La larga luz que nos sostiene, y después la oscuridad, que nunca termina de irse, o deberíamos decir apartarse, y que se amontona en pliegues gruesos alrededor de las centelleantes mechas verdes de la aurora boreal, esas fuerzas extrañas y opuestas entre sí, es sobre todo donde debemos buscar la respuesta de por qué fue justo nuestra familia, los Myrén, la que comenzó a investigar y, con el tiempo, a revelar la verdadera existencia de los trolls.

A papá le atraía el dramático juego entre luces y sombras, y también el propio paisaje, claro. Y él nos arrastró.

Recuerdo que decía o, mejor dicho, cantaba lo siguiente: «Suecia, Suecia, tierra de fieras, tierra invernal con fuego boreal».

La canción formaba parte de sus campañas comerciales.

Porque él veía el paisaje. Y lo fotografiaba.

Veía y fotografiaba todo lo que se podía ver y fotografiar.

Y con eso quiero decir todo.

¿Qué idea tienen de nuestra tierra, esa tierra circumpolar, aquellas personas que no tienen derecho a llamarse «hiperbóreos»? ¿Que es una región barrida por el viento, reventada por las heladas, amplia y yerma, y en general miserable, con una población escasa, por no decir casi inexistente? ¿Que es difícil vivir aquí, pero también bello? ¿Está el reno en la ladera de la montaña, con el pecho prominente y un nimbo de escarcha alrededor de su elevada cornamenta, desde la cual parecen brotar los hilos de luz de la aurora boreal? ¿Oyen cómo aúllan los lobos? ¿Oyen el tambor del chamán, el más grande? ¿Oyen el misterioso canto lapón desde las tinieblas de la tienda, donde relucen los rescoldos del fuego y brillan los ojos?

Yo lo sé. Puede que sepa mejor que cualquier otra persona cómo se construye esa imagen, y esto se debe a que he conocido a una enorme cantidad de turistas. Los autobuses del aeropuerto vuelcan su carga delante de mi escaparate, y de allí también se inician y terminan las visitas guiadas a las minas. Y estoy agradecida de ello, naturalmente. Si la tienda no hubiera tenido una ubicación tan central, en la misma Casa del Pueblo, justo al lado de la oficina de turismo, que da la impresión de ser una institución oficial casi ilícita, me habría muerto congelada.

Puesto que mi tienda está ubicada aquí, suelo ser la primera persona de Kiruna con la que hablan los visitantes que vienen a la ciudad, por lo que he llegado a adquirir, a lo largo de los años, una perspectiva única sobre las ideas que tiene la gente acerca de las condiciones de vida en estos parajes del lejano norte.

El malentendido más común trata sobre la naturaleza de la noche polar. La gente tiende a pensar que en invierno andamos a ciegas, envueltos en brumas negras día y noche, y muchos se quedan sorprendidos y posiblemente incluso decepcionados al descubrir que no es así. De día caminan dando vueltas, como si estuvieran deslumbrados por la ausencia de la oscuridad. ¿Esto es todo? ¿No hay más oscuridad que ésta?

Que durante una temporada la inclinación del eje de la Tierra alcance tantos grados que no llegamos a ver el cuerpo astral del sol, no quiere decir que la luz que irradia nos eluda. No es como por la noche, cuando el planeta, por decirlo de alguna manera, da la espalda al sol. Más bien, la luz nos sobrepasa. La refracción de la luz en la atmósfera queda reflejada por la capa de nieve y nos otorga una especie de luz diurna que aguanta por lo menos unas horas, algo que recuerda a un atardecer lento. No es luz de día propiamente dicha, pero me atrevería a decir que indirectamente sí que lo es. Y luego, cuando llega la noche —la verdadera noche, que es una consecuencia de la eterna rotación de la Tierra— hemos tendido un globo de luz eléctrica sobre la ciudad, y la luz encerrada en ese globito oscila falsamente y es de color amarillo sucio.

Además, a eso podemos añadir la esplendorosa aurora boreal. The aurora australis, como dicen los turistas. Suena tan bello. Como si nosotros hubiéramos dicho: la aurora. Un ser femenino que aparece de vez en cuando porque es huidiza. Aunque el nombre no es el correcto, ya me lo ha dicho Susso. «Aurora» significa «arrebol matutino» y el arrebol matutino es una diosa con dedos rosados que ha brotado de Helios, el nombre griego del sol. Y la aurora boreal no es obra del sol, es un espectáculo electromagnético.

En invierno ella es nuestro principal reclamo turístico, y el carácter caprichoso de las apariciones que nos concede aumenta la expectación, naturalmente. Muchos de los que vienen hasta aquí se imaginan que la aurora boreal es una especie de compensación por la luz robada del día y que aparece todas las noches, más o menos, como cuando se enciende la lámpara de la luna. Están con las caras vueltas hacia el cielo, esperando pacientemente. Después entran en mi tienda para quejarse el día siguiente. «No aurora last night». «No —digo yo, sin saber si debo asentir o negar con la cabeza—, no aurora». Porque, ¿qué voy a decir?

Al contrario de lo que mucha gente se imagina, no es el invierno, profundo y solemne, lo que atrae a los turistas, sino el sol de medianoche. La luz que nunca desaparece. El día que permanece a pesar de ser noche. Esto es lo que viene a ver gente de todo el mundo. La mayoría de ellos son alemanes, claro. Luego también hay franceses y españoles. El hecho de que el sol aguante tanto en el horizonte les parece singular. Extraño, por hablar claro. Como si fuera un error.

