11: La falúa

11

La falúa

Mientras la falúa abandonaba el puerto de Samarah, una ráfaga de viento rebotó por las elevaciones situadas frente a ella y plateadas columnas de polvo se alzaron en espiral hacia el cielo para formar una cadena de siluetas tenues que se recortaban en el horizonte. Durante unos instantes, flotaron como nubes por encima del nacarino mar; luego el movimiento cesó y los penachos descendieron con suavidad para fundirse con la superficie y formar una cortina de polvo que envolvía la lejana figura de Jo’orsh en un manto gris.

Tithian apoyó el brazo en la caña del timón e, irguiéndose, se sentó bien recto en la cúpula del flotador. Clavó la mirada en el mar abierto y maldijo la falta de un ojo del rey. Antes de que se levantara el viento, ya había resultado difícil distinguir a Jo’orsh vadeando al frente, hundido hasta el pecho en el cieno; pero, ahora, no perder de vista la deforme cabeza del espíritu resultaría imposible.

El esfuerzo de sentarse erguido resultaba casi excesivo para el monarca. El tiempo pasado en el interior del pozo lo había reducido casi a un esqueleto; la pálida piel colgaba de los descarnados brazos en pliegues fláccidos, y, cada vez que expulsaba el aire, su aliento inundaba el ambiente con el hedor del hambre. No sentía demasiada necesidad de comida sólida, y los pocos bocados que sus antiguos esclavos le habían obligado a comer descansaban sobre su dilatado estómago como piedras. En la opinión del rey, la forma en que Sacha había intentado ayudarlo a recuperarse, deslizando sangre caliente por su garganta, había sido mucho más sensata.

Tras unos instantes de atisbar en la neblina de polvo, el monarca dejó que el codo resbalara sobre la caña del timón y volvió a desplomarse en el asiento, aunque tuvo buen cuidado de mantener los pies desnudos apretados contra la lente oscura, que se encontraba en la abierta sentina frente a él. El soberano absorbía la energía de la lente a través del cuerpo y la utilizaba para alimentar la cúpula y mantener el barco a flote.

Tithian miró a lo alto del mástil, donde se había instalado Sacha para actuar como vigía.

—He perdido de vista al espíritu errante —gritó—. ¿Lo ves?

—¿Con esta bruma? —se burló la cabeza.

Mientras Sacha le contestaba, Neeva pasó por debajo de la botavara de la vela latina y retrocedió en dirección a Tithian. Desde los días pasados en los fosos de los gladiadores, su piel se había oscurecido y vuelto menos sensible al sol, como lo demostraba que no llevara para protegerse de sus abrasadores rayos otra cosa que un taparrabos de cuero y una blusa sin espalda. A los ojos de Tithian, también parecía más hermosa. La maternidad la había dotado de una figura más rellena, a la vez que los músculos se habían vuelto más sinuosos y menos varoniles. Sus ojos esmeralda, no obstante, seguían tan encendidos y fieros como lo habían sido cuando había pertenecido al rey, en especial cuando lo miraba a él.

Tithian sostuvo la feroz mirada de la mujer.

—¿Qué miras?

Sin responder, Neeva se encaminó hacia popa. No fue tarea fácil. Acababan de entrar en mar abierto, y la falúa cabeceaba violentamente mientras navegaba por las ondulaciones de polvo. Para complicar más las cosas, el pequeño bote estaba atestado hasta rebosar. En la sentina abierta yacía Caelum, al que a duras penas habían podido colocar junto a una docena de barriles llenos de castañas y agua. Le habían vendado la cabeza, pero aún no había recuperado el conocimiento y, en opinión de Tithian, no hacía otra cosa que ocupar una parte del limitado espacio de carga. Sadira se encontraba en el lado de babor, apuntalada entre una cuba y la borda, sosteniendo la cuerda que controlaba la dirección de la vela, al otro lado del barco estaba Rikus, la calva cabeza y las puntiagudas orejas apenas visibles por encima de las tapas de los toneles.

Neeva llegó a la altura del mástil y se detuvo para recoger su hacha de armas que se encontraba entre dos barriles de agua.

—Te sugiero que recuerdes que, sin mí, este bote se hundiría —dijo Tithian, enarcando una ceja—. Y con él toda esperanza de rescatar a tu hijo.

—No me importa si nos hundimos —replicó Neeva—. Apenas acabamos de abandonar el puerto y ya hemos perdido de vista a Jo’orsh. Nunca lo alcanzaremos, ni a él, ni a mi hijo.

