CAPÍTULO 27
La flota en descenso parecía una tormenta de meteoritos nkllonianos, cubriendo el cielo y surcándolo en diagonal como si fuera un ejército de cientos de kilómetros de ancho, chisporroteando y silbando como la estática de los comunicadores y dejando a su paso elevadas torres de humo negro con forma de yunque. Leia, parada en la torreta del cañón en lo más alto de el despacho de Fey’lya, se permitió sentirse intimidada durante dos segundos por aquel espectáculo y permitió que ese tronar reverberase por todo su cuerpo. Había algo primario y hermoso en ese descenso, algo que agitó en ella una determinación que, hasta la muerte de Anakin, creía haber perdido con la juventud.
Han se puso a su lado y le entregó un casco de artillería con comunicador.
—Es el fin del mundo —dijo él—. ¿Quién habría supuesto que viviríamos para verlo?
—Habrá otros mundos, Han —se puso el casco y se abrochó la correa a la barbilla—. Los hubo después de Alderaan.
La sonrisa de Han fue tan de medio lado como de costumbre, pero esta vez más pensativa que engreída.
—Entonces esperemos que éste dure hasta que acaben de llenarnos el fluido de contención.
Rayas de colores ascendían desde los tejados para apuñalar a las flotas atacantes y naves casi invisibles a la vista mostraban sus daños con explosiones blancas y círculos incandescentes de color naranja. Un torrente de bolas de plasma contestó al fuego de los turboláseres. Las torres se derretían y convertían en pilares líquidos de escoria de duracero. En algunos casos, los escudos de los edificios soportaron el primer ataque, para ceder sin remedio al segundo o al tercero. Oscuros enjambres de coralitas y naves yuuzhan vong de menor tamaño formaron una espesa barrera ante la flota en descenso, aprovechando el constante fuego para localizar y atacar a los turboláseres. Estos ataques fueron respondidos por un número muy inferior de cazas atmosféricos de la Nueva República, y una lluvia de restos cayó sobre Coruscant.
La voz del general Rieekan sonó por el comunicador del casco:
—Artillería ligera, ocupen sus puestos, no disparen.
Han se sentó en el asiento del artillero, a un lado del cañón láser, y Leia ocupó el puesto del localizador, al otro. Ella tenía el trabajo más difícil de los dos: usar la pantalla del arma para localizar y establecer un orden de prioridad de objetivos. Han sólo tenía que derribarlos. Leia activó el sensor y empezó a trazar trayectorias, asignando la prioridad en función de la cercanía a su posición.
El número de turboláseres disminuyó de forma continua durante los siguientes diez segundos, pero causando tantas bajas en la flota atacante que Leia tuvo que actualizar dos veces la prioridad de sus objetivos. Para cuando las naves que descendían pasaron del tamaño de la yema de un dedo a ser brillantes unidades negras con forma de cuña, los turboláseres ya habían abierto en la enorme flota brechas del tamaño de lagos.
—¡Abran fuego! —ordenó Rieekan.
Han apretó el gatillo y el aire se llenó del chirrido ensordecedor de los pistones. Su ataque sorprendió a la primera nave, llevándose por delante una de sus alas, por lo que cayó partida en dos. Los siguientes objetivos resultaron ser más complicados. Han tuvo que apretar el gatillo y coser a tiros los cascos para anular sus escudos, pero era más fácil disparar desde una torreta estacionaria que hacerlo a bordo de una nave que maniobraba salvajemente, y Leia y él hicieron que dos naves más se estrellaran contra las torres. No prestaban atención a los coralitas y las naves de poco tamaño que descendían hasta ellos desde todas direcciones. Eran responsabilidad de los cañones láser aún más ligeros que disparaban desde las torres contiguas, y sus expertos artilleros no dejaban acercarse a ningún atacante.
Al final, Leia no pudo encontrar más objetivos en la pantalla táctica. Alzó la vista hacia la oscura nube tóxica alimentada por el humo de las ruinas de Coruscant. Por un momento todo pareció en paz, y entonces se oyó la voz de Rieekan por el comunicador:
—Aguanten ahí arriba. Están enviando a los cazadores asesinos.
Leia estudió la pantalla táctica y vio una línea de naves análogas a bombarderos dirigiéndose a su posición. Han y ella los llamaban «petreonaves».
Eran lo bastante grandes como para encajar uno o dos disparos de un cañón láser ligero, y lo bastante rápidos como para esquivar a los cañones láser menos veloces. Suponían una amenaza más seria que a las que se habían enfrentado hasta entonces. Leia comenzó a asignar prioridades y a introducir los datos necesarios para los objetivos de Han.
Borsk Fey’lya escogió ese momento para aparecer en el ascensor de acceso, flanqueado por dos altos soldados de Defensa Orbital de pelo rojizo y barbillas cuadradas. Sus otros rasgos también eran similares, así que debían de ser hermanos. En los tiempos de Leia, nunca se habría permitido que dos familiares sirviesen juntos en la misma unidad, pero esas normas habían cambiado bajo el mandato de Fey’lya; los bothanos tenían un concepto diferente de la familia.
—Leia, tienes un mensaje en mi oficina —dijo Fey’lya. Su tono enérgico sugería que se había despertado del letargo en el que se había sumido cuando el discurso de Leia no consiguió hacer volver a Coruscant a los senadores desertores con sus naves robadas—. Puedes hablar en mi despacho.
—Ahora mismo estamos algo ocupados —refunfuñó Han, rociando con sus disparos a la primera petreonave—. ¿Lo habías notado?
—Es de Luke Skywalker —dijo Fey’lya—. Parece que está atrapado.
Han dejó de disparar.
—¿En el planeta?
—Cerca del Mar Occidental, si he entendido bien —dijo Fey’lya— había muchas interferencias.
Han apartó la mirada del cañón y miró a Leia. Sabía que ella pensaba lo mismo que él. Si Luke estaba en Coruscant, no había forma de saber dónde estaba Ben.
—Estos guardias se harán cargo de vuestro puesto —dijo Fey’lya, haciéndoles señas.
Leia se levantó de su asiento y se dirigió al ascensor. En lugar de apartarse de su camino, como todos los soldados harían ante un antiguo Jefe de Estado, la pareja apartó la mirada de la suya sin ningún tipo de expresión. Leia supo al instante que algo no iba bien y lo confirmó cuando trató de percibirlos en la Fuerza y no sintió nada.