En ese momento es cuando tenemos nuestra temporada alta, la tienda se llena de gente, las mochilas se rozan entre los estantes. Y es entonces cuando más pienso en papá. Está conmigo tras el mostrador, y eso resulta extraño porque nunca lo hizo en vida.

La tienda se llama igual que él. Gunnar Myrén. Con un S. L. final. Entre otras muchas cosas vendemos las fotografías que él tomó, empequeñecidas hasta el tamaño de postales o ampliadas hasta el tamaño de pósteres. Los libros de fotos son tan grandes que hay que colocarlos tumbados para que quepan en un estante normal.

Igual que papá, vivo del paisaje. De la exótica y brillante imagen de Laponia, en cuya creación él contribuyó de manera nada desdeñable, saco mi sustento. En el escaparate pone: FOTOS. LIBROS. POSTALES. ARTESANÍA. Y las cuatro mercancías quedan subrayadas por una línea ondulada que es la famosa silueta del valle de Lapporten.

Vendemos lo que antaño se denominaba «artesanía lapona», y que ahora se llama duodji. Hay cuchillos con mangos y fundas de cuernos de reno, hay tazas de madera, cajitas y figuritas talladas en madera de abedul. Tambores de chamanes.

Pero lo que más vendemos, lo que constituye la base de nuestro negocio, son las joyas y, en especial, las pulseras trenzadas de hilo de estaño y de plata. Pendientes y colgantes. Trozos de cuerno de reno pulidos y enhebrados en correas de cuero, grabados con símbolos de la mitología sami. Pequeños bolsos de mujer.

Además, tenemos a la venta gran cantidad de otros objetos, porque es necesario hacerlo. Jerséis con estampados plásticos de cabezas de lobo, auroras boreales, manadas de renos, inscripciones mágicas. Tenemos llaveros. Abrebotellas. Chapas. Pone KIRUNA en ellas, pero también puede poner SVERIGE o SWEDEN. Tenemos imanes para frigoríficos. Y también caballos de Dalecarlia. A ningún sueco se le ocurriría comprarse un caballo de Dalecarlia en Kiruna, pero a los españoles eso no les importa, y los españoles son muchos. Así que se venden.

Naturalmente, también tenemos trolls. El pintor Rolf Lidberg, de Sundsvall, hace libros ilustrados donde aparecen trolls benévolos y narigudos, que viven en la orilla del río Indal y pescan salmones, y nosotros los vendemos. Estos trolls también aparecen en tazas y platos de papel y servilletas.

Pero el auténtico troll, el trol de la familia, por decirlo de alguna manera, nunca lo hemos aprovechado para fines comerciales. No lo mencionamos a nadie.

O al menos, durante muchos años no lo hicimos.

Susso cambió aquello.

Mi padre fue aviador. Pilotaba una avioneta de un solo motor provista de patines de la casa Piper. A lo largo de los años llegó a poseer tres, pero todas eran de Piper, así que en mis recuerdos todas son una. En esa frágil pero heroicamente resistente avioneta, planeaba sobre las zonas más septentrionales de Suecia, y planeaba alto, muy alto. Fue un auténtico pionero. Nadie había volado por esa región antes que él. No de aquella manera. No para ver. E inmortalizar. Fijar esas maravillosas vistas sobre papel fotográfico.

A menudo fotografiaba Tjuonavagge, la cuenca popularmente conocida con el nombre de valle de Lapporten. Si has visto una imagen de Lapporten, es probable que papá la haya sacado, y si es desde el aire, casi puedo garantizarte que es suya. Justo ese motivo no lo atraía especialmente, pero era popular, y papá era un consumado hombre de negocios, aunque también era pasional y sensible.

Prefería retratar el llamativo monte bajo del valle de Rapadalen, que él llamaba La Montaña Solitaria, pero que en realidad se llama Nammatj. En la lengua de los sami, eso significa «nada». También fotografiaba Skierfe. El Precipicio.

El rostro del ancestral paisaje tiene rasgos pronunciados y dramáticos.

Al principio esquiaba. Recibió su formación en el batallón de esquiadores de Boden y así es como conoció las partes más septentrionales del país. Había nacido en Örnsköldsvik, era natural de la provincia de Ångermanland, y quiero pensar que yo también lo soy, en el fondo. Porque nunca he estado a gusto aquí arriba. Hasta cierto punto se puede decir que odio la vida aquí. La cruda mentalidad imperante en la zona de las minas de hierro. La ruda masculinidad. El mal humor. Los eternos cotilleos sarcásticos. La oscuridad y el frío que dejan horribles lesiones crónicas de congelaciones, tanto en los edificios como en la gente. Los renos y sus pastos, que son sagrados como cementerios.

Pero aquí me quedé. Igual que papá. Sin embargo, para él fue al revés. A él lo hechizó la naturaleza. Durante la guerra lo destinaron a Riksgränsen, y le gustó tanto el lugar que se quedó a vivir. «Preso de las montañas» era la expresión que él mismo usaba para describirse.

Riksgränsen era un lugar terriblemente solitario cuando papá llegó, es casi imposible imaginarse hasta qué punto. La carretera de Nordkalottvägen todavía no existía, y la E10, que por aquel entonces se denominaba la 98, sólo llegaba hasta Kiruna. Allí dibujaba un gran arco en medio de los abedules huesudos y los epilobios, y aquello era el final. Si uno quería seguir hacia el norte había que viajar con el tren del mineral de hierro hacia Narvik.