—La falúa es una embarcación delicada —contestó Tithian—. Viajaríamos más deprisa si Sadira hubiera dejado a Caelum en Samarah con los otros enanos… como sugerí.

—Dudo que el peso de Caelum reduzca tanto nuestra velocidad. —Neeva alzó el hacha—. Además, no importa. Puede que hayamos perdido a Rkard, pero quiero que tú mueras antes que él.

—No seas estúpida, Neeva. —Sadira posó la mano sobre el brazo de la luchadora.

El movimiento hizo que la orientación de la vela se alterara ligeramente y la falúa aminoró la marcha. La hechicera dejó que un poco de cuerda se deslizara por los negros dedos, devolviendo el botalón a su posición original.

Una vez que la falúa hubo recuperado la velocidad, Sadira volvió la cabeza hacia Neeva.

—Jo’orsh se deja ver porque quiere ayudarnos a seguir la pista a Rkard —afirmó—. Cuando vea que nos rezagamos, esperará.

—¡Y dejará que Borys escape con mi hijo! —escupió Neeva.

—Eso no sucederá —intervino Tithian—. Borys quiere que el espíritu lo siga. Es por eso que se llevó al chico.

—Explícate —ordenó Rikus, quien se incorporó y contempló al monarca por encima de un barril de agua—. Si tienes algo que ver con que el dragón se lo haya llevado…

—Yo no estaba ni consciente —le espetó Tithian—. Pero sí sé que Borys quiere a los espíritus con vida. En Ür Draxa, su hogar, tiene la forma de hacer que desaparezca la magia que le oculta la lente oscura tanto a él como a los reyes-hechiceros. El dragón necesita a Rkard vivo porque Jo’orsh fue enviado a proteger al niño.

Neeva arrugó el entrecejo.

—¿Enviado? ¿Por quién?

Tithian tragó saliva y cerró las manos con tanta fuerza alrededor de la caña del timón que los sarmentosos nudillos se volvieron blancos. De todos modos, el error cometido no provocó el pánico en el monarca; se limitó a mirar a Neeva a los ojos y mintió:

—Agis los envió.

—¡No esperarás que creamos eso! —soltó Sadira.

—No en realidad, pero es la verdad —respondió Tithian, maldiciendo en silencio a la hechicera. ¿Tendría alguna forma de saber que mentía?—. Jo’orsh y Sa’ram custodiaban la lente oscura cuando la encontramos. Iban a matarnos a los dos, pero Agis les contó que se estaba desenterrando Kemalok, y entonces ellos se marcharon, diciendo algo sobre el regreso del rey.

—¿Cómo consiguieron el Cinturón de Mando y la corona de Rkard? —quiso saber Neeva.

—¿Por qué no me lo dices tú? —replicó Tithian, esquivando la pregunta.

Éste era el momento que el soberano había estado temiendo desde que Rikus lo había sacado del pozo. En las prisas por cargar la falúa y seguir a Jo’orsh, no había habido tiempo para que sus temporales aliados lo interrogaran. Pero ahora percibía que las preguntas iban a iniciarse, y, débil como se encontraba, Tithian temía que le resultaría difícil no caer víctima de su propia maraña de mentiras.

Neeva volvió a coger el hacha.

—Tus piratas robaron esos tesoros de Kemalok. —Se detuvo a un paso de él, sosteniendo el arma a la altura de la garganta del monarca—. Eso lo sé, y es suficiente para justificar tu muerte.

Tithian ni pestañeó siquiera.

—¿Realmente esperas asustarme así? Sé que no me matarás… no mientras me necesites para rescatar a tu hijo.

En los ojos de Neeva brilló un odio tan profundo como jamás lo había visto el monarca, y eso que había visto muchas, muchas clases de odio. Los brazos de la luchadora empezaron a temblar y sus ojos se llenaron de lágrimas de frustración. Por un instante, el rey temió que fuera a perder realmente el control y lo matara, pero entonces la mujer lanzó un potente alarido y dio media vuelta. Con un suspiro de alivio, Tithian memorizó la expresión de la mujer como recordatorio de lo que sucedería si permitía a ésta vivir más tiempo del estrictamente necesario.

Mientras Neeva regresaba a la parte delantera de la falúa, el rey se dio cuenta de que Sadira lo miraba con fijeza. En lugar de ascuas azules, sus ojos parecían ahora un par de soles de color zafiro que resplandecían con un brillo que casi lo cegaba. La hechicera no se movió ni habló, sino que se limitó a seguir contemplándolo. En ese instante, Tithian comprendió por qué no le había hecho preguntas sobre Agis: ella sabía que él había asesinado a su esposo.

