Cuando la central de sustituciones domiciliarias enviaba una solicitud había que darse prisa; si no contestaba con la premura suficiente, la oferta de trabajo pasaba a otra persona. Por esa razón solía dormir con el móvil junto a la almohada y había cambiado el tono de mensaje por un ruido que la despertaba en cualquier circunstancia.
Cuando se levantó, hacia las ocho y media de la mañana siguiente, no sabía con seguridad si había recibido algún mensaje o si lo había soñado. Buscó el teléfono a tientas y apretó el botón de llamadas recibidas. Sí. Le había tocado hacer un turno en la residencia de la tercera edad de Solbacken, empezaba a las diez de la noche. Eso significaba que tenía todo el día libre. En realidad debería dormir algunas horas más, pero le resultaba imposible volver a coger el sueño. Entonces se acordó de lo que le había prometido a su madre, y se hundió por completo.
Encendió el televisor y se quedó un buen rato con la cabeza apoyada en la palma de la mano, viendo las noticias y apartándose los mechones que le caían sobre la cara. Con un suspiro cogió la diadema, que se había deslizado entre la pared y el cabecero de la cama, y se la puso mientras caminaba hacia la cocina. Odiaba lavarse el pelo porque se le ponía totalmente lacio y eléctrico, pero no podía posponerlo mucho más tiempo.
En el frigorífico había un paquete de margarina con un cuchillo pegajoso encima. Un tarro de remolacha roja. Era imposible saber en qué estado se encontraba el queso, ya que estaba envuelto en varias bolsas de plástico, pero llevaba allí el tiempo suficiente como para desanimarla a explorarlo más de cerca. Un litro de yogur semidesnatado estaba apoyado contra la pared, que centelleaba por las congeladas gotas de la condensación. Sacó el envase y lo agitó. Ni siquiera se removía.
Se puso una camiseta negra desteñida con calaveras aladas. Le colgaba hasta los muslos. Era de Tobe y le había quedado grande a él también. Salió del piso y subió la escalera corriendo.
—¡Hola! —exclamó al entrar por la puerta.
—¡Por lo menos ponte un pantalón!
Gudrun estaba sentada junto a la mesa de la cocina, leyendo el periódico. Sujetaba un pañuelo de papel.
—Tengo que ir a hacer la compra —dijo Susso, sacó una taza del armario y se sentó enfrente de su madre con ella en la mano. Con la otra comenzó a toquetear unas mandarinas que descansaban sobre una fuente marrón de cerámica vidriada.
—¿Son clementinas o satsumas?
—Clementinas, creo. Yo qué sé. Qué diferencia hay…
Susso cogió una y se puso a hacerla rodar entre las palmas de sus manos.
—¿Podemos…? —dijo.
—¿El qué?
—Hacer la compra.
Gudrun levantó la mirada.
—¿No habrás olvidado que vas a estar en la tienda?
—Claro que no. Me refería a esta noche.
El agua que corría por las tuberías del sistema de calefacción en el piso de Susso mantenía una temperatura constante pero tibia, en el mejor de los casos, y por lo general el radiador del baño estaba frío como el hielo, lo cual constituía otra razón para que se lo pensara dos veces antes de ducharse. Salió a la cocina con un par de calcetines de lana en los pies y encendió la cafetera. Luego se sentó junto al ordenador y se puso a pensar en cómo debía expresarse.
No era fácil.
Lo más acertado sería esperar hasta recibir las imágenes de la cámara de caza. Así al menos podía explicar las medidas que había tomado y contrastarlas con el testimonio de Edit, y se acabó.
Había echado demasiada leche en el café, así que volvió a la cocina y metió la taza en el microondas, que era un aparato robusto que tenía casi los mismos años que ella. Le recordaba a un viejo televisor. El timbre de aviso provenía de una campanilla de metal fijada en el interior de la chapa pintada de blanco.
