16: La Era Azul
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La Era Azul
Una piedra se desplazó bajo el pie de Rikus y se precipitó rodando al interior del hirviente estanque negro del fondo. El mul perdió pie, cayó sentado, y fue a aterrizar violentamente sobre la cima del borde del cráter. Aunque consiguió mantener a Neeva bien sujeta contra el pecho, la mujer lanzó un gemido.
Rkard apareció junto a ellos al momento.
—¡Cuidado! —reprendió el muchacho a Rikus—. Ni siquiera tendríamos que moverla.
—Lo siento, pero no tenemos elección —respondió Rikus.
Sadira llegó al borde y se reunió con ellos.
—Los reyes-hechiceros pueden atravesar el arco en cualquier momento —anunció, apoyándose en el hacha de Neeva para descansar. Aunque Rkard le había cerrado las heridas del vientre y vendado las quemaduras sufridas cuando Tithian utilizó la lente contra ella, la hechicera seguía mostrando un aspecto dolorido y fatigado—. No querrás que nuestros enemigos la encuentren, ¿verdad?
—Quiero que matéis a los reyes-hechiceros —contestó el muchacho.
—¿No hemos hablado ya de eso? —Neeva agarró a su hijo del brazo.
—Pero mataron a Borys —insistió él.
—Y tal vez matarán a los reyes-hechiceros más adelante —dijo Neeva; su rostro se crispó en una mueca de dolor. Luego añadió—: Pero no pueden hacerlo ahora, no con el Azote roto y los poderes de Sadira desaparecidos hasta que vuelva a ser de día.
—Esto es peligroso, madre —protestó Rkard—. Se supone que debo curarte al menos una vez más antes de moverte. De lo contrario, puede que no vuelvas a andar.
—Si los reyes-hechiceros me encuentran, no viviré lo suficiente para andar —respondió Neeva. Levantó los ojos hacia Rikus y dijo—: Llévame abajo.
—No la dejes caer esta vez —ordenó Rkard, que descendió por delante, apartando las piedras sueltas a patadas para que el mul no tropezara.
—Él no quiere herir tus sentimientos, Rikus —explicó Neeva—; pero, después de lo sucedido a Caelum, lo aterra pensar que pueda perderme también a mí.
—No permitiré que eso suceda —aseguró el mul.
—Chissst —Neeva se llevó los dedos a los labios—. Creía que durante la guerra con Urik habías aprendido a no hacer promesas que no puedes mantener.
El mul se encogió de hombros.
—Algunas cosas no cambian nunca, supongo.
Rikus desvió la mirada colina abajo. Unos doce pasos más allá, el negro lodo de su espada había llenado el fondo del cráter. Negras volutas de sombra se alzaban de su superficie, mientras que unos ojos amarillos parpadeaban en el centro de perezosos remolinos. En algunos puntos, deformes trombas de fango saltaban hacia lo alto para formar siluetas desfibradas de aves de cuatro patas, hombres de dos cabezas, y mekillots con largas colas retorcidas en ambos extremos del cuerpo. En ocasiones, las fantásticas bestias incluso parecían adquirir vida propia, y se acercaban hasta la orilla arrastrándose ladera arriba durante un trecho antes de disolverse en una masa pegajosa y ser absorbidas por el suelo.
Rikus lo consideraba una señal de la desesperación de su grupo el que hubieran escogido este lugar para ocultar a Neeva, pero no se le había ocurrido otro plan mejor para proteger a la herida luchadora de los reyes-hechiceros. Como Neeva había dicho a su hijo, desaparecido el Azote, él y Sadira ya no matarían más reyes-hechiceros; al menos, no hasta que la hechicera recuperara sus poderes por la mañana.
Rikus siguió a Rkard hasta un revoltijo de afiladas rocas que ofrecía refugio tanto de ojos inquisidores como de las salpicaduras del limo. Se arrodilló y, depositando a Neeva en el centro del grupo, apoyó su espalda contra una piedra enorme. La mujer dio un vistazo a través de una abertura al negro estanque, situado pocos metros más abajo.
