Jadeando ruidosamente, Seved se abría paso por la nieve en la escasa luz del amanecer. La nieve se había metido en las botas y le rodeaba los tobillos, escociéndole la piel. A veces tenía que pararse para quitarla, aunque no servía de nada. Al menos le daba una excusa para parar y descansar. Amina caminaba a un par de metros de distancia tras él, la nieve le llegaba hasta los muslos. Cuando se daba la vuelta, ella apartaba la mirada porque creía que estaba enfadado con él, y a él no le importaba que lo creyera. En realidad no estaba enfadado, más bien estaba agradecido de que hubiera vuelto. Los dos habían llevado a Mattias al hotel y eso aliviaba un poco la sensación de culpabilidad. Además se libraba de atravesar el monte solo.
Sabía que la profundidad de la nieve disminuiría cuando alcanzaran la cuenca del valle, y allí además podrían esconderse. Ahora se encontraban en una cuesta cubierta de abetos. Entre los árboles sobresalía el contorno de las montañas como unas nubes oscuras e inamovibles en el borde inferior del cielo. Creía entrever el Varåive.
Con Amina en el asiento trasero había conducido hacia Jillesnåle a una velocidad brutal. Si Börje no estaba despierto siempre podían decir que se habían olvidado de cerrar la puerta del sótano con llave. No hubiera sido imposible para el niño escaparse y alcanzar la carretera, ahora que la guarida estaba vacía. O si no, podía echarle la culpa al anciano zorro.
Ya no podía echar mano de esas mentiras.
En lo alto de la colina, poco después de Grannä, unas luces traseras habían aparecido en la oscuridad y Seved había pisado el acelerador para adelantar el coche, pero no fue hasta meterse en el carril contrario cuando vio el destello de la escalera de aluminio con el rabillo del ojo. Entonces ya no había vuelta atrás. Su única posibilidad residía en adelantar a la autocaravana con tanta velocidad que Lennart no pudiera ver qué clase de coche era por el remolino de nieve que levantaba. La visión del viejo no era especialmente buena, así que podría funcionar. Soltó una ristra de tacos: «Joder, joder, joder». Apretó muy fuerte el volante con las dos manos, y Amina preguntó qué pasaba.
Dejaron atrás el camino a la granja y sólo cuando llegó a Kraddsele se atrevió a parar. Aparcó en una zona habilitada para el estacionamiento en la cuneta y allí había esperado con todo el cuerpo en tensión, preparado para ver la luz de los faros en el espejo retrovisor en cualquier momento. Pero no aparecieron. Eso quería decir que Lennart no lo había visto. Estuvo diez minutos mirando por el espejo retrovisor antes de apagar el motor. Su respiración se había vuelto entrecortada y superficial y no era capaz de ordenar las ideas en su cabeza. ¿Qué cojones harían ahora? Por un momento había pensado en volver al hotel y decir que era él el que se había llevado al niño. Pero no sabía qué consecuencias pudiera tener eso. Sabía que sería objeto de odio, y la idea de estar expuesto a las miradas hostiles lo asustaba más que cualquier otra cosa. ¿Y qué sucedería con Börje si lo hiciera?
Esperaba que Lennart se marchara en cuanto se enterara de lo que había sucedido. Al descubrir que no estaban allí, se pondría furioso, pero también se asustaría, hasta donde ese hombre podía llegar a asustarse. Tarde o temprano llegaría la policía y esta vez no se limitarían a husmear un poco, como habían hecho en casa de Torsten. Esto debería ser motivo suficiente para ahuyentarlo con relativa inmediatez. Pero Seved no se había atrevido a quedarse en el coche esperando. Había querido alejarse de la carretera. Por eso había decidido caminar hasta la granja, esconderse cerca de allí y esperar hasta que Lennart se marchara.
