12: Los bancos de arena

12

Los bancos de arena

La cadena de bancos de arena se extendía por todo el horizonte. A la luz del crepúsculo, parecían islas auténticas, cubiertas con marañas de helechos acuáticos y árboles adornados de enredaderas. De cada uno de los bosquecillos surgían los trinos de aves desconocidas, subrayados a intervalos regulares por los rugidos espeluznantes de algún reptil colosal. La mayoría de las planicies disponían incluso de una especie de playa: una amplia extensión de crujiente lodo tostado por el sol que rodeaba las fértiles arboledas del centro.

No obstante, durante las últimas dos semanas, la falúa había dejado atrás suficientes bancos de arena para que Neeva supiera lo que eran en realidad. Las seductoras islas no eran más que una cadena de fangosos bajíos, creados por el agua que rezumaba de los manantiales enterrados profundamente bajo el polvo. El suelo que había bajo los árboles era un fino lodo pegajoso apenas menos traicionero que los pulverizados sedimentos del Mar de Cieno.

—No hay modo de que los balicanos hayan podido pasar a través de esto —refunfuñó Neeva; se inclinó sobre la borda y atisbo en el oscuro laberinto de canales que discurrían entre los bancos de arena—. Los hemos perdido.

—No los hemos perdido —respondió Caelum, que se encontraba arrodillado en la parte delantera con la vista fija en una flecha de fuego rojo que se deslizaba entre el cieno justo delante de la proa—. Nuestro guía solar sigue indicando al frente y, a juzgar por la fuerza con que brilla, yo diría que estamos alcanzando a la flota.

El enano lanzaba el hechizo varias veces al día, utilizándolo alternativamente para seguir la pista a los balicanos y a Rkard. Hasta ahora, la flecha siempre indicaba en la misma dirección, aunque siempre brillaba con mucha más fuerza cuando Caelum la dirigía hacia la flota.

Neeva miró a Rikus, que estaba al otro lado de la embarcación.

—¿Qué piensas? ¿Podrían haberse abierto paso por esos canales las goletas balicanas?

El mul se encogió de hombros.

—Hay espacio suficiente entre los árboles —respondió—. Pero los flotadores de naves tendrían que haber levantado bastante los cascos para que no se clavaran en las capas de lodo seco de los extremos de los bancos, y eso no es tarea fácil.

—O los reyes-hechiceros conocen un paso oculto —intervino Sadira, que estaba sentada en la popa, utilizando sus poderes para hacer volar la falúa—. Si no es así, su magia es sin duda lo bastante poderosa para conseguir que pasen.

Al ver que Neeva no decía nada, Sadira añadió:

—Alcanzaremos a Borys y a tu hijo.

—¿Cómo? —saltó Neeva—. No conocemos un atajo para salir de aquí. Podríamos tardar días en encontrar un paso.

—No tenemos por qué atravesar los bancos de arena —sugirió Rikus—. Podemos volar sobre ellos.

—¡No! —se opuso Caelum—. La flota balicana está demasiado cerca y sus vigías podrían vernos.

Sadira miró por encima del hombro al sol que se ponía.

—Además, no tardará en ser de noche, y mis poderes se habrán desvanecido antes de que hayamos podido ir muy lejos.

—Hemos de hacer algo —declaró Neeva, maldiciendo por lo bajo—. La última vez que el guía solar señaló a Rkard, su color era tan apagado que apenas se podía distinguir.

Rikus pasó por encima de Tithian, que dormía en la sentina, y sujetó a Neeva por los hombros.

—Tienes razón, Neeva —dijo el mul—. No sabemos lo lejos que están el dragón y tu hijo, pero hacemos todo lo que podemos para alcanzarlos.

—¿Y qué sucederá si eso no es suficiente? —inquirió ella—. Ya hemos comprobado que la magia del dragón es tan poderosa como la de Sadira. Y, si sabe que tenemos la lente oscura, probablemente intentará ocultar a Rkard de nosotros.

—Puede —concedió el mul, sosteniendo firmemente la mirada de ella con sus negros ojos—, pero sabes que no dejaremos de buscar.

—¿De la misma forma que Borys no ha dejado de buscar la lente oscura? —contestó la mujer—. Mi hijo no vivirá mil años. Puede que esté ya muerto.

