«El asador Mas», fue lo que dijo Mats Ingvar cuando le preguntaron si había algún sitio cerca donde pudieran comer. Si querían seguir rumbo al sur, estaba en la dirección equivocada, pero sólo unos diez kilómetros. Les había dicho que estaba junto al caballo de Dalecarlia, y con esta información, Gudrun ya sabía dónde estaba, porque lo habían visto al pasar antes: una gigantesca escultura de color naranja, con un asiento de kurbits. Estaba con el hocico vuelto hacia la carretera y no tenía ojos.

Salieron de la carretera y aparcaron delante del asador, que estaba al lado de una gasolinera. Un hombre con un delantal arrugado estaba sentado junto a una de las mesas cercanas a la puerta, viendo algo en un televisor montado a la altura del techo en una esquina. Cuando Susso y Torbjörn entraron y se pusieron a leer qué ponía en la iluminada pantalla del menú encima del mostrador, el hombre les echó un vistazo. Luego volvió a mirar la tele. Susso pensó que le tocaría tomarse un descanso. Delante de los pies, que había introducido bajo la mesa, había un par de zapatillas. En seguida apareció otro hombre para tomarles nota.

—El plato Mas —dijo Torbjörn en voz baja.

Susso metió las manos en los bolsillos y se dio cuenta de que en realidad no tenía hambre. Miró la televisión un poco, luego a un reloj que colgaba de la pared y que estaba hecho en un trozo de madera con el contorno de la provincia de Dalarna.

La puerta se abrió y Gudrun entró. El hombre que estaba viendo la tele se levantó y desapareció en la cocina: probablemente, la llegada de tres clientes anulaba su descanso.

—¿Ya habéis pedido? —dijo.

—¿Qué has estado haciendo? —dijo Susso.

—¡He estado viendo el caballo, qué creías!

—Pero ¿qué es lo que hay que ver?

—¿Alguna vez has visto un auténtico caballo de Dalecarlia?

—¿Auténtico? No será más auténtico por ser grande.

Gudrun se quedó un momento con la cabeza echada hacia atrás, contemplando el menú, pero sólo le hizo falta un segundo para decidirse.

—Hola —dijo en voz alta—, quiero un kebab.

—¿Con patatas fritas? —murmuró el hombre tras el mostrador.

—Sí, con patatas fritas.

—¿Salsa?

—Pues sí —dijo, dudando.

—Picante, suave, normal…

—¡Picante, por favor!

Se sentaron junto a una mesa al fondo del local, bajo un cuadro con fotografías dispuestas en columnas bajo el texto: MASARNA ORO EN EL CAMPEONATO NACIONAL 2000. El mantel de la mesa estaba protegido por un cristal que brillaba a la luz de los apliques de la pared y las farolas que iluminaban los surtidores de gasolina al otro lado de la ventana. La mirada de Susso se desvió hacia el televisor de la esquina, pero el volumen era tan bajo que no se podían entender las palabras, y, aunque entornaba los ojos, los subtítulos eran demasiado pequeños para que tuviera sentido mirar. En lugar de ello se puso a examinar el estampado del mantel, de colores chillones. Bordes con un diseño repetido. Pajaritos que estaban posados sobre ramas de abeto cubiertas de nieve, de las que colgaban galletas de jengibre en forma de estrella, enganchadas mediante lazos rojos. Un par de gnomos que iban a comer: uno de ellos tenía los guantes encima de una caldera humeante con papilla de avena dentro, y enfrente de él había otro gnomo que se había metido el dedo índice en la boca. Un conejo y un pájaro hacían de público, sentados en la nieve. Por encima de ellos serpenteaba una cuerda adornada con rosetas, campanillas con badajos que sobresalían. Cuando Susso se giró hacia la ventana pudo constatar que las cortinas llevaban el mismo estampado que el mantel. El aislante alrededor de las ventanas había sido mejorado con tiras de cinta americana. Junto a uno de los surtidores había un Volvo, y a su lado dos tipos con gorras.

—¿Está rico el kebab? —preguntó a Gudrun, que acababa de meterse un pimiento verde en la boca y no parecía ser capaz de decidir si debía chuparlo o masticarlo, así que se quedó con el pimiento entre los labios antes de sacarlo.

