitio. Caeréis…

—Ahora no, esposo —le espetó Neeva. Sin volver la cabeza para mirar al enano, fijó los ojos en los hombros de Patch, que se encontraba un poquitín por delante del lugar donde estaban sentados—. Sé qué hacer.

—¡Igual que en los viejos tiempos! —respondió Rikus con una sonrisa—. ¡Vamos!

Sujetando el hacha con ambas manos, se deslizó fuera del túnel. Se apartó de la pared del desfiladero con un fuerte empujón lateral de ambas piernas que lo proyectó a un lado de modo que fuera a caer frente al cuerpo de Patch. En ese mismo instante, también Neeva se dejó caer de su percha, aunque ella se lanzó recto al frente para ir a caer detrás del gigante. La cuerda se tensó entre ella y Rikus, manteniéndolos conectados mientras caían en picado a la oscuridad de la noche.

Rikus oyó que Caelum lanzaba un grito; luego el rugido del viento inundó sus oídos y ahogó la voz del enano. El mul sintió cómo su propia voz vibraba dentro de su cabeza y comprendió que chillaba, pero se limitó a hacer caso omiso de la parte aterrada de su cerebro y se concentró en una sola cosa: no soltar su hacha de armas.

Rikus se hundió más allá de una maraña de trenzas, y Neeva desapareció detrás de la enorme clavícula de Patch. El mul cayó con los pies por delante, rebotó en el pecho del gigante y rodó. La cuerda detuvo la caída al cabo de un instante, y el improvisado arnés se clavó profundamente bajo sus piernas y brazos cuando la cuerda se tensó por la violencia del tirón, y lo oprimió con fuerza alrededor de las costillas; el dolor en el pecho fue tan terrible que le arrancó un involuntario gemido que vació de aire sus pulmones. Escuchó un gemido similar procedente del lado del hombro en el que se encontraba Neeva, mientras él describía un arco en el aire para regresar al pecho del titán.

No obstante lo doloroso de la parada, Rikus sabía que habría sido mucho peor —incluso podría haberse partido la columna o roto las costillas— de no haberse entretenido en atarse a la cuerda como lo había hecho.

Patch lanzó un rugido de sorpresa y se revolvió para ver qué era lo que le había caído encima. El movimiento balanceó a Rikus en dirección a la pared del barranco, y la cuerda dio un brinco provocado por el peso de su cuerpo. Temiendo que la cuerda resbalara fuera del inmenso hombro, blandió el hacha con todas sus fuerzas y hundió la hoja de acero en el pecho del titán, lo que detuvo al instante el violento bamboleo del mul a la vez que arrancaba un alarido de dolor al gigante.

Soltando el arma, Rikus agarró un pliegue de la maloliente túnica de piel de oveja del gigante y se impulsó hacia arriba. La mano de Patch dio una palmada justo detrás de él; el filo posterior del hacha de doble hoja se hundió en la palma del titán, que rugió colérico. Mientras el titán se arrancaba el hacha de la mano, el mul trepó por el hombro opuesto. Vio cómo Patch alzaba una mano para agarrarlo, pero entonces el gigante se detuvo bruscamente al escucharse un remolino de golpes sordos a sus pies.

—Así que aplastarás a la Compañía de Granito, ¿eh? —gritó la enojada voz de un enano—. ¡Nosotros sí que te cortaremos los tobillos, patán!

Patch empezó a saltar primero sobre una pierna y luego sobre la otra. Cada vez que cambiaba de pierna, un enano lanzaba un grito de dolor, y el sonido del metal al doblarse resonaba en el oscuro desfiladero. Decidido a aprovechar al máximo la distracción, Rikus continuó su ascensión y no tardó en encaramarse al hombro del gigante. Se encontró con Neeva que subía por el otro lado. Al igual que Rikus, la mujer permanecía sujeta al arnés.

—¿Todo bien? —preguntó Rikus.

—Lo estará cuando estrangulemos a este gigante —respondió Neeva.