Por lo tanto, en realidad no se podía vivir allí. Y creo que aquello lo motivaba, porque era cabezón como pocos. Se compró una cabaña para actividades de ocio junto a la orilla del Vassijaure, y por encima de la puerta, que se abría hacia dentro, clavó un cartel: ESTUDIO FOTOGRÁFICO MYRÉN.

El tren le llevó madera para la construcción y para que el viento no le arrebatase las tablas, se tumbó encima del montón y lo abrazó hasta que el viento amainó. Se quedó así una noche entera, y los que habían vaticinado que él no duraría mucho comprendieron que estaban equivocados. Duró tanto como una persona puede durar en un lugar, como individuo. Cuando se murió había vivido en Riksgränsen durante más de cincuenta años.

Era un hombre obstinado y físicamente fuerte, pero aun así era frágil. Podía cambiar de un día a otro. Era un poco hipocondríaco, si tengo que ser sincera. A menudo enseñaba los dientes con una mueca, resoplaba y relataba detalladamente cómo le estaba fallando el cuerpo, y a menudo se lamentaba de que nada funcionase cómo debía. Las avionetas. Las cámaras. Las rodillas. Siempre había algo que fallaba.

En su juventud había competido en lucha libre y podía llevar a mamá en un solo brazo, hay fotos que lo demuestran. Pero tenía debilidad por los dulces, y con el paso de los años engordó bastante.

Era vegetariano, o se convirtió en vegetariano, no sabría decir por qué. No por consideraciones morales, desde luego, aunque sí que lo dio a entender vagamente cuando le preguntamos por sus motivaciones. Antes de que Arne y yo construyéramos nuestra propia casa, estuvimos viviendo todos bajo el mismo techo durante unos años, así que sus decisiones nos afectaban a todos. El congelador se convirtió en un baúl con un lecho de escarcha y algunos tuppers con moras de los pantanos al fondo. Aquello estuvo a punto de volver loco a Arne. No porque ya no pudiera comer carne, cosa que probablemente había hecho todos los días de su vida desde que tenía dientes, sino porque esa transformación se fundamentaba en una idea fija, tal y como él lo expresaba.

Y ahí sí que tengo que darle la razón: había algo compulsivo en aquello. Como si a papá, atacado por sus impulsos hipocondríacos, de repente se le ocurriese que debía dejar de hacer algo porque sí. Dejar el tabaco, el alcohol o el café no era suficientemente radical. Eran vicios, y dejarlos era lo natural, por decirlo de alguna manera.

Quería ir más lejos. Eliminar algo que siempre había estado allí. Arrancárselo.

Afirmaba que le hacía sentirse mejor, que creaba un ambiente más agradable en el estómago, que se sentía menos pesado y que las heces adquirían una consistencia y una división en porciones que eran perfectas para aquel que pasaba gran parte de su jornada laboral en la naturaleza.

«Cago de manera limpia y pulcra, como un reno», declaraba satisfecho.

Los demás no estábamos tan satisfechos, por lo menos al principio.

En cuanto a mí, tuve estreñimiento, y Arne también, aunque no sé si sólo lo decía para tener otra razón para quejarse de papá. También a Gunilla, la mujer con la que papá vivió al final de su vida y que por ello hizo las veces de madrastra para mí, aunque sólo me sacaba un par de años, la incomodaba ese régimen, pero no dijo nada, lógicamente. Aunque se le notaba. Iba raras veces al baño pero, cuando iba, se quedaba mucho tiempo. Esas sesiones, que siempre eran extrañamente silenciosas, podían durar horas. Con bastante frecuencia volvía a salir sin haber cumplido su objetivo, o eso creo, porque parecía que algo la amargaba.

Aquello pasó con el tiempo y no tardé en comprender lo que papá quería decir con eso de que se sentía menos pesado, pero Arne no iba a dejar que la oportunidad se le escapara: íbamos a construir nuestra propia casa. Si no por otra cosa, al menos por Susso. Podía verse afligida por enfermedades carenciales si no comía carne. Yo no estaba segura de que aquello fuera cierto, pero no conseguí encontrar respuestas contundentes al respecto.

Pero la fragilidad que habitaba en papá lo llevó a alturas insospechadas. Es así como hay que verlo. Después de una lesión en la rodilla sintió que el mundo de las montañas se había vuelto inalcanzable. Entonces se compró una avioneta y aprendió el arte de volar. En ese orden. Fue una inversión considerable y por ello arriesgada, pero salió bien. Nadie había fotografiado las montañas desde el cielo hasta entonces.

Con la avioneta podía viajar, en cuestión de horas, hasta lugares a los que antes le había costado días llegar, o que eran imposibles de alcanzar. Fue algo revolucionario, en más de un sentido: la imagen panorámica de las montañas suecas nació con esta iniciativa. El mérito fue única y exclusivamente de papá.

Hasta entonces, las manadas de renos no habían sido más que unos bosques dispersos de cornamentas envueltas en niebla y fragor. Hocicos húmedos y ojos desorbitados.

Ahora los renos salían como puntos sobre las laderas de las montañas, de un color blanco cegador. Enjambres distantes y mudos. Como únicamente los halcones los habían visto hasta ese momento. Y tal vez la escritora Selma Lagerlöf en sus fantasías.

Ahora los valles se llenaban de bucles negros resplandecientes, se cubrían de nubarrones a la deriva. Los neveros sobresalían como rayas en las paredes rocosas, con unas marcas blancas como de garras. Los lagos cambiaban de color, como si unos vientos de un marrón rojizo corrieran encima de ellos.