—Disculpa, soldado —dijo, volviéndose para que no se le viera el sable láser y echándose a un lado para dejar pasar al impostor. Luego miró a su marido.
Han arrugó el ceño. Leia lanzó una mirada intencionada a la pistola láser de Han y desenganchó el sable láser del cinturón. Un reflejo de alarma acudió a los ojos de Han, que sacó la pistola. El yuuzhan vong de su lado se volvió hacia él empujándolo contra la pared que tenía a su espalda. Han se desplomó contra el suelo y disparó al infiltrado sin sacar el arma de la cartuchera.
Leia ya presionaba el sable láser contra las costillas del otro enemigo.
—Rinde…
Se volvió e intentó golpearle en la cabeza con el codo. Ella se cubrió y accionó el interruptor de activación. Se apartó unos pasos, y el impostor se derrumbó a sus pies.
Fey’lya contempló los cadáveres con la boca tan abierta que parecía que la mandíbula se le desprendería como estaban haciendo los enmascaradores ooglith de los soldados.
—¡En mi propia oficina!
—Quizás haya llegado el momento de destruir las torres de datos, jefe —sugirió suavemente Leia.
Los ojos de Fey’lya brillaron, pero cuando iba a responder se detuvo a causa de una atronadora alarma de ataque. Una ojeada a la pantalla indicó a Leia que los infiltrados habían conseguido lo que querían, al menos en parte. Con tres petreonaves alineándose para efectuar una maniobra de aproximación, no había forma de salvar la torreta.
—¡Fuera!
Empujó a Fey’lya y Han al ascensor de servicio y les siguió.
Informaron por el sistema de comunicación al ayudante del general Tomas y salieron diez metros más abajo en el despacho del Jefe de Estado. Un instante después, una serie de explosiones sacudió el techo blindado. La torreta de artillería había sido destruida. Leia vio pasar a Garv Tomas ante una puerta lejana, pero se quitó el casco de artillera y fue directa al centro de comunicaciones de Fey’lya.
—Luke… Luke…, aquí tu hermana… ¿Luke?
Igual habían respondido, pero era difícil saberlo con el rugir de la batalla de fondo. Se estiró y sintió la presencia de su hermano en algún lugar más allá del horizonte. Aunque no tenía la suficiente sensibilidad para saber en qué estado o situación estaba, sí podía saber que seguía vivo.
—Luke si me estás oyendo, estaremos ahí tan pronto como hayamos recargado el fluido de contención del Halcón.
—De hecho, ya lo está.
Leia miró por encima del hombro y vio a Garv Tomas mirando a Fey’lya con el ceño fruncido.
—Le pedí al jefe Fey’lya que les transmitiera la noticia hace algún tiempo.
Fey’lya se encogió de hombros.
—Eran necesarios en el cañón de la torreta.
—Atento a eso, Luke —Leia ni siquiera estaba enfadada. Enfadarse por el egoísmo de un bothano habría sido como enfadarse porque un wookiee mudase el pelo, y sí se les necesitaba en la torreta—. El Halcón está listo. Llegaremos pronto, Luke.
Siguió sin obtener respuesta, sólo una pequeña sensación en la Fuerza. Aunque Leia esperaba que eso significase que Luke la había oído, no había manera de confirmarlo. Podría significar que él la buscaba o que pensaba en ella, o que la echaba de menos, cualquier cosa. Leia se levantó y encontró a Han describiendo los infiltrados a Garv. El general negaba con la cabeza, furioso.
—Los vigilantes de las puertas tienen escáneres epidérmicos y orden de usarlos, pero la desorganización se extiende dentro de mi ejército y afecta a decenas de miles. Nadie quiere dejar atrás a un soldado —Garv se pasó los dedos por el pelo—. Por lo que sé, todos podrían ser infiltrados.
—Era cuestión de tiempo que pasase, Garv —Leia se giró hacia Fey’lya—. Ha llegado el momento de destruir las torres de datos, jefe. Retrasarlo más sería entregar al enemigo una ventaja terrible.
Los ojos de Fey’lya centelleaban furiosos, casi como los de un loco. Leia pensó que se negaría. Se dio la vuelta para contemplar la carnicería que tenía lugar fuera.
—Me abandonáis, ¿verdad? —preguntó—. Como hicieron los senadores.
Han torció el gesto, después cogió su pistola láser como si fuera una porra y levantó una ceja.
Leia le hizo bajar la mano y después se colocó a la espalda de Fey’lya.
—Como los senadores no. Ahora es el momento.
Fey’lya contempló de nuevo la ciudad humeante y finalmente cedió.
—Supongo que lo es —se tomó un instante para reunir fuerzas y después se volvió hacia Garv—. General Tomas, dé orden de destruir las torres de datos, si es que no lo ha hecho ya.
—Muy bien, jefe Fey’lya —el hecho de que Garv no hiciese el gesto de coger su comunicador sugirió que, efectivamente, ya había dado la orden—. Tendré el Primer Ciudadano listo para partir.
Fey’lya gesticuló cansinamente con la cabeza.
—Evacué a cuantos pueda y procure ir usted a bordo. Es una orden, general.
—Sí, señor, tan pronto como mis deberes aquí hayan terminado.
—Ya han terminado —dijo Fey’lya—. No me haga despedirle.
Garv inclinó la cabeza de mala gana.
—Muy bien, entonces.
—Bien —Fey’lya se volvió hacia el transpariacero—. Y dígale al capitán Durm que no me espere. No me uniré a ustedes.
—¿Qué? —preguntó Han—. Si cree que puede hacer algún tipo de trato…
—Han, el jefe no cree eso —Leia se llevó un dedo a los labios y después dijo—: Jefe Fey’lya, no puede hacer nada más aquí.
—¿Y qué podría hacer en cualquier otro lugar? ¿Quién me seguirá después de esto? —señaló al exterior con una mano—. La historia me culpará por lo que pase hoy. No intente decirme que no será así.
Leia no lo hizo. Fey’lya era demasiado listo como para mentirle.
—Hay otras formas de servir.
Fey’lya resopló.
—Quizá para usted, princesa —le dio la espalda y caminó hasta su escritorio—. No para mí, no para Borsk Fey’lya.