—Tú tampoco me matarás. —Tithian no estaba tan seguro de sus palabras como le hubiera gustado—. Queremos la misma cosa.

—No; yo quiero matar al dragón. Tú quieres liberar a un monstruo. —Mientras Sadira lo decía, una nube de humo negro surgió de su boca y envolvió el cuerpo de Tithian, trayendo con ella un frío terrible que le heló los huesos hasta la médula—. Dime qué ganarás ayudando a Rajaat a escapar —ordenó.

—¿Qué te hace pensar que quiero hacerlo? —jadeó Tithian, apretando los dientes; el contraste entre el calor de la lente oscura y el frío de Sadira hacía que sus huesos dieran la impresión de estar derritiéndose. Se dijo que en cualquier momento estallaría en llamas o se resquebrajaría como un bloque de hielo—. Creía que los campeones mataron a Rajaat.

—¡No me mientas! —siseó ella.

La negra humareda volvió a caer sobre él.

—¡Detente, muchacha!

Los dientes de Tithian castañeteaban de tal forma que las palabras apenas podían salir de su boca. Deseaba utilizar la lente y contraatacar; pero, para utilizar el Sendero ahora, tendría que dejar que la falúa se hundiera, y no podía permitirlo. Necesitaba vivos tanto a Sadira como a Rikus, al menos hasta que Borys ya no se interpusiera entre él y la liberación de Rajaat.

—¡Teeee lo o… ordeno!

—No tienes que contestar —dijo la hechicera—. Me encanta esto.

—Estoy demasiado agotado —advirtió Tithian, rechazando las oleadas de oscuridad que caían sobre él—. La falúa se hundirá.

—No lo creo.

Tithian escuchó cómo la hechicera musitaba un conjuro. La falúa se alzó de improviso del polvo, retirando su peso del espíritu del monarca. La velocidad de la nave aumentó mucho más, y empezó a hendir el aire con la misma suavidad que una flecha.

—¡Todavía me necesitas! —exclamó Tithian. Con la esperanza de utilizar el Sendero para defenderse, intentó hacerse con la mirada de Sadira; pero no pudo soportar contemplar los refulgentes soles azules en que se habían convertido sus ojos—. ¿Qué harás si no alcanzamos a Rkard antes del anochecer?

—No te mataré aún —respondió la hechicera—; no has sufrido suficiente todavía.

Una nube negra borboteó entre los labios azules de Sadira y envolvió al monarca en un vapor helado. Éste abrió la boca para gritar, pero su voz congelada no pudo alzarse para dar a conocer el dolor que sentía. Sintió cómo sus pies resbalaban de la lente oscura; luego se hundió en un sueño glacial más helado y negro que su propio corazón.

Más tarde, tras lo que pareció una eternidad de un dolor insoportable en los huesos, Tithian regresó al mundo consciente, aunque no fue tanto un despertar como un arrastrarse de debajo de una oscuridad terrible y aplastante. El cuerpo le dolía mucho más que antes, como si eso fuera posible, y se preguntó —nada ociosamente— si Neeva no lo habría golpeado mientras dormía. Muy despacio, el monarca se dio cuenta de que estaba tumbado en el suelo de la falúa, incrustado entre el costado y los tone-les de agua. Escuchó voces, y los que hablaban no parecían darse cuenta de que había recuperado el conocimiento; espía por vocación, Tithian mantuvo los ojos cerrados y escuchó.

—Yo no digo que debamos dejar que el dragón se quede con Rkard —decía Sadira—. Pero no estoy tan segura de que debamos matarlo. Estoy segura de que Tithian nos ayuda a destruir a Borys sólo porque ello hará que resulte más fácil liberar a Rajaat… y sabes que éste sería mucho más terrible que el mismo Borys.

—¿De modo que debemos permitir que el dragón recoja su tributo? —inquirió Rikus—. ¡Jamás!

—Rikus, eso no es lo que yo dije… y lo sabes —objetó Sadira.

Las voces de Sadira y Rikus parecían más discordantes de lo necesario, lo que indujo a Tithian a sospechar que estaban enfadados el uno con el otro… y a preguntarse si no podría utilizar eso en beneficio propio.

—Tenemos la lente oscura ahora —continuó Sadira—. Borys sabe mejor que nadie lo poderosa que es. Podemos obligarlo a devolver a Rkard y a renunciar a sus tributos.

