18: La tormenta cerúlea
18
La tormenta cerúlea
Tithian abrió los ojos y se encontró ante un amanecer de color turquesa. Parpadeó varias veces, intentando aclarar su visión, pero el firmamento no cambió de color. Descubrió que estaba veteado de refulgentes rayos de luz azul celeste, en tanto que un banco de panzudas nubes azules se iba formando muy despacio sobre su cabeza.
El rey se sentó en el suelo y miró al este. No reconoció la luminosa esfera que descubrió colgada justo por encima del horizonte. La bola parecía un enorme zafiro azul, con brillantes facetas azules y un fuego azul celeste ardiendo en su mismo centro. Era el sol, pero no el sol que él conocía.
Tithian contempló la azulada esfera con asombro, hasta que empezaron a dolerle los ojos y comprendió que el resplandor lo dejaría ciego si mantenía la vista fija en ella durante mucho rato. Se obligó a desviar la mirada y vio que el bosque que lo rodeaba había quedado destruido. Los árboles yacían todos en el suelo, las copas dirigidas en dirección opuesta al centro del bosque y los troncos totalmente desnudos de ramas. A lo lejos, no se veía ni rastro de la enorme pared que había rodeado el refugio, ni de los grandes edificios que se habían alzado en el exterior.
Mientras inspeccionaba toda aquella destrucción, el monarca descubrió que seguía en la plaza donde había encontrado la prisión de Rajaat, con la lente oscura reposando sobre los agrietados adoquines a sus pies, oscura y fría. Tithian recordó haber utilizado su cola de serpiente para mantenerse aferrado a la esfera durante la explosión del mundo de las tinieblas, y, anclándose al suelo, había utilizado la energía de la lente para evitar ser despedazado por la explosión. El esfuerzo había acabado resultando demasiado para su cuerpo, y había perdido el conocimiento justo cuando la tormenta empezaba a amainar.
Al otro lado de la lente oscura estaba la depresión que había contenido la prisión de Rajaat. El recipiente se encontraba ahora lleno de un líquido burbujeante y maloliente tan negro como la obsidiana. En su centro, los amarillentos huesos de una mano sobresalían por encima del estanque. Los retorcidos apéndices parecían más garras que dedos, ligeramente curvados y terminados en aserradas puntas.
—¿A qué esperas? —refunfuñó una voz conocida.
Tithian miró por encima del hombro y vio a Sacha que flotaba hacia él. La cabeza estaba muy magullada, con profundas heridas en el cuero cabelludo, la nariz rota y moratones amarillos por todo el rostro.
—¡Sácalo! —exigió Sacha.
Tithian se tumbó al borde de la depresión y extendió un brazo por encima del burbujeante caldo. Cerró los dedos alrededor de los pelados huesos e intentó tirar de aquello hacia afuera, pero todo lo que consiguió fue verse arrastrado hacia abajo. El rey abrió la mano, pero siseó de dolor cuando la esquelética extremidad hundió las afiladas garras en su palma y tiró de él, hasta que tanto su hombro como su cabeza quedaron colgando por encima de la oscura masa viscosa.
Tithian se salvó introduciendo las puntas de los dedos de la otra mano en un adoquín agrietado; detuvo así su caída y poco a poco fue arrastrándose de vuelta a la plaza. Una vez que se hubo afianzado bien, empezó a tirar de la mano hacia él. Primero el brazo, luego el hombro y finalmente la cabeza surgieron del oscuro líquido.
El esqueleto poseía un cráneo plano y enormemente alargado con una afilada cresta y una frente muy amplia. Bajo la gruesa frente, relámpagos de luz azul centelleaban en las profundidades de las cuencas de los ojos, y de su cavidad nasal brotaban volutas de blanca neblina. Las mandíbulas estaban bordeadas de curvadas agujas amarillas, mientras que una enorme masa de hueso retorcido formaba una larga barbilla hundida.
—¿Rajaat? —jadeó Tithian.
—¿Qué otro puede ser? —respondió Sacha.