—Esto servirá —dijo, asintiendo—. Los reyes-hechiceros no tendrán demasiadas ganas de bajar hasta aquí. Vosotros dos seguid.
Los ojos de Rkard se abrieron sorprendidos.
—¿Seguir? ¿Adonde?
—Ahora que tu madre está a salvo, debemos encontrar a Tithian —explicó Sadira.
—¡No! —El muchacho agarró el brazo de Rikus—. El dragón está muerto. Tienes que quedarte aquí.
A Rikus se le cayó el alma a los pies.
—No existe nada que me gustara más —declaró—, pero no puedo. Si dejamos marchar a Tithian, liberará un demonio más poderoso que el dragón.
—Lo sé… Rajaat —respondió el niño—. Pero, sin el dragón para mantenerlo encerrado, ¿no se escapará Rajaat igualmente más tarde o más temprano?
—No si nos hacemos con la lente oscura —contestó Sadira—. Cuando la toqué con la espada de Rikus, percibí una magia tan poderosa como la del sol. Creo que podemos utilizar la lente para mantener prisionero a Rajaat.
—¿Y eso significa que tenéis que dejar a mi madre en peligro? —inquirió Rkard.
—Me temo que sí —repuso Rikus.
—Mi padre no la habría abandonado —afirmó el muchacho, volviéndose de espaldas.
—Rkard, no…
Neeva dejó la frase sin terminar y levantó las manos para secar las lágrimas que afluían de improviso a sus ojos.
—¡Mirad esto! —exclamó, contemplando con asombro sus dedos húmedos—. No he llorado desde que era una niña, cuando Tithian me compró para sus fosos de gladiadores.
—Lágrimas por Caelum —dijo Sadira—. No las reprimas.
—No podría ni aunque lo intentara. —Neeva observó con mucho pesar cómo sus lágrimas caían al suelo.
Sadira posó una mano sobre el brazo de la luchadora, pero pareció incapaz de encontrar palabras para consolar a su amiga. Rikus comprendió que la hechicera pensaba lo mismo que él: era demasiado tarde para disculparse ahora. Los espíritus de los difuntos no oían las voces de sus seres queridos, ni tampoco recordaban sus nombres.
—Será mejor que nos marchemos —indicó Sadira, tocando el brazo de Rikus.
El mul sacó su daga y la tendió hacia la espalda de Rkard.
—No sé si este cuchillo servirá de algo, pero puede que sí.
Al ver que el muchacho no se giraba, Neeva dijo:
—Rikus se va ahora, Rkard. ¿Quieres que sea así como te recuerde?
—No —respondió él. Se dio la vuelta sin mirar al otro a los ojos y aceptó la daga—. Buena suerte.
El mul palmeó la espalda del muchacho.
—Cuida de tu madre. Y, si no hemos vuelto cuando ella empiece a volver a andar, marchaos sin nosotros.
Rkard levantó la cabeza, los ojos llenos de miedo.
—¡Tenéis que regresar! Si no lo hacéis… —Se interrumpió y, tras recuperar la calma, añadió—: Ni siquiera sé el camino.
—Si es necesario, lo encontraremos juntos. —Neeva cogió la mano de su hijo y tiró de él hacia ella. Luego clavó los verdes ojos en Sadira—. No cometas el mismo error que yo. Dilo todo.
La hechicera contempló a Rkard y no contestó durante unos segundos.
—Lo haré —afirmó al cabo.
Sadira entregó el hacha a Rikus, y juntos escalaron la elevación. Al llegar a lo alto, el mul se detuvo y paseó la mirada por la cresta de la cima.
—La parte superior del Azote se me cayó por aquí en alguna parte —explicó—. Cuando lleguen los reyes-hechiceros, quizá sea útil tener la empuñadura en mi vaina. A lo mejor podemos engañarlos para que nos dejen tranquilos.
—No nos hará daño intentarlo —repuso Sadira, y señaló un punto situado a unos doce pasos de distancia, cerca de la parte superior de un pequeño montículo, donde un pequeño círculo de terreno estaba cubierto de una fea mancha negra—. Mira por allí.
