—Erika —dijo Susso—. Aquí pone algo sobre una tal Erika también.

Había sacado los amarillentos artículos de los periódicos del maletín y los había extendido por encima del sobre para ordenarlos, y como había pensado que todo trataba sobre Magnus se sorprendió al encontrar a una niña con el pelo largo y oscuro entre los papeles. Gudrun le echó una mirada de soslayo.

—¿Y qué pone?

—«Continúa la búsqueda de Erika Löf, la niña de once años desaparecida hace dos semanas…»

Se calló y se puso a hojear los recortes. Las vibraciones del coche hacían que los papeles temblaran entre sus dedos.

—Termina de golpe. El último recorte es del ocho de mayo del setenta y nueve. Eso querrá decir que la encontraron.

—Pero ¿por qué se habrá quedado con el recorte? —dijo Gudrun.

Susso se encogió de hombros.

—Pensaría que tendría algo que ver con lo de Magnus.

Gudrun pensó en alto:

—El hecho de que exista la ardilla, que está aquí en el coche con nosotros, viva después de todos estos años, hace indicar que lo que Esther le contó a Sven era verdad. No lo demuestra pero indica que sí. ¿Verdad? Y en tal caso, no hay razones para dudar de la afirmación de la madre de Magnus cuando dice que un gigante salió del bosque y se llevó a su hijo.

—Yo lo que quiero saber es adónde ha ido a parar el Hombre de Vaikijaur —dijo Susso—. Hemos bajado hasta aquí para encontrarlo, no por otra cosa. Por Mattias. Personalmente, ese Magnus me da igual. Fue hace veinticinco años.

—Puede ser el mismo secuestrador.

Susso suspiró y se quitó el gorro.

—¿Estás segura de que la hija de Dahllöf, la que llamó de Escania, no sabía nada más? ¿Algo que no quisiera decirnos?

—Bastante segura.

—¡Pero no puede desaparecer sin más!

—¿Qué quieres decir?

Susso se golpeó el muslo con la mano varias veces.

—¿Adónde fue a parar cuando echó a correr hacia Björkudden?

—Ni idea. Pero puede que la ardilla lo sepa. O Mona…

Habían salido de la ciudad. El cielo se había encapotado y los primeros copos acuosos ya caían sobre el parabrisas. En los diques que enmarcaban los campos grises, los juncos se elevaban en densos sotos y Susso pensó que resultaba extraño que crecieran allí, en unos campos de labranza. Bajó la mirada hacia el mosaico de recortes que descansaban sobre su rodilla pero no consiguió leer, y no tardó en dirigir los ojos a la ventanilla otra vez. Las náuseas estaban creciendo en su interior.

—Llama a Cilla otra vez —dijo Gudrun y se tapó una fosa nasal con el nudillo mientras expulsaba aire por la otra.

—Estará bien —dijo Susso con una voz apagada.

—¿Por qué no contesta, entonces?

—Habrá muchos clientes en la tienda.

—Siempre contesta al móvil.

—Puedes parar un momento…

Gudrun la miró de reojo una vez, y luego una vez más. Después aflojó la marcha y detuvo el coche en una parada de autobús. Lo hizo sin utilizar el intermitente. El ruido de un claxon atravesó el aire y Gudrun dijo: «Tranquilo».

Susso reunió los recortes y metió el sobre detrás del maletín, abrió la puerta y salió. Se llenó los pulmones de aire fresco y húmedo. Acababan de atravesar un puente y el paisaje se abría a su alrededor. Campos de color gris amarillento, y el bosque a lo lejos. Como una hueste que aguardaba oscura. En la hierba marchita y aplastada junto a la cuneta había un tapacubos agrietado, y una angelica sylvestris había atrapado una bolsa de plástico que crujía al viento.

Torbjörn también salió del coche, pero dejó la ardilla dentro. Subió la cremallera de su anorak y miró a Susso con los ojos entornados contra el viento.