—Sí, podría estar muerto ■—asintió Rikus—. Pero ¿deberíamos actuar diferente por ese motivo?

Neeva sacudió la cabeza y dejó que los brazos del mul la envolvieran.

—Maldito seas —musitó—. Siempre fuiste demasiado sincero conmigo.

No llevaba ni un minuto allí cuando sintió cómo las manos de su esposo tiraban de ella para separarlos.

—¿Eres cruel, o simplemente idiota, Rikus? —gruñó el enano, interponiéndose entre ella y el mul—. Lo último que necesita escuchar ahora es que Rkard podría estar muerto.

Rikus hizo una mueca de disgusto, más desconcertado que enojado.

—¿Cómo sabes que no lo está?

—Esa no es la cuestión —bufó Caelum.

—Entonces ¿cuál es? —exigió Neeva—. ¿Crees que soy lo bastante estúpida para creer otra cosa?

—Claro que no —respondió el enano—, pero ¿no te das cuenta de lo que intenta?

—¿Qué? —preguntó Neeva.

—Ahora que Sadira lo ha desdeñado, quiere recuperarte a ti —respondió Caelum con los rojos ojos brillando coléricos—. Y se está aprovechando de tus emociones.

—¡Sólo intentaba calmarla! —Rikus sacudió la cabeza incrédulo.

Caelum avanzó hacia él.

—¡Sé lo que estabas haciendo! —El enano volvió la palma de la mano hacia el sol—. Y si lo vuelves a intentar…

Neeva bajó el brazo de su esposo de un manotazo.

—Ese golpe de tu cabeza te debe de haber alterado el cerebro. —Lo apartó violentamente del mul—. Discúlpate ante Rikus.

—Es él quien debería disculparse. Ya se ha interpuesto entre nosotros, tanto si lo admites como si no. ¿Crees que no me he dado cuenta de lo distante que has estado?

Neeva soltó el brazo de su esposo.

—Esto no tiene nada^ que ver con Rikus, excepto que no hago más que pensar que Rkard debiera haber estado con él en lugar de contigo —declaró ella, y de improviso sintió la garganta tan seca como el cieno—. No puedo evitar culparte por lo que le ha sucedido a nuestro hijo. Es injusto, pero no puedo sobreponerme a que Borys te quitara a Rkard. Lo siento.

El rostro de Caelum palideció, pasando del color bronce a un tono marfil. Incluso sus ojos parecieron tornarse rosados.

—No te disculpes, yo siento lo mismo —dijo—. He repasado el combate cientos de veces, y sigo sin ver cómo podría haber detenido a Borys. ¡Cómo deseo que hubiera acabado el trabajo y me hubiera matado!

—La culpa es más mía que tuya —intervino Sadira—. Cuando utilicé mis poderes para trasladaros a ti y a Rkard al pozo, no hice más que hacerle el juego a Borys.

El enano sacudió la cabeza.

—Nos trasladaste a los dos de modo que yo estuviera allí para protegerlo si algo iba mal —replicó Caelum—. Pero no pude. ¿De qué sirve un hombre que no puede defender a su propio hijo?

Neeva sintió lástima de su esposo, pero se sintió incapaz de ofrecerle consuelo. El hecho es que no podía contestar a su pregunta. ¿De qué servía un hombre que no podía defender a su propio hijo?

Caelum se volvió para encaminarse de nuevo a la proa; entonces se detuvo y miró a Rikus.

—Por favor, acepta mis disculpas, amigo mío. Lo que te he dicho ha sido terrible.

Las mejillas del mul enrojecieron.

—No tiene importancia. —Intentó encogerse de hombros en un ademán amable, pero sólo consiguió parecer más incómodo—. Todos hemos estado un poco quisquillosos estos últimos días. Tithian debe de estar utilizando algún truco mental para hacer que discutamos.

Como si realmente creyera lo que acababa de sugerir, el mul lanzó una fuerte patada a las costillas del dormido soberano.

* * *

Rkard despertó medio asfixiado por el asqueroso hedor de vapores sulfurosos y vagamente consciente de que el dragón seguía sujetándolo. Habían dejado de volar. Borys se encontraba de pie sobre un accidentado altozano de basalto que daba a un inmenso valle de polvo y fuego. Ante ellos se extendía una llanura de cenizas sueltas y rocas ennegrecidas, entrelazada por canales amarillos de roca fundida. Géiseres dispersos escupían al cielo ceniza y un fuego viscoso, mientras que cascadas de lava brotaban de las humeantes grietas de lejanos barrancos. Una nube de roja ceniza hervía sobre sus cabezas, y el aire resultaba tan abrasador como una hoguera.