La luchadora se alejó a gatas para cruzar por delante de la garganta del titán y el mul saltó por encima de la parte posterior del hombro. Patch no intentó detenerlos pues su atención estaba fija en las hachas de los enanos que se hundían en sus tobillos. Rikus aguardó hasta ver aparecer a Neeva detrás del otro hombro del gigante, entonces apuntaló bien los pies y tiró; ella hizo lo mismo. La cuerda, que rodeaba ahora la enorme garganta como un garrote vil, se tensó.

Patch olvidó a los enanos e intentó arrancarse la cuerda, aunque sus esfuerzos no sirvieron de nada. Rikus y Neeva habían tensado tanto la cuerda que ésta se había hundido profundamente en la carne, y el titán no podía deslizar los dedos bajo la tirante soga. Un ronco borboteo brotó de la garganta del gigante.

Patch dio un traspié y volvió la cabeza en dirección a la escarpadura. Adivinando el siguiente movimiento del gigante, Rikus gritó:

—¡Crucemos!

Sin soltar la cuerda, el mul se arrastró rápidamente por la espalda de Patch. Neeva hizo lo mismo, y ambos se cruzaron. El gigante se inclinó en dirección a la montaña, y ellos se arrojaron corriendo por encima de la clavícula para evitar que el titán los aplastara cuando se dejó caer contra la pared de piedra.

Patch mantuvo la espalda apoyada en el precipicio mientras sus jadeantes estertores resonaban por todo el cañón. Levantó una mano en dirección a cada uno de sus atormentadores.

Rikus no veía lo que hacía Neeva, pero él, por su parte, intentó sacar su daga y se encontró con que la empuñadura había quedado inmovilizada bajo el arnés. Los dedos del gigante le rodearon el cuerpo. Rikus se aferró a la cuerda con ambas manos y tiró, al tiempo que pateaba la enorme mano con ambos pies. Estuvo a punto de liberarse, pero entonces Patch lo atrapó por las piernas y apretó; un dolor terrible atenazó las rodillas y caderas del mul.

El semiasfixiado gigante estaba ya muy débil, y el tormento no resultó tan terrible como podría haber sido. No se rompió ninguno de los gruesos huesos de mul de Rikus, y éste tampoco escuchó ningún chasquido que indicara que algo se hubiera dislocado. Decidido a aguantar el dolor hasta que Patch perdiera el conocimiento, el guerrero se afianzó con fuerza entre los dedos pulgar e índice, concentrando sus esfuerzos en no resbalar más al interior del enorme puño.

El mul atisbo al otro lado del gaznate del gigante y vislumbró a Neeva. De algún modo, la mujer había conseguido apoyar los pies contra el dorso de la mano y se agarraba con ambos brazos al dedo meñique del gigante, del que tiraba hacia atrás; Rikus sospechó que no tenía demasiadas probabilidades de partirlo.

Una serie de violentas y profundas toses sacudieron el torso del gigante, quien intentó arrancarse a Rikus y a Neeva de la garganta. Ambos seguían conectados por la cuerda, y sólo consiguió que ésta se apretara más. Patch empezó a balancearse, hasta que por fin cayó de rodillas.

Entre alaridos de triunfo, más de una docena de enanos se dedicaron a golpear con sus hachas los muslos del gigante.

Un violento estremecimiento recorrió el cuerpo de Patch; luego sus manos se abrieron y cayó hacia adelante. Su rostro se estrelló contra la pared del desfiladero, y sus asesinos quedaron colgando de la cuerda que le rodeaba el cuello.

Rikus y Neeva treparon por la cuerda hasta la clavícula de Patch, donde se quitaron los arneses. Tras atar juntos los extremos de la soga para que el lazo no se aflojara antes de haber terminado completamente su trabajo, se dejaron caer por la espalda del desmayado gigante hasta el suelo. Apenas habían pisado tierra firme que Neeva ya se desgañitaba pidiendo la presencia ante ella de Sult.