Pero la distancia era más grande de lo que se había esperado. Ya llevaban más de dos horas caminando, y largos tramos habían sido cuesta arriba. Afortunadamente no hacía nada de viento. Habían cogido nieve con las manos y la habían masticado. Lógicamente, esto los enfriaba por dentro, pero no había otra. Amina se quedaba rezagada. Se paraba durante largos ratos y Seved vio que tenía ganas de sentarse. Tumbarse, a poder ser. Pero hacía demasiado frío. Corría el riesgo de no conseguir ponerla en pie de nuevo. En el bosque podrían descansar y así se lo dijo, y entonces continuaron su laborioso avance con los hombros hundidos y los guantes creando surcos en la nieve.
Debería haber dejado el coche más cerca para caminar desde allí. O si no, simplemente podían haberse sentado entre los abetos al otro lado de la carretera y esperar hasta que vieran que Lennart se marchaba. Dolorido por el esfuerzo, se lamentaba de haberse metido entre los árboles sin ton ni son, lleno de la energía que el miedo había bombeado por su sistema y ansioso de alejarse de la carretera cuanto antes.
Ahora tenían que descansar un rato. Seved rompió y arrancó ramitas de un abeto, y cuando hubo colocado las ramas en un cráter que habían creado pisoteando la nieve, se sentaron. Al raspar el suelo con el tacón de la bota salió de la nieve, que estaba seca como el polvo, un arbusto con bayas. Arrancó el maltrecho arbustillo y cogió las bayas.
—Toma —dijo y vertió unas bolitas negras en el guante de Amina, en el que se habían quedado pegadas unos cuantos cristales de nieve.
Cuando metió las manos en los bolsillos en busca de sus guantes, tocó algo caliente y blando. Asustado, sacó la mano, y más o menos en el mismo momento en que comprendió de qué se trataba, el ratoncillo salió. Después de haber sacado el morro para echar un vistazo subió por su pierna y se colocó en la rodilla de Seved, donde dio un par de vueltas alrededor de sí mismo, con el largo hilo de la cola bailando por detrás. Seved espantó el ratón con irritación y vio cómo se quedaba quieto sobre las ramitas del abeto, pequeño y gris como la piña de un pino.
—¿Qué le pasa? —dijo Amina—. ¿Tiene frío?
—Creo que las pinochas le molestan —dijo Seved—. Le asustan.
Juntos observaron el duendecillo.
—¿Por qué tiene la cola tan larga? —dijo.
—Es un ratón de campo. Son así.
Inesperadamente, el pequeño comenzó a chillar, profiriendo una especie de gemido, como un pitido intermitente muy agudo. Seved dio una patada en las ramitas para callarlo pero no surtió efecto, el ratón siguió chillando con la misma intensidad que antes.
—Déjalo ya… —dijo.
—¿Estará preguntándose dónde está Mattias? —dijo Amina.
Seved, ausente, asintió con la cabeza y miró hacia los árboles. Ya era de día y sabía más o menos dónde estaban. La cabaña de Råvojaure estaba a unos pocos centenares de metros.
En seguida el bosque se volvía más tupido, era como si los abetos acudieran a su encuentro, y poco después Seved descubrió la cabaña, un trozo de las paredes de troncos grisáceos que no había sido cubierto por la nieve. Con la boca ensanchada por una mueca de agotamiento, se dio la vuelta y observó a Amina, que venía abriéndose paso por la nieve detrás de él, siguiendo su propia sombra. Sus labios se movían, estaba mascullando.
La puerta se abría hacia dentro, así que no les supuso grandes dificultades entrar en la cabaña, donde hacía un frío que pelaba. En el cristal de la ventana, las heladas habían dibujado tantas y tantas flores de escarcha blanca que sólo era posible ver a través de él en una franja irregular que corría paralela a los bordes del cristal.
En la mesa había botellas de whisky, y en ellas velas clavadas. De una viga del techo colgaba una radio con la antena sacada. El compartimento de pilas carecía de tapa y estaba vacío. Sobre la litera había un montón de revistas de pesca y en la contraportada de la primera se veía un hombre con una gorra. El lomo de un lucio, grueso y con manchas claras, abultaba la malla del salabre.