* * *
—¡Atención! —el capitán tuvo que gritar para hacerse oír dentro de la cavernosa torreta del turboláser. La batería del comunicador se había apagado con las demás comunicaciones—. Ya viene la segunda oleada.
Luke difícilmente necesitaba la advertencia del oficial. Sólo tenía que estirar el cuello para mirar por un agujero de diez metros del techo y ver las llamaradas naranjas de fricción que caían desde el cielo. Si había alguna diferencia era que este asalto parecía mayor y más rápido que el primero, y que la capacidad de defensa de los turboláseres de Coruscant se había reducido a los dos tercios.
—Esta vez conseguirán pasar —dijo Mara sin leer del todo los pensamientos de Luke. Estaba sentada en un banco de la zona de observación con el tobillo inmovilizado con bacta apoyado en un casco de repuesto—. La primera oleada debió de ser sólo para ablandarnos.
Luke la cogió de la mano.
—Han y Leia conseguirán llegar —le dijo—. Le dije a Borsk dónde estábamos.
—¿Pero se lo dijo él a ellos?
Luke sabía que era preferible no ofrecer falsas seguridades. El miedo que habían sentido en Ben durante toda la mañana se había trocado en una extraña desconexión, y Mara, siempre más realista que optimista, asumió lo peor. Nunca le había gustado contar con los demás y se culpaba por dejar al bebé con Han y Leia al morir Anakin, algo que había hecho que no confiase en nadie más para rescatarlo. Luke había escogido confiar en la Fuerza, aunque sabía que un resultado infeliz lo abocaría a una profunda crisis de fe.
Los turboláseres gemelos comenzaron a disparar rayas azules hacia el cielo. Cada descarga sacudía la enorme torreta con tanta fuerza que parecía que las rodillas de Luke fueran a doblarse. Esta vez hubo muchas menos explosiones y llamaradas naranjas en el corazón de la flota que descendía. Un flujo estable de puntos blancos se hinchaba hasta formar grandes orbes de plasma blanco que chocaban contra los escudos de la batería, reparados a duras penas. Y cada vez, las luces del edificio se apagaban un poco más, y unas cuantas partes más del equipo dejaban de funcionar.
En medio de todo esto, R2-D2 comenzó a gorjear y silbar tan ferozmente que se le podía oír a dos hangares de distancia. Luke dirigió su mirada hacia la zona de tiro número dos, donde el pequeño droide reemplazaba temporalmente a una unidad R-7 dañada. A su lado estaba un oficial de control de tiro que fruncía el ceño y le hacía señas para que se acercase.
—Vuelvo en seguida —le dijo Luke a Mara.
Una bola de plasma consiguió atravesar el escudo y abrió un segundo agujero en el techo blindado. Un instante después, dos bolas más rugieron dentro de la misma torreta estallando contra la pared trasera, llenando la sala de humo y gritos. Uno de los grandes turboláseres quedó en silencio y se oyeron las alarmas de evacuación.
—Espera, Skywalker —Mara se levantó y cojeó tras él—. No irás a ninguna parte sin mí.
Los operarios de los ordenadores empezaron a salir de las zonas de tiro afectadas, pero el oficial que había llamado a Luke se quedó el tiempo suficiente para señalar con un dedo a una videopantalla.
—Su nervioso droide dijo que usted tenía que ver esto —se volvió para irse con los demás, sin dejar de hablar—. Lo ha sacado del receptor de datos de un localizador de blancos. Estaba en un viejo código flash.
La pantalla mostraba una serie de tiempos y coordenadas orbitales, seguido de un mensaje de cuatro palabras: «Byrt. Apuesta cubierta. Calrissian».
—¡Lando! —exclamó Mara—. Podría besarlo.
Luke tecleó los mandos de la consola para solicitar una impresión en plastifino.
—Y yo te dejaría.
* * *
En vez de continuar descendiendo hacia las fauces de la todavía nutrida artillería ligera de Coruscant, la segunda oleada de la flota se detuvo a una altitud de dos mil metros y comenzó a vomitar oscuras líneas espirales. Conforme descendían, las líneas se concretaron en alas con forma de V que sobresalían de pequeños rectángulos negros, para luego definirse en guerreros yuuzhan vong sujetos por enormes criaturas parecidas a mynock. Desde la intimidad del balcón de su despacho, Borsk se admiraba de la manera en que Tsavong Lah organizaba un ataque tras otro, tranquilizando al enemigo a hacerle creer que iba a hacer una cosa cuando lo que hacía era otra distinta. Era una clásica e implacable estrategia de dejarik, y el Maestro Bélico la ejecutaba como un viejo maestro bothano.
Borsk le odió por ello. Los yuuzhan vong le estaban robando todo a lo que había dedicado su vida y se estaban asegurando de que siempre se le recordase como el bothano que perdió Coruscant. Y por eso, le habría gustado poder enseñar a Tsavong Lah la jugada mortal del gambito del zancudo kintano; algo así habría cambiado la manera en la que los historiadores de la Nueva República recordarían al Jefe de Estado Fey’lya.
Cuando los guerreros que descendían comenzaron a arrojar gelatinofuegos sobre el palacio, Borsk tomó un último trago de la copa de coñac endoriano que tenía en la mano, se levantó y se dirigió a su escritorio. Sin permitirse vacilar o temblar, tecleó en el cajón inferior un código que nunca había esperado tener que utilizar. Retiró un pequeño botiquín con un escáner/transmisor, pulsó el interruptor de activación y sostuvo el dispositivo cerca de su corazón. Cuando la luz indicadora empezó a emitir un bip al unísono con sus latidos, lo puso en el centro del escritorio y se inclinó para activar un detonador conectado a la bomba de protones que ocupaba la mayor parte del cajón. La bomba no era muy grande, pero bastaba para destruir toda esa ala del palacio, llevándose consigo todos sus secretos.