—Pero ¿qué sucede con la profecía? —inquirió Neeva—. Los espíritus dijeron que Rkard mataría al dragón. No podemos hacer caso omiso de ello.

—¿Por qué no? —la desafió Sadira—. También dijeron que lo haría encabezando un ejército de enanos y humanos. ¿Dónde está ese ejército ahora? Borys y sus reyes-hechiceros destruyeron a nuestros guerreros con la misma facilidad con que un mekillot aplasta a un chacal.

—A lo mejor malinterpretamos lo que dijeron sobre el ejército —dijo Neeva—. Si Jo’orsh y Sa’ram dijeron que Rkard matará al dragón, yo creo que lo hará.

Tithian tuvo que morderse la mejilla para no echarse a reír. La supuesta profecía no era más que una rebuscada treta que él había inventado. Ante la difícil tarea de vencer a Jo’orsh y Sa’ram antes de poder robar la lente oscura, el monarca había optado por alejar a los espíritus de sus deberes convenciéndolos de que su antiguo señor de mil años atrás se había reencarnado en una criatura mul.

A Tithian jamás se le ocurrió que el engaño pudiera embaucar a otros que no fueran los dos espíritus, pero parecía que sus esclavos de otros tiempos eran más estúpidos de lo que había imaginado. Apenas podía esperar a ver lo que sucedería cuando un niño de seis años intentara matar al dragón. La diversión podría incluso compensarlo por las indignidades que padecía a manos de la madre de la criatura y sus amigos.

Tras unos instantes de silencio, Sadira continuó la discusión.

—Neeva, ¿se te ha ocurrido en algún momento que la profecía podría ser una advertencia? ¿Que pudiera ser algo que no queremos que suceda? —inquirió—. Tal vez el destino de nuestros dos ejércitos es un presagio de lo que sucederá si seguimos con el plan.

—Lo que diga la profecía no importa —declaró Rikus—. Hemos de matar al dragón, aun cuando ello libere a Rajaat.

—Piensa en lo que estás diciendo —replicó Sadira—. Pese a lo poderosos que son los reyes-hechiceros, necesitaron su fuerza conjunta para encarcelar a Rajaat… y ahora el poder de éste puede haber aumentado.

—No importa —se obstinó el mul.

—Borys y los reyes-hechiceros son codiciosos y están sedientos de poder, pero su maldad no es nada comparada con la de Rajaat —insistió Sadira—. Al menos ellos no aniquilarán todas las razas athasianas excepto la humana… y tampoco tendrían el poder para conseguirlo si lo intentaran.

—Cierto —coincidió el mul—, y me preocupa tanto como a ti. Pero hemos de matar al dragón. Seríamos unos locos si creyéramos que podríamos controlarlo eternamente; de modo que, si liberamos a Rajaat, tendremos que destruirlo también a él. No podemos erradicar un mal para poner a otro en su lugar.

Se produjo un corto silencio.

—Neeva, ¿tú qué piensas? —preguntó Sadira al cabo—. Es tu hijo a quien pondremos en peligro si decidimos matar al dragón.

—Y es mi hijo quien tendrá que vivir, o morir, con los escrúpulos de vuestra elección —repuso ella—. En ese caso, sólo se puede hacer una cosa: Rkard debe matar al dragón.

Tithian oyó cómo Sadira aspiraba con fuerza.

—Victoria o muerte, entonces —dijo la hechicera; era una declaración que los gladiadores tyrianos habían recitado en el pasado antes de entrar en la arena del circo.

—No, sólo victoria —interpuso Rikus—. La muerte significa que hemos perdido, y no podemos permitirlo-no cuando arriesgamos tanto.

Tithian escuchó la débil palmada de tres manos al unirse; luego escuchó decir a Rikus:

—Eso sólo nos deja un problema: Tithian.

—No obstante lo mucho que me gustaría matarlo, no podemos —refunfuñó Sadira—. Es el único doblegador de mentes que hay entre nosotros, y ya sabemos por las batallas que hemos librado que no podemos salir adelante sin uno. Abalach utilizó el Sendero en las Llanuras de Marfil y estuvo a punto de derrotarme, y sospecho que Borys demostrará ser mucho más poderoso.

—No podemos confiar en Tithian —objetó Rikus.

—Claro que no —respondió Sadira—. Pero podemos mantenerlo bajo control hasta que hayamos matado a Borys.

—¿Y después de eso? —inquirió Neeva.

