La carretera que llevaba a Ammarnäs no contaba con ningún tipo de iluminación, sólo se podía ver el destello de alguna que otra casa. Faros medio cubiertos por la oscuridad. Pero las curvas se habían quedado grabadas en su cabeza y sabía dónde la nieve podía obstruir la calzada, por ejemplo, a la altura del Storvindeln, donde estaba expuesta al viento.
Durante los años en el instituto, había memorizado esa carretera. Por aquel entonces los días comenzaban y terminaban con la carretera, eran días en los que partía en la oscuridad y volvía en la oscuridad. Ir y volver, ir y volver. Naturalmente, también había habido momentos de claridad, pero cuando pensaba en aquella época lo único que recordaba era la oscuridad, líquida e insaciable. Se proyectaba automáticamente, con una intensidad sobrecogedora. La noche al otro lado de las ventanillas, la áspera tela que tapizaba los asientos, iluminados por las lámparas del techo del autobús; los pasamanos que quedaban reflejados en el vibrante cristal. Su propia cara cerrada. La nariz. Las erupciones en la mejilla que nunca terminaban de curarse, que sólo se movían algún que otro milímetro en un sentido u otro, o que volvían a nacer en el mismo sitio. El hambre que iba en aumento. Él y el conductor, solos durante decenas de kilómetros. El largo paseo desde la carretera hacia el resplandor de la lámpara de la entrada, que parecía alejarse en vez de acercarse. Y la juerga junto a la mesa de la cocina después, el único consuelo.
Los leminos no habían montado jaleo, así que ya casi los había olvidado. Desde que había salido de Arvidsjaur, sí había pensado en el dinero que tenía en el bolsillo. Lo que podría llegar a hacer con él. Cincuenta mil no daban para mucho, ni siquiera ciento cincuenta mil daban para gran cosa.
Pero aun así… Tener dinero, de él y de nadie más.
Sabía que Lennart era rico. Había visto los fajos gordos, con billetes mal colocados, que Börje y Ejvor recibían de él, y una vez, cuando estaba haciendo la compra en Coop, preguntó a la cajera cuánto había en la tarjeta. Eran más de cien mil, y había visto en su cara que eso era mucho. Que la gente normalmente no tenía esa cantidad en sus tarjetas.
Apretó la mano y tocó los billetes. Estaban allí, como una placa dura contra el pecho. Todavía no había decidido si se lo contaría a Börje o no.
¿Conocía el motivo por el que Lennart había querido hablar con él?
Probablemente, lo sabría. La pregunta era si le importaba. De momento, no parecía que le importara nada de nada. No es que resultase extraño. Dejar que Ejvor permaneciera ahí dentro debía de ser insoportable para él. Eso de no poder hacer nada… Sólo esperar.
Signe había dicho que Börje había ido a mirar por la ventana varias veces, que se había puesto de puntillas, con las manos sobre el alféizar. Era comprensible que quisiera verla, tal vez hasta necesario, pero ¿para qué exponerse a ello varias veces? ¿Para qué torturarse a sí mismo?
Sólo podía haber una razón.
Quería saber cómo era.
Si había cambiado.
Seved no podía comprender por qué la tomaron justo con Ejvor, y al principio había pensado que había sido sin querer. No se daban cuenta de lo fuertes que eran. Él lo había experimentado en sus propias carnes una vez, mientras estaba recogiendo en el Tugurio. No ocurría muy a menudo, pero a veces subían. Normalmente no hacían más que dar vueltas, tal vez unos empujones, pero aquella vez se les había ocurrido darle un abrazo y Seved habría tensado los músculos demasiado, porque, de repente, el abrazo se había convertido en una pugna. Había perdido el conocimiento. Vio un crepitar de fuegos artificiales delante de sus ojos, y después todo se volvió negro. Cuando recuperó la conciencia, ya estaban subiendo y bajando como locos por la escalera, que crujían bajo su peso. Ejvor le dijo que probablemente era una manera de expresar su arrepentimiento, si es que eran capaces de sentir algo así. Le quedaron unas marcas de color azul morado a lo largo del pecho, y Börje le había dicho que tendría un par de costillas rotas pero que no pasaba nada, que se cerrarían solas, y eso fue lo que pasó. «No debes tener miedo —le había dicho Ejvor—, ellos nunca te tocarán ni un pelo».
Con otros, sin embargo, no tenían ese tipo de reparos. Eso lo sabía.
Ya casi estaba llegando a la curva donde había ocurrido. Habían pasado muchos años. Él estaba en tercero o cuarto de secundaria, y un sábado había ido a una fiesta privada en un chalet grande de Sorsele. Se encontraba a orillas del río, y la casa estaba totalmente iluminada en la noche. Puertas y ventanas abiertas. Gritos y berridos. Los padres de la chica no estaban presentes para poner un poco de orden. Era en el mes de septiembre, el curso acababa de empezar.