—Aquí, comandante. —Un enano de piel pardusca se adelantó, vadeando por un río de sangre que brotaba de una herida en el muslo de Patch. El enano tenía el rostro curtido y una nariz delgada y ganchuda que parecía que se hubiera roto más de una docena de veces—. Quince supervivientes de la Compañía de Granito.

—Eso no importa —replicó Neeva—. ¿Cuántos gigantes matasteis en este cañón?

—Uno, aparte de éste —respondió el enano—. El cuarto se quedó en la granja para luchar con el cantor del viento.

Lanzando una maldición, Neeva se dio la vuelta y echó a correr por el negro desfiladero.

Desde su escondite en el otero, Rkard vio cómo Magnus salía corriendo del bosquecillo de pharo situado a los pies del Muro de Rasda. El cantor del viento parecía totalmente agotado; tropezaba con las piedras y agitaba los enormes brazos para recuperar el equilibrio. Se apartó de los cuatro gigantes muertos durante el día y corrió hacia el extremo más alejado del valle.

Una serie de pisadas atronadoras resonaron a su espalda, y un solitario gigante salió de detrás del Muro de Rasda sosteniendo una piedra que había arrancado de la montaña. El titán parecía tan cansado como Magnus y tenía el cuerpo cubierto de enormes cardenales tan negros que Rkard podía distinguirlos incluso bajo la débil luz de las lunas.

Las señales eran el testimonio de la terrible reyerta que el joven mul había estado escuchando hasta hacía pocos instantes. Después de que los cuatro gigantes supervivientes hubieran seguido a la milicia de Kled a Esperanza del Pobre, una violenta tormenta de vientos arrolladores y potentes truenos había estallado detrás del Muro de Rasda. El estrépito había sido contestado con el chasquido de huesos al quebrarse y con rugidos de rabia. Al cabo de un momento, las voces de la mayoría de los gigantes habían empezado a sonar más distantes y apagadas, y Rkard imaginó que perseguían a la milicia al interior de las montañas. Una de las bestias se había quedado atrás, no obstante, y los ruidos de la batalla habían continuado durante un buen rato.

Ahora, quedaba por fin claro quién había vencido. Mientras Rkard observaba, el gigante hizo acopio de fuerzas y lanzó su roca, que rebotó en el hombro del cantor del viento y cayó al suelo. Magnus se desplomó en mitad de una zancada y rodó, dando volteretas, el equivalente a una docena de pasos. Finalmente se detuvo y quedó caído de espaldas, con la cabeza en dirección a su atacante.

Rkard estuvo a punto de olvidar la prudencia y gritar, pero en el último momento consiguió ahogar el grito en un estrangulado graznido.

—¡Magnus!

El cantor del viento permaneció inmóvil unos instantes, y Rkard temió que la piedra lo hubiera matado. Entonces Magnus levantó la cabeza y, con un gran esfuerzo, consiguió sentarse en el suelo. El brazo que había recibido el impacto de la piedra colgaba fláccido al costado, y no parecía percibir las sonoras pisadas del gigante a su espalda.

—Levántate, Magnus —musitó Rkard; sabía que Magnus en ocasiones podía escuchar mensajes transportados por el viento y, puesto que una débil brisa soplaba desde el otero, el niño esperó que sus palabras llegaran a las graciosas orejas del cantor del viento—. Se acerca el gigante.

Magnus siguió sentado sin moverse, y el titán se detuvo detrás de él. Rkard se llevó los dedos al sol rojo de su frente y sintió correr por el brazo un hormigueante calorcillo. Casi todo el mundo suponía que el disco rojo era un tatuaje, pero en realidad era la marca del sol, una marca de nacimiento que sema de contacto místico con el sol durante períodos de oscuridad.

