Inger e Yngve Fredén les contaron que el troll había estado con ellos desde el verano de 1982.

—¿Y durante todo ese tiempo nunca os disteis cuenta de que llevaba un oso dentro? —dijo Susso.

Estaba en el garaje, esperando que sus ojos se acostumbrasen a la semipenumbra que reinaba allí. Había un sofá tapizado con una tela de motivos florales de grandes dimensiones. Había mantas y ramas de abeto sobre el suelo, que era marrón porque tenía una capa de pinochas viejas encima. Había botellas de plástico por todas partes. Unos cartones tapaban las ventanas. Olía a perro y a comida podrida.

Yngve negó con la cabeza.

—Fue una sorpresa para nosotros. Quiero decir, se parece un poco a un oso, la verdad es que sí, pero que pudiera convertirse en uno, eso era algo que jamás nos pudiéramos haber imaginado. Puede sonar un poco raro, yo mismo me doy cuenta de ello ahora que ya no está con nosotros, pero lo cierto es que nunca hemos llegado a hablar de él, realmente.

Después de sentarse en la cocina, Inger les contó, con la voz quebrada, que había perdido a su hijo. Se habían ido a vivir a Kramfors para empezar de cero, y fue entonces cuando el troll llegó. Estaba desnudo en el bosque, más allá del jardín, mirando su casa con unos pequeños ojos empapados. En una mano sujetaba una rama de abedul con la que espantaba a los mosquitos, pero tal vez también para atraer su atención. Nunca le tuvieron miedo, a pesar de su apariencia. Desde el primer momento, les resultó obvio que debían cuidar de él, ni siquiera habían hablado del tema, y a lo largo de los años raras veces habían discutido sobre él. Simplemente había estado allí, tal cual. Le habían dado de comer y habían recogido su cuarto, pero nunca habían intentado hablar con él siquiera, y no fue hasta que ya no estaba allí, cuando se dieron cuenta de lo extraño que era eso. ¡Ni siquiera le habían puesto un nombre!

—¿Se dan cuenta? ¡Más de veinte años aquí y no le habíamos puesto nombre siquiera!

No sabían qué hacía durante los días, porque las ventanas siempre estaban tapadas. Pasaba la mayor parte del tiempo durmiendo, y lo hacía en el suelo, sobre un montón de mantas y ramas de abeto que llevaba hasta allí. Cada tres días, más o menos, salía y subía con pasos pesados hasta el bosque donde hacía sus necesidades, dejando unos grandes y humeantes excrementos. Y claro, era de agradecer que fuera limpio de aquella manera. De vez en cuando sonaba la radio durante alguna hora, y siempre con el volumen bajo. Le oyeron cantar a veces, pero no eran palabras, sólo un tarareo bajo, como si intentase dormirse a sí mismo.

Alguna vez entraba en la casa y se sentaba un rato en el sofá para echarse una siesta, y nunca llegaron a acostumbrarse a ello porque olía, y aunque no le tenían miedo exactamente, no se atrevían a acercarse demasiado. Algunos días quería jugar, por ejemplo a couronne. Entonces aparecía al otro lado de la ventana y daba golpecitos en el cristal con el taco, que era tan pequeño en su mano. Solían jugar con él por turnos. Comprendía que los aros debían acabar en los cuencos de las esquinas, pero ahí acababa su idea del juego: que había que usar el aro rojo para tirar era algo que lo traía sin cuidado, y tampoco le importaba que hubiera que golpear los aros para que acabasen dentro; él los empujaba, o más bien los pillaba con la punta del taco y los llevaba lentamente hasta los cuencos. Tampoco le parecía importante respetar los turnos, y nunca resultaba ni claro ni importante decidir quién había ganado. Así era él. Tranquilo, adormilado e incomprensible.

—Pero ¿están seguros de que no fue él quien raptó a Magnus Brodin en mil novecientos setenta y ocho? —dijo Gudrun.

No, no podían estar seguros. No tenían ni idea de lo que había hecho antes de que viniera a su casa. Nunca dijo absolutamente nada.

—Sabemos con seguridad que hay por lo menos dos de esos gigantes —dijo Gudrun—. Entonces puede haber más todavía. Así que no tiene por qué ser él.

—¿No tienen ninguna foto de él? —dijo Susso.

Inger negó con la cabeza.

—¿Sacarle una foto? Eso… eso era impensable.

Yngve estaba de acuerdo.

—Nunca se nos hubiera ocurrido sacar una cámara así, sin más. Puede resultar difícil comprenderlo para alguien que no lo conozca.

