5: El mundo gris
5
El mundo gris
Sadira había ido a parar al mundo gris.
Se encontraba en una escalera estrecha que daba a un inmenso abismo lleno de una neblina que se extendía desde muy por debajo de sus pies hasta el cénit del firmamento. Era del color de la ceniza y estaba tan inmóvil como el desierto al mediodía. No había nada más allí.
Los peldaños habían sido tallados en una aguja de blanca roca porosa que se alzaba de la oscuridad gris del fondo. La escalera ascendía en espiral por la columna hasta los pies de Sadira, y continuaba por encima de su cabeza sin un final visible. La columna se limitaba a volverse más y más pequeña, hasta que tanto la escalera como su extremo desaparecían en la neblina cenicienta allá en lo alto.
Sadira reconoció la columna como la Torre Primigenia, pero no pensó ni por un momento que hubiera regresado realmente a la lejana aguja de roca blanca. Si lo hubiera hecho, el cielo habría sido amarillo verdoso, con abultadas nubes plateadas atravesándolo. Exuberantes bosquecillos de árboles bogos habrían rodeado la base de la columna, y a lo lejos se habrían distinguido campos de retama gris verdosa. En lugar de ello, todo lo que veía era un mar de neblina cenicienta.
La hechicera estudió la zona con atención, en busca de los espectros que la habían atacado en la Carretera de las Nubes. El mundo gris era su hogar, y la finalidad de la emboscada había sido empujada al interior de la bruma gris. Aquí, el mundo gris disolvía y absorbía los espíritus de los muertos al igual que la putrefacción y la descomposición eliminaban los cadáveres en Athas. No obstante, algunos espíritus no sufrían este destino. Los sustentaba una fuerza más poderosa aún que el mundo gris: su indestructible fe en una causa más importante que ellos mismos. Estos espectros se habían consagrado al servicio de Borys siglos atrás, y estaba claro que pensaban utilizar su especial naturaleza para obligarla a luchar en desventaja.
La hechicera no se sentía ni mucho menos atemorizada. Aunque no se encontrara tan a gusto en el mundo gris como sus adversarios, sabía más sobre este lugar de lo que creían los espectros. Si esperaban que ella diera por sentado que la habían matado sólo porque se hallaba en el mundo gris, se equivocaban de medio a medio. La Torre Primigenia era prueba suficiente de que Sadira estaba viva. Recordatorio del acontecimiento más significativo de su vida, la aguja de roca blanca actuaba como piedra imán de su espíritu, manteniéndolo unido e impidiendo que se dispersara en la bruma. Antes de que pudieran destruirla, los espectros tendrían que apartarla de sus peldaños.
La voz de Magnus empezó a tañer en medio de la neblina. Entonaba una balada de melancólicos compases con la sonoridad del trueno y la dulzura del rocío matinal. Aunque no entendía las palabras, Sadira comprendió de inmediato que su amigo intentaba ayudarla a encontrar una forma de salir del mundo gris. Por desgracia, la música venía de todas direcciones a la vez, del frente y de atrás, de ambos lados, de arriba y de abajo, incluso del interior de su cabeza. Se llevó una mano a una oreja con la intención de localizar el punto del que provenía la sonora voz de Magnus, pero habría resultado más fácil atrapar al viento.
La hechicera desenvainó su fino estilete. Un arma magnífica con una hoja de bronce grabado y un mango de hierro engastado con turmalinas, que había pertenecido a la familia de Agis durante siglos. Extrajo un pedazo de bramante del hondo bolsillo de su túnica y lo ató alrededor de la cruz; el otro extremo lo aseguró alrededor de su muñeca. Luego sostuvo la daga a cierta distancia y dejó que se balanceara del hilo. Acto seguido, pronunció un conjuro mágico que haría que el arma la condujera al pánico del que surgía la voz de Magnus.
Sadira sintió un extraño hormigueo en la mano que sostenía el bramante, y su color negro empezó a desaparecer. La sensación se fue extendiendo despacio por todo el brazo. Lo que podía ver de la carne, desde las puntas de los dedos hasta la muñeca, palideció hasta adquirir su natural tono bronceado, y la daga empezó a girar enloquecida.