El mul se acercó al lugar. Encontró el Azote detrás de una roca, con la empuñadura hacia arriba y los restos de la hoja apoyados en el suelo. Del extremo roto seguía rezumando limo negro, y éste había formado una burbujeante charca de fango que seguía la inclinación de la ladera. Al igual que en el estanque mayor del interior del cráter, volutas de sombra se alzaban de su superficie, y unos ojos amarillos atisbaban desde el centro de los perezosos remolinos.
Rikus consideró la cantidad de fango que seguía manando de la hoja, tras lo cual decidió que sería mejor dejar el pedazo donde estaba e inició el regreso hacia donde esperaba Sadira.
Apenas había dado un paso cuando se detuvo, al distinguir un fogonazo de luz naranja bajo el gran arco. Cuando el resplandor se apagó, los cuatro reyes-hechiceros y la reina-hechicera que quedaban se encontraban entre las columnas del gran edificio, recorriendo con la mirada la accidentada planicie. La distancia del cráter al arco era lo bastante reducida para que el mul pudiera ver a sus enemigos con claridad; el tocón de una extremidad había brotado del muñón del brazo cortado de Nibenay, y Hamanu no parecía sentirse incomodado por la daga que le habían hundido en la espalda.
Rikus se agachó tras una roca e hizo una señal a Sadira para que se reuniera con él. La hechicera se deslizó detrás de la cresta del borde del cráter, intentando permanecer oculta mientras corría hacia el mul. Sus precauciones no sirvieron de nada. Los reyes-hechiceros salieron de debajo del arco y cruzaron la llanura en dirección al cráter.
Cuando Sadira se reunió con Rikus detrás de la roca, los reyes-hechiceros se hallaban ya al pie del reborde, justo frente al lugar en el que se ocultaba la pareja. Las cinco figuras estaban a menos de veinte pasos, y puede que a la mitad de esa distancia por debajo de ellos.
Hamanu se adelantó y miró a lo alto de la ladera.
—Idiotas —gruñó, sacudiendo la melena con furia—. Lo que habéis liberado puede destruirnos a todos.
—En vuestro caso, la pérdida será muy bien recibida —gritó Sadira, alzándose para mirar por encima de la roca.
Rikus se unió a ella. Si los reyes-hechiceros atacaban, unos pocos metros de piedra no los iban a salvar.
—Entregadnos la lente oscura, y vuestras muertes serán misericordiosamente rápidas —dijo la Oba.
—Yo no tengo prisa por morir. —El mul miró a Sadira—. ¿Y tú?
—Yo tampoco —respondió la hechicera. Lanzó una rápida mirada a sus enemigos, antes de seguir—: Si queréis la lente tendréis que encontrarla y cogerla.
Hamanu dio un paso al frente, pero la Oba lo retuvo por el hombro.
—Espera. Están demasiado ansiosos.
—Es una bravata —refunfuñó el rey-hechicero.
—A lo mejor, pero lo cierto es que mataron a Borys —replicó ella, y señaló la oscura mancha de la ladera situada más abajo de donde se encontraba el mul—. ¿Realmente quieres correr el riesgo de que hayan tendido una trampa?
Los enormes hocicos de Hamanu se hincharon furiosos, pero retrocedió.
—¿Se te ocurre alguna otra cosa?
La Oba asintió y luego gritó a lo alto de la elevación.
—¿Qué es lo que sabéis sobre Rajaat?
—Lo suficiente para saber que lo traicionasteis, lo que, por el momento, lo convierte en nuestro amigo —contestó Rikus.
La Oba lanzó una risita, aunque pareció más nerviosa que divertida.
—Rajaat os matará a los dos en cuanto termine con nosotros.
—Su pueblo de las sombras ha resultado muy útil hasta ahora —apuntó Sadira.
—Desde luego. Querían que mataseis a Borys —dijo Andropinis, sacudiendo el fleco de blancos cabellos—. Pero, si supierais la verdad sobre Rajaat, no confiaríais en su gratitud.
—¿Por qué no nos informas? —solicitó Sadira.
Andropinis dirigió una rápida mirada a sus compañeros.