En la cocina de Edit Mickelsson no había visto microondas. Se había fijado porque eso podía interpretarse como una señal de alarma: la gente que pensaba que los microondas eran dañinos, o les tenía miedo por otros motivos, normalmente no eran capaces de interpretar sus impresiones sensoriales de manera cabal. Lo mismo pasaba con la gente que sufría de hipersensibilidad electromagnética. Fibromialgia. Incluso víctimas de latigazos cervicales.
No eran de fiar.
La correlación era innegable. Había hablado con Diana del tema y ella se lo había confirmado. Era algo que todos los médicos sabían pero sólo lo decían entre ellos. La Seguridad Social decía otra cosa y ellos debían aceptarlo, a pesar de que todo el mundo sabía que el diagnóstico era hipocondría, o un intento de engañar al seguro.
Pero Edit no era una de esas personas, estaba bastante convencida de ello.
Sacó la taza del microondas, se sentó junto al ordenador y abrió un documento en blanco.
Escribió: «Edit Mickelsson, residente de Vaikijaur, del municipio de Jokkmokk, afirma que el miércoles 16 de noviembre, a las tres de la tarde, observó a un hombre desconocido de una estatura anormalmente baja cerca de su casa…»
A continuación borró el nombre de Edit y tomó un sorbo de café, que ahora estaba demasiado caliente. Golpeó el borde del teclado con el pulgar repetidas veces, miró el reloj de reojo. Eran casi las once menos veinte. Entró en el baño, se lavó los dientes y se puso las lentillas. Se sentía aliviada por no tener que escribir más.
Justo después de abrir la tienda, una estresada mujer entró para preguntar si tenía tickets de aparcamiento, y cuando Susso la hubo enviado a la oficina de turismo llegó un grupo de holandeses que iban al hotel de hielo. Se habían disfrazado como si fueran a participar en una expedición polar. Se movían sigilosamente alrededor de las vitrinas, viendo los cuchillos de cuerno de reno casi con miedo, como si hubiera escorpiones al otro lado del cristal.
Una pareja se acercó al mostrador para estudiar los objetos expuestos bajo el cristal, las pulseras trenzadas con bordados de plata. Susso se puso de pie con las manos metidas en los bolsillos traseros del vaquero. Sonreía como buenamente podía.
Eran un hombre y una mujer, los dos llevaban grandes gorros de pelo hirsuto en la cabeza. El de él era marrón y el de ella, de un color blanco artificial. Los turistas siempre llevaban gorros exagerados. Los pómulos de la mujer eran prominentes y tenían un rubor sano. Estaba repasando los amuletos que colgaban de un pequeño expositor que estaba sobre el mostrador, mientras Susso explicaba el significado de los diferentes símbolos.
—This is the god of the sun —dijo—, and this is the god of thunder. Los dioses del sol y el trueno.
—This one?
—No, that one. Yes.
—Thunder? ¿Trueno?
—Yes. He protects you, te protege —dijo Susso, dándose un golpe en el pecho con el puño—. If you wear it. Si lo llevas puesto.
La mujer hizo un gesto de aprobación, muy educadamente, y continuó mirando, frotando los huesos pulidos con el pulgar como si quisiera comprobar que las inscripciones proyectaban su fuerza más allá de la superficie. El hombre, que llevaba un mono de motonieve con detalles reflectantes y refuerzos en las rodillas, señaló una cosa tras otra y preguntó por los precios. Pero no compró absolutamente nada.
—And this one? —preguntó la mujer, sujetando uno de los amuletos.
—That —dijo Susso mientras se inclinaba hacia adelante para mirar el objeto de cerca—, that’s the god of hunting, el dios de la caza. Liejbbeålmåj —añadió, y la mujer la miró estupefacta.