Aunque no había esperado aquella reacción, no se sintió muy sorprendida. Por regla general, su piel permanecía negra con energía mística durante el día, y recuperaba su color natural nada más hacerse de noche. Pero, en el mundo gris, el día y la noche no existían. Sin el sol brillando en el cielo, el hechizo había extraído su poder de la única fuente disponible: su carne. Luego, incapaz de reponer lo que había perdido con el conjuro, el brazo había conservado su color pálido.
Más preocupante para la hechicera era la daga. Esta seguía girando como loca, intentando señalar en todas direcciones a la vez. Sadira la contempló durante unos momentos y, al ver que no mostraba señales de parar, decidió que el conjuro había fracasado y la sujetó por la empuñadura.
En el mismo instante en que la hechicera empezaba a guardar el arma en su funda, la torre se bamboleó bajo sus pies. Sadira dio un traspié y estuvo a punto de caer por el borde, pero se dejó caer a cuatro patas a tiempo de evitar la caída. Sintió que se le revolvía el estómago, y una sensación de náusea le subió por la garganta. Aunque no vio la menor señal de movimiento cuando intentó clavar la mirada en la bruma que la rodeaba, sintió como si la torre girara a tanta velocidad como lo había hecho su daga momentos antes. Hundió el arma en una fisura y retorció la hoja contra el borde, y de este modo evitó salir despedida de la escalera.
Durante un buen rato, todo lo que Sadira pudo hacer fue aferrarse a la empuñadura y rezar para que la hoja no se escapara de la grieta. Temía que, si perdía contacto con la Torre Primigenia, la bruma empezaría a devorar su espíritu, y perdería su energía vital. Aun cuando eso no sucediera, a los espectros les resultaría más fácil atacarla mientras flotaba sin rumbo por el mundo gris. Puede que incluso fueran responsables de que la torre girara ahora de forma tan desenfrenada.
La voz de Magnus empezó a temblar, volviéndose más fuerte cada vez que la torre al girar señalaba en una dirección concreta, para desvanecerse en un simple susurro cuando señalaba en otra. Al principio, el volumen aumentaba cada pocos segundos, pero poco a poco las rotaciones fueron más lentas y la aguja señaló en la misma dirección durante algo más de tiempo, hasta que la sensación de movimiento cesó y la canción llegó a los oídos de la hechicera desde una única dirección: lo alto de la escalera.
Sadira suspiró aliviada. Después de todo, los espectros no habían sido los responsables del enloquecido movimiento giratorio. La daga había sido incapaz de señalar en una única dirección porque hacerlo habría conducido a la hechicera no a la voz de Magnus, sino lejos de la torre y a los peligros del mundo gris. En su lugar, el hechizo había reorientado toda la torre, de modo que la salida se encontraba en una dirección clara: arriba.
Sin dejar de escuchar con atención el hermoso canto de Magnus, Sadira miró bajo el cuello de su túnica. La carne del brazo había palidecido ya hasta la altura del hombro. La hechicera adivinó que la energía mágica de su cuerpo se agotaría por completo después de otros cinco o seis hechizos; quizá menos, si eran hechizos poderosos. Cuando eso sucediera, tendría que encontrar una fuente de alimentación distinta para sus conjuros, y dudaba que en el mundo gris pudiera encontrar plantas de las que extraer la mística energía vital.
Preguntándose si tendría magia suficiente para vencer a los espectros cuando finalmente aparecieran, la hechicera empezó a ascender. Los peldaños eran pequeños, apenas lo bastante anchos para aceptar su pie desde los dedos hasta el arco. A menudo estaban agrietados y tan desgastados que resultaban más una rampa que una escalera. Mil años de polvo descansaban sobre los escalones, y ella pasaba sobre la milenaria suciedad sin dejar rastro. Se necesitaba más que una pisada para alterar la apatía del mundo gris.
La hechicera trepó durante mucho tiempo: minutos, horas o días, no lo sabía. Los progresos, si los hacía, eran lentos. La cima permanecía oculta en la distancia, y la base de la torre no parecía más cercana. De todos modos, continuó subiendo pues el volumen cada vez mayor de la voz del cantor del viento le confirmaba que avanzaba en la dirección correcta. En la inmovilidad de la neblina, distancia y tiempo eran simples ilusiones, pero no así la canción de Magnus. Ésta venía del exterior, y era real.