Seved miró la leña sin saber si debía atreverse o no. Se podría ver el humo desde una buena distancia, y sobre todo olerlo. De vez en cuando había excursionistas que pasaban la noche en la cabaña, y aunque eso ocurría sobre todo en verano nunca se sabía. Pero necesitaban calentarse. Amina se había envuelto en una vieja manta que había encontrado, pero tenía la piel azulada por el frío y tardó un poco en contestar cuando Seved le habló. Seved cogió el hacha y, cerrando la mano alrededor del extremo del mango, se puso de rodillas y partió un par de leños, convirtiéndolos en astillas. Enrolló papel de periódico, unas páginas de color rosa de un suplemento de deportes, y lo metió todo en la estufa. Agitó una caja de cerillas que encontró en el cesto de la leña. Encendió una y la puso contra el papel. Después se agachó delante de la estufa, sintiendo cómo se extendía el calor por la cara.
Tuvo que haberse quedado dormido, porque de repente sus brazos sufrieron un espasmo y gritó algo, no sabía qué, sólo que había gritado y que era por el miedo. El fuego casi se había apagado y Amina dormía con los párpados hinchados y una expresión de descontento en la boca. Subido en el tablero de la mesa, donde la luz que entraba por la ventana opaca por la escarcha se extendía como un mantel pálido, el ratón de campo daba vueltas con su larga cola por detrás. Parecía histérico, y Seved no comprendía de dónde sacaba las fuerzas. Probablemente era él quien lo había despertado, porque vio que una botella se había caído de la mesa. Metió más leña en la estufa y miró el reloj.
No tenía sed pero sabía que debía tomar mucho líquido, así que cogió una cazuela cubierta de hollín y abrió la puerta. Cuando hubo llenado la cazuela hasta los topes con nieve, se quedó clavado con la espalda arqueada.
El glotón estaba entre las ramas de un abeto caído, y, puesto que el pelo era tan hirsuto, al principio Seved pensó que se trataba de un oso. Luego vio la ancha y poblada cola. La frente gris, que tiraba a blanco. Las garras curvas que agarraban la corteza.
Sólo había oído hablar de los glotones, y en una ocasión Ejvor le había enseñado una sucesión de huellas, parecidas a sellos, cerca del Tugurio. Había estirado los dedos de una mano y la había puesto sobre una de las impresiones, casi no llegaba a cubrirla.
Este ejemplar era más pequeño, y el hecho de que se hubiera mudado de piel significaba que tenían una posibilidad. Y todavía no sabía por qué había venido. ¿Podía haber sido el ratón el que lo había atraído?
No tuvo que esperar mucho para enterarse.
Se oyó el repiqueteo de un motor y cuando Seved dio unos pasos hacia atrás para mirar por la esquina, vio que una motonieve había descendido por la colina hacia ellos. Era su propia máquina y delante de ella se movía un grupo de liebres, contó hasta cinco de ellas. Pero el que venía no era Börje, era Jola. Estaba de pie y en la cabeza, que sobresalía tras el parabrisas, llevaba una gorra vuelta hacia atrás.
No tenía sentido tratar de huir, así que se quedó esperando con la cazuela en la mano.
La motonieve se acercó a la cabaña y cuando Jola la hubo parado, agarró inmediatamente el rifle para caza mayor que llevaba en la espalda. Apoyó la culata en el muslo, apagó el motor y miró a Seved. Sus mejillas y los bordes de sus orejas presentaban un color rojo intenso y respiraba pesadamente a través de la boca, que mantenía abierta. Una bola de snus, negra y húmeda, sobresalía bajo su labio superior.
—Trae al niño —dijo.
Seved no contestó.