El cantor del viento irguió de improviso las enormes orejas y miró en dirección al otero; luego sacudió la cabeza y se colocó a cuatro patas. Rkard exhaló un suspiro de alivio, agradecido de que el cantor del viento le hubiera evitado tener que decidir sobre si debía o no lanzar su conjuro. Después de que se le hubieran aparecido Jo’orsh y Sa’ram, su padre le había dicho que jamás debía arriesgar la vida, ni siquiera para salvar a toda la milicia, o a sus propios padres. Había agregado que muchas vidas dependían de su misión y que, si se dejaba matar, todos los habitantes de Athas morirían con él.

A Rkard no le gustaba lo que su padre había dicho. Y pensó que probablemente tampoco a su madre, aunque ella no había comentado nada al respecto. Después de que la repulsiva cabeza —Wyan— llegará con el anillo de sello de los Asticles, y todos decidieran que era hora de matar al dragón, su madre le había aconsejado que meditara cuidadosamente todas sus decisiones. Había añadido que no debía hacer nada peligroso a menos que tuviera muchas posibilidades de tener éxito, y aun entonces primero tenía que pensar en una forma de escapar.

Abajo, en el valle, el gigante dio una patada a Magnus en las costillas. El cantor del viento describió un arco sobre el valle y fue a estrellarse contra un revoltijo de afiladas piedras situado unos treinta pasos más allá. El golpe habría matado a un humano, y probablemente incluso a un mul, pero no a Magnus. Éste se limitó a rodar por el pedregoso suelo e intentó volver a incorporarse.

Esta vez no lo consiguió.

El gigante agarró una piedra puntiaguda tan grande como un kank. Rkard no sabía qué hacer. Ninguno de sus padres habría querido que lanzara su conjuro; lo peor que podría hacer al titán era cegarlo durante unos momentos, y luego la bestia sin duda iría tras él y Sadira. Pero la idea de permanecer inactivo mientras el gigante aplastaba a Magnus provocó al niño una sensación de náusea en el estómago.

El titán avanzó hacia Magnus.

Rkard se deslizó detrás de la roca desde la que observaba y bajó los ojos en dirección a Sadira. La hechicera yacía inmóvil en el suelo, con los ambarinos cabellos refulgiendo débilmente a la luz de las lunas y los almendrados ojos cerrados; el pecho palpitaba como si sollozara, y la manera en que se agitaban sus dedos recordó al muchacho la forma en que se movían cuando ella lanzaba un hechizo.

Rkard se arrodilló junto a la mujer y le sacudió el hombro.

—El gigante va a matar a Magnus —dijo—. ¡Despierta!

El pecho de la hechicera siguió palpitando, y ella continuó sin mostrar señales de ir a despertar.

—¿Qué debo hacer? —preguntó el niño.

La cabeza de Sadira giró a un lado, pero ella no contestó.

—Muy bien, decidiré yo —determinó el muchacho—. ¿Qué haría Rikus?

Rkard comprendió al momento que su héroe no habría permanecido inactivo mientras un gigante mataba a un amigo. Rikus habría hecho lo que pudiera, incluso aunque significara la propia muerte. Ése era precisamente el motivo de que a todo el mundo le cayera bien.

El joven mul se apartó de Sadira y trepó a lo alto de la roca. El gigante estaba de pie junto a Magnus, alzando la piedra para matar al desmayado cantor del viento.

—¡Eh, feo! —chilló.

La brisa transportó la voz de Rkard por el valle como si el muchacho fuera un gigante y la hizo rebotar en las rocosas paredes del otro lado. El titán volvió a apretar la pesada roca contra el pecho y miró primero en dirección al eco.

—¿Quién es? —gritó, registrando las yermas laderas a los pies de las Montañas Resonantes.

—¡Aquí en el otero, estúpido gigante peludo! —aulló Rkard.