Al cabo de un rato, una reluciente esmeralda apareció ante ella. Flotaba junto a la pared, varios peldaños más arriba, y un gran remolino de neblina más oscura la rodeaba. Un par de verdes puntos de luz aparecieron en la bruma, más o menos a la altura de la cabeza, y centelleaban con un fulgor siniestro.
Sadira interrumpió la ascensión, ansiosa y lista para la batalla. Como ella, los espectadores necesitaban algo importante de sus vidas terrenales para que sirviera de imán a sus espíritus. Si bien la hechicera no se había tropezado con estas apariciones concretas antes del ataque en la Carretera de las Nubes, Rikus sí lo había hecho; y, por su descripción, sabía que para los seguidores de Borys una brillante piedra preciosa desempeñaba este propósito. Aunque no podía estar segura, imaginó que Borys había entregado una de aquellas piedras a cada uno de sus caballeros cuando los tomó a su servicio.
La hechicera introdujo una mano en el bolsillo de la túnica, observando cómo una neblina negra se formaba alrededor de la esmeralda que flotaba sobre su cabeza. La nube no tardó en transformarse en la voluminosa figura de una mujer cubierta con una armadura de metal. La guerrera llevaba el visor del yelmo alzado, de modo que pudiera fijar en Sadira los verdes puntos de luz que eran sus ojos. El rostro de la mujer era duro y severo, con una barbilla hendida, labios de sonrisa burlona y amplias mejillas chatas.
El espectro señaló la neblina que flotaba sobre el fondo con la punta de la espada.
—Baja —ordenó.
Sadira sacó una diminuta bolsa de polvo de cobre del bolsillo. Tras rasgar el paquete con los dientes, esperó a que el espectro avanzara y, cuando éste estuvo casi sobre ella, la hechicera sopló el polvo marrón en dirección al visor abierto de la luchadora. El polvo cubrió por completo el rostro de la mujer.
La espada del espectro descendió sobre ella.
Sadira se retorció a un lado, desviando el mandoble con un violento golpe al codo de su adversaria. Por la sólida sensación de la armadura, resultaba difícil creer que la luchadora había tomado forma de la neblina gris sólo momentos antes. El espectro trastabilló, recuperó enseguida el equilibrio y se preparó para atacar de nuevo.
El ataque llegó demasiado tarde. Sadira pronunció las palabras del conjuro, y el polvo de cobre que cubría el rostro del espectro lanzó un fogonazo azul.
Un tembloroso alarido ensordecedor brotó de los labios del espectro, el cual soltó la espada y se llevó las manos al rostro al tiempo que caía al frente. Antes de que pudiera chocar contra el suelo, un resplandor azul recorrió su armadura. El cuerpo se disolvió al instante en una niebla gris que se alejó de allí, dejando una refulgente esmeralda flotando en el lugar donde había estado la cabeza momentos antes.
La hechicera cogió la joya del aire. Era tan grande como su pulgar, tallada en una marquesa oval en forma de ojo y de un color más oscuro que el de cualquier esmeralda que hubiera visto. El brillo de sus múltiples facetas parecía casi negro, mientras que una débil luz verde relucía en el centro.
Sadira depositó la piedra sobre un escalón, sacó la daga, y aplastó la empuñadura contra la joya. La piedra no se limitó a romperse, sino que se deshizo convirtiéndose en un grueso polvo de aspecto calizo. Un tenue resplandor flotó sobre la aplastada piedra, para luego expandirse poco a poco hacia el exterior en forma de nebulosa. A excepción de su tonalidad verde, la luz se parecía a la energía mística que los hechiceros corrientes extraían de las plantas para lanzar sus conjuros.
La nube estalló con un estampido ensordecedor. Rayos de luz verde salieron disparados por todo el mundo gris, iluminándolo con una espectacular exhibición de brillantes fogonazos. La tormenta siguió rugiendo, llenando el inmenso abismo con una tempestad de atronadores retumbos y refulgentes llamaradas que convirtieron la cenicienta bruma en una efervescencia de arremolinada luz verde.