—En cuanto el dragón muera, intentará matarnos —repuso Rikus, bajando la voz a un mero susurro—. Si queremos sobrevivir, tendremos que matarlo a él primero.

Tithian sonrió para sí. Podrían intentar asesinarlo, pero la nieve cubriría los desiertos athasianos antes de que pudieran superarlo en su propio arte. En ese instante, el monarca sintió en el estómago cómo la falúa descendía.

—Casi ha anochecido —anunció Sadira—. Será mejor que despertemos a «su majestad».

Un pie menudo se clavó en las costillas de Tithian, quien profirió un gemido de dolor.

—Es hora de trabajar —declaró Sadira, mientras con una mano lo agarraba por los cabellos y lo levantaba del suelo de la sentina para sentarlo en la cúpula del flotador—. Confío en que hayas dormido bien.

Tithian abrió los ojos, fingiendo estar atontado. Habían trasladado la lente oscura a la proa de la embarcación, y el monarca sólo pudo distinguir la rojiza base por debajo de la botavara de la vela latina. Neeva y Rikus estaban justo delante de él con las armas en la mano y mirándolo con patente hostilidad. Caelum seguía tumbado en la sentina con el vendaje cubierto de sangre seca.

El rey alzó el brazo y liberó la enmarañada melena de la mano de Sadira.

—No deberíais separarme de la lente oscura —dijo—. Borys me ha estado buscando, con la esperanza de encontrar la lente cerca de mí.

—Entonces espero que te encuentre —declaró Sadira—. Nos ahorraría un viaje.

—¿Cuánto hemos viajado? —preguntó Tithian, mirando a su alrededor. No vio otra cosa que ondulaciones de polvo, envueltas en las sombras moradas del atardecer, sin la menor señal de tierra por ninguna parte—. ¿Dónde está Jo’orsh?

Sadira señaló un punto situado más allá de la tronera de proa.

—De vez en cuando distinguimos un surco de polvo en aquella dirección —respondió—. Algunas veces estira la cabeza para asegurarse de que todavía lo seguimos.

—Eso no me servirá de mucho. —El monarca posó la mano sobre la caña del timón—. No lo veré en la oscuridad.

—No te preocupes —dijo Rikus, sentándose en la borda del lado de estribor con la espada sobre las rodillas—. Me quedaré despierto para ayudarte a mirar.

—Lo mismo haré yo —añadió Neeva, ocupando una posición similar en el lado de babor—. Y, si uno de nosotros cree que estás utilizando el Sendero contra el otro, o escucha algo que se parezca remotamente a una sílaba mágica, daremos por sentado lo peor.

—Lo que significa que te haremos trocitos. —Rikus alargó al frente la punta de su espada y cortó la correa de la mochila que Tithian llevaba al hombro; la bolsa resbaló del hombro del monarca y cayó fuera de la falúa—. Eso por si no lo has comprendido.

Tithian saltó al frente para intentar atrapar la bolsa antes de que se hundiera en el Mar de Cieno, pero los dedos de Sadira se le clavaron en el hombro y tiraron de él hacia atrás.

—¡Idiotas! —siseó el rey mientras contemplaba cómo el morral desaparecía bajo el polvo—. ¡Eso era mágico!

—Motivo por el que pensé que era mejor deshacerse de esa cosa —declaró Sadira—. ¿Quién sabe qué sorpresas guardabas en su interior?

—Ahora que hemos dejado clara la situación —continuó Rikus—, ¿hay alguna otra cosa de la que debiéramos estar enterados… no vaya a ser que la arrojemos por la borda sin querer?

El rey negó con la cabeza.

—No tenéis por qué temerme a mí, o a nada que aún tenga. —Sujetó con fuerza la caña del timón—. Si queremos matar a Borys, tenemos que trabajar juntos. Me doy cuenta de ello… probablemente mucho mejor que vosotros.

—Bien —dijo Sadira, alejándose en dirección a la proa—. En ese caso, tú te haces cargo hasta el amanecer.

Tithian se abrió a la cúpula del flotador, permitiendo que su energía vital fluyera a su interior. Gélidos zarcillos de dolor empezaron a correr por sus caderas hasta el interior de su vientre, y cerró los ojos para visualizar el casco de la embarcación en su mente. Luego imaginó que las grises ondulaciones de polvo se convertían en las azules olas de un mar salado, tal como había sido el Mar de Cieno mucho antes de que los reyes-hechiceros gobernaran Athas. El peso de la falúa se instaló en su espíritu, inundándolo de un terrible dolor, y, una vez más, la nave empezó a cabecear mientras navegaba a través de las interminables elevaciones de polvo.