Mientras hablaba, el joven mul apretó los dedos sobre su marca solar. Una vez más sintió cómo el hormigueante calorcillo descendía por el brazo. De haber sido de día, habría alzado la mano directamente al sol rojo en lugar de tocarse la frente, y la sensación habría sido de un calor atroz en lugar de simplemente cálida, pero ahorrarse aquel dolor no le produjo ninguna alegría. El conjuro habría sido más potente durante el día, tal vez incluso lo bastante fuerte para hacer algo más que distraer al gigante.

Tras escudriñar la ladera del otero durante unos instantes, los negros ojos del gigante se posaron por fin en el pequeño cuerpo de Rkard.

—No soy tan estúpido como tú —dijo, bizqueando en dirección al muchacho—. Yo no me burlaría de…

Rkard apuntó con la mano al rostro del gigante y pronunció una sílaba mágica.

Una esfera roja apareció alrededor de la cabeza del gigante. El titán lanzó un alarido y soltó la piedra, que estuvo a punto de aplastar su propio pie. Acto seguido se llevó las manos al rostro y empezó a dar traspiés, chillando como si se le estuviera derritiendo la carne.

Rkard sabía que la reacción del gigante estaba provocada más por el miedo que por el dolor. Aun cuando la roja esfera pareciera arder, e incluso produjera una momentánea sensación de calor, no era en absoluto una abrasadora bola de fuego. El hechizo consistía enteramente en una luz roja a la que se había dado la forma de una brillante esfera con parpadeantes haces de luz que parecían llamas. Su padre le había enseñado el hechizo para que pudiera honrar al sol los días en que los remolinos de arena oscurecían al auténtico astro, y porque servía de excelente señal de socorro.

Previendo la reacción del gigante cuando se diera cuenta de la auténtica naturaleza del hechizo, Rkard saltó de la roca en que se encontraba y se echó a la espalda el cuerpo inerte de Sadira. Aunque la hechicera era más grande que él, no tuvo ningún problema para subir con ella la empinada ladera pues, por su condición de mul, era va más fuerte que muchos humanos. Además, la mujer no pesaba mucho más que los enormes cubos de agua que su madre le enviaba a buscar cada día al pozo del poblado.

Los gritos del gigante cesaron cuando el joven se encontraba ya a mitad de camino de la cima. Rkard se detuvo para mirar atrás y vio cómo su hechizo se alzaba por encima del valle, proyectando un fantasmal resplandor naranja sobre el pedregoso suelo. Cuando hubiera alcanzado el tamaño suficiente, la esfera se detendría y permanecería inmóvil en el cielo, igual que un sol en miniatura.

Ahora que su cabeza ya no estaba rodeada por la brillante luz, el gigante había empezado a avanzar a trompicones en dirección al otero. Con una mano se frotaba los ojos y con la otra, bien extendida al frente, tanteaba el camino. El titán había abandonado a Magnus allí donde había caído, sin sentido pero fuera de peligro por el momento.

—Papá se va a enfadar cuando vea esto —musitó Rkard, reiniciando la ascensión.

El muchacho ni siquiera consideró la posibilidad de intentar engañara su padre, pues había crecido con el convencimiento de que el sol siempre sacaría la verdad a relucir.

Cuando llegó a la cima del otero, Rkard oyó un estrépito de piedras más abajo provocado por el gigante que ascendía a gatas desde la base. El joven mul se deslizó detrás de la cima del otero hasta una estrecha repisa que daba a la carretera que conducía a la mina de hierro de Tyr.

—¡Regresa, pequeño varl! —bramó el gigante—. ¡No te escondas! ¡Eso sólo me enfurecerá más!

Rkard empujó a Sadira al interior de la profunda grieta que había seleccionado con anterioridad como buen escondite, y cubrió rápidamente de piedras la entrada para ocultarla. Cuando terminó, el gigante estaba tan cerca que sus poderosas pisadas hacían caer piedras de la montaña que se alzaba sobre ellos. Comprendiendo que el enfurecido titán podría con facilidad destrozar toda la cima del otero, el muchacho decidió apartar a su perseguidor de Sadira. Corrió hasta el final de la repisa, y luego trepó por una fisura y de allí a lo alto del otero.