Sadira se sintió sorprendida por el alboroto. Había sido consciente de que aplastar la joya liberaría una cierta cantidad de energía vital, pues incluso los espectros necesitaban algo de energía para mantener unidos sus espíritus. Pero la piedra había contenido al menos tanto poder como el que podría haber esperado encontrar en una mujer viva. Puede que ése fuera el motivo por el que los caballeros de Borys habían estado tan consagrados a él. Si las joyas servían como depósito de sus energías vitales, le habría sido posible resucitarlos.
Al cabo de un rato, la tormenta lanzó un último retumbo y se extinguió en medio de una oleada de parpadeante color. Una vez más, la voz de Magnus descendió desde lo alto de la torre clara y sin obstáculos. Antes de reanudar la ascensión, Sadira se detuvo el tiempo suficiente para mirar bajo su túnica y averiguar cuánta energía mística había consumido el hechizo. El conjuro había costado un alto precio: la mayor parte de la zona superior del torso había recuperado el color normal de la carne. Si tenía que abrirse paso por entre todos los espectros, necesitaría encontrar una forma más eficiente de utilizar su magia.
La hechicera reanudó la ascensión. A estas alturas, Magnus había repetido los sibilantes versos tantas veces que ella se sabía ya las sílabas de memoria, pese a no comprender el significado de las palabras. Sadira empezó a canturrear mientras ascendía. La melodía Je proporcionó nuevos ánimos, y, sin dejar de vigilar por si aparecían nuevos espectros, subió saltando los escalones de dos en dos.
Finalmente, la hechicera dobló una esquina y la escalera se ensanchó en un pequeño proscenio, que se encontraba ante las puertas abiertas de un blanco bastión. Las murallas estaban construidas en alabastro y rematadas con ondulantes capiteles de marfil. Al otro lado de la entrada, un estanque de reluciente agua azul llenaba el patio interior de la ciudadela, y un único sendero de bloques de piedra caliza conducía a la parte central. El pasillo finalizaba al pie de un minarete que se alzaba directamente del agua. Esta delgada aguja estaba revestida de ónix blanco y coronada por una cúpula de cristal.
Aunque había llegado a la cima de la Torre Primigenia, el canturreo de Sadira se interrumpió con una nota disonante. Entre ella y la puerta se encontraban diez espectros, todos cubiertos de armaduras grises parecidas a la de la primera mujer. Llevaban los visores de los yelmos bajados, de modo que todo lo que la hechicera podía ver de sus rostros eran los luminosos haces de luz que emitían sus brillantes ojos: rubí, zafiro, citrino, amatista y otros más. Ninguno de ellos llevaba armas.
El espectro de mayor tamaño dio un paso al frente. Extendió la enguantada mano y, con voz chirriante, ordenó:
—Baja.
Sadira introdujo la mano en la túnica y sacudió la cabeza. Era vagamente consciente de que la atronadora voz de Magnus se había vuelto apremiante. Justo encima del minarete de la ciudadela, la nacarina bruma giraba en dos remolinos que se movían en direcciones opuestas.
—Apartaos… —Se interrumpió para carraspear nerviosa, y añadió—: Dejadme pasar.
El espectro negó con la cabeza.
—Borys ya sabe lo que tú y Rikus estáis haciendo —dijo—. Ha exigido vuestra muerte.
Sadira se puso en tensión, las piernas heladas y doloridas. Hubiera querido preguntar cuánto sabía el dragón, y si había encontrado a Agis, pero se daba cuenta de que sería inútil. Aun cuando el espectro respondiera a todo, su respuesta sería sin duda engañosa.
—En ese caso Borys tendría que venir por mí en persona. —La hechicera sacó un diminuto tenedor de plata de dos dientes del bolsillo—. Vosotros no me detendréis.
Golpeó el tenedor contra la pared y dirigió los temblorosos dientes hacia los espectros. Los ojos púrpura del jefe del grupo centellearon con fuerza, y se arrojó al suelo. Varios de sus compañeros lo imitaron, pero no todos reaccionaron con suficiente rapidez antes de que Sadira finalizara su conjuro.