—Adelante —sugirió la Oba—. Después de oír la verdad, nos entregarán la lente oscura sin luchar.
Andropinis volvió la palma hacia el suelo.
—¡Sin magia! —aulló Rikus.
El rey-hechicero dirigió una gélida mirada al mul y extrajo la energía que necesitaba para su conjuro.
—Observad y aprended —indicó, agitando la mano en el aire.
Una imagen de las Montañas Resonantes apareció en el horizonte, pero no se trataba de los áridos riscos que Rikus conocía desde que vivía en Tyr. Un violento vendaval arrancaba enormes pedazos de nieve a los picos más altos, mientras que enormes láminas de hielo descendían por sus arrogantes estribaciones. Algo más abajo, las laderas se parecían a los exuberantes bosques de los halflings, con espesos bosques verdes cubriendo las empinadas pendientes. Nacarinas nubes de bruma flotaban a ras del suelo sobre valles llenos de arroyos borboteantes y ríos atronadores.
No obstante la majestuosidad de las montañas, éstas interesaron poco a Rikus comparado con lo que vio a sus pies. Entre dos hileras de estribaciones aparecía una depresión más o menos del tamaño y la forma del valle de Tyr, pero el parecido finalizaba allí. En lugar de la yerma extensión de rocas y matorrales de espinos que el mul conocía, el valle estaba ocupado por una enorme marisma de árboles recubiertos de plantas trepadoras y de flotantes islas de musgo.
En el extremo del valle, una hermosa ciudad desconocida de elegantes curvas y brillantes colores se alzaba directamente de la marisma. Los edificios, más que dar la impresión de haber sido construidos, parecían haber brotado espontáneamente del suelo, ya que mostraban una arquitectura de curvas suaves y espiras elegantes, sin extremos rectos, puntas afiladas o esquinas abruptas. El material era una piedra uniformemente porosa que emitía un brillante resplandor rojo, verde esmeralda, azul cobalto, morado oscuro, o cualquier otro de una docena de tonos diferentes. Donde debiera haber habido calles había canales, repletos de largos botes estrechos conducidos por figuras con la estatura de un niño y el rostro de un adulto. De no haber sido por sus capotes elegantes, sus cabellos muy cortos y sus facciones apuestas, el mul habría jurado que se trataba de halflings.
En los límites de la ciudad, la marisma daba paso a las centelleantes olas de un inmenso mar azul, que parecía extenderse hasta el horizonte y más allá, cubriendo un terreno que Rikus sabía que no era otra cosa que desierto de arena y eriales pedregosos.
—Tyr, durante la Era Azul —dijo Andropinis.
—¿La Era Azul? —Sadira estudiaba la escena con gran atención.
—Antes de que ni vosotros ni nosotros apareciéramos, cuando únicamente vivían halflings en Athas —explicó la Oba, quien, sin hacer ningún esfuerzo por ocultar su admiración por los halflings, continuó—: Eran los señores del mundo; sacaban casas de una planta con aspecto de roca que vivía bajo las olas, extraían del mar todo lo que necesitaban para mantener una sociedad esplendorosa, y eran capaces de crear todo aquello que necesitaban mediante la manipulación de los principios mismos de la naturaleza.
Mientras la reina-hechicera hablaba, una fétida marea de color pardo cubrió el mar azul. Introduciéndose en la marisma, rodeó a Tyr y provocó que las islas flotantes de musgo se marchitaran y hundieran. Las plantas trepadoras fueron las siguientes, marchitándose en un cieno marrón que se parecía a la escamosa piel de una serpiente; los árboles fueron los últimos en morir, dejando caer hojas y corteza. A poco, el bosque aparecía desnudo en medio de la marisma, como un ejército de troncos grises encenagados en un valle de lodo putrefacto.
—No obstante sus enormes conocimientos, o puede que precisamente a causa de ellos, un día los halflings cometieron un terrible error que destruyó el vivificante mar —continuó la Oba.
—Una buena historia, pero no supongáis que la creemos sólo porque Andropinis nos la muestra en el cielo —declaró Rikus.
—Créela —intervino Sadira—. En mi viaje a la Torre Primigenia, vi halflings y piedra igual que ésa. Hasta ahora, nos están diciendo la verdad.