Las liebres se habían extendido delante de la cabaña, mudas y con los ojos redondos, y Seved sintió cómo toda la resistencia se le escapaba, para ser sustituida por una paralizante náusea. Sólo quería tumbarse. Entumecido, dio unos pasos hacia atrás en dirección a la puerta y entonces vio que otros dos cuerpos se habían desprendido de la oscuridad que rodeaba al abeto caído.
Y esos dos no se habían mudado de piel.
Uno estaba medio oculto tras el tronco y era un búho. Al menos, eso fue lo que Seved pensó antes de darse cuenta de que el anciano glotón había cogido la cabeza de un búho real y la había convertido en una máscara. Los agujeros alrededor de los ojos tenían los bordes irregulares y por dentro se veía una negra y brillante mirada bizca. El pico encorvado colgaba como una garra por encima de las fauces de depredador, abiertas de par en par, y los mechones desordenados que sobresalían de la coronilla parecían estar congelados.
El otro se había puesto sobre las patas traseras, que eran oscuras, angulosas y velludas. Estaba hinchando la caja torácica y sus huesos sobresalían como una rejilla, era como si quisiera exhibir su propia apariencia antinatural. El cartilaginoso bulto, cubierto de mucosidad, que destacaba sobre la raja de la boca no era ni nariz ni morro, y cada vez que cogía aire, un carnoso trozo de piel se movía en uno de los lados. La excitación le hacía jadear y temblar. Alrededor del cuello colgaba una tira de piel con algo metálico que tintineaba cuando se estiraba. Seved vio que eran los aros de viejas latas de aluminio.
—¡Que lo saques! —bramó Jola.
Había elevado el cañón del rifle y apuntaba el punto negro de la boquilla hacia Seved.
—No está aquí…
—¡Y una mierda!
—Está en Sorsele —contestó Seved sin pensar, a la vez que dio un paso hacia adelante y hundió la pierna en la nieve tanto que tuvo que sentarse—. Lo hemos dejado allí. En el hotel.
Jola escupió. Luego se bajó de la motonieve y entró en la cabaña con la cabeza agachada y miró en el interior. Amina se había incorporado y lo miraba con los ojos medio cerrados. La cabaña no ofrecía muchos escondites, así que no tardó en salir de nuevo. Quería saber a qué hora habían dejado al niño.
—Ha sida esta madrugada —murmuró Seved—. Hacia las cuatro, tal vez, no lo sé…
Jola colocó el rifle sobre la motonieve y se puso a buscar algo bajo su anorak. El velcro de la funda del móvil, que colgaba del cinturón, produjo un ruido áspero cuando Jola la abrió con un movimiento brusco. Apretó las teclas con fuerza con el pulgar izquierdo. Se le veía que estaba excitado. Inspiraba con la boca entrecerrada y cuando le contestaron se dio la vuelta y dijo, con tensión en la voz, que los había encontrado pero que ya habían liberado al niño.
—En Sorsele —dijo—. Esta madrugada.
Jola les hizo un gesto con el rifle para indicarles que echaran a andar y Seved pensó: «Ahora, ahora nos va a pegar un tiro». Incluso llegó a cerrar los ojos y dejar de respirar por unos segundos, para prepararse. «Ahora oiré un estallido, o si no, no oiré nada y todo se volverá negro».
Pero el disparo no llegó. Avanzaron con un ruido crujiente sobre la superficie de la nieve estriada por las orugas de la motonieve. El motor repiqueteaba por lo bajo detrás de ellos. Amina iba delante, envuelta en la manta que había encontrado en la cabaña. De vez en cuando se le hundían los pies profundamente y un par de veces se cayó.
Los abetos estaban cargados con una espesa capa de nieve y algunas veces las liebres desaparecían de la vista bajo los árboles, pero se mantenían siempre cerca. Parecía que no querían acercarse demasiado al ruidoso vehículo, pero que tampoco querían alejarse demasiado de él.
Seved se preguntó adónde habían ido los glotones, y si los seguían en silencio sobre sus patas grandes y planas, pero no se atrevió a darse la vuelta para mirar. No quería saberlo.