Un chillido agudo y dolorido surgió del extremo del tenedor y cayó sobre sus adversarios. Cegadores fogonazos de luces multicolores llamearon en el interior de los visores de aquellos espectros que no habían caído aún al suelo. Primero los yelmos, luego el resto de la armadura se hicieron añicos, y los fragmentos se disolvieron al instante en volutas de humo gris. Toda la torre se estremeció por la violencia de la explosión, y el aire se convirtió en un torbellino de colores fugaces: rojo, azul, amarillo y todos los tonos del espectro. Únicamente el jefe y otros cuatro espectros, todos tumbados sobre el proscenio de piedra, escaparon a la destrucción.
La explosión derribó a Sadira, quien, con los oídos zumbándole, cayó rodando por la escalera. La hechicera soltó el tenedor de plata e intentó aferrarse a la porosa piedra, rompiéndose la mitad de las uñas en el intento. En cuanto consiguió detenerse, introdujo la mano en el bolsillo en busca de un nuevo ingrediente mágico.
Por el hormigueo que sentía en la piel, supo que el hechizo, uno de los más poderosos que podía lanzar, había absorbido energía mística de su cuerpo hasta las caderas. Ya lo había esperado, si bien había confiado en que el ataque destruiría a la mayoría de sus enemigos de un solo golpe; pero lo que no había esperado era que tantos de ellos se arrojaran al suelo, donde la piedra de la torre podría absorber las vibraciones mágicas que había enviado a destruir las joyas que contenían sus energías vitales.
Sadira subió lista para atacar otra vez; los peldaños temblaron bajo sus pies y el torbellino le alborotaba las ropas. En la mano sostenía un pequeño martillo de hierro, y la primera sílaba del conjuro estaba a punto de salir de su boca.
Pero, al mirar en dirección a los espectros, paralizó el conjuro. Ante su sorpresa, no la atacaban. En lugar de ello, estaban formados sobre la repisa entre ella y la puerta, los pies plantados firmemente en el suelo para resistir la violenta tempestad. Detrás, y justo encima del minarete, un débil destello rosa empezaba a dejarse ver entre la arremolinada neblina.
La hechicera alzó la mano hacia la luz, con la esperanza de que proviniera del sol y que sus rayos devolvieran a su cuerpo la energía mágica, pero su piel siguió sin oscurecer. Reanudó entonces la ascensión de la escalera. Las notas de la canción de Magnus llegaban apagadas entre los truenos y relámpagos de la tormenta.
El jefe de los espectros extendió la mano hacia ella, y Sadira notó cómo su estilete abandonaba la funda. Estiró la mano, pero la daga desapareció antes de que pudiera atraparla; voló directamente a la mano del espectro y se posó con la empuñadura de hierro sobre su palma.
—Tengo entendido que esta arma perteneció en una ocasión a la madre de Agis —dijo él, levantando el estilete; sólo tuvo que alzar un poco la voz, pues el alboroto empezaba a apagarse.
Sadira le dirigió una mirada torva y se detuvo a unos doce peldaños de los espectros con el pequeño martillo de hierro bien sujeto. Aunque la desconcertaba la acción del guerrero, la hechicera estaba menos interesada en lo que éste hacía que en seleccionar su nuevo ataque. Calculaba que su cuerpo contenía justo la energía necesaria para un hechizo más. Si quería escapar, tendría que escoger uno muy efectivo.
—¿Qué importa a quién pertenecía? —preguntó Sadira.
—Ya lo verás.
Una nube nacarina empezó a arremolinarse alrededor de la daga, hasta adquirir la forma de un apuesto humano, un hombre de facciones regulares, nariz recta y larga melena negra por cuya parte central corría un mechón de cabellos plateados. El resto del cuerpo tomó forma bajo la daga, y no tardó en quedar de pie con los musculosos brazos colgando inertes a los costados y los hombros caídos al frente.
—¡Agis! —exclamó Sadira olvidando su hechizo.
El noble no respondió. Las pupilas de sus ojos siguieron lechosas y vacuas.
—No te preocupes, todavía está vivo —dijo el espectro en tono tranquilizador—. El mundo gris a menudo desorienta los espíritus de los vivos.