Papá demostró ser un piloto habilidoso al aterrizar sobre la cima del Kebnekaise, o justo por debajo, para ser exacto, porque en la propia cima no hay sitio para una avioneta, y fue el primer ser humano en hacerlo.

Se hizo un autorretrato allí arriba, para inmortalizar el momento.

El 1 de mayo de 1967.

Papá estira las manos hacia el cielo, saltando delante de la cámara, puede que sea un baile improvisado, de alegría, porque bailaba a menudo y además lo hacía bastante bien; en la pista del hotel de las montañas era una codiciada pareja de baile.

Lleva guantes de lana, un gorro negro con borla. Gafas de sol con montura dorada. Un plumón de color rojo claro mal abotonado: había salido apresuradamente de la avioneta, ansioso por inmortalizar su hazaña. El hecho de que fuera capaz de aterrizar en la montaña más alta de Suecia significaba que podía aterrizar en cualquier sitio y, por lo tanto, quedarse en el mundo de las montañas.

Miro esa fotografía muy a menudo.

Porque es un momento de alegría.

Ojalá hubiera podido quedarse en eso, es lo que pienso.

La sombra del ala del avión se alarga muy lejos, las huellas que papá ha dejado en la eterna capa de nieve aparecen como pequeños surcos. Las cumbres del fondo quedan borradas por una neblina láctea que va en aumento. Que se echa encima del paisaje.

Suelo pensar que es la niebla de los trolls.

Ahí viene.

Pero tardaría otros veinte años en alcanzarnos.

La imagen —la llamábamos así, a secas— está sacada en el valle de Rapadalen y lleva la fecha del 8 de abril de 1987.

Un oso avanza entre los abedules, y eso no es nada raro, se habría despertado hacía un momento y saldría para llenarse la panza. Está alejándose de la avioneta, que vuela bajo, probablemente alterado por el creciente ruido del motor.

Justo detrás del lomo del oso se ve una mancha más clara y, si entornas los ojos, o, mejor, contemplas la imagen a través de una lupa, se percibe un cuerpo con brazos y piernas enclenques.

Parece un mono, pero evidentemente no es un mono.

No es un animal.

Y no es un ser humano.

Es algo totalmente distinto.

Algo entre las dos cosas.

Papá pasó mucho tiempo sentado junto al escritorio, escrutando el incomprensible jinete del oso. Al volar sobre la cuenca del río le había parecido ver algo extraño encima del oso y había pensado que era el sol que le iluminaba el pelo. No fue hasta que llegó al cuarto oscuro cuando se dio cuenta de lo que la cámara había visto. Entonces se quedó con la boca abierta, y poco después sufrió su primer infarto.

Si hubieran sido sus ojos los que lo hubieran visto, habría sido otra cosa, porque habría podido despacharlo como una ilusión óptica, pero que algo hubiera podido engañar a su cámara —su fiel Hasselblad—, eso era impensable. Habían enviado una cámara de ese modelo a la Luna, porque se consideraba que era la más fiable del planeta.

Golpeó el cartapacio, que era una imitación de piel verde, con el mango de la lupa. Luego puso el ojo en la lente y comenzó a observar, tratando de rodear al oso y verlo desde el otro lado.

Lo veo por la rendija de la puerta.

Está ahí sentado, queriendo entrar en la imagen.

¿Podría ser una especie de simio nórdico, desconocido para la ciencia? ¿Un animal huidizo y raro, tal vez una mezcla entre marta y simio, que vivía a base de brotes de abeto y evitaba el contacto con el suelo, o incluso lo temía? ¿Un bulto oscuro en un lado del abeto, que se movía entre los árboles con una precaución que rozaba la inercia?

Pero ninguna de las personas doctas en las ciencias naturales a las que papá consultó quería saber nada de un animal de ese tipo. Simplemente, no podía existir.

Y de repente le vino.

La palabra.

Lo que estaba encima del oso era un troll.

No era más que una palabra.

Una denominación de algo extraordinario y huidizo.

El troll era, simplemente, aquello que no se dejaba clasificar.

Un ser híbrido que no había sido descrito por la ciencia y carecía de hábitat conocido.

Nadie supo explicar lo que había fotografiado. Y eso lo asustó. Había empezado a tener problemas de corazón, ya no podía volar solo. Para salvar el negocio, Gunilla se sacó el título de piloto, y Arne también.

Pero la verdad era que papá ya no quería volar más.

No se atrevía.

La avioneta se quedó en el hangar.

De vez en cuando se marchaba en el tractor oruga y fotografiaba la luz que flotaba en medio del lago de Vassijaure. Dirigía la cámara hacia un punto inmóvil en el cielo, que era una águila ratonera. Avanzaba lentamente sobre el paisaje, con la mirada fija en las puntas de los esquís. La cámara sobresalía como un bulto debajo del abrigo de nieve, llevaba el objetivo guardado en una funda con forma de cucurucho que se colgaba del hombro.

Y de repente desapareció.

Estábamos dando un paseo a lo largo de las vías del tren, papá, Arne y yo. Un bonito día de octubre con un alto cielo azul. Papá se cansó y se quedó rezagado, y cuando le preguntamos si quería dar la vuelta nos dijo que continuásemos, que él nos seguiría a su ritmo.

Luego no sé qué pasó, quizá fuera un presentimiento. El caso es que después de haber recorrido un trecho me di la vuelta para ver cómo iba. Y entonces vi que estaba agarrándose a un pequeño abedul y pude ver por las sacudidas de la copa que trataba de mantenerse en pie pero que no podía.

Eché a correr hacia él y vi cómo se desplomaba.