Rkard se encontró frente a los pies del gigante. Deseando poder ser lo bastante fuerte para lanzar más de un conjuro al día, tragó saliva y desenvainó su espada. El resplandor de su hechizo solar provocó destellos de luz roja en el filo de la hoja de obsidiana de la espada.

—¿Qué vas a hacer con ese pincho? —se burló el gigante—. ¿Clavármelo en el dedo cuando te pise?

Rkard avanzó, levantando el arma. Concentró toda su atención en impedir que la hoja temblara y estiró el cuello hacia arriba para mirar al gigante a los ojos. Su madre siempre le había dicho que una exhibición de confianza era más efectiva que diez golpes para derrotar a un enemigo poderoso, y, si alguna vez había habido una ocasión en que deseara que ella estuviera en lo cierto, esa ocasión había llegado ahora.

—Déjame en paz… y a Magnus, también —ordenó Rkard, imaginando que no era él sino Rikus quien hablaba. Sin apartar los ojos del gigante señaló con la espada al borde del precipicio—. Vete, o te cortaré el pie y te arrojaré por el barranco.

El enorme vientre del gigante se estremeció presa de un ataque de risa… hasta que miró en dirección al borde del precipicio que señalaba. En ese momento la inmensa boca del gigante se desencajó, y sus ojos se abrieron asombrados.

—¿Tú? —jadeó la bestia.

—Sí, yo —respondió Rkard y, dando un paso al frente, golpeó con la punta de la espada la amarillenta uña del dedo del gigante.

»Ahora escucha —siguió el chiquillo—. Lo que quieres no está en Tyr, e incluso aunque estuviera no os lo podéis llevar. —Rkard señaló con la espada colina abajo y añadió—: Ahora vete a casa y di a los otros gigantes lo que he dicho.

El gigante miró de nuevo al borde del precipicio; luego se pasó la lengua por los labios como si no estuviera muy seguro de qué hacer.

—No puedo regresar sin el Oráculo —dijo en un tono más plañidero que insistente—. ¡Necesitamos su magia para volver a ser inteligentes! ¡Patch es el más inteligente de todos nosotros y se vuelve cada vez más estúpido!

Rkard meditó sobre lo que le decía. A pesar de su juventud, comprendía que, sin un jefe inteligente, cualquier comunidad se hundiría en el desorden.

—A lo mejor podréis recuperar la lente oscura cuando ya no la necesitemos —sugirió el muchacho.

Parte de la tensión desapareció de la enorme cara del gigante, y éste volvió a mirar directamente a Rkard.

—¿Cuánto tiempo tendréis nuestro Oráculo?

El muchacho reflexionó unos instantes antes de responder. En su corta vida, el único viaje que había realizado había sido de Kled a Tyr, y no conseguía imaginar cuánto más lejos podría estar el poblado de Samarah.

—Estaremos fuera mucho tiempo…, cien años —respondió; como había vivido toda su vida entre enanos, que por lo general vivían tres veces ese número de años, la suposición no le pareció exorbitante al joven mul—. Puede que tal vez más.

El gigante sacudió la cabeza, tozudo.

—¡No! ¡Para entonces nos habremos vuelto más tontos que los kanks!

Rkard alzó la espada, esperando que la criatura alzara el pie para pisotearlo, e intentó parecer muy seguro de sí mismo. El ataque no se produjo. En su lugar, una voz profunda dijo detrás de él:

—¡En ese caso aprenderéis a vivir como kanks!

Rkard giró en redondo y descubrió dos cabezas gigantescas que los contemplaban por encima del borde del precipicio; aunque quizás habría sido una exageración denominarlas cabezas. Una mostraba un horrendo cráneo deforme con una frente inclinada y pómulos retorcidos, mientras que el cuello de la otra terminaba en un nudoso tocón justo encima de los hombros. Sin tener en cuenta si poseían o no cabeza, un par de brasas naranja ardían allí donde debieran haber estado los ojos, y, donde habrían estado las barbillas, ásperas masas de enmarañada barba se balanceaban en el aire.