Rajaat hundió las zarpas de la mano libre en la piedra; luego extrajo la otra mano y la apoyó al otro lado del rey para, de este modo, conseguir alzarse hasta el borde del recipiente. Tithian retrocedió apresuradamente a cuatro patas, justo a tiempo de evitar que Rajaat lo pisara al salir del negro pozo. El cuerpo del antiguo hechicero era casi tan alto como un elfo y totalmente esquelético, con la espalda encorvada, brazos larguísimos y fémures de color marfil tan retorcidos como gruesos.
Los ojos de la criatura se posaron en el rostro de Tithian durante un instante; luego pasearon por los calcinados árboles tumbados alrededor del borde de la plaza, y por último se clavaron en la lente oscura. Rajaat contempló la negra esfera durante varios segundos antes de dirigir la mirada al cielo. Las descarnadas mandíbulas se abrieron en una cruda imitación de una sonrisa.
—¡Libre! —rugió, y su voz retumbó por el refugio como el trueno; cintas de niebla azul brotaron de su boca y se condensaron en diminutas gotas que, acto seguido, cayeron al suelo como fina lluvia—. ¡Que los traidores tiemblen y gimoteen! ¡He regresado, y mi castigo será sangriento y doloroso!
Mientras Rajaat hablaba, una extraña ondulación recorrió sus deformes muslos y pasó después a sus costillas, brazos y el resto de sus huesos. Ante los ojos de Tithian, el amarillento esqueleto creció hasta alcanzar el tamaño de un semigigante.
El rey se incorporó lentamente, aspiró con fuerza y se adelantó. Tras detenerse ante Rajaat, realizó una reverencia.
—Yo soy Tithian —dijo, sin levantar los ojos—. Yo abrí vuestra prisión.
Rajaat pasó por encima de la cabeza del monarca sin contestar. Al abandonar el recipiente, sus talones dejaron un reguero de negro caldo que se fue extendiendo sobre el suelo como una sombra. Tithian dio un salto atrás para evitar entrar en contacto con aquella sustancia maloliente, y luego giró sobre sí mismo para solicitar su recompensa.
—Espera —aconsejó Sacha, que contemplaba a Rajaat con expresión asombrada.
El viejo hechicero era ahora dos cabezas más alto que cualquier semigigante, y, aunque no tenía más que un esqueleto por cuerpo, el negro líquido que le hacía de sombra había adoptado la forma de la silueta de un hombre fornido y con una musculatura inmensamente poderosa.
Mientras Tithian observaba, Rajaat levantó un brazo al cielo como si quisiera alcanzar algo. En lo alto, una nube turquesa desapareció para reaparecer al momento en su mano. El hechicero empezó a amasarla con ambas manos, aplastándola como si fuera pasta de pan: luego la estiró en una fina lámina. En cuanto pareció satisfecho de su consistencia, se agachó y la apretó sobre un pie. La nebulosa película se extendió sobre sus huesos como si fuera carne.
Sacha se quedó boquiabierto.
—Ha cambiado. —Una sonrisa de complicidad apareció en los labios de la cabeza, que siguió—: Esta vez no fracasará. Athas regresará a la Era Azul.
Una nueva serie de ondulaciones recorrió los amarillentos huesos de Rajaat, y éste creció hasta alcanzar la altura del mástil de un barco. El viejo hechicero dio unos cuantos pasos más hasta quedar debajo de otra nube y, extendiendo el brazo, la arrancó del cielo. Al igual que había hecho con la primera, amasó también esta nube dándole la forma de otro pedazo de piel.
Detrás de Rajaat, el suelo se volvía poroso y blanco allí donde caía su sombra. Al cabo de un momento, círculos de brillantes colores —escarlata, zafiro, azafrán, esmeralda y una docena de otros más— se abrieron paso a la superficie, surgiendo de algún punto en lo más profundo de la piedra. En el centro de estos brillantes círculos brotaron unos bultos redondos, como pimpollos de alguna planta extraña.