A Sadira le dio un vuelco el corazón y sintió como si una mano helada se hubiera cerrado a su alrededor. El espectro mentía. El fantasma de Agis había tomado forma en el mismo mundo gris, no había sido atraído a través de él. Si el noble hubiera llegado desde Athas, habría llegado totalmente formado.
El espectro continuó con su mentira:
—Tu esposo valoraba mucho la daga de su madre. Utilicé ese vínculo para traer su espíritu desde Samarah.
Por un instante, Sadira fue incapaz de moverse, demasiado sobresaltada para reaccionar. Luego lanzó un grito y casi se desplomó con todo el cuerpo convulsionado por el dolor. Samarah. Repitió el nombre una y otra vez. Aquella palabra confirmaba sus peores temores. Los espectros habían encontrado a Agis, o lo había hecho Borys, y lo habían asesinado. Todo lo que quedaba de su esposo era aquella aparición de ojos vidriosos de pie junto al espectro, un espíritu que no podía recordar ni su propio nombre.
—Desciende —ordenó el jefe de los espectros—. Penetra en el mundo gris, o acabaré con la vida de tu esposo.
—¡Hazlo! —aulló Sadira, sintiendo de improviso una opresión y un ardor en el pecho—. ¿De qué me sirve ahora?
Apenas pronunciadas las palabras, a la hechicera la embargó una terrible sensación de culpabilidad. Ella no podía haber dicho tal cosa. Tenía que haber sido otra mujer, una mujer débil que en realidad no había amado a su esposo.
Sadira sabía que debería haber estado lamentando la muerte de Agis, preocupada por lo que presagiaba para el futuro. Habría debido angustiarla que Borys se hubiera apoderado de la lente oscura, y que ahora ella y sus compañeros se encontraran indefensos ante su dominio del Sendero. Debería haber estado viendo al joven Rkard, con los rojos ojos brillando decididos, de pie ante la bestia que había asesinado a Agis y a un millón de otros seres. Debería haber estado pensando en lo que sucedería después de que Borys la matara a ella y a Rkard y a los otros; en cómo arrasaría Tyr y asesinaría a sus ciudadanos; en cómo, muy pronto, un inmenso montón de escombros se alzaría allí donde había estado la única ciudad libre de Athas.
Pero Sadira no sentía estas cosas. Sólo sentía enojo, enojo contra su esposo que se había marchado y había muerto tan lejos de ella.
Magnus dejó de cantar de repente, y un extraño silencio cayó sobre la torre. Los espectros lanzaron nerviosas miradas por encima del hombro a lo alto del minarete, donde una franja rosa había aparecido entre los remolinos del cielo. El jefe hizo una señal a sus compañeros y acto seguido empezó a descender por la escalera empujando ante él el espíritu de Agis. Los otros espectros lo siguieron, teniendo buen cuidado de que Sadira no pudiera escapar a través de la puerta.
La voz de Magnus retumbó en el cielo.
—¡Sadira, estás casi fuera! —aulló—. Ayúdame. ¡Canta!
El jefe del grupo levantó la vista, como si sus ojos de amatista pudieran ver las palabras retumbando en el cielo, y se detuvo dos peldaños por encima de Sadira.
—¡Mantente callada! —ordenó—. Ha llegado el momento de tu decisión.
La hechicera abrió la boca y empezó a cantar, aunque sus pensamientos estaban fijos en el pequeño martillo de hierro que sujetaba.
El espectro retrocedió, sacando la mano con la daga del fantasma de Agis. El espíritu del noble miró a Sadira, la boca entreabierta y las cejas enarcadas en una expresión de tristeza, y se disolvió en forma de bruma.
Sadira dejó de cantar y arrojó el martillo por encima de la cabeza del jefe a la vez que gritaba un conjuro. El arma se estrelló con un sonoro estampido contra el espectro situado detrás; el impacto derribó a éste contra el que se encontraba a su espalda, y ambos cayeron al suelo.