—¿Dónde estamos? —gruñó Rkard—. ¿Dentro del sol?

—No, Rkard —respondió una voz conocida—. Borys te ha llevado al corazón del Mar de Cieno…, a su territorio personal.

Jo’orsh apareció junto al dragón. Como siempre sucedía, el espíritu se materializó de forma instantánea, como si saliera de la nada.

—¡Jo’orsh! —exclamó Rkard, y se retorció para mirar a su amigo, luchando contra la increíble fuerza de la mano del dragón—. ¡Me encontraste!

—Nunca te perdí —respondió el espíritu—. ¿Por qué no has matado aún al dragón?

Sintiéndose culpable por no haberlo hecho, Rkard intentó liberar los brazos, pero estaba demasiado débil. El dragón no le había dejado beber desde hacía todo un día, y llevaba el triple de tiempo sin comer. De todos modos, el joven mul no pensó que su sed y hambre pudieran cambiar mucho las cosas; el apretón de Borys era tan poderoso como el de un gigante.

—Borys es demasiado fuerte —admitió Rkard bajando los ojos—. No sé cómo matarlo.

—Eso debes decidirlo tú —dijo Jo’orsh—. Después de todo, es tu destino.

—¿Su destino? —se mofó Borys, y resopló divertido, arrojando volutas de refulgente arena roja por el hocico—. No existe el destino… sólo lo que uno escoge por sí mismo.

—Y Rkard ha escogido matarte —declaró Jo’orsh.

Rkard frunció el entrecejo. Tal y como él lo recordaba, no le habían dado elección. Los espíritus le habían dicho que mataría al dragón.

—En ese caso quizá debería matar al chico ahora —siseó el dragón—. Antes de que cumpla su amenaza.

Borys cerró la mano con más fuerza, y Rkard escuchó un crujido dentro de su cuerpo. Un dolor agudo le recorrió el costado, y descubrió que no podía respirar.

Los ojos naranja de Jo’orsh se tornaron fríos y malévolos.

—¡Suelta al muchacho!

—Dame la lente oscura —fue la respuesta.

—Si así lo deseas —respondió el espíritu.

Borys abrió un poco la mano, y Rkard pudo volver a respirar. El esfuerzo llenó de fuego sus pulmones, lo que confirmó que su capturador le había roto una costilla. Aprovechando que el dragón estaba absorto con el espíritu, el joven mul consiguió liberar una mano y la alzó hacia el hirviente cielo. Mientras reunía la energía que precisaba para curarse a sí mismo, una tromba de brillante ceniza roja descendió a toda velocidad para lamerle la palma, pero el dragón no prestó más atención al remolino que la que había prestado cuando Rkard lo había atacado con patadas y mordiscos.

Borys mantuvo la mirada fija en el deforme cuerpo de Jo’orsh.

—¿Después de mil años, vas a entregarme la lente oscura?

—Dame al chico —respondió Jo’orsh.

Borys alargó el brazo que sostenía a Rkard. Jo’orsh avanzó hasta quedar a pocos pasos de su adversario, bajó los ojos hacia un trozo de basalto roto que tenía delante y se detuvo. Por entre las agrietadas piedras brillaba el resplandor naranja de un canal sumergido de lava, salpicado aquí y allá con manchas de fuego verde.

—No te acerques más, Jo’orsh —dijo Rkard, casi listo para lanzar su conjuro curativo, pues ahora la mano brillaba con un violento tono rojo y las puntas de los dedos humeaban—. Si entregas a Borys la lente oscura, lo que me suceda a mí no importa.

—¡Silencio, niño! —ordenó Borys, y apretó la mano alrededor de las dañadas costillas de Rkard.

Las ardientes ascuas situadas bajo la frente de Jo’orsh lanzaron una llamarada amarilla, y un par de rayos abrasadores salieron disparados hacia los redondos ojillos de Borys. Al mismo tiempo, el ser saltó sobre el sumergido canal de lava y fue a aterrizar frente al capturador de Rkard, en cuya muñeca hundió la afilada punta de su huesudo brazo.