—No tengas miedo, Gudrun —me dijo.

Y después, cuando hubo reunido fuerzas:

—No tengas miedo. Yo no tengo miedo.

Y con eso murió. Con una sonrisa en los labios.

Fue un infarto. El segundo que tuvo.

Subimos hasta el Vassitjåcka en helicóptero para esparcir sus cenizas al viento, porque ésas fueron las instrucciones que había dejado. Fuimos Arne, Gunilla, Susso y yo. Cilla no podía venir porque vivía en el extranjero por aquel entonces. El piloto nos llevó gratis. Dijo que era un honor para él, y pareció que lo decía de verdad.

La cima del Vassitjåcka es un lugar un poco particular. El monte es extremadamente escarpado y totalmente prístino, y luego, en medio de la nada, hay una especie de cobertizo. Es uno de ésos desde los que los esquiadores se lanzan a la pista en los descensos que se ven en la tele, con una pequeña varita que se dobla cuando pasan las piernas e inician el cronometraje. En algún momento, creo que a principios de los años cincuenta, iban a organizar el campeonato nacional de descenso en aquel lugar, pero al final no cuajó, escogieron otra montaña. Pero sí que les dio tiempo a montar un cobertizo, y allí sigue. Es como si estuviera esperando que alguien se presente para lanzarse.

Susso entró en aquel cobertizo y se sentó allí. Estaba enfadada por algo pero no recuerdo qué era, y no fue hasta mucho tiempo después cuando me di cuenta de que estaba triste, sin más, pero que por alguna razón se le había ocurrido que no había que mostrarlo. Porque nadie más lloró. Ni yo. Sería porque estaba Gunilla, supongo.

Después me arrepentí de haberla llevado hasta allí. Era como si las cenizas esparcidas volvieran serpenteando hacia atrás en el duro aire que subía por la ladera del monte, y entraran en ella. Como si papá quisiera continuar su búsqueda a través de sus ojos. Resulta sentimental y absurdo, pero es así como lo sentí.

Nos quedamos en Riksgränsen, aguantamos casi diez años. Luego Arne me puso los cuernos con la madre de Torbjörn Välivaara, yo misma les sorprendí en el despacho, es decir, en el antiguo estudio de papá. De todos los lugares imaginables. No se habían quitado la ropa ni nada de eso, pero estaban muy cerca el uno del otro y cuando se abrió la puerta se separaron y actuaron como si no hubiera pasado nada.

Pero yo sabía lo que había visto, y cuando le pregunté a Arne al respecto lo confirmó. No lo negó rotundamente, se quedó callado sin más, y, cuando insistí, me gritó que lo dejara.

Hubo un lío descomunal. El que el matrimonio entre Arne y yo se rompiera en pedazos era lo de menos, porque hacía tiempo que las cosas no marchaban bien entre nosotros. El caso es que también se rompió la relación entre Susso y Torbjörn. Tuvieron que asumir el papel de hermanos, y sobre todo Torbjörn lo llevaba muy mal. Le dijo a Susso que se sentía demasiado raro, pero yo la consolé diciendo que si decía eso era porque sus sentimientos por ella no eran auténticos. De todas maneras, yo los compadecía. Unos padres que se comportaban de aquella manera. ¡Que no pensaban en las consecuencias!

Lo peor fue no poder dejarlo inmediatamente. Había que arreglar muchas cosas. Arne tenía un porcentaje en la empresa y yo tuve que comprar su parte. Lo hice a cambio de mi parte en los inmuebles, y en el otoño del año 2003 me fui a vivir a Kiruna. Para entonces, ella ya había asumido mi lugar con él en Riksgränsen. Se llama Siv. Y su santo cae en el Día Internacional de la Mujer. Es como una bofetada en la cara. Quince años más joven que yo y quince centímetros más alta. Es una mujer bella. Esbelta y con el pelo negro azabache, y no puedo evitar verla en la cara de Torbjörn.

Han convertido el hangar en una especie de almacén o algo parecido, y Arne ha construido un apartamento en él, y viven allí. Las instalaciones donde papá había tenido la tienda y la sala de diapositivas, que habían sido financiadas por el ayuntamiento e inauguradas por los reyes de Suecia y Noruega, fueron vendidas a un tipo que se llama Rolf. Tiene un supermercado en Abisko. Arne dijo que era un timador pero aun así se lo vendimos porque era el que mejor pagaba. La gente iba en masa hasta Lapporten, que es el nombre que tiene su supermercado en Abisko, porque es un comercio fronterizo, y se está forrando. Pero para los noruegos, Riksgränsen estaba más a mano, y cuando Rolf se dio cuenta de que competía consigo mismo, no tardó en convertir todas las instalaciones en viviendas. Ahora se alojan allí esquiadores y temporeros.

Pero ahora parece que Hacienda anda tras él, lo leí en el Kuriren. No sin cierta satisfacción. Parece que hubo un incendio en la tienda, y los archivos de la contabilidad quedaron destruidos y no tenía copias de seguridad. Teniendo en cuenta que el contable les había dado un toque, el incendio fue un poco demasiado oportuno. Así que Hacienda efectuó una estimación de los ingresos y se puede afirmar con total seguridad que aquello fue como un jarro de agua fría para Rolf y su socio, cuyo nombre no recuerdo.

Ahora probablemente tienen que vender. A no ser que encuentren el dinero que hace falta, claro. Podrán hacerlo. Roland afirma que tienen coches, quads y motonieves por un valor de varios millones de coronas. Hasta helicópteros.