—Libb…
—Liejbbeål-måj —repitió Susso, y después rieron por los intentos de la holandesa de hablar sami, ya que no pudo pasar de la primera sílaba. La risa despertó la curiosidad del hombre, que dejó la taza de madera que había estado tocando y se acercó a ellas. Parecía que la mujer estaba sopesando la posibilidad de comprar el amuleto del dios de la caza, porque se inclinó hacia el hombre y le habló en susurros acerca de la joya y señaló las inscripciones, y Susso oyó que dijo beschermen.
—Also known as the god of blood. El Dios de la sangre —añadió Susso.
El guía había salido y en ese momento estaba hablando con el conductor del autobús. A pesar de que faltaban por lo menos quince minutos para que partiera, los holandeses del vestíbulo ya comenzaban a inquietarse. Al momento, el pequeño amuleto volvía a colgar de su gancho.
Susso almorzó sentada en el taburete detrás del mostrador, un bocadillo de huevo cocido que Gudrun le había preparado. Sabía muy bien, el pan estaba untado con mostaza, ése era el secreto.
Después de comerse el bocadillo y un par de galletas de jengibre, se puso a jugar con el móvil y bebió un refresco de mosto de una taza de plástico.
Llamó a Diana, que, por supuesto, no contestó. Entonces llamó a Simonsson, que estaba en casa con su crío y siempre cogía el teléfono. Hablaron del fin de semana que había pasado y del que venía. Se oía al niño de fondo pero parecía contento, probablemente estaría viendo la tele.
El autobús con destino a la mina iba a partir en seguida y la tienda comenzó a llenarse de gente. Oyó que eran de Escania. Un hombre alto con una cazadora de cuero y una bolsa de City Gross en la mano caminaba pesadamente entre las estanterías, acercándose lentamente al mostrador. Señaló uno de los lagópodos de cristal que estaban en una balda detrás del mostrador, pero cuando Susso lo bajó dijo que prefería el que estaba al lado y Susso ni se molestó en explicarle que los lagópodos eran idénticos y que simplemente estaban colocados en diferentes ángulos. ¿Podría envolverlo en plástico de burbujas? Pero ella no tenía plástico de burbujas, y entonces el hombre arrugó el gesto y bajó la mirada hacia su cartera, ya abierta. Susso le preguntó si había traído una maleta.
Eso sí.
—Entonces coloque el lagópodo en el centro y no le pasará nada.
Hacia las tres llegó una guía que Susso conocía, llevaba muchos años en el negocio y traía con regularidad a grupos de turistas a la tienda de Riksgränsen. Seguramente era una de las que había «conocido al abuelo». Sin embargo, Susso no recordaba su nombre y por ello se sintió un poco incómoda. Era bastante alta y llevaba un abrigo de piel largo que le llegaba hasta los tobillos, y a Susso le costaba mirarla a los ojos porque llevaba un zorro entero en la cabeza. Estaba como enroscado y miraba a Susso con una expresión deprimida. La nariz se había encogido y se parecía más a una pasa. Debajo de esa pelambrera de color rojo oxidado, la mujer llevaba una amplia sonrisa en los labios. Dijo que se alegraba de verla.
—Igualmente —contestó Susso. El sombrero de la señora resultaba tan inverosímil que a Susso le costaba aguantar la risa. La larga cola le colgaba por la espalda y poco después, cuando hablaba con los turistas que se habían reunido alrededor de ella en la calle, al otro lado del escaparate, el zorro movía su morro aplastado como para expresar su consentimiento. Tenía una pinta absurda. ¿Lo llevaría medio en broma?
Entre los momentos de barullo, que coincidían con la llegada de los autobuses, Susso caminaba entre los estantes, colocando aquello que estaba mal puesto o que le apetecía tocar. Olfateó los tés, hojeó la edición con encuadernación de cuero de Laponia en mi corazón, que la deprimió como siempre.
A las cuatro y media la tienda estaba vacía.