Rajaat siguió andando alrededor del refugio, arrancando del cielo una nube tras otra y utilizándolas para cubrir su esqueleto. No tardó en volver a crecer hasta casi doblar la altura de un gigante, sin mostrar ninguna señal de que fuera a dejar de crecer por el momento. Tithian aguardó hasta que el viejo hechicero volvió a pasar cerca de él, y se adelantó decidido para presentarse; volvió una mano hacia el suelo para preparar un conjuro que aumentara la potencia de su voz.
Antes de que el rey pudiera empezar a absorber energía, Rajaat bajó los ojos hacia él y rugió:
—¡No! Aquí no. —El hechicero señaló con una mano las extrañas plantas roca que habían brotado de su sombra—. Jamás en las Tierras Azules.
Tithian cerró la mano, satisfecho por haber conseguido finalmente captar la atención de Rajaat.
—Soy el rey Tithian de Tyr.
—Sé quién eres —respondió el viejo hechicero. Desvió la mirada de Tithian y arrancó otra nube del cielo, que empezó a amasar sin prestar más atención al monarca.
—¿Y estás enterado también de las promesas que se me hicieron? —inquirió Tithian con toda educación.
Rajaat clavó sus ojos en forma de diamante en el monarca y no contestó. Una nueva serie de ondulaciones le recorrió el cuerpo, y éste creció aún más.
—¿Puedo esperar que cumplas esas promesas? —gritó Tithian.
—Si quieres enseñarme, debes aprender a ser paciente —repuso Rajaat, alejándose.
—¡Servirle! —siseó Tithian en voz baja, volviéndose hacia Sacha—. Eso no formaba parte de nuestro trato.
Rajaat sorprendió al rey dándose la vuelta.
—¿No deseas servirme? —preguntó; una luz maliciosa brillaba en sus ojos.
—Deseo lo que se me prometió —contestó Tithian tragando saliva, nervioso—. Los poderes de un rey-hechicero inmortal.
El brillo de los ojos de Rajaat perdió parte de su frialdad.
—En su momento —prometió.
El hechicero sostuvo una mano cerrada sobre la cabeza de Tithian. El monarca levantó la cabeza y vio cómo la mano se abría allá en lo alto. Una cascada de agua salada se derramó de la enorme palma y cayó con tal fuerza que lo derribó al suelo. El diluvio tardó un buen rato en detenerse, y Tithian sintió cómo una espumeante corriente de agua se alzaba debajo de él.
* * *
Sadira atisbo por encima de la maraña de troncos flotantes para estudiar la imponente figura a quien supuso Rajaat. Era el doble de alto que un gigante, con una chisporroteante corona de rayos alrededor de su cabeza. Su boca llena de afilados colmillos vomitaba un constante retumbar de truenos, y, cada vez que exhalaba, una arremolinada niebla azul surgía de sus abiertas fosas nasales y se disolvía en un torrente de lluvia. Tenía todo el cuerpo envuelto en revueltas nubes de color turquesa, y grandes torrentes de agua salada caían de las zarpas que remataban los larguísimos brazos. Incluso su sombra formaba parte de la tormenta, provocando que el agua se agitara y borboteara allí donde caía.
—¿Cómo vamos a matar eso? —preguntó Rikus, agachado junto a Sadira—. Es una tormenta andante.
La hechicera meneó la cabeza.
—No lo sé, pero será mejor que pensemos en algo deprisa. Esta agua sube cada vez más.
Utilizando la maraña de troncos como camuflaje, Sadira y el mul vadeaban por un lago poco profundo que, no mucho antes, había sido una enorme arboleda. Estaba lleno de peces y extrañas criaturas correteantes que poseían un leve parecido con los escorpiones. Era la hechicera quien empujaba el pesado montón de madera ante ellos en lugar de Rikus, ya que su piel de color ébano y sus poderes mágicos habían regresado con el peculiar amanecer azul. El mul dedicaba casi todos sus esfuerzos a su hacha, intentando mantenerla fuera del agua sin que asomara por encima de los troncos. Refulgentes torbellinos de luz roja y verde se arremolinaban sobre la hoja del arma, consecuencia de un hechizo que Sadira esperaba resultara efectivo contra la figura cubierta de vapor de Rajaat.