Susso tenía trece años cuando papá falleció y al principio no mostraba ningún interés especial en el troll, al menos que yo recuerde. Fue una parte extraña pero natural de su infancia, pero no hablábamos del tema muy a menudo, sobre todo en los primeros años después del fallecimiento de papá. Nos pareció que había llegado la hora de enterrar el troll. Gunilla incluso llegó a proponer que destruyéramos la fotografía. Si había que echarle la culpa de la muerte de papá a alguien, era al troll.

Pero luego un día Susso me dijo que le parecía raro no encontrar nada sobre trolls en internet. Le parecía que otras personas también tenían que haber visto cosas parecidas y escrito sobre ello. Se podía entender que semejantes avistamientos no se publicaran en los periódicos, pero ¿no resultaba muy extraño que tampoco figurasen en internet?

Esto ocurrió a mediados de los noventa y yo no sabía nada de internet. Era algo que tenía el ordenador, pero mis conocimientos no llegaban más allá de eso.

Susso comenzó a buscar y lo hizo como lo había hecho papá.

El buscador que utilizaba se llamaba Altavista.

Eso significa «vista desde arriba».

No encontró trolls, pero no tardó en ponerse en contacto con otros que estaban buscando más o menos lo mismo que ella. Eran criptozoólogos. Susso me vino con aquella palabra y quería que me involucrase en ello. No lo hice. Para ser sincera, me irritaba el interés que tenía por aquel troll. Eso no había traído más que desgracias. Me parecía que Susso era muy inocente al no darse cuenta de ello. Pero ella no había conocido a papá antes de ver al troll. Antes de convertirse en lo que llegó a ser.

Susso era perseverante. Rebuscó en todos los foros de criptozoología y se unió a todas las listas que trataban el tema. Pero lo único que había atraído algún interés importante por la criptozoología en Suecia era el monstruo del lago Storsjön. En Östersund incluso había un club que realizaba expediciones y cartografiaba el fondo del lago con la ayuda de sondas acústicas, buceadores y cámaras submarinas. Aunque no habían encontrado nada, la caza podía continuar eternamente, ya que no se podía descartar que el monstruo se encontrase en el sur del lago cuando la expedición estaba en el norte, y viceversa.

Las explicaciones de este tipo son el sustento de la investigación criptozoológica. La existencia de un críptido nunca se puede refutar, sólo demostrar. Lo cual, por cierto, nunca ha sucedido. Las convicciones religiosas se fundamentan en un razonamiento parecido, por lo que resultan muy sólidas.

En una página web que se llamaba Steve’s Mythic Creatures and Places, Susso encontró una imagen de una criatura denominada Gulon. Supuestamente era un depredador tan secreto como terrible que habita en la península Escandinava.

Cuando Susso descubrió la ilustración, antigua y muy detallada, de esa criatura, primero se excitó mucho, pero luego se llevó una decepción.

Gulon tenía otro nombre, ponía Steve, y ese nombre era jerff.

¿Un glotón?

Muchos criptozoólogos eran como Steve.

Manipulaban aquello que de verdad existía hasta que se convertía en otra cosa.

A Cecilia se le ocurrió la idea de hacer una página web dedicada al troll. Se había quedado en Estocolmo durante unos años después del divorcio, pero cuando sus hijos adolescentes se marcharon de casa, en el 2001, se había llevado a Ella y había venido a vivir a Riksgränsen para trabajar con nosotros en la empresa.

Era Semana Santa y Susso había subido en coche desde Kiruna y estábamos en el porche las tres. Ella dormía en su silla. El sol flotaba en el lago y estábamos tomando café y unas pastas jitterbuggare que yo había preparado según la receta de papá. El viento jugaba con los sauces de la cuesta, haciéndolos crujir; las cumbres de las montañas pinchaban el cielo; goteaba sin parar de los tejados y a veces se deslizaban grandes cuajarones de nieve por encima de las tejas, y creo que disfrutaba mucho de todo. Hasta que Susso empezó a hablarnos del troll.

Quería saber qué pensábamos.

No le dije que no creía en ello, pero eso no es lo mismo que creer, es algo más vago y quizá más cobarde, y Susso se agarró a ello. Se podría decir que me puso entre la espada y la pared.

—¿Entonces piensas que falsificó la imagen?

Le mostré con una mirada que, por supuesto, no lo pensaba.

—¿Entonces qué piensas?

—No lo sé, Susso.

—¿No sabes lo que piensas?

—No. Así es. También es posible, ¿comprendes?

Cecilia había estado callada, pero cambió de postura, haciendo crujir la tumbona.

—Si hay uno —dijo—, tiene que haber otros.

—¿Más trolls?

Se encogió de hombros bajo la manta que se había echado encima.

—El abuelo no puede haber sido el único que vio algo. Eso quiere decir que hay más gente que quiere saber más.

—¿Entonces por qué no lo han publicado en internet?

—Tú tampoco lo has hecho.

La respuesta dejó muda a Susso.

—Hay formas de buscarlos, Susso. Y puedes hacerte visible.

Susso tenía el sol en la cara, cerró un ojo y entornó el otro para mirar a Cecilia, que sacó las manos de debajo de la manta.

—Puedes tomar y puedes dar.

Nos dijo cómo hacerlo.

—Una página web, Susso. Eso es lo que deberías montar.

Una vez que Susso se hubo decidido, todo fue muy rápido. Mi hija siempre ha sido así, supongo que es algo que ha heredado de su padre. Cuando algo le interesa, dedica toda su energía a ello, y energía no le falta. Tardó un par de semanas en aprender a programar, comprar un dominio y crear su web, como ella la llamaba. Se reía de mí cuando decía página web, pero no voy a dejar de decirlo.