Para cuando terminó, las tropas del enemigo ya rodeaban las torres de datos del palacio y se abrían paso por las balconadas exiguamente defendidas. Al no encontrar guardias ante el despacho del jefe del Estado, se hizo descender a un escuadrón en el balcón donde se había parado un momento antes. Borsk esperó detrás de su escritorio y vio cómo los guerreros abrían las puertas a patadas cuando podrían haberlo hecho con sólo tocar un botón. Los primeros dos corrieron a su lado y presionaron los anfibastones contra su cuello. Renunciaron a matarlo en cuanto vieron sus zarpas peludas posadas a plena vista sobre la mesa. Otros tantos más entraron en la estancia para asegurar puertas y equipos. Después, un oficial cubierto de tatuajes se acercó a su escritorio.
Antes de que el yuuzhan vong pudiera preguntar, Borsk dijo:
—Soy Borsk Fey’lya, Jefe de Estado de la Nueva República. Hágame daño bajo su propia responsabilidad.
Sus palabras hicieron bufar burlonamente al yuuzhan vong.
—No parece que tenga mucho que temer por tu parte o por la Nueva República, Borsk Fey’lya.
—Entonces tema por su propio Maestro Bélico —dijo Borsk monótonamente—. Seguro que a Tsavong Lah le gustaría hablar conmigo. Dígale que le recibiré aquí.
—Verás al Maestro Bélico dónde y cuándo a él le plazca —el oficial echó un vistazo al escáner de pulso cardíaco que estaba sobre el escritorio de Borsk—. ¿Qué es esta abominación?
—Un dispositivo de comunicación —mintió Borsk—. Lo puedo usar para comunicarme con todas las tropas de Coruscant.
El oficial lo tiró a la cara de Borsk, más rápido de lo que el jefe de Estado se hubiera atrevido a esperar.
—Dile a tus tropas que depongan las armas y serán respetadas.
—En cuanto acuerde las condiciones con Tsavong Lah.
El oficial golpeó la mano de Borsk con su anfibastón. Algo afilado atravesó la carne peluda y el bothano sintió una oleada de veneno recorriéndole las venas. En ese momento se dio cuenta del débil parpadeo del escáner de frecuencia cardiaca. Recomponiéndose rápidamente, alargó la mano libre y pellizcó el punto de presión del interior de su axila. Después alzó la mirada y se encogió de hombros.
—Inyéctame todo el veneno que quieras. A mí me da igual si a tus dioses les ofrendas un sacrificio en mal estado.
—Te crees demasiado digno, Fey’lya.
A pesar de sus palabras, el oficial se dio la vuelta y dijo algo al aire. Uno de los villip de su hombro contestó algo. Saludó bruscamente con la cabeza y, sin decirle nada al prisionero, dispuso su escuadrón alrededor de varios puntos de la suite de la torre. Borsk deseó que se le hubiera ocurrido llevarse el licor que dejó en el balcón. En cuanto dejó de presionar el punto de presión, supo con certeza que moriría, pero el dolor no era tan dañino como para impedirle sujetar la copa de coñac con la mano herida y, a juzgar por su éxito hasta el momento, podría haber convencido al oficial para que le dejase bebérselo todo.
En el exterior, las tropas de invasión yuuzhan vong continuaban arremolinándose alrededor de las atalayas de Coruscant, intercambiando disparos con los emplazamientos de artillería ligera y reclamando lentamente el control de las fortalezas situadas en lo alto de las torres. Cuando el fuego de cañón disminuyó, las petreonaves se arriesgaron a descender de nuevo, acabando con los pequeños y obstinados focos de resistencia que aguantaban en los desnudos esqueletos de duracero. Finalmente, las naves de desembarco descendieron, desembarcando brigadas enteras de soldados esclavos reptilianos en los tejados conquistados. Los yuuzhan vong se preciaban de ser grandes guerreros, pero Borsk sabía quién estaría pasándolo mal de verdad luchando en el subsuelo.
Borsk ignoró el dolor del brazo y recurrió a su larga experiencia como diplomático para mantener el rostro impasible. Al fin, una gran petreonave se detuvo ante su balcón y de ella desembarcó una compañía de guerreros profusamente tatuados.
Un individuo sin orejas que vestía una capa de vivos colores entró en el despacho y se acercó a Borsk. Tenía los labios cuarteados y el rostro tan mutilado que era difícil distinguir los tatuajes de las cicatrices. Borsk supo que no era Tsavong Lah. Como casi todo el mundo en la Nueva República, había visto la retransmisión que hizo el Maestro Bélico tras la caída de Duro, cuando exigió la rendición de los Jedi, y ni siquiera este espeluznante rostro estaba a la altura del de Tsavong Lah.
—Puedes levantarte —dijo el recién llegado.
—Cuando vea a Tsavong Lah.
El yuuzhan vong alargó la mano y uno de sus subordinados le ofreció su anfibastón. Golpeó la mano envenenada con la parte trasera de la arma. El bothano se mordió la lengua para no gritar, sintiéndose mareado al punto.
—Dile al Maestro Bélico que se dé prisa —dijo Borsk, luchando por mantenerse en pie—. Moriré muy pronto.
—Soy Romm Zqar, comandante de la invasión —dijo el yuuzhan vong—. Debes rendirte ante mí.
Borsk negó con la cabeza.
—Entonces no habrá rendición —En vez de volver a golpearle, Zqar presionó los colmillos de la cabeza del anfibastón contra la mano que presionaba el punto de presión—. ¿Por qué quieres hablar personalmente con el Maestro Bélico?
—Por honor —hacía mucho tiempo que Borsk esperaba esa pregunta y hacía tiempo que había encontrado la respuesta adecuada—. Si he de rendirme, debo hacerlo a alguien del mismo rango.
Zqar se sorprendió de que hablase con la actitud de un yuuzhan vong. Hubo algunos minutos de silencio. Borsk estaba cada vez más mareado y la luz de su medidor de frecuencia cardiaca parpadeaba con más lentitud. Finalmente, uno de los villip del hombro del comandante respondió. Zqar asintió, pronunció una única palabra yuuzhan vong y ordenó a los demás que evacuasen el despacho.
Cuando sus subordinados entraron en la petfeonave que esperaba en el balcón Zqar dijo:
—No eres un igual de Tsavong Lah, pero te envía sus elogios —chasqueó el anfibastón y la cabeza hundió los colmillos envenenados en la mano que mantenía en el punto de presión—. Tsavong Lah cree que el gambito mortal del zancudo kintano es el único movimiento digno de tu infiel juego de dejarik.