—Ahí está Tithian —anunció Rikus.
El mul señaló un revoltijo de troncos situado a unos cincuenta metros de distancia y que sobresalía de las aguas del lago formando extraños ángulos. En el centro del montón estaba el rey, sentado sobre la lente oscura con las piernas cruzadas. La negra esfera aparecía curiosamente oscura y lóbrega, con tan sólo un único destello de luz azul brillando en sus profundidades. Junto a Tithian flotaba Sacha. Tanto el rey como la decapitada cabeza observaban a Rajaat, y por el momento no parecían haberse dado cuenta de la presencia de Sadira y Rikus.
Sadira empujó la maraña de troncos en dirección a Tithian, haciendo huir un banco de peces de cabezas cuadradas y retorcidos tentáculos.
—Cogeremos la lente primero.
—Buena idea. Eso mantendrá a Tithian fuera de la lucha —asintió Rikus—. Luego ¿qué?
—Probare con el fuego.
—Eso tiene sentido, teniendo en cuenta de lo que está hecho Rajaat —coincidió Rikus—. No obstante, empiezo a desear que fueran los reyes-hechiceros quienes hicieran eso, en lugar de nosotros.
—Ten cuidado con lo que deseas —dijo Sadira—. Una insignificancia como la de quedar atrapados bajo un muro derrumbado no va a matar a los reyes-hechiceros.
—Supongo que así es. —Rikus arrugó la frente—. Tal vez deberíamos esperar y dejar que ellos atacaran primero.
—¿Para que puedan enviar a Rajaat de vuelta a su prisión y crear otro dragón para mantenerlo allí? —replicó Sadira—. Yo preferiría correr el riesgo de atacarlo nosotros primero.
Rikus asintió de mala gana, y continuaron avanzando hacia Tithian en silencio. A medida que se acercaban, la pareja se dio cuenta de que los troncos que rodeaban al monarca estaban cubiertos de una granulosa corteza marrón de minerales y conchas. Sadira maldijo por lo bajo. Habían visto ya varias zonas donde los troncos de los árboles estaban cubiertos de costras semejantes. Tales lugares estaban por lo general rodeados de setos de sumergida hierbarroca, unas plantas de brillantes colores que crecían en forma de racimos de dedos tan duros como la roca y tan cortantes como la obsidiana.
Sadira escuchó el ahogado chasquido producido por uno de sus troncos al golpear contra un dedo de hierbarroca. Ella y Rikus se agacharon inmediatamente y observaron entre la maraña cómo Tithian y Sacha giraban en redondo. El rey y la cabeza escudriñaron durante un buen rato la zona donde se ocultaban.
Por fin, la voz de Tithian flotó sobre el agua hasta los oídos de Sadira.
—No es nada, sólo troncos flotantes —anunció el monarca, volviéndose otra vez hacia Rajaat.
Tras indicar a Rikus que se preparara, Sadira arrancó una astilla de un tronco y la sostuvo en su palma abierta. Mientras musitaba las sílabas mágicas, la astilla flotó fuera de su mano y fue creciendo hasta alcanzar el tamaño de una lanza de guerra cuya asta despedía un humo de color rojo y de cuyo extremo saltaban chispas escarlatas. La hechicera apuntó con el dedo a la cabeza del rey, y la lanza salió disparada al frente en medio de un fuerte chisporroteo.
La lanza apenas había abandonado la maraña de troncos cuando Rajaat giró bruscamente la cabeza. Sus ojos lanzaron un destello azul al posarse en el chispeante proyectil y, acto seguido, agitó un dedo en dirección a él. Un pez enorme de ojos saltones emergió del lago y se apoderó de la lanza en pleno vuelo. El arma estalló en la boca de la criatura, y su cabeza voló por los aires convertida en mil pedazos.