La zarpa se abrió, y Rkard quedó libre.

El joven mul rebotó en la correosa rodilla de Borys y cayó al suelo. Tal y como su madre le había enseñado, Rkard apretó la barbilla contra el pecho y se estiró en toda su longitud. Aterrizó sobre el lado sano, golpeando el accidentado basalto con el antebrazo para que lo ayudara a absorber el impacto.

La maniobra no le sirvió de mucho. Desde los pies hasta los hombros, el cuerpo de Rkard se vio sacudido por un insoportable dolor agudo. El mul se oyó gritar a sí mismo, pero el sonido se truncó cuando el dolor le inundó el pecho y los pulmones se quedaron sin aire. No podía levantarse, no podía ni mover la mano —roja todavía con la magia curativa del sol— para acercarla a la costilla rota.

En lo alto, Borys arrancó la muñeca del afilado tocón de Jo’orsh. Un chorro de abrasadora sangre amarilla brotó de la herida y describió un arco en el aire antes de caer al suelo. Aunque el hocico y el rostro del dragón estaban chamuscados, los negros ojos no mostraban la menor señal de daño: únicamente cólera.

—Tal vez yo no pueda destruirte, pero hay quienes sí pueden —siseó Borys. Estaba tan cerca de Jo’orsh que los amarillos vapores de su aliento se arremolinaron alrededor del espíritu mientras hablaba—. Dame la lente.

—Tanto si me destruyes como si no lo haces —repuso Jo’orsh—, la lente oscura permanecerá oculta.

—¡No a mis caballeros! —Las manos de Borys se alzaron y empujaron al espíritu hacia el sumergido canal de lava—. ¡Tomadlo, mis kaishargas!

El basalto estalló en mil pedazos alrededor de los pies de Jo’orsh. Seis demacrados cadáveres descompuestos surgieron del canal de lava, con roca fundida chorreando de sus ennegrecidos pellejos. Algo más graneles que los humanos, poseían cuerpos escuálidos y garras al rojo vivo en lugar de dedos; los consumidos rostros eran todos parecidos, con grandes agujeros negros donde deberían haber estado sus narices y con ojos de fuego verde. No obstante las similitudes, cada uno tenía un rasgo que lo diferenciaba del resto: finas alas de fuego, cuernos humeantes, uñas tan largas y afiladas como agujas, enormes ojos palpitantes, quitinosas escamas a modo de armadura. Uno incluso mostraba una boca que tenía forma de trompeta.

—¡Jo’orsh, huye! —aulló Rkard.

—¡Quédate! —ordenó Borys, los diminutos ojos fijos en el espíritu—. Si te vas, mis sirvientes tendrán al niño en tu lugar.

Jo’orsh no hizo intención de huir, y los difuntos caballeros empezaron a rodearlo.

—¡Me matará de todos modos! —gritó Rkard; se olvidó del propio dolor y se incorporó pesadamente—. ¡Desaparece!

Jo’orsh sacudió la nudosa cabeza.

—Para bien o para mal, mi larga batalla toca a su fin —dijo, manteniendo los anaranjados ojos fijos en sus adversarios—. Lo sabía cuando te liberé.

Los seis caballeros muertos saltaron sobre las sarmentosas espinillas del espíritu y empezaron a trepar. Jo’orsh golpeó a sus atacantes con los deformes brazos y derribó al espectro de la armadura antes de que pudiera llegar a las rodillas. Los restantes cadáveres empezaron a desgarrarle las piernas, arrancando tantos pedazos de hueso que los miembros se doblaron y derribaron a Jo’orsh de espaldas en el interior de un río de lava derretida.

Llamas blancas danzaron sobre los retorcidos huesos del espíritu, quien agitó los brazos violentamente para deshacerse de sus atacantes.

El cadáver que Jo’orsh había derribado antes penetró también en el ardiente río, y entonces los seis caballeros muertos se dedicaron al unísono a desgarrarle las nudosas costillas. Los ojos del espíritu perdieron intensidad; éste suspiró, y una nube de neblina dorada brotó de su boca.

La mano de Rkard seguía brillando con la energía que había acumulado antes, y el niño se acercó al llameante arroyo con la intención de lanzar un hechizo solar. Esperaba distraer a los caballeros el tiempo suficiente para que Jo’orsh escapara.