* * *
El destello de la detonación habría sido visible desde la órbita incluso sin el alimento del gran ojo del Kratak. A través de la lente, Tsavong Lah contempló la blanca esfera de un kilómetro de diámetro que desató la bomba mortal de Fey’lya. Se mantuvo durante muchos segundos y su calor fundió las fachadas de las torres circundantes, destrozando todas las naves de coral yorik en doscientos metros a la redonda. Además, acabó con la nave en la que se alejaba el comandante Zqar, con dos naves de desembarco y al menos veinte naves menores más, buena parte del palacio imperial y, por último, quizá veinticinco mil yuuzhan vong.
—Debí hacer que Zqar le dejara morir desangrado —dijo Tsavong Lah—. Nuestras pérdidas de hoy son ya demasiado excesivas.
—Me alegro de que usted no se encuentre entre ellas, Maestro Bélico —Seef estaba a su lado, al borde del gran ojo, contemplando el mundo que estaban conquistando. Sostenía en las manos el villip del sacerdote Harrar, a que el Maestro Bélico había enviado a Myrkr para consagrar la captura y regreso de los gemelos Solo—. La eminente Harrar fue sabio al avisarle para que no bajase.
Tsavong Lah pensó sobre esto, después se dirigió al villip.
—Seef elogia tu sabiduría, amigo mío. Ella tampoco cree que esté preparado para acudir ante Yun-Yammka.
—No se trata de que estés preparado, Maestro Bélico —dijo el villip de Harrar—. La cuestión es lo que desean los dioses. Si no fue su voluntad llevarte a su lado cuando el Sunulok fue destruido, habría sido una blasfemia permitir que te matase el infiel.
El Maestro Bélico volvió a mirar al palacio imperial y contempló como la ardiente esfera se contraía sobre su propio vacío, dibujando nubes de humo, escombros y cuerpos que caían. La explosión había aniquilado lo que los diagramas de Viqi Shesh identificaban como las alas administrativa y ejecutiva del palacio imperial. Sólo la gran cámara de reuniones y las oficinas senatoriales habían quedado más o menos intactas, y no había motivo para creer que contuvieran los vitales registros que los yuuzhan vong esperaban capturar.
—No estoy muy convencido de que los dioses estén tan complacidos con mi supervivencia, Eminente Harrar —Tsavong Lah miró las escamas y espinas que sobresalían de la carne que todavía se pudría en su hombro y después dijo—: Es mejor morir al servicio de un final victorioso que sufrir la desgracia de ser un Avergonzado.
—¿Entonces, vuelve a progresar la corrupción? —preguntó Harrar.
—No ha disminuido —corrigió Tsavong Lah—. Los dioses me han entregado Coruscant. Ahora yo debo entregarles a los gemelos Jeedai.
—Lo harás, Poderoso —era una señal de amistad que Harrar lo llamase así; los sacerdotes rara vez sentían tanto respeto por los guerreros—. La astucia de Vergere ha dado frutos. Informa que Jacen Solo es ahora su prisionero.
—¿Y Jaina Solo?
—La última vez que hablamos, Nom Anor me aseguró que la tenía a su alcance.
Seef suspiró aliviada, pero el estómago de Tsavong Lah se indispuso. Yal Phaath ya había contactado con él para quejarse de la destrucción del grashal de clonaje y de la pérdida del voxyn primario, por lo que sabía lo escaso que era realmente el alcance de Nom Anor. Cruzó sobre el pecho su mano con la garra de radank y se inclinó hacia el villip de Harrar.
—Gloria a los dioses, Eminencia. Todo Coruscant espera tu regreso.
* * *
Volvieron a dar la vuelta con el Ksstarr. La máscara localizadora de blancos que cubría el rostro de Jaina le mostró las tres corbetas de coral yorik que se acercaban de frente. Tras ellas, la silueta de la mundonave se recortaba contra Myrkr, como un enorme disco gris que tapaba a otro disco verde aún más grande. La cuenca donde había visto a Jacen por última vez era más pequeña que la última vez que pasaron por allí, aproximadamente del tamaño del ojo de un fefze.
—¡Zekk! —gritó dentro de la máscara localizadora—. ¡Estamos más lejos!
—Porque ellos siguen acercándose —gruñó Zekk en respuesta—. No le salvaremos dejándonos matar. ¡Despéjame un camino!
—¡Hecho!
Jaina maldijo a Zekk llamándole cobarde hijo de Sith, y levantó el pulgar izquierdo. El guante de control de la mano activó la retícula de blancos de la máscara, que consistía básicamente en un juego de anillos progresivamente borrosos. Concentró la mirada en la zona de la derecha y, mediante prueba y error, sin tener ni idea de qué podían significar aquellos extraños destellos en el visor, movió la mano derecha en un baile de dedos que enfocaba cada anillo concéntrico donde quería. Cuando el disco interior mostraba una imagen nítida del objetivo, daba un puñetazo con la mano izquierda.
De fuera de la blástula le llegó el sonido del cargador automático de una ametralladora de plasma, seguido del estallido ensordecedor de la carga activadora ionizando su entorno. La máscara de Jaina se oscureció y la resplandeciente esfera pasó como un rayo.
El visor se aclaró unos dos segundos más tarde. Su esfera de plasma trazaba un arco hacia el objetivo y una larga hilera de proyectiles enemigos se dirigía hacia ella.
—¡Vienen! —gritó.
Zekk forzó a la fragata a virar bruscamente y se alejaron de la mundonave.
—¡Zekk!
Lowbacca la interrumpió con un bramido urgente.
—¿Una flota? —gritó Jaina.
Movió el cuello, y una docena de manchas oblongas aparecieron en la máscara, entrando desde los confines del sistema. Se le heló la sangre. No era exactamente una flota, pero quedarían atrapados como intentasen volver a la mundonave.
Una ráfaga de bolas de plasma pasó ardiendo bajo el vientre del Ksstarr, seguida de otra que rozó a Tesar en el puesto defensivo de popa ates de impactar contra el casco. La fragata se estremeció.
La voz de Zekk traspasó la máscara:
—¿Jaina, qué quieres que hagamos?
Jaina no pudo contestar. Sólo podía hacer una cosa. Pero ¿cómo iba a abandonar a Jacen tras reprocharle que abandonase a Anakin? ¿Cómo? El Ksstarr volvió a estremecerse. Se oyó un ruido húmedo en alguna parte, como el de la válvula de una puerta sellando una brecha al vacío.