El martillo flotó sobre ellos durante un momento; luego creció hasta adoptar el tamaño de un kank y finalmente se precipitó sobre sus cuerpos. El golpe aplastó sus yelmos y destruyó los escalones bajo sus cabezas. Una tremenda explosión sacudió la torre de arriba abajo en el mismo instante en que las piedras preciosas que contenían sus energías vitales se hacían añicos. La detonación lanzó al jefe del grupo contra Sadira, y arrojó a los otros dos espectros fuera de la escalera.
La hechicera y el espectro cayeron por los peldaños, sujetos en un fuerte abrazo. Cada vez que rodaban, el cuerpo cubierto de armadura del espectro golpeaba a la hechicera, que luchaba desesperadamente por quitárselo de encima, mientras que él intentaba atravesar el corazón de la mujer con el estilete. Se detuvieron al cabo, con Sadira caída de espaldas y la cabeza más baja que los pies. El espectro se arrodilló a horcajadas sobre ella con la daga bien sujeta en la mano.
Sadira miró por encima de la pierna de él a lo alto de la escalera. El martillo mágico había desaparecido junto con los dos espectros que había destruido. A los dos que habían escapado a la explosión no se los veía por ninguna parte, pero la hechicera pudo distinguir sus propios pies apoyados cinco peldaños más arriba. Estaban pálidos como el marfil hasta la punta de los dedos; había utilizado hasta la última gota de su energía.
—Se acabaron los hechizos —siseó el espectro, siguiendo su mirada.
Los ojos púrpura de la criatura centellearon malévolos desde detrás del visor; luego arrojó la daga a un lado, agarró a Sadira por los hombros y empezó a levantarse.
—Ahora vas a ir al mundo gris.
—¡No lo creo!
La hechicera hundió el extremo de la palma de la mano en el borde inferior del visor del espectro, de modo que éste se abrió y dejó a la vista el rostro, y, lanzando al frente la otra mano, agarró con ella el marchito rostro de la criatura. Empezó a tirar, como si extrajera energía mística de un campo de plantas athasianas, y un cálido escozor le subió por el brazo. De haber estado vivo su adversario, le habría sido imposible extraer la energía vital directamente de él. Pero el ser no estaba vivo, y las energías que lo mantenían de una pieza no estaban tan ligadas a la piedra preciosa como lo habrían estado a un cuerpo auténtico.
El espectro chilló, y su correosa piel empezó a desprenderse bajo los dedos de Sadira. Intentó apartarla con brazos temblorosos ya por la pérdida de energía vital, pero la hechicera pasó el brazo libre alrededor del cuello de él y se mantuvo firme. El ser se encaminó hacia la neblina gris, preparándose para saltar desde la escalera de la torre.
Sadira introdujo la mano aún más en la fina masa de la cabeza que se disolvía y se hizo con la oscura amatista de su interior. En el preciso momento en que la carne del jefe de los espectros se transformaba en polvo, éste saltó, pero la hechicera sintió cómo sus pies caían sobre la áspera roca de la torre y comprendió que no la arrastraría con él. El espectro pasó flotando junto a ella en medio de una nube pardusca, que se deshizo rápidamente en nebulosas volutas mientras se hundía en el mundo gris.
No viendo la hechicera ninguna señal de los otros dos espectros, recogió veloz su daga y utilizó la empuñadura para aplastar la amatista del espectro. En esta ocasión, no hubo ningún vendaval de energía desencadenada. Ya había extraído todo el poder de la piedra, y sentía cómo hormigueaba por su cuerpo, que había adquirido un tenue tono violáceo.
Sin dejar de vigilar, Sadira empezó a subir la escalera. Volvió a cantar otra vez, y, mientras lo hacía, sacó un pequeño pedazo de arcilla verde del bolsillo. Dejó caer unas gotas de saliva sobre la masa, que empezó a sisear y a lanzar sordas detonaciones, quemando su mano con diminutas gotas de líquido corrosivo. A la hechicera no le importó. Aún no había destruido a los dos últimos espectros, y, cuando atacaran, pensaba estar esperándolos.