Aunque Rkard no podía ver los cuerpos, ocultos bajo el borde del precipicio, sabía que eran poco más que enormes masas esqueléticas, deformadas hasta tal punto que apenas resultaban reconocibles como humanas. Las piernas eran unas masas retorcidas, con unas bolas nudosas por pies, mientras que muslos, rodillas y pantorrillas estaban arrollados juntos en una única espiral.

—¡Jo’orsh! ¡Sáram! —exclamó Rkard.

Se trataba de los últimos caballeros enanos, que se habían transformado en espíritus errantes al renegar de su objetivo en la vida y morir sin matar a Borys. El joven mul no los había visto desde que le habían devuelto el cinturón y la corona del rey cuyo nombre llevaba y le habían dicho que mataría al dragón.

—¡Habéis regresado!

—Jamás nos fuimos —dijo Jo’orsh, el del cráneo deforme.

El otro espíritu clavó los flotantes ojos en el gigante.

Dejamos que vosotros los gigantes utilizarais la lente oscura demasiado tiempo. Rkard escuchó las palabras en su cerebro, como si las pronunciara un doblegador de mentes. Os habéis vuelto débiles y necios. Es hora de que aprendáis a vivir sin ella.

El gigante lanzó una ahogada exclamación, y un viento rancio cayó sobre Rkard.

—¡No podemos! —protestó la criatura.

—Podéis y debéis hacerlo —replicó Jo’orsh.

Haz lo que ordenó el muchacho, añadió Sa’ram. Regresa a Mytilene y di a los otros que se olviden de la lente oscura. Nosotros nos la hemos llevado, y debéis aprender a vivir sin ella… o perecer.

Rkard volvió la cabeza y levantó los ojos hacia el gigante. La criatura mostraba una expresión aturdida y desolada, como si acabaran de expulsarlo de su pueblo natal.

—Y recuerda que, por cada gigante que tu tribu envíe en busca de la lente, ésta padecerá un siglo de barbarie —amenazó Jo’orsh—. ¡Ahora vete!

La voz del espíritu descendió sobre el gigante como un trueno y lo lanzó colina abajo retrocediendo tambaleante. El titán dio cinco pasos antes de darse la vuelta y salir huyendo del valle, describiendo un amplio círculo para evitar el cuerpo de Magnus.

Una vez que el gigante hubo desaparecido, los brazos y piernas de Rkard empezaron a temblar. Intentó envainar la espada, pero descubrió que el brazo le temblaba demasiado para ello y abandonó la idea.

—Gracias por salvarme. —No se atrevía a mirar de nuevo cara a cara a los espíritus errantes, pues se sentía asustado y estúpido—. ¿Estáis tan enojados como lo estaría mi padre?

¿Por qué tendríamos que estar enojados… o tendría que estarlo tu padre?, inquirió Sa’ram.

—Porque lo desobedecí. —Rkard mantuvo los ojos fijos en el suelo—. Estuve a punto de hacer que me mataran.

—Salvaste a un amigo —replicó Jo’orsh—. Ésa fue una acción muy valiente, y tu padre no te castigará por ello.

Rkard negó con la cabeza.

—Me arriesgué tontamente —dijo—. Y, al hacerlo, puse en peligro a toda Athas.

Antes de poder salvar a Athas, tendrás que ponerla en peligro, declaró Sa’ram. No debes temer hacerlo… de la misma forma en que no temiste ponerte en peligro para salvar a tu amigo.

—Pero yo no salvé a Magnus. —Rkard frunció el entrecejo y levantó los ojos hacia los espíritus—. Vosotros lo hicisteis.

Jo’orsh sacudió la cabeza.

—Todo lo que hicimos fue apoyarte.

, añadió Sa’ram. Igual que tus amigos y tus padres te darán su apoyo cuando mates a Borys.