—¿Si está rico? Supongo que sí. Pero no me han puesto salsa de ajo.

Se marchó con el plato hasta la caja.

—¿Hola? —exclamó, y cuando no apareció nadie levantó un vaso que golpeó contra otro que estaba encima del mostrador—. ¿Hola?

Le trajeron la salsa de ajo y volvió a sentarse junto a la mesa. Sacó el móvil del bolsillo del anorak y leyó en la pantalla con las cejas levantadas.

—Recuerdos de Cecilia —dijo—. Quiere que compremos caramelos típicos de Gränna.

Comieron en silencio durante un rato. Susso sólo había pedido un refresco.

—¿Has dicho a la policía que vamos a Gränna? —preguntó Gudrun mientras masticaba.

—Lo he puesto en el e-mail —dijo Susso—. Al enviar la película.

—¿Y han contestado?

—No sé si han contestado. Pero tienen tu número.

—Igual deberías llamar a Edit también.

—Todavía no. No tiene sentido si no conseguimos dar con alguien que sepa algo sobre él. Tampoco quiero que hable con los padres de Mattias. Para que no se ilusionen, o cómo se diga. Puede que «ilusionarse» sea una palabra equivocada…

—Es una suerte que Torbjörn esté contigo —dijo Gudrun—. No hay que olvidar que todo esto conlleva ciertos riesgos.

—¿Qué quieres decir? —dijo Torbjörn, y bajó la mano con que sujetaba la hamburguesa.

—Si tiene familia ahí abajo. O compinches. Y de repente aparecemos nosotros para fisgonear… Ya nos hemos dado cuenta de lo que son capaces.

—Bueno, vosotros dos sí.

—No creo que sigan allí todavía —dijo Torbjörn.

—¿Por qué no?

—No creo que sea muy habitual que una casa tenga el mismo propietario durante veinticinco años —dijo, y se metió una patata frita en la boca—. De hecho, es muy probable que la casa ahora tenga otro dueño.

—Tampoco creo que sea poco habitual —dijo Gudrun, negando con la cabeza—. Y aunque no siga allí el mismo propietario que hace veinticinco años, seguro que saben quién vivía allí antes y podrá darnos el nombre de la persona en cuestión. Así que no hay ningún tipo de duda de que los encontraremos. Tarde o temprano. Y cuando esto pase puede suceder cualquier cosa, como ya os he dicho.

—Sólo nos queda esperar que no hayan ido a vivir muy lejos, entonces —dijo Susso.

—Si han ido hacia el norte los pillaremos en el camino de vuelta —dijo Gudrun.

Susso estaba con la mano cerrada alrededor de la lata de refresco, mirando en dirección al televisor. Luego dijo: —¿Has estado en Gränna alguna vez?

Gudrun se secó los labios con una servilleta.

—Sí que he estado. Está todo tan inclinado que te vuelves loco.

—¿Inclinado?

Asintió con la cabeza.

—¿A qué te refieres con «inclinado»?

—Que está inclinado —dijo Gudrun, moviendo la mano en picado hacia el plato—. Las casas están construidas en una cuesta. La pendiente es pronunciada. Si te caes ahí arriba no dejas de rodar hasta que estás chapoteando en las aguas del Vättern.

—Bueno, eso nos conviene —dijo Susso y tomó un trago del refresco—. Quiero decir, a nosotros, que somos de Kiruna. Estamos preparados cuando las casas comienzan a deslizarse hacia las profundidades de la mina.

—¿Seguro que no quieres que lo lleve yo? —dijo Susso cuando entraron en el coche.

—No, voy bien —dijo Gudrun.

Torbjörn había sacado el móvil. La pantalla despidió un resplandor azulado. Estuvo tecleando un rato antes de guardárselo en el bolsillo otra vez.

—Tengo un colega que vive en Solna —dijo cuando salieron a la autovía—. Podríamos pasar la noche en su casa.

—Esta señorita no va a pasar la noche en casa de ningún colega de Solna —dijo Gudrun y bostezó contra la palma de la mano—. Nos quedaremos en un hotel. Pero sólo una habitación. Que lo sepáis.