—Tithian es mi sirviente —tronó el viejo hechicero—. Sólo yo puedo destruirlo.
Rajaat se encaminó entonces hacia Sadira y Rikus, atravesando más de veinte metros de agua de una sola zancada.
—¡Adelante, Rikus! —mientras hablaba, Sadira introdujo una mano en el bolsillo de su húmeda capa.
Rikus se adelantó y golpeó la hierbarroca con el hacha. La magia de la hoja levantó enormes surtidores de agua en dirección al cielo, y el mul consiguió abrir una buena brecha en la parte superior del seto.
Tithian abandonó precipitadamente la lente oscura y desapareció entre los encostrados troncos.
Sadira, entretanto, extrajo una bola de cera y azufre del bolsillo y la arrojó contra Rajaat al tiempo que gritaba su conjuro. La amarilla bola estalló en una enorme esfera de fuego que cayó sobre el rostro del hechicero y, envolviéndole la cabeza, empezó a chisporrotear nada más entrar en contacto con las nubes que le servían de piel. Luego la bola de fuego se apagó sin provocar ni una nubecilla de humo.
Rajaat se inclinó hacia Sadira para cogerla con sus afilados dedos.
Rikus se apartó del sumergido seto y lanzó el hacha contra la fina muñeca del hechicero. El acero la atravesó sin causar daño alguno, sin surtidores de vapor o arremolinados chorros de nubes que indicaran que la magia de Sadira producía algún efecto. De hecho, el arma salió por el otro lado limpia y reluciente, disipados los hechizos de su hoja.
Sadira intentó escabullirse, pero los dedos de Rajaat se cerraron alrededor de su cintura antes de que pudiera sumergirse. La enorme mano resultaba húmeda y blanda al tacto, pero a la vez tan dura como el negro cuerpo de la mujer. El hechicero la alzó a la altura de sus azules ojos y la estudió.
Desde donde se encontraba, la mujer pudo contemplar gran parte de Ür Draxa. Se trataba de una inmensa ciudad de bosques y magníficos edificios, con una amplia faja de destrucción que rodeaba las límpidas aguas del cada vez más extenso lago de Rajaat.
—Mestiza estúpida —siseó el viejo hechicero, azotándola con una tempestad de fría lluvia—, ¿realmente creías que podías utilizar mi propia magia contra mí?
Apretó la mano, y un dolor terrible invadió a Sadira. Ésta estiró ambos brazos para luchar contra el apretón, pero apenas si pudo impedir que sus costillas se hicieran añicos. No obstante lo fuertes que eran sus músculos gracias al poder del sol, los de Rajaat lo eran mucho más.
Sadira bajó los ojos y vio a Rikus a sus pies, lanzando hachazos a diestro y siniestro en medio de las transparentes aguas mientras intentaba inútilmente cortar el tobillo del hechicero. Era lo mismo que tratar de cortar el humo, excepto que la hoja ni tan sólo provocaba un remolino al pasar. Quiso gritarle que huyera, pero no pudo dilatar el pecho lo suficiente para introducir en sus pulmones el aire necesario.
Rajaat siguió apretando unos instantes más y observándola con los diamantinos ojos llenos de danzarines relámpagos. Luego, cuando los músculos de Sadira empezaban a temblar a causa del cansancio, aflojó la mano. Sus ojos se apartaron de su prisionera y se posaron en el lago a sus pies. Un grupo de cinco enormes peces se deslizaban por la abertura que Rikus había abierto en el seto de hierbarroca y nadaban en dirección a la lente oscura.
Rajaat sonrió y, en una voz tan baja que Sadira apenas pudo oírla, musitó:
—¡Por fin han llegado los traidores!
La hechicera sintió cómo la mano de Rajaat se tensaba y comprendió que estaba a punto de arrojarla al suelo; hundió las manos en la vaporosa carne de su capturador y, justo en ese momento, el viejo hechicero la lanzó en dirección a la lente oscura.