—¿No te encuentras bien? —dijo.

Susso asintió con la cabeza y dio un pasito hacia un lado para que un coche blanco de grandes dimensiones, que pasaba con un rugido, no le salpicara.

—No sé lo que me pasa.

—¿Y no crees que puede ser por la ardilla? Porque yo tampoco me encuentro bien.

—¿No?

Torbjörn negó con la cabeza y tragó. Después se inclinó hacia adelante y escupió sobre el asfalto. Susso abrió la puerta del coche para preguntar a su madre si ella también se sentía mal, pero Gudrun estaba hablando por teléfono, y a juzgar por su tono estridente no era aconsejable interrumpirla. Por fin habría conseguido hablar con Cecilia y tendría alguna que otra cosa que decirle.

—Sentí algo parecido la noche en que me persiguieron por el parque. Y también cuando salimos con la motonieve. Justo antes de que esos tipos nos asaltaran. Pensé que eran migrañas o algo así.

—No me lo habías dicho.

—No sabía lo que era.

Torbjörn había sacado la caja de snus. Giró la tapa para abrirla, sacó una bolsita e incluso llegó a arrugar el labio superior ligeramente, pero no se metió la bolsita. Una idea lo había detenido en medio del movimiento y se quedó unos segundos con la bolsita entre los dedos antes de introducírsela en la boca.

—El murciélago… —dijo.

—Ya —dijo Susso—. Ahora me doy cuenta. Pero ¿de dónde salió?

Torbjörn la miró sin contestar.

—¿Tienes el vídeo que grabaste?

Comenzó a hurgar en el bolsillo en busca del móvil y al mismo tiempo oyó el ruido de una puerta que se cerró de golpe. Gudrun estaba dando la vuelta al coche con pasos apresurados. Estaba uniendo las dos partes del cuello de su anorak con la mano para que el aire frío no le entrase.

—¡La tienda ha estado cerrada todo el día y Ella no ha ido a la guardería! Y Tommy tampoco ha conseguido dar con ella.

—¿Te encuentras bien? —dijo Susso.

—Tommy iba a ir a su casa —dijo Gudrun y sacó el móvil para asegurarse de que no estuviera sonando—. Por Dios. Y si le ha pasado algo… Y a la niña…

Susso cruzó los brazos sobre el pecho.

—Estará enferma, sin más.

—Pero ¿por qué no contesta al móvil entonces?

—¿Y tú, cómo estás?

—Pues preocupada, ¿qué te crees?

—Ya, pero ¿cómo te encuentras? ¿Te duele la cabeza? ¿O tienes náuseas? Porque tanto Torbjörn como yo estamos mal y pensamos que puede ser por culpa de la ardilla.

—Ya, claro, tú échale la culpa a la ardilla. Estaréis resacosos.

—¿Te acuerdas de que te pregunté si alguna vez habías tenido migrañas? —dijo Susso—. Cuando venía del parque y me habían perseguido. Esto es algo parecido, y Torbjörn también lo nota.

—En tal caso no es tan extraño —dijo Gudrun—. Si es como dice Torbjörn, que le hable dentro de su cabeza.

—No es que hable, exactamente…

—Bueno, pues se comunica.

—¿No has notado nada, entonces? —dijo Susso—. ¿Un dolor?

Gudrun negó con la cabeza.

—Bueno, no sé —dijo y apartó la cabeza del viento, que le estaba azotando el pelo y hacía que ondearan sus puntas teñidas de rubio—. Un poco, quizá. Es difícil decir a qué se debe después de todo lo que ha pasado. Me duele la cabeza sólo de pensar en lo que Barbro nos ha contado. Que la ardilla, esta ardilla que está en nuestro coche, sea la misma criatura que John Bauer trajo de Laponia hace cien años.

Sacó la barra de cacao y se la pasó por los labios.

—No es fácil asimilar eso. Así que, claro que duele.