Siguió así día tras día. Desde el amanecer hasta el anochecer, la magia de Sadira transportaba la falúa por encima de las olas; luego, al caer la noche, Rikus despertaba al rey para que hiciera flotar la embarcación sobre el cieno. El mul y Neeva pasaban la noche sentados uno a cada lado de Tithian, vigilando todos sus movimientos y, al menos una vez por noche, uno de ellos lo golpeaba con el puño, sólo para asegurarse de que éste comprendía que lo matarían a la menor provocación. El monarca aceptaba aquella persecución con una elegancia que Rikus encontraba vagamente inquietante, sin quejarse ni suplicar indulgencia jamás. Tithian ni siquiera intentó conquistarlos con lisonjas o falsas promesas, quizá porque sabía que tales esfuerzos no le reportarían más que renovados malos tratos.

La tarde del tercer día, Caelum despertó por fin. Con muchos cuidados, más por parte de Sadira que por parte de Neeva, el enano no tardó en encontrarse lo bastante recuperado para poder servirse del poder del sol. A partir de ese momento, las mujeres dejaron que se las arreglara por sí mismo y mejoró rápidamente, utilizando sus poderes curativos para curar la terrible herida. Aparte de la recuperación del enano, la rutina no cambió en absoluto. La cabeza de Jo’orsh se alzaba periódicamente del polvo, y los relucientes ojos naranja servían de faros en medio de la oscuridad de la noche, mientras que Sacha permanecía día y noche en lo alto del mástil, sin abandonar jamás su puesto; lo que probablemente era muy sensato, ya que ni Rikus ni ninguno de los otros lo habían perdonado por arrastrar a los exploradores al interior del pozo para alimentar a Tithian.

Muy entrada ya la noche del quinto día, con un persistente viento soplando del oeste y una cortina de polvo pegada a la superficie del mar. Sacha descendió de improviso del mástil.

—¡Luces! —informó; la voz de la cabeza era tan ronca que Rikus apenas si entendió lo que decía—. Detrás de nosotros.

El mul echó una mirada por la popa y no vio otra cosa que la impenetrable oscuridad de la cortina de polvo.

—No veo nada.

—Tú no estabas en lo alto del mástil —argumentó Sacha—. Hay una docena de grupos de ellas, distribuidas por todo el horizonte. Es una flota que se nos acerca por detrás.

Tithian lanzó un juramento.

—¿Qué sabes de eso? —Rikus apoyó la punta de la espada en la garganta del rey—. Si nos has traicionado…

Tithian apartó la hoja de un manotazo.

—No es ningún truco —contestó sarcástico—. Es la flota de los reyes-hechiceros.

Rikus volvió a colocar la espada en la garganta del monarca y no respondió.

—¿Qué ganaría con mentir? —refunfuñó Tithian—. Cuando los reyes-hechiceros vinieron a encontrarse con Borys en Samarah, llegaron en una flota de goletas balicanas. Ahora parece que los han llamado a Ür Draxa.

—¿Por qué? —preguntó Neeva.

—Para localizarnos, sospecho —respondió el soberano—. Por mi experiencia, las flotas balicanas navegan en formaciones cerradas. Si se han dispersado, es que deben de estar buscándonos.

Neeva fue a la parte delantera a despertar a Caelum y Sadira.

—Traedme la lente oscura —pidió Tithian.

Rikus negó con la cabeza.

—Ni pensarlo.

—¡Mul estúpido! —siseó Sacha—. Es nuestra única posibilidad.

—Nuestra única posibilidad de que nos maten —replicó Rikus—. Ni aun con la lente oscura podemos hundir una flota de barcos que transporta a todos los reyes-hechiceros de Athas… al menos no de noche, cuando los poderes de Sadira son tan limitados.

—No podemos dejarlos atrás, si es eso lo que piensas —lo atajó Tithian—. Poseen demasiadas velas.

—En ese caso tendremos que hacer lo único que nos queda; nos esconderemos —declaró Rikus—. La cortina de polvo nos ocultará.

—No lo hará —aseguró el rey—. Ellos tienen conos mágicos de cristal, los ojos del rey, que utilizan para ver a través de la bruma de cieno.