Un pedazo de nube turquesa se desprendió en la mano de Sadira y, en cuanto ésta pronunció la mágica palabra de su conjuro, se extendió por debajo de su cuerpo y detuvo su caída a la altura de la cintura de Rajaat. El hechicero le propinó un distraído manotazo, que envió la nube flotando por los aires en una invisible corriente de aire, y fijó su atención en el agua que se arremolinaba a sus pies. La corona de rayos de su cabeza empezó a chisporrotear y danzar con mayor violencia.
Sadira atisbo por encima del borde de su colchón, y vio cómo el rey Tec se alzaba de debajo del agua con la lente oscura en equilibrio sobre su espalda y, volviéndose hacia Rajaat, levantaba los ojos en dirección al hechicero haciendo chasquear el pico. A poca distancia, las aguas hervían alrededor de Nibenay y Hamanu mientras éstos acumulaban la energía necesaria para lanzar un hechizo, dejando sin color y profanada una gran extensión de hierbarroca en el proceso. La Oba y Andropinis se encontraban en las cercanías, con los ojos clavados en la lente como preparación para utilizar el Sendero.
Tithian y Sacha abandonaron su escondite y se encaminaron hacia la lente oscura. Rikus, que había continuado golpeando el tobillo de Rajaat hasta que Sadira quedó libre, se apartó del hechicero y se dirigió a atacar al monarca.
—¡Rikus, no! —gritó Sadira, introduciendo la mano en el bolsillo de su capa.
Por la forma en que Rajaat había reaccionado al descubrir a los reyes-hechiceros, la mujer sospechaba que atacaría antes de que «los traidores» pudieran llevar a cabo su plan. No quería a Rikus cerca de la lente oscura cuando eso sucediera.
La diadema de rayos del viejo hechicero se tornó repentinamente silenciosa. Su mirada quedó en blanco, y una tormenta de granizo azul empezó a formarse en los diamantinos ojos.
Sadira lanzó la dura escama ventral de una víbora de las rocas hacia su esposo, y pronunció su conjuro mientras ésta caía. Un refulgente escudo gris apareció sobre toda la zona alrededor del mul.
Dos chorros de humeante granizo silbaron desde los ojos de Rajaat. Con un ruido ensordecedor, las piedras se estrellaron en el escudo de la hechicera y rebotaron, para ir a caer en el lago a muchos metros de distancia. Hirvientes columnas de agua se alzaron en el aire.
Cuando la tormenta cesó, los ojos de Rajaat estaban casi blancos de cólera. Con la corona de su cabeza despidiendo una lluvia de rayos y relámpagos, levantó un pie para ir hacia Sadira.
Hamanu y Nibenay apuntaron sus dedos a la lente oscura, y rugieron los conjuros necesarios para sus hechizos. Diminutos hilillos de total negrura brotaron de las puntas de sus dedos para penetrar en la esfera y salir por el otro lado convertidos en enormes torrentes que cayeron sobre Rajaat, engullendo a su paso a Rikus y Tithian.
La Oba y Andropinis atacaron entonces; colocándose uno frente al otro, movieron las manos en el aire. Mantuvieron los ojos clavados en la impenetrable oscuridad que envolvía a Rajaat, y pronto la negra masa empezó a adoptar la forma de una esfera. Cuando el globo fue totalmente redondo, los dos hechiceros se acercaron más el uno al otro, y la esfera negra que encerraba a Rajaat empezó a encoger.
Sadira no experimentó ningún alivio. El plan de los reyes-hechiceros había sido muy eficiente, y su propia intervención en beneficio de Rikus había impedido que el contraataque de Rajaat los interrumpiera pero, de todos modos, estaba claro que el viejo mago había estado esperando a los reyes-hechiceros, aguardando su llegada incluso con ilusión. Así pues, resultaba extraño que hubiera confiado en un único hechizo para detenerlos, y que su última acción antes de ser capturado hubiera sido la de ir tras ella.