Ahora Yngve no pudo reprimir su curiosidad. ¿Qué clase de gigante habían abatido en Estocolmo, y en qué circunstancias se habían topado con él? ¿Y qué era esa gente de la que hablaban? Gudrun les relató lo sucedido en la isla de Färingsö, les habló de su padre, de la página web, y de la imagen del Hombre de Vaikijaur, el viaje de John Bauer a la Laponia y su encuentro con los stallo. Cuanto más hacia atrás en el tiempo iba, menos preguntas le hacían. Al final Susso tuvo que sacar la ardilla para que Inger e Yngve vieran que existía de verdad. La estampa del animal agachado en el bolsillo de Susso los dejó mudos, e Yngve incluso se levantó y comenzó a caminar por la cocina porque no sabía dónde meterse.

—Esto —se limitó a decir—. Esto…

A Torbjörn le habían dejado un ordenador y se había sentado con él en el salón junto a una mesa de centro con forma de riñón. No hacía más que mover el ratón y tenía los ojos absortos en la pantalla.

—Escuchad —dijo de repente, y leyó—: «La policía avisa de la presencia de un oso peligroso. Un hombre fue atacado por un oso durante un paseo por Storuman en la mañana del martes. Fue arañado y mordido, y ahora la policía recomienda al público que no salga por la zona. “El hombre, de 39 años, estaba completamente solo cuando, según su propio testimonio, fue atacado por un oso sin ningún tipo de provocación previa, en la localidad de Stensele, al sur de Storuman. El oso golpeó y mordió al hombre antes de que pudiera liberarse. Salió corriendo y se subió a un árbol. El oso lo persiguió hasta el árbol. Luego abandonó el lugar. Entonces el hombre se bajó del árbol, consiguió llegar a su casa y dio la voz de alarma”, dice Tomas Wretling del servicio de información provincial de la policía de Västerbotten».

Susso y Gudrun se habían acercado para leer sobre su hombro.

Torbjörn continuó:

—«La policía de Västerbotten ha enviado a un equipo especialmente entrenado, conocido como Unidad de Localización de Osos, a la zona. Al mismo tiempo recomienda a la población no salir por Stensele, por el momento. Las lesiones del hombre, que fue llevado a un hospital para una revisión médica, no revisten gravedad. La policía va a disparar a matar, quieren dar muerte al oso. La decisión ha sido tomada por la autoridad policial y se fundamenta en el hecho de que el oso ha herido a una persona y que, por lo tanto, supone un peligro para la comunidad. “Ahora sólo esperamos a los guías caninos y nos pondremos manos a la obra”, dice Wretling. “¿Es común que los osos ataquen a la gente sin provocación previa? Este oso se ha despertado con mal pie. Y no hay que tomarse a la ligera un oso cabreado”».

—¿Dónde pone eso? —dijo Inger—. ¿En el Västerbottens-Kuriren?

Torbjörn negó con la cabeza.

—No, en el Dagens Nyheter. Ha sido publicado hace dos horas.

Continuaron buscando noticias y poco después Gudrun puso el brazo sobre el hombro de Torbjörn y señaló con el dedo. En la sección de noticias locales de la página del Norrbottens-Kuriren, había una noticia con el titular «En Glottje no venden la piel del oso antes de cazarlo».

Torbjörn sacó el texto de la noticia y leyó:

—«Un oso despierto» eso es lo que pone, despierto «ha sido avistado en una zona deforestada junto al lago Västra Kikkejaure, alrededor de cinco kilómetros al noroeste del pueblo de Glottje, en el municipio de Arvidsjaur».

—Glottje —dijo Susso—, ¿cómo de lejos está eso?

—Hay unos ciento veinte kilómetros hasta Arvidsjaur —dijo Yngve.

—¿Y a Storuman?

—No lo sé, trescientos, tal vez. Por carretera. Pero la noventa y cuatro traza una línea hacia el oeste bastante recta, y la cuarenta y cuatro también, así que será más o menos la misma distancia para un oso. Digamos que hay doscientos cincuenta.

—El artículo del Kuriren ha sido publicado a las quince cero nueve —dijo Torbjörn—. Eso quiere decir que no puede ser el mismo oso.

—Son varios, Tobe —dijo Susso—. Sé que son varios.

Torbjörn se calló la objeción al ver la mirada de Susso.

—Vale —se limitó a decir.

—Hay cuatro de ellos —dijo Susso, mirando al suelo—. O más bien, eran cuatro.

—¿Cuatro? —dijo Yngve—. ¿Cómo sabe que son cuatro?

Susso miró hacia el bolsillo delantero de su anorak.

—Cuatro osos —dijo despacio, y miró la ardilla a los ojos—. Siempre ha habido cuatro osos. Pero ahora sólo son tres. Y eso… no es bueno.