—¿Y qué utilizan para ver de noche? —inquirió el mul, y, al ver que el rey no contestaba, sonrió—. Eso pensé. La próxima vez que lleguemos a lo alto de una elevación de polvo, haznos girar de modo que quedemos apoyados en la ladera cerca del fondo de la ola.

El mul envainó la espada y se acercó al mástil. Aguardó hasta que Tithian empezó a hacer girar la falúa; luego arrió la vela, la sujetó a la botavara, y desató las amarras que sujetaban todo el conjunto al mástil. Se encontraba acabando de soltar los aparejos y de colocar la botavara y la vela a un lado, cuando Neeva despertó a Caelum y a Sadira. El enano ayudó a Rikus a liberar el mástil, doblar el largo peñol y colocarlo todo en la sentina.

—Cubrid el barco con cieno —sugirió Tithian.

—¿No nos hundirá eso?

Rikus miró al rey con el entrecejo fruncido, pero el monarca negó con la cabeza.

—¿Por qué? Yo lo mantengo a flote. No podremos movernos muy deprisa pero, con el mástil desmontado, tampoco vamos a ninguna parte.

Rikus asintió, y él y los otros empezaron a echar lodo de la parte superior de la ladera al interior de la falúa. Pronto, únicamente sus cuerpos y la parte superior de las bordas —hechas de desgastado hueso casi tan gris como el cieno— sobresalían por encima del mar. El mul indicó a los otros que se tumbaran, tras lo cual empezó a cubrirlos con los pulverizados sedimentos, sin dejar al descubierto más que los rostros para que pudieran ver y respirar.

—Esto debería ocultamos a la flota —dijo Neeva—. Pero ¿qué hay de Jo’orsh? Podríamos perderlo.

—Puede, pero no ha cambiado de dirección en días —repuso Sadira—. Y, si los reyes-hechiceros están detrás de nosotros, sospecho que aún viajamos en dirección al hogar del dragón.

—Cierto —asintió Rikus—. Lo que me preocupa es que el espíritu saque la cabeza cuando no deba. Sería difícil no distinguir sus brillantes ojos en una noche como ésta.

—No tienes que preocuparte por Jo’orsh —aseguró Tithian, introduciendo una mano llena de manchas marrones bajo el polvo para mantener el contacto con la cúpula del flotador—. Puede cuidar de sí mismo.

Dicho esto el rey se deslizó al interior de la sentina, acompañado de Sacha, que había tenido buen cuidado de permanecer fuera del alcance de los demás durante los preparativos. Rikus los cubrió a los dos de polvo, y dedicó unos instantes a inspeccionar la falúa. Cuando estuvo convencido de que todo estaba tan cubierto como podía estarlo, desenvainó la espada y se tumbó en el suelo, teniendo la precaución de colocarse entre el monarca y la lente oscura.

Aguardaron en la oscuridad cargada de lodo durante lo que les pareció una eternidad, escuchando los latidos de sus corazones y el siseo del viento por encima del cieno. El agujero que habían abierto en la elevación de polvo se fue rellenando poco a poco, y el lodo se amontonó alrededor de la nariz y la boca de Rikus. Al principio, intentó mantener los conductos despejados soplando el polvo, pero eso no dio demasiado buen resultado y al final tuvo que levantar la mano para apartar la fina capa de cieno. Empezó a dudar de que Sacha hubiera visto realmente luces, y se dedicó a pensar en posibles motivos para que la decapitada cabeza mintiera; aparte de su natural malevolencia, no se le ocurría qué podía ganar ésta haciendo que la falúa permaneciera inmóvil en la oscuridad.

Estaba a punto de incorporarse cuando escuchó el lejano crujido de mástiles en tensión. Los otros también lo oyeron, ya que la falúa quedó aún más silenciosa, como si todo el mundo contuviera la respiración. El sonido fue aumentando y volviéndose más regular, hasta que por fin el mul reconoció en él la rítmica cadencia de una nave que se deslizaba sobre montículos de polvo.

Por el lado de popa de la falúa, empezaron a danzar sobre el cieno los parpadeantes haces de enormes lámparas de aceite. Los rayos erraban a un lado y a otro en grandes arcos, creando largas columnas de brillante cieno volador que atravesaban la oscuridad como lanzas; pero, incluso con las luces, el polvo era tan espeso que Rikus dudó que los perseguidores balicanos pudieran ver unos metros más allá de las bordas; al menos no podrían haberlo hecho sin los mágicos ojos del rey que Tithian había mencionado.