Fue a la fiesta en moto. Un chico de su clase había sacado una botella de plástico llena de algo opaco y grumoso. Y él quería más. En el baño había encontrado un frasco de colonia y delante de un pequeño público, que lo contemplaba con miradas borrosas por el alcohol, se la había bebido. Les pareció que estaba loco. Pero de una manera divertida. Había entrado tambaleándose en la cocina y había volcado un bol lleno de sangría. Se le metió en la cabeza la idea de que era un acuario, que los trozos de fruta que estaban esparcidos por el suelo eran peces, y se rio a carcajadas por el hecho de que los peces fueran a morir.
Más tarde se enrolló con una chica que no conocía y que tenía un nombre noruego que era totalmente incapaz de recordar después. Fue ella la que se lo ligó, y él no hizo más que colocarse bien el gorro y disfrutar. Morreándose en un sofá. Hurgando entre su ropa. No llegó a tirársela, pero casi. Sacó la polla y quiso que ella la tocara, pero la chica retiró la mano, rápidamente, como si hubiera tocado una serpiente.
Alguien lo vio y no le gustó, o también pudo ser que les cayera mal sin más, porque cuando cogió la moto para ir a casa con la primera luz de la madrugada, un coche se metió justo por delante de él, derrapando. Un Volvo 740 con llantas de aluminio. Música estridente en los altavoces. No le dio tiempo a parar la moto y chocó con el coche. Eso en sí ya era un motivo para que le dieran una paliza.
Dos de ellos salieron. Con las mejillas rojas, hablando muy alto. Gorras. Cadenas. Lo empujaron por los hombros, pero él estaba demasiado borracho para defenderse, sólo intentó escabullirse. Seguir hacia adelante. No estaba lejos de su casa, un par de kilómetros, nada más. Y recordaba que les dijo eso. «Casi he llegado a casa», mientras empujaba el manillar y trataba de llevar la moto hacia un lado.
Como si hubiera importado que estuviera cerca de su casa.
Como si eso fuera a hacer que lo dejaran en paz.
Aunque lo cierto es que sí que importaba.
En el Västerbottens-Kuriren pusieron que los chicos habían dado varias vueltas de campana con el coche.
Tres adolescentes muertos en la carretera secundaria 363.
Hicieron un minuto de silencio en el instituto. Seved no participó porque se le había ocurrido que alguien había visto lo que realmente pasó, que había testigos, y por eso se quedó en casa con el pretexto de estar enfermo, pero se lo contaron después. El director había hablado con voz grave ante los alumnos reunidos acerca de los peligros de conducir bajo los efectos del alcohol.
—¡Esto os muestra lo que puede llegar a pasar! —dijo.
Y sí, había quedado demostrado, desde luego. Él había estado de rodillas en la cuneta viéndolo todo.
Cómo los chavales que habían salido del coche para darle una paliza de repente fueron levantados y puestos boca abajo, y cómo sus cabezas fueron golpeadas contra el asfalto hasta volverse rojas, y cómo los cuerpos volaron lejos, entre los abetos, y fueron recibidos por ramas que se rompieron bajo su peso.
Cómo el coche fue levantado, cómo flotaba en el aire. Cómo los grandullones parecieron divertirse cuando el Volvo giraba como una ruleta entre ellos, cómo los agudos gritos de ayuda desde el interior del coche parecieron animarles y llenarles de una energía feroz que les hizo girar el coche cada vez más rápido. El ritmo de la música fue distorsionado por la rotación, y el silencio sólo llegó cuando el machacado coche ya estaba boca abajo en el bosque, a cinco metros de la carretera.
Después habían querido llevarlo a casa y él no se había atrevido a protestar. Querían turnarse. Uno llevaba la moto, y el otro lo llevaba a él. Luego cambiaron. Y volvieron a cambiar.
Nunca había mencionado nada a nadie acerca de lo que había pasado aquella noche. Pero creía que Börje lo sabía. Porque había clavado la mirada en Seved y le había dicho que había tenido suerte. De que no fuera él el que se había matado en el coche.
La carretera que llevaba a la granja pasaba por detrás de una colina. Si uno no sabía de antemano que la entrada estaba allí, resultaba casi imposible descubrirla. En varias ocasiones, él mismo había pasado de largo, sin darse cuenta, y había tenido que volver. La colina era una montaña con una ladera inestable; la vertiente sur, la que daba al río, había sufrido un desprendimiento de rocas. El declive resultante se denominaba talud. Cuando el agua del deshielo se congelaba se formaban largos y amarillentos carámbanos ahí arriba. Desde la carretera parecían colmillos. Eso era lo que Seved siempre había pensado cuando era más joven y levantaba la mirada hacia allí. Que la colina tenía unas fauces que estaban abiertas de par en par, y que eran capaces de morderte.
Paró el coche a la altura de la barrera y se apresuró a abrir. Agarró el candado con la mano dentro de la manga del anorak y metió la pequeña llave que temblaba entre sus dedos, iluminados por el resplandor rojo de los faros del Isuzu. Cuando volvió a sentarse en el coche se sopló aire caliente en las manos, le dolieron.
—Ya casi hemos llegado —dijo, y no fue hasta que oyó el tono consolador de su voz cuando se dio cuenta de que lo habían alcanzado, que se habían metido en su cabeza para decirle que tenían frío.