—¡Rkard, no! —aulló el espíritu—. Ha llegado el momento de que mates al dragón… antes de que sus sirvientes dispersen mi magia y averigüen dónde se encuentra la lente.

Rkard se detuvo.

—¿Cómo? —El calor de la roca líquida era tan terrible que tuvo que protegerse el rostro con el brazo—. Dime qué debo hacer.

Borys se adelantó para colocarse con una pata a cada lado del joven mul.

—Sí —dijo el dragón, y alrededor de Rkard cayó una lluvia de llameante sangre procedente de su muñeca herida—. Ambos sentimos mucha curiosidad.

Los ojos naranja de Jo’orsh siguieron clavados en el muchacho.

—No puedo decirte cómo hacerlo —declaró—. Si no puedes encontrar la respuesta dentro de ti, entonces Athas está perdida.

Los caballeros muertos arrancaron la última costilla. Roca líquida penetró en el pecho del espíritu, y el cadáver de ojos palpitantes utilizó el viscoso río para introducirse en su interior. Los ojos naranja de Jo’orsh se fueron apagando.

El dragón se agachó para levantar a Rkard, salpicando al chico de gotas de ardiente sangre amarilla. El joven mul apenas se dio cuenta, sin embargo, ya que estaba totalmente concentrado en lo que Jo’orsh le había dicho. Si podía encontrar la forma de matar a Borys dentro de sí mismo, parecía muy probable que el espíritu se hubiera estado refiriendo a algo relacionado con el conocimiento.

Los pensamientos de Rkard giraron automáticamente hacia la mayor fuente de conocimiento enano. El libro de los reyes de Kemalok. Sus relatos favoritos contaban las aventuras del rey Thurin, quien siempre derrotaba, a sus enemigos curando las terribles dolencias causantes de que se hubieran convertido en monstruos. Después de ello, las bestias siempre se transformaban en sus amigos y siervos leales, o morían tranquilamente, agradeciéndole que las hubiera liberado de su eterna agonía.

Rkard se dijo entonces que, como sacerdote del sol, sus habilidades curativas no eran tan diferentes de la forma en que el rey Thurin vencía a sus enemigos, y se preguntó si no sería eso lo que había insinuado el espíritu. Desde luego, como uno de los antiguos caballeros de Kemalok, Jo’orsh conocía las historias relacionadas con el rey Thurin tan bien como el joven mul.

Las zarpas de Borys se cerraron alrededor del cuerpo de Rkard.

—¿Y cómo piensas destruirme, niño?

Rkard posó la mano sobre la borboteante perforación de la muñeca de Borys. Se produjo un breve fogonazo al pasar el rojo resplandor de la mano del muchacho al pellejo cubierto de escamas de Borys; luego la herida chisporroteó despidiendo una columna de humo, y el goteo de fuego amarillo se fue deteniendo poco a poco. Los desiguales bordes del agujero se estiraron el uno hacia el otro y se fusionaron, dejando una negra cicatriz humeante en el lugar donde había estado la herida.

Lleno de ansiedad, Rkard sintió una sensación de ahogo en el pecho. Su magia había curado la herida… pero ¿había curado al dragón?

Borys alzó al joven mul en el aire y lo sostuvo frente a uno de sus ojos.

—Eres muy considerado, niño —rio divertido—. Para demostrarte mi gratitud, vivirás para ver a tus padres… y contemplar cómo los mato.

Rkard sintió que se le formaba un terrible nudo en el estómago. No se le ocurría cómo se suponía que iba a matar al dragón. Allá en Samarah, había utilizado el único otro hechizo que conocía al lanzar el faro solar a la cabeza de Borys, y no había funcionado mejor que la curación de la bestia Y, durante el largo viaje hasta este lugar, había probado los puñetazos, los tirones, los mordiscos, las patadas y todas las clases de ataque físico que conocía. Borys no se había inmutado. Si existía alguna forma de que un niño de su edad pudiera matar a la bestia, al joven mul no se le ocurría.

Abajo en el suelo, Rkard vio a Jo’orsh tendido en el río de fuego. El último destello de luz desapareció de sus ojos naranja, sus retorcidos huesos empezaron a despedir humo y, finalmente, su esqueleto se desintegró en medio de una llamarada blanca, sin dejar tras él otra cosa que algunos pedazos de ceniza negra. En cuestión de segundos, las perezosas y arremolinadas corrientes de hirviente roca devoraron los últimos vestigios del espíritu.