—No tenemos motivos para mentir —le espetó Andropinis—. No nos importa vuestra opinión.
El rey-hechicero agitó la mano. Las Montañas Resonantes retrocedieron en la distancia, hasta no ser más que algo parecido a nubes azules flotando bajas en el horizonte. En su lugar se extendió una enorme y anodina llanura de barro marrón como el estiércol y espeso como la arcilla. En el centro de la planicie apareció una única espira de porosa roca blanca, rematada por una hermosa ciudadela de muros de alabastro y un alcázar de ónix blanco.
—¡La Torre Primigenia! —exclamó Sadira.
Una larga fila de halflings abandonaba la ciudadela, descendiendo por la estrecha escalera que corría en espiral por la parte exterior de la torre. Los capotes colgaban de sus cuerpos en sucios jirones, y los cabellos les caían sobre los hombros en enmarañada cascada de rizos. Los rostros tenían una expresión feroz, y gesticulaban con los veloces y precipitados movimientos típicos de la fiera raza que Rikus conocía.
Los halflings iniciaron la travesía de la llanura marrón para dirigirse a las Montañas Resonantes. El barro se adhería a sus pies como brea de antorcha, y muy pronto no pudieron dar un paso sin levantar al mismo tiempo un enorme pedazo de tierra marrón. A su paso brotaba maleza alta, matorrales frondosos y árboles magníficos que se alzaban sobre la meseta como torres. A poco, la llanura se convirtió en un paraíso verde, rebosante de follaje de todo tipo.
El bosque empezó a poblarse de criaturas: reptiles cubiertos de cuernos, pájaros de brillantes plumas, y rebaños de graciosos animales que Rikus no había visto jamás, con enormes cornamentas ramificadas y largas patas delgadas. Algunos de los animales perecieron casi inmediatamente, víctimas de los grandes felinos cazadores que merodeaban por la recién nacida selva, pero muchos vivieron el tiempo suficiente para crear a otros de su misma raza.
El florecimiento de este nuevo paraíso no se produjo sin sufrimiento. A medida que los halflings cruzaban la llanura, los débiles caían al suelo y eran abandonados allí mismo; sus cuerpos adquirían entonces extrañas formas. Uno se volvía rechoncho y peludo, mientras que otro triplicaba su estatura sin aumentar demasiado su tamaño. Otros, entretanto, adquirían a la vez miembros más gruesos y una mayor estatura, y a algunos les salían escamas, les crecían plumas, o incluso desarrollaban caparazones. Cuando los halflings supervivientes llegaron a las lejanas montañas, habían dejado tras de sí más razas de las que Rikus podía contar. El mul reconoció a muchas de ellas, como los enanos, elfos y humanos; a otras no las había visto nunca, o las conocía sólo por las leyendas. Había frágiles criaturas aladas más pequeñas incluso que los halflings, y feos seres con rostro porcino a los que no podía propiamente denominarse personas. Como los animales, muchos de estos individuos perecieron enseguida, en tanto que otros siguieron adelante para poblar la tierra con razas enteras de su mismo aspecto.
—Al comprender que su propia vanidad había destruido su civilización, los halflings sembraron Athas con el principio de un nuevo mundo —explicó la Oba—. Esta es la Era Verde, la era anterior a la magia, cuando el Sendero dominaba el mundo.
Mientras hablaba, poblados y castillos surgieron en el bosque, para crecer rápidamente y convertirse en pueblos amurallados y ciudades conectadas por complicadas series de carreteras de adoquines. Poderosos doblegadores de mentes vagaban por los senderos bordeados de árboles en plataformas flotantes de marfil, viajando desde sus majestuosas torres a las silvestres ciudadelas de los elfos y las sombrías ciudades de los enanos.