Debajo de la escalera que llevaba a la planta superior de la Casa del Pueblo, Gudrun había sacado un viejo trineo para renos y había pegado una nota en la que ponía que era un trineo para llevar comida y que estaba en venta. Naturalmente, no había indicado el precio, eso podría asustar a los clientes, o podría mover a alguien a robarlo. Susso se coló en el espacio bajo la escalera y columpió el trineo, que chirriaba ligeramente. En la taquilla de la oficina de turismo una mujer le sonreía. Susso sabía que se llamaba Tina.
—¿Es tu trineo? —dijo Susso, acercándose—. Igual vienes al trabajo en él…
Tina se rio, sacudiendo los hombros, y le preguntó si quería tomar un café.
—Por favor —dijo Susso, colocando los codos sobre el tablero de madera que asomaba bajo las ventanas.
En el fondo del vestíbulo, Sixten Kalla estaba sentado sobre uno de los bancos de la pared. Era un anciano fibroso con una cara roja curtida por el viento, y se sentaba allí a menudo para calentarse. Sobre las rodillas había echado sus bastones, que llevaba a todas partes. Seguramente sabía que estaban a punto de cerrar porque se levantó y se acercó a ellas. Las puntas de acero de sus bastones golpeteaban el suelo de piedra. Se había puesto el gorro de piel al revés. Oía mal, y por ello Susso le dijo en voz alta:
—¡Sixten Kalla, llevas el gorro mal colocado!
El anciano murmuró algo pero no estaba claro si la había entendido.
—Oye… —dijo ella.
—Bueno —murmuró, cortado—. Ya estás harta de mí.
—Qué va, cómo voy a estar harta de ti. Pero llevas el gorro al revés.
Tina sacó la cabeza por la taquilla.
—Vas a tener que caminar hacia atrás —dijo.
El anciano se giró el gorro de piel con unos movimientos lentos y cautelosos.
—Ahora ya no hace falta que camines hacia atrás —dijo Tina.
—Ahora ya puedo caminar hacia adelante —dijo Sixten.
—Claro que sí.
—Así estás mejor —dijo Susso.
Cuando Sixten Kalla desapareció en la oscuridad ya eran las cinco menos cuarto. Susso le dio las gracias por el café a Tina y entró en la tienda para hacer el balance del día. El papel de la facturación de la jornada era lo suficientemente largo como para trazar un amplio arco entre sus manos. Gudrun solía interpretar eso como una medida aproximada de que las ventas del día habían sido decentes. Se acercaba la Navidad, así que era normal.
Metió el trineo en la tienda, cerró la puerta con llave y se marchó a casa.
Gudrun estaba echada en la cama, con una manta de viaje color cereza sobre las piernas. Estaba leyendo un libro de bolsillo y lo dejó sobre el pecho cuando Susso entró en el dormitorio con la ropa de la calle puesta. Su mirada indicaba que quería saber cómo había ido todo. Susso bajó la cremallera su anorak y se sentó en el borde de la cama con Basco sobre la rodilla mientras le contaba lo que había vendido. Cuando después preguntó a su madre cómo estaba, ésta soltó un largo suspiro.
—No sé lo que me pasa —dijo—, estoy muy cansada, sin más. Desganada.
—Quizá deberías probar alguna de esas medicinas homeopáticas —dijo Susso, y hundió la nariz en el pelo de la cabeza del perro mientras le rascaba por debajo de las lacias orejas. Entonces el perro giró la cabeza y le plantó el húmedo morro en la mejilla.
—¿Necesitas que te ayude mañana también?
—Mañana estaré mejor. Lo tengo decidido.
—¿Ha podido salir un rato hoy?
—Lo he sacado a dar una vuelta por el parque hacia las tres, más o menos. Pero si tienes fuerzas para salir con él luego, te lo agradecería, lo harías feliz.
—¿Qué? ¿Salimos luego? —dijo, dándole al perro un golpecito con la nariz en el hocico—. ¿Te animas?