—¡Jaina! —gritó Zekk.
—Yo…
Las palabras se le atragantaron, como si se ahogara. Cerró el puño y lanzó una esfera de plasma que surcó el espacio como un rayo.
—Lo mejor para Jacen es que huyamos —dijo Tenel Ka—. Puede que al tener un solo gemelo retrasen el sacrificio lo suficiente como para que podamos organizar una expedición de rescate.
«¿Qué rescate?» —pensó Jaina. Ya habían perdido demasiados Jedi. Ni siquiera Luke podría arriesgarse más para salvar a Jacen. Pero eso no detendría a Jaina. Nadie lo haría.
—Eso es lo que hacemos —dijo Ganner—. Es lo mejor para Jacen.
—¿Jaina? —preguntó Zekk—. Tu hermano.
«Tan sólo hazlo pensó Jaina. No me hagas decirlo».
—Muy bien —Zekk hizo virar la nave para alejarse—. Creo que lo he entendido.
—Ézte cree que zí lo entiendes —dijo Tesar—. Todoz lo entendemos.
No era posible. La máscara se llenó de lágrimas. Jaina estiró el cuello y la mundonave volvió a ser visible, no más grande que un puño. Cerró los ojos y se concentró en ese lugar de su pecho que siempre había pertenecido a Jacen. Lo sintió ahí, apenas durante un parpadeo y entonces lo perdió, y no pudo sentir nada aparte de su propia rabia, y su odio y su desesperación.
—Volveremos, Jacen —dijo, encontrando fuerzas para hablar—. Aguanta. Volveremos a por ti.
* * *
Por lo general no resultaba conveniente recorrer la superficie de un planeta con la gravedad artificial de la nave completamente activada. Las percepciones conflictivas de arriba y abajo hacían estragos en el sentido del equilibrio de la mayoría de las especies, y Leia podía sentir los efectos en su revuelto estómago y en la forma que le daba vueltas la cabeza. Casi podía oír por el comunicador, y oler en el sistema de circulación, el efecto que estaba teniendo en los pasajeros.
No se podía hacer nada. Con las bodegas llenas de pasajeros sin sujeción y el Halcón esquivando y balanceándose a través de los aerocarriles de Coruscant con un escuadrón de coralitas siguiéndole de cerca, necesitaban algo que los mantuviera a todos pegados al suelo. Si eso implicaba que Leia tendría que esterilizar luego la nave entera, consideraría un privilegio estar viva para poder hacerlo.
Han puso al Halcón boca abajo y lo elevó sobre un puente, después se cruzó con dos coralitas que venían de frente y tuvo que descender a los oscuros niveles inferiores. Las torretas láser, manejadas por Meewalh y un artillero del palacio, dispararon sobre la popa. Alcanzaron a uno y un estruendo ensordecedor agitó las torres. Su éxito no tuvo efecto en el número de esferas de magma que llovían por todas partes.
Leia volvió a la gran silla del copiloto, comprobó el mapa en la videopantalla y maldijo:
—Nos hemos pasado la desviación.
—Ya lo sé.
—Por supuesto, querido.
Han niveló el Halcón y lo hizo girar. Los cañones cuádruples superiores resoplaban constantemente mientras Meewalh acribillaba la panza de media docena de coralitas sorprendidos. Después Han ladeó el Halcón y lo metió por un estrecho carril lateral. Leia tuvo que agarrarse al brazo de la silla para incorporarse hasta donde poder ver el mapa.
—A la izquierda en tres, dos…
—Entendido.
Han niveló el Halcón y se dirigió hacia las frías y húmedas catacumbas, bajo el Gran Mar Occidental. Meewalh y el artillero de palacio acabaron con otros dos coralitas. Han mojó el Halcón al atravesar una cascada, dio tres giros rápidos y los coralitas dejaron de verse.
—No está mal para un anciano —Leia se centró en su silla—. Igual Corran puede enseñarte a pilotar un Ala-X cuando salgamos de ésta.
—Si es que a Eclipse le queda alguno —dijo Han.
Se adentraron por el oscuro laberinto de edificios mohosos y pilares llenos de musgo que servían de apoyo al lecho del lago. Después sacó el morro del Halcón de debajo de la playa de ferrocemento y se deslizaron sobre sus repulsores. Frente a ellos tenían los restos humeantes de una batería de defensa planetaria. Las armas han sido reducidas a escoria. La enorme estructura de sujeción parecía más el cráter de un meteorito que un edificio.
—¿Es ésta? —dijo la voz de Han llena de incredulidad.
Leia comprobó la pantalla.
—Ésta es.
Han profirió una maldición.
Leia sabía lo que estaba pensando Han. Temía que hubieran llegado demasiado tarde, pero Han sabía que ella tenía otros recursos y esperó y no dijo nada. Era el mismo Han de siempre, sí, pero de algún modo se había adaptado a ella de un modo que el viejo Han nunca habría aceptado. Estaba empezando a gustarle eso. A gustarle de verdad.
Leia cerró los ojos y alcanzó a su hermano en la Fuerza. Intentó dejar que las sensaciones de su presencia la llevasen hasta él, como cuando Darth Vader le cortó la mano en Bespin. Tras unos instantes levantó un brazo y, sin mirar, señaló la dirección en la que estaba.
—Allí —dijo ella.
—¿Quieres decir justo ahí? —preguntó Han—. ¿Por dónde ha aparecido esa nave invasora?
Leia abrió los ojos y vio la pequeña montaña que era la nave de desembarco yuuzhan vong descendiendo hacia la torre que estaba señalando.
—Sí —dijo ella—. Más o menos allí.
* * *
Haciendo piruetas con el pie bueno, Mara se quitó la venda de bacta y le dio una patada a un yuuzhan vong. Éste cayó y ella continuó dando vueltas, acuchillando con su sable láser al que tenía detrás. Después se protegió del ataque de un anfibastón que la hostigaba desde la derecha y vio cómo Luke abría su guardia para acabar con uno que iba a por ella. Mara puso la pistola láser bajo el brazo y disparó dos veces, una a cada lado de la cabeza de Luke, abriendo un agujero entre los ojos de los dos yuuzhan vong que corrían para atacarle.