Andropinis hizo un movimiento con la mano, y la escena cambió a un torreón aislado en uno de los poblados más pequeños, donde una figura solitaria estaba sentada junto al cristal de una ventana estudiando detenidamente un montón de libros. No se podía describir al hombre con otra palabra que no fuera repugnante, pues tenía una cabeza enorme con un rostro plano y groseramente alargado. Los ojos estaban medio tapados por pliegues de piel, en tanto que la nariz, que carecía de puente, terminaba en tres grandes orificios; tenía una boca pequeña en forma de rendija con dientes diminutos y una barbilla hundida, y su cuerpo era retorcido y débil, de hombros encorvados y brazos largos y delgados.
La figura levantó la vista del libro que leía y sostuvo la palma de la mano sobre una azucena que crecía en una maceta en el alféizar de la ventana. La planta se marchitó rápidamente y murió. Él lanzó entonces una pizca de polvo al aire, y una niebla gris inundó la habitación.
—Rajaat apareció entre nosotros a principios de la Era Verde, uno de los muchos accidentes horribles originados por la Regeneración —relató la Oba—. Su única bendición fue una inteligencia privilegiada que utilizó para convertirse en el primer hechicero. Pasó siglos intentando reconciliar su grosera apariencia con su espíritu humano. Al final, ni siquiera su poderosa mente pudo encontrar una respuesta y acabó por despreciarse a sí mismo considerándose un deforme accidente.
»Rajaat no tardó en proyectar su odio hacia el exterior. Declaró que la Regeneración era un error, y proclamó que todas las razas a las que ésta había dado origen eran monstruos. Así pues se dedicó a eliminar aquello que consideraba como una plaga, para poder devolver Athas a la armonía y gloria de la Era Azul.
La neblina gris se desvaneció. Rajaat se encontraba ahora en lo alto de la Torre Primigenia, mirando al exterior a través de una cúpula de cristal. Parecía inconmensurablemente más viejo, con largas guedejas de cabellos grises, un rostro arrugado, y ardientes ojos blancos. Una compañía de figuras cubiertas con armaduras salió por la puerta del alcázar y, tras descender por la escalera de caracol, se perdió en la espesura. Muy pronto, grandes extensiones de bosque empezaron a secarse y morir mientras ellas emprendían una guerra terrible.
—Nos creó a nosotros, sus campeones, para conducir los ejércitos de las Guerras Depuradoras —siguió la Oba—. Rajaat nos dijo que destruyéramos todas las razas nuevas, o de lo contrario éstas darían origen a monstruos como él y se apoderarían del mundo.
Los bosques fueron desapareciendo gradualmente, hasta dejar Athas convertida en el lugar yermo y sin vida que Rikus conocía tan bien. Luego, de repente, la destrucción cesó, y los campeones regresaron a la Torre Primigenia.
—Casi habíamos vencido —dijo Andropinis—, pero entonces nos dimos cuenta de que Rajaat estaba loco. —Parecía pesaroso, puede que incluso enojado, por no haber terminado la guerra—. Dejamos de luchar.
—No dejasteis de luchar porque Rajaat estuviera loco. Eso lo sabíais desde el principio —intervino Sadira—. Parasteis porque averiguasteis la verdad sobre quién sobreviviría cuando devolvierais el mundo a la Era Azul.
—Es cierto —admitió la Oba—. Durante todo el tiempo que duraron las Guerras Depuradoras, Rajaat siempre nos dijo que los humanos serían la única raza que quedaría cuando termináramos. No averiguamos que mentía hasta que casi era demasiado tarde.
—Y entonces os rebelasteis, haciendo prisionero a Rajaat —finalizó Sadira.
Andropinis dejó que su hechizo se desvaneciera.
—Veo que conoces el resto de la historia.
—No toda ella —repuso Sadira—. ¿Cómo perdió Borys la lente oscura? En mi opinión debiera haber sido más cuidadoso con algo de tanto valor.
—La transformación en dragón es algo muy difícil —respondió la Oba—. Poco después de que lo convirtiéramos, Borys perdió su equilibrio mental y empezó a destrozarlo todo. Nadie se dio cuenta de que habían robado la lente hasta que él se recuperó… un siglo más tarde.
—No creo esta historia vuestra —declaró Rikus—. Si Rajaat intentaba devolver el mundo a los halflings, ¿por qué hizo que sus campeones fueran humanos? ¿Por qué no utilizó halflings?