Los caballeros muertos vadearon hasta la orilla y subieron a la negra superficie de basalto situada a los pies de Borys. Gotas naranja de roca derretida resbalaban de sus cuerpos como si fuera sudor.

—El usurpador Tithian tiene la lente oscura y se ha unido a tus enemigos —informó el cadáver de los ojos palpitantes; era éste el que se había introducido en el interior de Jo’orsh—. Quieren que se les devuelva el niño con vida, pero también están decididos a matarte.

El dragón movió la cabeza afirmativamente.

—Bien; si les damos a elegir entre las dos cosas, puede que vacilen en el momento crítico —dijo—. ¿Dónde podemos encontrarlos?

—Jo’orsh los dejó atrás hace un día, de modo que no podemos estar seguros —respondió el cadáver—. Pero el espíritu pensaba que a estas horas estarían entrando en los bajíos de Baxal.

—A menos de un día de mi valle —siseó el dragón. Su mano se cerró con más fuerza alrededor del pecho de Rkard, provocando terribles pinchazos en los pulmones del muchacho—. Es peligroso atacarlos tan cerca de Ür Draxa. Si escapan y penetran en la ciudad con la lente… —Borys dejó la frase sin terminar.

—¿Qué pasaría? —lo interrogó Rkard.

—No puedes imaginarlo, niño —repuso el dragón—. Ni siquiera tus pesadillas son tan terribles.

—El señor Navegante se encuentra frente a los bancos de arena con su flota —dijo el cadáver de los cuernos humeantes—. Con un poco de suerte, podría interceptarlos…

—¿Eso te gustaría, verdad, señor Guardián? —escupió el caballero cubierto con la armadura quitinosa—. Una vez que el señor Navegante sea destruido, todos sus guerreros…

—El señor Guardián tiene razón. El Usurpador y sus compañeros deben ser interceptados —intervino Borys—, pero los bajíos de Baxal son un inmenso laberinto. Así pues, todos mis caballeros se unirán a la búsqueda. El señor Navegante os repartirá entre sus naves como le parezca conveniente, para cubrir tantos canales como sea posible. —El dragón miró al cadáver de las alas de fuego—. Tú informarás a los demás, señor Emisario.

—Como desees —respondió el ser, desplegando las llameantes alas.

—¡No te he dado permiso para retirarte! —le espetó Borys.

El señor Emisario se inmovilizó al momento; incluso las llamas de sus alas permanecieron paralizadas.

—Te resultará difícil llegar a los bajíos de Baxal esta noche —dijo el dragón—. Si fracasas, los que encuentren a mis enemigos deben atacar durante el día.

Los difuntos caballeros intercambiaron inquietas miradas.

—¿Qué hay de la magia solar de Sadira? —preguntó el señor Guardián.

—Os destruirá —respondió Borys con toda tranquilidad—. Pero sólo tenéis una oportunidad de atacar. Si esperáis la noche, o hacéis un alto para reagruparos, mis enemigos escaparán y llegarán al valle con todos sus efectivos.

—Si lo más probable es que perdamos, ¿por qué quieres que ataquemos, poderoso señor? —inquirió el caballero de la armadura quitinosa.

—Vuestro éxito no se medirá por la victoria, señor Guerrero —contestó el dragón—. Lino de vosotros debe robar la espada del mul. La hoja fue forjada por Rajaat, de modo que no puedo atacar a quien la empuñe… pero vosotros sí. Si conseguís eso, destruiré a mis enemigos.

—En ese caso, quizá debiéramos llevar también al rey Hamanu —sugirió el señor Emisario—. Su ayuda…

—Será necesaria en la Puerta del Juicio Final… junto con la de los otros reyes-hechiceros —lo interrumpió Borys—. Tengo que estar preparado en caso de que fracaséis.

Rkard frunció el entrecejo, lleno de curiosidad ante lo que el señor Emisario creía que Hamanu podía conseguir en la batalla. Por lo que el muchacho sabía, los reyes-hechiceros, al igual que el dragón, tampoco podían hacer daño a nadie que empuñara el Azote.

—Recordad que os creé para una eventualidad como ésta —advirtió Borys contemplando airado a sus caballeros—. Sobrevivir sin la espada no es sobrevivir.