Les costó una hora escasa caminar hasta la granja y cuando llegaron ya estaba oscureciendo. Las fachadas de los edificios parecían negras y el candelabro de Adviento estaba encendido entre las cortinas de la habitación de Ejvor. Lennart estaba de pie sobre el peldaño de la autocaravana y miraba hacia el grupo que salía del bosque, en el punto donde comenzaban a escasear los abetos. Tenía la cabeza descubierta y apretaba el móvil contra la mejilla. No se veía ni rastro de Börje. Pero el Volvo estaba allí, aparcado junto al Isuzu, y cuando Seved lo vio, una fuerte sensación de culpabilidad le recorrió todo el cuerpo.

El ruido de la motonieve se apagó y Jola se bajó y giró su gorra. Se dirigió hacia Lennart, arrastrando las pesadas botas, y habló con él en voz baja. Había colgado la correa del rifle sobre el hombro, parecía un cazador de alces. Lennart asintió, sacó su pañuelo y se frotó la nariz con él, y cuando volvió a meter el pañuelo en el bolsillo asintió de nuevo. Se le veía cansado. Una blancas rayas de barba incipiente se le dibujaron en los pliegues que se le formaron cuando apoyó la barbilla contra el pecho, donde colgaban sus gafas oscuras de un cordón.

—Eso da lo mismo —dijo en voz alta, y después desapareció en el interior de la autocaravana, que bamboleó bajo su peso.

—Entrad —dijo Jola.

Señaló con el cañón del rifle. En dirección al Tugurio.

Seved dio unos pasos antes de preguntar sobre el hombro para qué iban a entrar allí. Al abrir la boca notó hasta qué punto estaba aterrorizado, porque parecía que la voz revoloteaba al salir.

Jola les dijo que vaciaran los bolsillos, y mientras hablaba sólo se le veían los mechones rubios de su barba debajo de la gorra. Seved dejó las llaves del Volvo sobre la barandilla del porche, y después la linterna. Amina dijo que no tenía nada.

—Jola… —dijo Seved—, ¿no estará ahí abajo?

—Ya lo verás.

La escalera se hundía en una oscuridad que se extendía sin matices. La guarida era profunda para que la temperatura fuera la adecuada. Seved estuvo escuchando para ver si se oían ruidos, pero no oyó nada. Y no sabía si era una buena o mala señal. No había pasamanos, así que bajaba despacio con las rodillas dobladas, buscando su camino, pasando los dedos por la fría y húmeda superficie de la rugosa pared de hormigón. Amina estaba justo detrás de él, su respiración salía como un siseo contra su cuello mientras trataba de cerrar la mano alrededor del hombro de Seved con fuerza.

—¡Bajad! —les ordenó Jola, que estaba en el marco de la puerta.

Primero Seved había contenido la respiración, instintivamente, pero después de haber recorrido aproximadamente la mitad de los escalones tuvo que inhalar aire. El agrio hedor fermentado de putrefacción y excrementos que hinchó sus fosas nasales fue tan abominable que se echó hacia atrás y vació el estómago en dos tandas de arcadas. Chapoteó sobre los escalones y las lágrimas le escocieron en los ojos. Se sujetaba con una mano en la bota de Amina y con la otra en la astillada madera. Luego todo se volvió negro a su alrededor. Jola había cerrado la puerta y cuando el pestillo se giró fue como si la propia oscuridad quedase cerrada con llave.

—Cuidado —resopló Seved, secándose los labios—, no te resbales. Aquí, donde he vomitado…

No hubo respuesta y eso irritó a Seved, pero también lo asustó.

—¡Tienes que contestarme, Signe! —dijo, moviendo su bota. Si no, no sé dónde estás.

Signe murmuró algo inaudible.

Cuando Seved se puso en pie se frotó la boca, para quitarse los fragmentos de vómito que le se habían pegado a la barba.

—Vamos a sentarnos aquí —susurró.

Se sentó en el primer peldaño y apoyó el hombro contra la puerta, y en seguida sintió en la cara los dedos de Amina, que lo estaba buscando a tientas. Le agarró la mano y le ayudó a encontrar el camino.

—Siéntate aquí —dijo.

El olor a vómito no desaparecía y casi se arrepentía de haberse secado la boca, ya que el olor a jugos gástricos era preferible a las horribles ráfagas que subían desde abajo. Estaban quietos, escuchando, y Seved estaba seguro de que los duendecillos que se encontraban en la guarida hacían lo mismo. No creía que Skabram estuviera allí abajo, de eso ya se hubieran dado cuenta a estas alturas. Sobre todo si estaba cabreado. Así que no habría más que pequeñajos. Sabía que había un tejón en la guarida, incluso lo había visto deslizarse por la oscuridad una mañana muy temprano, pero nadie parecía saber a ciencia cierta si era un duende o un tejón normal del que los grandullones se habían encaprichado.

«Tendremos que quedarnos aquí con nuestra angustia —pensó—. Más no nos van a hacer. Börje nunca dejaría que nos pasara nada. Si somos sus hijos… Prácticamente».

—Seved.

—¿Sí?

—Creo que tengo que mear.

—Bueno, tendrás que bajar unos peldaños entonces. Pero ten cuidado de no resbalarte.

Oyó cómo bajaba, muy despacio, arrastrando sus botas de gruesas suelas sobre los escalones. Luego chilló y soltó un taco entre los dientes, y Seved comprendió qué había tocado con la mano.

—¡Seved! —siseó.

—¿Qué pasa?

—Hay una luz aquí abajo.

No podía haber luz allí. ¿O sí? ¿Había alguna toma de luz que él no conocía? Desconcertado, se levantó y bajó sigilosamente por la escalera.

—¿Dónde estás? —susurró.

—Aquí —dijo, y en seguida encontró su mano, fina y fría.

Seved miró a la oscuridad. Vio el destello de una luz. Parpadeó una vez. Dos veces. Giró la cabeza y entonces oyó que cada destello iba seguido de un leve chasquido.

Alguien estaba utilizando una linterna. Encendiendo y apagando, a intervalos de un par de segundos. Y estaba lejos. Aparentemente, la guarida no era tan pequeña como se había imaginado, y el inesperado tamaño del sótano le asustó más que las extrañas señales de luz que venían de sus profundidades. El espacio se abría como unas fauces y Seved dio un paso hacia atrás.

—Subamos —dijo y agarró a Amina.

—Pero tengo que mear —dijo.

—Bien, pues mea. Pero luego subes. Nos quedamos ahí arriba. Es lo más seguro.

—No puedo, no me atrevo. ¡Tienes que quedarte aquí!

—Bueno, pero date prisa.

Oyó que se movía por el ruido de la ropa.

—¡Prométeme que no te marcharás!

—Te lo prometo.

—¡No puedes marcharte!

—Toma —dijo Seved.

Amina le buscó la mano y la apretó con fuerza, y poco después se oyó un borboteo contra la madera. Cuando hubo terminado subieron en silencio hacia la puerta y se sentaron. Seved miró el reloj. Las agujas no se veían bien pero pensaba que serían las siete y cuarto. Cerró los ojos. Volvió el hedor. Era como si hubiera estado esperando. Se quitó el gorro y lo apretó contra la boca y la nariz, para filtrar los vapores a través de la lana, que había absorbido el olor a sebo y grasa de su pelo.