Al principio me preocupaba, tengo que reconocerlo. ¿Cómo afectaría a la tienda si salía a la luz que papá había creído en la existencia de los trolls? Cecilia afirmaba que sólo podía ser algo positivo, pero a mí no me gustaba la idea de que todo el mundo lo supiera. Desde mi punto de vista, una página web podría atraer demasiada atención, y sobre todo atención negativa, lo que perjudicaría a la empresa. Toda la familia corría el riesgo de acabar en una vitrina. Susso opinaba que esos miedos no tenían fundamento, que provenían de un difuso temor al ilimitado alcance de internet.

Al final no pasó gran cosa. Montó la página y se podía entrar en ella y leer sobre la fotografía de papá, y sobre trolls, y trasgos y todo lo que Susso había encontrado a lo largo de los años, pero no afectó a los negocios ni en un sentido ni en otro, por lo que yo vi.

No fueron muchos los que entraron en la web. Susso podía verlo.

Hubo un tipo de Gunnarsbyn que envió un correo electrónico sobre un trasgo que lo había ayudado en el bosque, y algunas personas en Östersund que afirmaron haber excavado una auténtica vivienda de arpías en el jardín de su chalet. Susso incluso viajó hasta allí, pero estaba convencida de que eran impostores, así que no publicó nada sobre ello. En su opinión, aquella vivienda que habían encontrado se parecía demasiado a la cueva de los gnomos culones de Ronja, la hija del bandolero. Y se lo dijo a aquellas personas, y se enfadaron.

Así que no pasó gran cosa.

Salió un par de veces y colocó una cámara, pero sin resultados.

Hasta que Edit Mickelsson, de Vaikijaur, se puso en contacto con ella.

Los vientos helados y grumosos de nieve que recorrieron la calle Adolf Hedinsvägen sacudieron las borlas que le colgaban de las orejeras, y los ojos de Susso se llenaron de lágrimas. La luna se estaba disolviendo como un témpano en aguas negras y subía por la calle Gruvvägen con pasos laboriosos. En realidad debería haberse quedado en casa, porque el paseo la estaba agotando. No estaba del todo sana y podría contagiar a los viejetes. Entrar en sus casas como un ángel de la muerte. Pero necesitaba el dinero y no podía permitirse el lujo de decir que no. Además, había comprado galletas de jengibre para Lars Nilsson.

En el ascensor se quitó el gorro, se arregló el pelo y del bolsillo del anorak sacó una cinta de espumillón que se enrolló alrededor de la cabeza. Después de llamar a la puerta y abrirla, cantó:

—«Fuera oscuro está, y hace frío…»[2]

Lars Nilsson estaba sentado en la butaca, viendo las noticias de la mañana en el canal 4. Llevaba un chaleco de piel color marrón oscuro y una camisa a cuadros negros y verdes. La luz del televisor se adhería a su curtida cara como una máscara. Cuando Susso entró en la habitación, Lars cogió el mando y bajó el volumen, y luego la miró con una sonrisa que le remarcó la red de arrugas que rodeaban sus ojos.

—¡Buenos días, Lars! —Abrió la tapa de plástico y le tendió el bote—. Son galletas de jengibre.

El anciano metió la mano y encontró una estrella que inmediatamente partió en dos al introducírsela entre los labios.

—Así que has salido a celebrar Santa Lucía…

—¿Por qué no has encendido las velas del candelabro? —preguntó Susso, y se acercó a la ventana donde estaba, rodeado de un geranio amarillento y una amaryllis. El candelabro tenía siete brazos torneados y un pie macizo de madera sin barnizar, y alrededor de las velas eléctricas había pequeñas coronas de plástico que imitaban las ramitas del arándano rojo. Susso enroscó la bombilla de la vela del extremo derecho. El reflejo del cristal hizo que se encendieran dos arcos en la oscura habitación.

—¿Ya has desayunado? —dijo, y arrancó una de las hojas del geranio con los dedos.

Después de cavilar durante unos instantes, Lars Nilsson le mostró la galleta de jengibre, de la que ya sólo quedaba una pequeña punta.

—¿Qué te apetece? —dijo Susso, fue a la cocina y abrió el frigorífico. Al no recibir respuesta, exclamó:

—¿Quieres que te fría unos huevos?

Un poco más tarde, mientras Susso estaba junto a la cocina, bajo la campana de filtros carbónicos que tronaba con la fuerza de una tormenta, el anciano esperaba sentado junto a la mesa de la cocina con las palmas de las manos descansando sobre el diario Norrländskan. Cuando el silencio ya duraba demasiado, Susso se sintió obligada a vencerlo.

—Bueno, Lars —dijo, golpeando la espumadera contra la sartén.

—Bueno —fue la respuesta.

Echó pimienta y sal sobre los huevos, que eran como dos ojos acuosos, y los puso sobre un plato que colocó delante de él en la mesa, después de haber apartado el periódico. A continuación sacó el bote de café, pero estaba vacío, sólo quedaba la cuchara, que daba golpecitos en el interior.

—Se ha acabado el café.

Lars Nilsson no la oyó. Estaba inclinado sobre el plato.

Ella abrió los armarios, repasó con la mirada las bolsas medio llenas de harina y cereales.

—Lars —dijo en voz alta—, ¿hay más café?

Lars levantó la cabeza.

—Café —repitió ella—. ¿Tienes más café por ahí?

El rostro de Lars mostraba algo parecido al temor mientras negaba con la cabeza.