Las luces danzaron por delante de la siguiente elevación; luego la goleta misma se deslizó al interior de la depresión. De no haber sido por las voces apagadas de su tripulación y las aureolas de las lámparas de cubierta flotando por encima del polvo, Rikus apenas habría advertido su presencia. La nave tardó un buen rato en pasar. A juzgar por las luces que brillaban en las diferentes cubiertas y portillas, el mul se formó una idea aproximada de su tamaño y forma. La embarcación era enorme, al menos tres veces mayor que los inmensos carros de guerra que Hamanu había enviado a atacar Tyr durante la guerra contra Urik. Parecía posible que todo el poblado de Samarah pudiera caber en una de sus cubiertas. Cuando las luces de popa desaparecieron en la polvorienta noche, Rikus se sintió más seguro que nunca de haber tomado la decisión correcta al elegir ocultarse; luchar contra la nave habría sido como luchar contra toda una legión.

El barco acababa de pasar cuando el resplandor de la linterna de otra goleta atravesó la oscuridad por encima de su cabeza. Rikus oyó cómo sus compañeros lanzaban una exclamación ahogada. La luz iluminó un pequeño círculo en la cresta de la siguiente elevación de polvo, y el amarillo disco empezó a descender por la ladera, en dirección a ellos.

Sujetó el Azote con más fuerza aún, preparándose para ponerse en pie de un salto y luchar. Una serie de crujidos le indicaron que sus compañeros estaban a punto de hacer lo mismo.

—Quedaos quietos —susurró—. No os mováis a menos que yo lo diga.

La luz continuó descendiendo hacia ellos. Rikus se dijo que el haz caería sobre el barco más o menos en el punto donde él se encontraba.

Un sonoro siseo sonó justo frente a la falúa. Al cabo de un momento, un enorme bauprés flotó sobre la cima de la elevación de polvo en la que se habían enterrado. El palo era tan largo como un árbol, y relucía por el reflejo de los haces de luz de una lámpara de aceite; pasaba tan cerca que Rikus hubiera podido saltar fuera de la embarcación y agarrarse a él.

El haz del farol de la goleta llegó a menos de un metro de la falúa. Al mismo tiempo, la proa de la nave balicana se abrió paso por el montículo de polvo, lanzando por los aires una espesa columna de cieno. Rikus cerró los ojos y, agazapándose bajo la borda, se arrastró hacia el fondo de la sentina.

El antiguo gladiador sintió cómo la proa se alzaba cuando la estela de la goleta empujó la nave a un lado. La falúa giró en dirección al fondo de la elevación y empezó a resbalar por la ladera; se movía deprisa, ya que Tithian seguía haciéndola levitar. Conteniendo el impulso de sentarse, Rikus abrió los ojos al ardiente lodo. Distinguió una luz amarilla que iluminaba el cieno por encima de su cabeza, pero no podía hacer otra cosa que recordarse que éste era el motivo por el que habían camuflado la embarcación, y esperar que sus compañeros también lo recordaran.

Al cabo de un instante, el ambarino resplandor desapareció. El mul sacó la cabeza de entre el polvo, intentando devolver el aire a sus pulmones y temiendo escuchar en cualquier momento un grito de alerta procedente de la goleta.

A través de una espesa nube de polvo, Rikus vio la negra pared de un casco inmenso que se cernía por encima de ellos; miró en dirección a la proa de la nave y vio cómo el haz del farol se apartaba de la falúa. Desde el punto en que se encontraba bajo la borda, no podía ver a los vigías, pero no pensó que hubieran visto el barco. No había señales de que nadie intentara enfocar una luz en su dirección, ni escuchó ningún grito de alarma. Parecía que el camuflaje había mantenido la falúa oculta, al menos durante los breves segundos en que la luz había caído sobre ella.

Rikus distinguió las cabezas y hombros de sus compañeros sobresaliendo del polvo que lo rodeaba. Neeva se mordía el dedo para no toser. Sadira y Caelum estaban listos para lanzar sus respectivos hechizos, la hechicera sosteniendo un oscuro pedazo de algún componente mágico, y el enano con los dedos apoyados en la marca solar de su frente. Sólo Tithian parecía tranquilo, apoyado contra la cúpula del flotador y sonriéndoles con aires de superioridad.

La popa de la goleta tardó sólo unos instantes más en sisear junto a ellos y desaparecer tras la siguiente elevación de polvo, dejando a la falúa sola en medio de la inmensa y negra oscuridad del Mar de Cieno. Todos lanzaron un suspiro de alivio y empezaron a achicar el cieno de la sentina.