Esta batalla, sospechó la hechicera, distaba mucho de estar concluida. Sin embargo, había aprendido algo muy valioso de ella: la lente oscura no era únicamente un arma que podía ser utilizada por un doblegador de mentes. Los reyes-hechiceros se habían valido de ella para centuplicar el poder de sus conjuros. Por desgracia, Sadira ya había comprobado que su propia magia tenía poco efecto sobre Rajaat, y no creía que la lente fuera a cambiar eso. Pero sí sabía de alguien que podía utilizar la esfera con eficacia.
Sadira aspiró profundamente; luego se dio la vuelta y pronunció un conjuro en voz baja. Cuando exhaló, su nube empezó a moverse como si un fuerte viento la empujara por el cielo. La hechicera ahuecó una mano y la estiró a un lado; el flotante almohadón giró inmediatamente en dirección a la lente oscura. Sin perder de vista a los reyes-hechiceros, la mujer voló hasta allí y empezó a describir lentos círculos en el aire.
Nibenay alzó una mano para indicarle que descendiera.
—Nos has sido de gran utilidad —dijo—. No tienes nada que temer de nosotros.
Sadira no descendió ni un milímetro. Vigilándolos tanto a él como a Hamanu con más atención si cabe, inquirió:
—¿Y qué sucede con Rikus?
—Ahí dentro con el Usurpador y Rajaat —respondió Hamanu, señalando la negra esfera, que la Oba y Andropinis habían conseguido comprimir ya al tamaño de un gigante pequeño.
La hechicera intentó no tener miedo. Ya antes había recuperado personas del mundo de las tinieblas, y no veía motivo por el que no pudiera volver a hacerlo otra vez.
Sus esperanzas debieron de reflejarse en su rostro.
—No pienses que tus poderes pueden traer a tu esposo de vuelta —dijo Nibenay—. Se encuentra debajo del mundo de las tinieblas, no formando parte de él.
—¿Cuál es la diferencia?
—El mundo de las tinieblas es sombra. Muestra lo que es precisamente por lo que le falta —explicó Hamanu—, pero debajo del mundo de las tinieblas está el Vacío, donde no falta nada porque nada permanece: ni el futuro, ni el pasado, ni siquiera el mundo gris. Nada…, sencillamente nada.
—Ahora, haz el favor de descender como te he dicho —ordenó Nibenay con creciente irritación—. Será mejor para ti y para nosotros si declaramos una tregua.
Fingiendo aceptar la oferta del rey-hechicero, Sadira dio una vuelta para dar una última mirada en busca de su esposo. Formó ángulo con las manos para hacer bajar la nube, y descendió en picado para pasar muy cerca de la nueva prisión de Rajaat y de la lente oscura. Al no distinguir otra cosa que la blanquecina y muerta hierbarroca que Nibenay y Hamanu habían profanado, la hechicera se alejó describiendo una curva.
Fue entonces cuando observó la presencia de una sombra negra que nadaba por el agua detrás de Andropinis. Aunque de la estatura de un elfo, la silueta conservaba la forma básica de Rajaat, y se deslizaba por el fondo del profanado lago de tal modo que únicamente alguien que mirara al suelo justo desde arriba podría verla.
Rajaat había aprendido un nuevo truco en su prisión. Mientras los reyes-hechiceros se concentraban en capturar su cuerpo, él había permanecido oculto en su propia sombra todo el tiempo.
Sadira sonrió para sí. Ahora sabía cómo derrotar a Rajaat. Todo lo que debía hacer era robar la lente y regresar al cráter con ella.
Nibenay giró la palma de la mano hacia el suelo y exterminó una nueva extensión de hierbarroca mientras se preparaba para lanzar un conjuro. La hechicera siguió volando, intentando no mirar la sombra de Rajaat. El rey-hechicero alzó la mano para apuntar a Sadira.
En ese mismo instante, la sombra de Rajaat emergió de las aguas y lanzó los chorreantes brazos alrededor de la garganta de Andropinis.
—Para ti, la prisión eterna —siseó el hechicero.
Andropinis lanzó un grito de alarma cuando la silueta de su antiguo señor se lo tragó, pero el grito quedó sofocado casi al momento, y no quedó la menor señal del rey-hechicero.