—Entonces iré a hacer la compra —dijo Susso, agarrando el anorak, que había dejado sobre el sofá de la cocina—. No aguantaremos sin café.

Había vuelto a meter el gorro en el bolsillo y, cuando se lo puso, se oyó un crujido. Se quitó el espumillón y se quedó con la cinta en la mano durante un rato antes de darse la vuelta y colocarle el espumillón sobre la cabeza a Lars.

—Ahora me toca a mí hacer de Santa Lucía…

—Dama de honor, Lars. Son las damas de honor las que llevan el espumillón.

Susso echó un vistazo a la puerta del ascensor pero al final decidió bajar por la escalera. «No ha sido una buena idea», pensó al sentir que el dolor de cabeza avanzaba como un tren hacia su frente. Puso la mano sobre el pasamano para frenar. Tragó saliva para averiguar si le dolía, pero afortunadamente no notaba nada en la garganta.

La luz del día comenzaba a extenderse poco a poco, pero el viento seguía soplando. La nieve revoloteaba dibujando virutas en los tejados de la ciudad, y sintió cómo el viento la empujaba por la espalda. Ahora la estaba ayudando, pero cuando volviera de la tienda sería al revés, se equilibrarían las cuentas.

La gente caminaba apresuradamente bajo el aguanieve. Resquicios de ojos en caras congeladas, medio cubiertas. Sacó el móvil y apretó el botón con el pulgar hasta que se encendió la pantalla. Tras desbloquear el móvil, se lo pasó a la otra mano para calentarse los dedos, que los tenía congelados. Su madre le había enviado un mensaje: «¿Puedes ayudarme a tirar una estantería? Hay que hacerlo hoy, antes de que se lleven el contenedor».

Comenzó a escribir una respuesta, pero lo dejó en seguida, ya que el frío le mordía los dedos y le entorpecía usar el móvil. Además, no era necesario contestar: podía irse directamente a la tienda después del trabajo. Enviaba demasiados mensajes. Lo veía todos los meses en las facturas.

Compró café y también un pequeño jacinto, porque le parecía que Lars Nilsson debería tener uno. Su apartamento olía a fritura. Y se alegró cuando Susso sacó el bulbito de color verde pálido de la bolsa y lo puso en un pequeño tiesto que dejó sobre la mesa.

—Florecerá dentro de unos días —dijo.

—Dentro de unos días —repitió él, mirando la planta con expectación.

Cuando el café ya estaba hecho, llenó las tazas. Luego Susso le leyó el periódico en voz alta. El anciano estaba sentado junto a la mesa con la espalda hundida y el espumillón en el cabello, contemplándose los dedos. Estaban muy desgastados. Nudosos y de color bronce, y con grietas alrededor de las uñas. Antaño había tenido renos y durante muchos años también había trabajado como cuidador para otros.

Susso no tardó en cansarse de su propia voz, distorsionada por la nariz taponada, y bajó el periódico. ¿Le apetecía hacer el crucigrama? Lars Nilsson movió afirmativamente la cabeza, y Susso giró el periódico para que los dos pudieran ver el crucigrama, cada uno desde un lado. Estuvieron cavilando durante un rato, y Susso no paraba de secarse la nariz con un trozo de papel de cocina. Al final se apartó un poco. No era bueno, podría contagiarlo cuando estaban así, casi mejilla con mejilla. Tendrían que pasar al sudoku, porque se imaginaba que los números no eran tan difíciles de leer boca abajo, y así podían estar cada uno en un lado de la mesa. Lars Nilsson lo vería desde el lado correcto, pero a cambio, Susso lo tendría más cerca.

A veces la mano del anciano se arrastraba sobre el periódico para rascar un cuadrado con el dedo índice, en donde le parecía que debería haber un número. Pero nunca decía qué número había pensado, así que no era de gran ayuda, más bien confundía a Susso.

Después de un rato dijo:

—¿Has estado en Vaikijaur alguna vez, Lars?

Tuvo que repetir su pregunta, y entonces Lars negó con la cabeza, susurrando algo que ella no captaba, tal vez no fuera sueco.

—Yo estuve allí ayer —dijo.

—¿Ayer? —dijo Lars—. No…

—Yo estuve allí —dijo ella, levantando la voz—. Ayer. Conocí a una persona que había visto un pequeño anciano en su jardín. Quiero decir, uno que era realmente pequeño. Podría haber medido un metro. Ella pensaba que podría ser un gnomo.

Lars Nilsson asintió.

—Coloqué una cámara. Con un poco de suerte puedo conseguir una imagen de él y entonces te enseñaré cómo es un auténtico gnomo. Si es que vuelve, claro.

—Ya volverá.

—¿Tú crees?

Susso estiró la mano para agarrar la cafetera y sirvió café a las tazas.

Unos pliegues horizontales llenaron la frente del anciano.

—Ya verás cómo se aclarará el asunto —dijo—. Ossus.

Susso levantó las cejas, lo miró a los ojos y vio un destello en ellos.

Luego se miró un punto en el jersey que estaba abombado, a la altura del pecho izquierdo. Esbozó una sonrisa torcida. La piel bajo la barbilla le formó unos michelines mientras desenganchaba el pequeño imperdible de la lana teñida de amarillo, y colocaba la placa con su nombre vuelto hacia arriba.

—Veo que sabes leer del revés —dijo—. Entonces no hace falta seguir con este aburrido sudoku.

Hojeó el periódico, lo abrió en la página con el crucigrama y la aplanó con la mano.

—¡Venga, vamos!