Luke sonrió y barrió los pies de un guerrero joven desde abajo, cuando este se abalanzó contra él. Por cada guerrero que mataban aparecía una docena más que se precipitaban a morir en sus manos. Saltaban en parejas con sus alas animales, aterrizando en medio de la línea de fuego de turboláseres y empezaban a lanzar enjambres de insectos y a encajar disparos. La carga de los yuuzhan vong vaciló y se redujo hasta desaparecer cuando los artilleros abrieron fuego con sus rifles láser.
Un oficial júnior, uno de los dos que quedaban en la batería, fue hasta ellos.
—Debemos irnos de aquí, ir abajo.
—¡No! —le dijo Mara—. El Halcón no podrá encontrarnos dentro de un edificio.
—No importará mucho —el oficial señaló a una nave de desembarco de mil metros de eslora que se estaba situando sobre el edificio—. Como dijo la dama: «lucha hasta que no puedas luchar más».
Vuestros amigos no vendrán. Les haremos más daño abajo.
La nave de desembarco hizo llover gelatinofuegos que fundían agujeros en el tejado de duracero del tamaño de una mano. Uno aterrizó demasiado cerca y arrancó un silbido de alarma a R2-D2. Mara y Luke empezaron a utilizar la Fuerza para redirigir los que iban en su dirección.
—¿Qué piensas? —preguntó Mara a Luke. Sabía que él todavía percibía a Leia buscándolos—. Quizá sólo estamos haciendo que vengan para que se metan en aprietos.
Las escotillas de la panza de la nave de desembarco se abrieron y empezaron a soltar cables por los que ya se descolgaban esclavos reptilianos utilizados como soldados. Una docena de cables aterrizaron en su edificio.
Luke levantó la pistola láser y abrió fuego.
—Tenemos que aguantar. Han y Leia no cejarán hasta que encuentren la forma de salvarnos.
Mara asintió.
—Vale. Ben está a salvo. Confiaré en la Fuerza para lo que nos queda.
* * *
—¿Dónde está todo el mundo? —preguntó Han sin dirigirse a nadie en particular, y menos a Leia—. ¿No podrían quedarse en el mismo sitio durante cinco minutos?
La torre era uno de esos trabajos de mirracero con un tejado escalonado, y por supuesto, el destello de sables láser y pistolas láser siempre estaban donde no debían hasta que Leia descubrió por fin a Luke y a Mara junto al personal de artillería. Les llevó cinco minutos de vuelo salvaje rodear la zona y aproximarse al tejado por el lado de Luke, y para entonces los miembros de la Nueva República ya corrían hacia las escaleras.
—Ajústate la red de seguridad —dijo Han—. Y arma los misiles de impacto.
—¿Los misiles de impacto? —dijo Leia con la respiración entrecortada—. Han…
Han apartó la mirada de los tejados y la posó en ella.
—¿Sí?
Leia tragó saliva, después alcanzó los controles del armamento.
—¿Cuántos?
Han sonrió de medio lado.
—¿Cuántos crees?
—Todos —Leia empezó a pulsar los controles necesarios.
Han descendió y aceleró pasando bajo la nave de desembarco a apenas tres metros sobre los tejados. Demasiado lenta para reaccionar, la gran nave liberó una descarga de gelatinofuegos que hizo más daño a los reptilianos de sus líneas de ataque que al muy escudado Halcón. Han cerró de golpe los desaceleradores, esperando no carbonizar iónicamente a Luke o Mara, y puso la nave vertical, sobre la cola.
—¡Fuego!
Leia pulsó el lanzador. El primer par de misiles brilló y chocó contra la panza de la nave de desembarco antes de que su tripulación pudiera reaccionar. La onda expansiva hizo temblar al Halcón hasta la cola. Disparó la segunda y la tercera descarga. Para cuando disparó la cuarta, la enorme nave ya escupía fuego por las bodegas de descarga y de su casco llovían despojos de coral yorik.
Las tropas de la Nueva República volvieron sobre sus pasos. Han no podía ver a Luke y Mara, pero sabía con seguridad que estarían muy cerca.
—Baja la rampa de acceso —Han posó el Halcón sobre sus soportes—. Y hazlo…
Leia ya corría hacia al túnel de acceso. Meewalh y el artillero de palacio mantenían a raya a los reptilianos con los cañones cuádruples. Han hizo bajar el cañón láser retráctil de repetición por si acaso. Se mantuvo a la expectativa de que la nave de desembarco lanzase contra él una andanada en respuesta, pero pronto se percató de que el peligro real consistía en morir aplastado bajo las petreonaves envueltas en llamas que se estrellaban alrededor del Halcón. Igual se había pasado con tanto misil.
Han retiró el cañón retráctil. Tan pronto como la luz de situación indicó que la rampa se elevaba, despegó y pasó como un rayo bajo la nave de desembarco, descendiendo hasta los aerocarriles y bajo el Gran Mar Occidental, guiándose más por los sensores y la pantalla del mapa que por lo que podía ver. Ya estaban en el centro del mar cuando Luke entró en la cabina con Mara, Leia y R2-D2.
—Gracias por el paseo —Luke se abrazó al hombro de Han y se instaló en el asiento del copiloto—. Empezábamos a pensar que no lo lograrías.
—Había un atasco de muerte —Han echó una ojeada al mapa que había en la pantalla de Leia y se dispuso a preguntar a Luke por el mejor sitio para salir a órbita, pero se lo pensó mejor e hizo un gesto con el dedo al fondo de la cabina—. Lo siento chico, pero ese asiento es de Leia.
Luke palideció.
—Perdona —se levantó y sacó un trozo de plastifino de su bolsillo—. Sólo quería darte esto.
La cabina quedó sumida en un silencio incómodo. Luke hizo el gesto de darle el plastifino a Han, pero lo pensó mejor y se volvió hacia Leia.
Han torció la mirada.
—Oye, no quise decir nada con eso. Es que necesito a mi copiloto en su asiento y a ti en la ametralladora de la panza. Sólo eso.
Se podía respirar el alivio en la cabina y Han se conformó con dejarlo así. Lo último que quería era a alguien pidiendo perdón por la muerte de Anakin. Eso habría trivializado su sacrificio, implicaría que Anakin había muerto para nada.