Nibenay cambió su blanco de Sadira a Rajaat y podría decirse que aulló su conjuro. Una red de palpitante energía blanca salió disparada de su mano, pero atravesó la figura del viejo hechicero sin el menor efecto y fue la Oba, que se encontraba justo enfrente de donde había estado Andropinis cuando lo capturaron, quien tuvo que agacharse para no recibir el impacto. Privada de toda posibilidad de lanzar un hechizo o utilizar el Sendero contra su antiguo señor, la mujer se hundió en el agua y se alejó de él.
Rajaat no presto atención a la reina-hechicera y se encaminó hacia la lente oscura, que el rey Tec seguía sosteniendo en su espalda. Nibenay y Hamanu, situados entre el viejo hechicero y la lente, retrocedieron en direcciones opuestas, uno reuniendo la energía para un hechizo y el otro frunciendo el entrecejo mientras se preparaba para utilizar el Sendero.
Sadira dio la vuelta y se alineó detrás de Rajaat. Se desplazó hacia la parte posterior de la nube para dejar espacio a la lente oscura e, inclinando la nariz hacia abajo, empezó a descender.
Al otro lado de la lente, el mundo de las tinieblas dejó de encoger.
—Necesito ayuda —chilló el rey Tec, intentando aún mantener la lente enfocada hacia la oscura esfera—. Nibenay, Hamanu…
Rajaat se colocó justo detrás de él y le arrebató la lente oscura de la espalda.
—Para ti, la muerte.
Descargó la esfera sobre la cabeza de Tec, y ésta se partió con un tremendo estallido que arrojó humo maloliente y chisporroteantes gotas de llameante sangre en todas direcciones.
Sadira sonrió. Se encontraba casi justo detrás de Rajaat. La hechicera esperaba alzar la lente oscura de las manos del otro cuando su nube pasara a través del cuerpo-sombra de Rajaat. Pero si, por el contrario, la táctica tenía como resultado una colisión, disfrutaría de más posibilidades que nadie de recuperar la lente. Con el cuerpo empapado con el poder del sol, el golpe no la dañaría; al menos contaba con eso.
Rajaat se volvió hacia Nibenay, alzando la lente con ambas manos.
—Para ti, mil años de tormento.
Rajaat avanzó hacia el rey-hechicero, lo que obligó a Sadira a levantar hacia arriba la parte delantera de su nube y a ejecutar una brusca inclinación transversal. Se elevó justo al lado del hombro del viejo hechicero y, por un instante, temió que éste fuera a descubrirla merced a su visión periférica. Entonces, casi de improviso, se encontró frente a la lente oscura.
La nube se llevó la pesada esfera de las manos de Rajaat… y se inclinó bruscamente hacia abajo cuando el peso extra hundió el morro hacia el suelo. Sadira se encontró cayendo en picado sobre la esfera negra donde estaban encerrados Rikus y Tithian. Detrás de ella, Rajaat lanzó un grito de sorpresa y los reyes-hechiceros empezaron a gritarse órdenes. La hechicera apenas las oyó, pues estaba demasiado ocupada intentando tirar de la lente oscura hacia la parte posterior de la nube para conseguir que el morro se levantase.
A medida que Sadira se aproximaba al mundo de las tinieblas, un chorro de energía abrasadora empezó a brotar de las profundidades de la lente oscura. Relámpagos zigzagueantes de color azul crepitaron sobre su cuerpo, y empezó a padecer espasmos musculares. Sorprendida, no pudo impedir que la nube siguiera descendiendo, y fue a estrellarse directamente contra la lóbrega esfera que los reyes-hechiceros habían creado.
Sadira distinguió un fogonazo negro. La explosión que siguió no resultó tan potente como la que había destruido el refugio del dragón, ya que la lente tan sólo estaba parcialmente cargada pero, de todos modos, la hechicera se vio lanzada de espaldas por los aires. Cayó en el poco profundo lago a cierta distancia del lugar, con la lente oscura oprimiéndole el pecho.