Cuando Sadira llegó a las puertas abiertas del bastión, una grieta de luz roja había aparecido ya por encima de la cúpula de cristal del minarete. La voz de Magnus le llegaba clara y pura, y no se veía ni rastro de los espectros en ningún punto del sendero entre ella y el centro de la ciudadela. Tampoco los vio en el estanque azul que ocupaba una gran parte del bastión, pero sabía que eso no significaba gran cosa. Sus enemigos podían estar ocultos en cualquier parte bajo las aguas, y las brillantes ondulaciones le impedirían verlos.
Se disponía a cruzar las puertas, cuando, de repente, cambió de idea y se detuvo. Los servidores de Borys no se habían convertido en espectros por renunciar fácilmente a las tareas asignadas. Si los supervivientes aún no la habían atacado, era porque estaban emboscados en el interior del bastión.
Utilizando la energía extraída de la joya del jefe, Sadira pronunció su conjuro. El brillo violáceo desapareció de su piel, y una neblina de olor cáustico se elevó del pedazo de arcilla que sostenía. Aguardó hasta que los verdes vapores se condensaron en un siseante chorro de vapor, y cruzó las puertas.
Lo primero que notó fue el silencio. No oía la canción de Magnus, ni el siseo del vapor que se alzaba de su mano, ni siquiera el sonido de sus pies al pisar los adoquines de piedra caliza. En ese momento distinguió a un espectro que salía del reluciente estanque situado junto al sendero. Él agua chorreaba de su armadura sin producir el menor sonido, y la hechicera comprendió que se había proyectado un mágico manto de silencio sobre la zona; sin duda para impedir que pronunciara sus propios conjuros.
Felicitándose por haber evitado la trampa, extendió la mano hacia el emboscado y sopló un chorro de vapor verde contra su rostro. El visor del espectro se disolvió al instante, y la hechicera vio cómo abría la boca para lanzar una maldición justo antes de que la verde neblina le engullera la cabeza. Sin esperar a que el ácido mágico terminara su trabajo, Sadira giró en redondo, segura de que el último de los caballeros de Borys se hallaba a su espalda.
La hechicera se encontró con un par de manos cubiertas por guantes de malla que se dirigían a su cuello. El espectro al que pertenecían las manos llevaba la armadura de una mujer de amplias espaldas, y unos haces amarillos de luz surgían por las rendijas oculares de su visor. Sadira se contorsionó a un lado, estirando la mano que sostenía el ácido en dirección al rostro de su atacante. Al mismo tiempo la hechicera se protegió la vulnerable garganta detrás del hombro.
La táctica tuvo únicamente un éxito parcial. Sadira apoyó la mano con fuerza en el visor de su enemigo, que empezó a disolverse al momento bajo una arremolinada nube de vapor verde, pero el espectro alteró su ataque en el último momento y, a la vez que hundía uno de los enguantados puños en la clavícula de Sadira, bajó el otro para lanzar un potente gancho contra sus costillas. Los golpes dieron en el blanco con tal fuerza que la hechicera sintió cómo se le partían huesos en ambos lugares.
El cuerpo de Sadira se vio atenazado por tal oleada de dolor insoportable que apenas se dio cuenta de que el ácido mágico deshacía la piedra preciosa en el interior de la cabeza del primer emboscado. Sintió que el sendero daba una sacudida bajo sus pies y vio desaparecer unos rayos de luz de color de rubí; luego se desplomó sobre los adoquines y luchó por recuperar el aliento. El espectro se agachó para levantarla, en un intento de llevar a cabo las órdenes de Borys incluso mientras la niebla mágica de Sadira devoraba el recipiente donde estaba depositada toda su energía vi tal.
Una mano enguantada se cerró sobre el hombro herido de Sadira, y la otra se dirigió a su garganta. En ese mismo instante, un silencioso fogonazo amarillo brilló en el interior de la nube de ácido, y el espectro se desvaneció. Una tremenda onda expansiva cayó sobre la hechicera, rociándola de gotas de vapor ácido, y arrojó su dolorido cuerpo contra los duros adoquines del suelo.
A la hechicera no le importó. El dolor no le impediría huir del mundo gris. Con un supremo esfuerzo se alzó sobre manos y rodillas y, volviéndose en dirección al minarete, se arrastró lentamente mientras las sílabas de la balada del viento de Magnus brotaban de sus silenciosos labios.