—¿Qué? ¿Os ponéis ya a ello? —preguntó Han—. Mara, tú podrías revisar y recargar los lanzadores de misiles. En esta bañera hay a un montón de gente con ganas de salir de aquí.
—Claro.
Mara y Luke se hicieron a un lado para que Leia pudiera acomodarse en su asiento. Entonces Luke le dio el plastifino y le explicó su origen. Cuando terminó, el Halcón ya volaba a toda velocidad alejándose del Mar Occidental. Han se introdujo en los aerocarriles y empezó a esquivar los restos de los puentes derruidos. Dejaron que R2-D2 se enchufase a la conexión para droides. Luke y Mara volvieron a sus puestos de combate.
Leia le miró por encima.
—¿Mi asiento?
—Lo has hecho todo bien —Han miró al enorme asiento del copiloto—. El viejo asiento de Chewbacca —después añadió—: Si salimos de ésta con vida lo haremos oficial y te conseguiremos un asiento de tu tamaño.
Leia levantó una ceja.
—Eso ya sería algo —estudió el plastifino, comprobó el cronómetro e introdujo una serie de coordenadas.
—Llévanos allí, piloto.
Han aumentó la potencia y empujó la palanca. El Halcón pasó como un rayo junto a las torres de cañones y ascendió en el cielo opalescente.
Dejaron atrás a las naves de desembarco y de asalto antes de que los yuuzhan vong pudiesen reaccionar, pero al abandonar la atmósfera, una nave análoga a un crucero, designada como el Kratak, lanzó sus coralitas contra ellos y se dispuso a bloquearles el paso. Meewalh y Luke la silenciaron con sus cañones cuádruples. R2-D2 gorjeaba y silbaba, buscando una voz amistosa en los canales de comunicación.
Han activó el comunicador.
—Mara, ¿cómo va eso?
—Tres cargados.
—Servirán —Han trató de parecer confiado—. Aguanta…
R2-D2 vibró como un loco. Entonces la voz familiar de Danni Quee sonó por el sistema de comunicación:
—Halcón, cambie de rumbo diez grados, continúe con esa velocidad y no dispare los misiles de impacto.
Han obedeció instintivamente, y echó un vistazo a la pantalla táctica. Por allí sólo había coralitas.
—Esos diez grados no tienen buena pinta.
—La tendrán —se oyó decir a Lando.
Mara entró al instante en el canal.
—¿Calrissian? ¿Qué haces? No quiero que…
—Tú paquete está a salvo con Tendrá —contestó—, a bordo del Ventura.
Han miró por encima. Leia sólo podía encogerse de hombros y agitar el plastifino que Luke le había dado.
—Confías en mí —dijo Danni.
R2-D2 gorjeó, y un escuadrón Jedi apareció en la pantalla táctica atacando a los coralitas por el flanco.
—Recibido —Han continuó hacia los coralitas—. ¿Qué podemos perder?
El enemigo continuó hacia ellos durante unos segundos y volvió a disparar. Luke y Meewalh devolvieron el ataque y el Kratak se apresuró a unirse al combate. Las primeras bolas de plasma explotaron contra sus escudos delanteros.
Entonces el escuadrón Jedi alcanzó distancia de tiro y abrió fuego, y desapareció la mitad de los coralitas.
De pronto, el crucero pareció tener otras preocupaciones y viró alejándose de la batalla, y sus coralitas se sumieron en el caos. Cuatro de ellos giraron para afrontar ese nuevo reto, todos moviéndose en direcciones distintas y sin ninguna posibilidad de concentrar su fuego. Otro par chocó entre sí. Los seis coralitas que iban en vanguardia siguieron adelante sin ser conscientes del peligro que tenían detrás. El escuadrón Jedi efectuó otra descarga, y no hubo nada entre el Halcón y la libertad.
—¿Crees que podrás hacer pasar al pájaro por ahí, viejo pirata? —comunicó Lando—. Hasta tú deberías ser capaz de hacerlo.
Han se quedó sin palabras. Un disciplinado escuadrón de coralitas no se disuelve en un desbarajuste que habría avergonzado a un banda de aeromoteros. El Ventura apareció en la pantalla táctica y se dirigió hacia allí.
—¿De verdad acaba de pasar eso? —preguntó por fin.
—Eso creo —dijo Luke por el comunicador—. Acaban de bloquear a un yammosk —conectó con el canal general de comunicaciones y agregó—: Danni, Cilghal, mis felicitaciones. Vuestro éxito llega tarde para salvar a Coruscant, pero me da esperanzas para el futuro.
—Nos da esperanzas a todos —dijo Leia—. Gracias.
El resto de las fuerzas de Eclipse añadieron sus felicitaciones, y Luke volvió a hablar por el canal:
—Vamos a reunimos con el Ventura y acudamos todos al lugar de encuentro previsto —dijo—. E id con cuidado. Tras la conquista de Coruscant, la responsabilidad de mantener viva a la Nueva República recae sobre los Jedi.
Han inclinó el Halcón hasta alinearlo con el resto del convoy y empezó a calcular si podrían hacer incluso ese salto corto hasta el punto de encuentro llevando tantos pasajeros a bordo.
—Leia, ¿cuántos soldados recogimos en el tejado?
Al no obtener respuesta, Han miró por encima para encontrar a Leia sumida en meditación, el rostro cansado y pesaroso. El corazón se le subió a la garganta. Tenía una mirada en el rostro que sólo le había visto una vez.
—¿Qué? —preguntó Han—. ¿No serán los gemelos?
El rostro de Leia permaneció cansado y triste, pero también se volvió temerosamente reposado.
—Están vivos, pero en apuros. Terribles apuros.
—Erredós, abre un canal con el Ventura —ordenó Han—. Nos desharemos de todos estos e iremos a por ellos, Leia. Tú y yo solos.
Leia posó una mano en la de él y negó con la cabeza.
—No, Han. Aunque supiéramos dónde buscarlos y consiguiéramos llegar allí con vida, ése no sería el problema. Deben rescatarse solos.
Han frunció el ceño. Le sonó a problemas de Jedi, y de la peor clase.
—¿Y si no lo consiguen?
—Lo conseguirán —Leia cerró los ojos y le agarró de la mano—. Lo conseguirán.