—No podía convertirlos en hechiceros —contestó la Oba—. Dado que su raza se remonta a la Era Azul, mucho antes de que existiera la magia, no pueden convertirse en hechiceros.
—Mientes —replicó Rikus—. He visto halflings utilizando la magia.
—Magia elemental, claro… como la magia solar de Caelum o la música del viento de Magnus —dijo Sadira—. Extraen sus poderes directamente de las fuerzas inanimadas del mundo: el viento, el calor, el agua y la roca. Pero la magia normal extrae su poder de la energía vital de plantas y animales.
Rikus iba a protestar diciendo que Sadira extraía su poder del sol, pero lo pensó mejor. La magia de la mujer ya no podía considerarse normal.
—Creo que los reyes-hechiceros nos han dicho la verdad —manifestó Sadira.
—En ese caso entregadnos la lente —exigió Hamanu, adelantándose—. Es la única forma de que podamos mantener a Rajaat encerrado.
—La lente oscura no está aquí —respondió Sadira—. Tithian se la llevó.
—Sacha y Wyan dijeron a Tithian que Rajaat lo convertiría en rey-hechicero —añadió el mul—. Creemos que se dirige a liberarlo.
—Qué mala suerte para vosotros —se mofó Nibenay. El rey-hechicero se acercó a la ladera, envalentonado ahora que estaba seguro de que no tenían la lente oscura—. Entonces no hay nada que me impida desquitarme con el mul por mi herida.
La Oba lo agarró por el tocón que había brotado de su brazo mutilado.
—Déjalos para más tarde —ordenó, mirando en dirección al despeñadero que se alzaba en el extremo de la llanura—. Si el Usurpador libera a Rajaat, necesitaremos tu ayuda. Sería una lástima que nos faltara porque ellos tuvieron la suerte de poder matarte.
Nibenay se desasió con un tirón, dejando el recién salido muñón en la mano de Oba.
—¡No fue tu brazo el que cortaron!
—Entonces ataca si así lo quieres, pero lo harás solo. —La reina-hechicera señaló la lejana montaña, donde un oscuro chorro de energía se alzaba hacia el cielo. El surtidor había abierto un agujero en las tempestuosas nubes rojas de la tormenta de ceniza, y por la abertura penetraba la dorada luz de las lunas athasianas—. Tenemos otras cosas más importantes que hacer.
—Ése Usurpador demente ha introducido la lente en la ciudad —maldijo Andropinis.
El rey-hechicero echó a correr hacia la ciudad, preparándose al mismo tiempo para lanzar un hechizo. Los otros reyes-hechiceros se volvieron y lo siguieron. Únicamente Nibenay se quedó atrás, con la palma vuelta hacia el suelo.
—Esto no tardará nada —masculló.
Rikus agarró la empuñadura del Azote y arrojó la rota espada contra el rey-hechicero. El arma describió varias volteretas en el aire, arrojando por los aires gotas de resina negra que dejaron una hilera de oscuras salpicaduras por toda la ladera. Nibenay saltó a un lado y rodó por la áspera escoria. El fragmento de metal chocó contra el suelo a dos pasos de su espalda.
El rey-hechicero se incorporó de un salto y miró en dirección a Rikus; empezó a pronunciar un conjuro, pero se interrumpió de improviso y contempló la ladera con horrorizada expresión. Las negras burbujas del Azote se habían unido unas con las otras hasta formar una larga línea delgada. Los dos extremos se separaron como si fueran labios, para mostrar una boca llena de enormes colmillos.
—Pronto, Gayard —dijo la boca, utilizando el nombre que había tenido Nibenay cuando era un campeón—. Muy pronto.
Una larga lengua verde salió disparada de la oscura fisura para golpear al rey-hechicero. Este lanzó un grito asustado y apuntó a la criatura con el dedo, al tiempo que chillaba su conjuro. Un rayo rojo brotó del dedo, y éste estalló en mil pedazos. La boca se echó a reír, y una nueva lengua asomó por entre los labios.
Nibenay retrocedió, luego se dio la vuelta y corrió tras los otros reyes-hechiceros.