A finales de febrero, decidimos organizar un pase de diapositivas. Fue idea de Susso y parecía muy ansiosa por hacerlo, así que accedí. Pusimos anuncios en el Kuriren, el Norrländskan y en el Kiruna Annonsblad, y la sala de Nåjden se llenó. Sixten Kalla dijo que nunca había visto tanta gente, y con eso probablemente quería decir en toda su vida. No hubo sitio para todo el mundo en el local, y había asientos para casi cuatrocientas personas.

Naturalmente, la gente había acudido para enterarse de más cosas sobre el Hombre de Vaikijaur, y la desaparición, y el milagroso retorno, de Mattias Mickelsson, porque habíamos puesto en el anuncio que Susso hablaría sobre ello. Yo ya le había preguntado cuánto quería contar —¿no diría nada sobre la ardilla o los osos, o lo que pasó con Jan-Olof Haapaniemi?—, pero no me había contestado, así que yo daba por hecho que hablaría sobre la página web y la fotografía de papá.

Cecilia organizó la presentación de las diapositivas. A mí me pareció que debería habernos dejado la tarea a Susso o a mí, porque estaba un poco desequilibrada. Llevaba más de un mes de baja y Tommy y yo nos habíamos turnado para cuidar de Ella, porque era como si Cecilia no la viera. Pero insistió en sujetar el micrófono. Salió mal, claro. Repetía las cosas demasiado y perdía el hilo, y después empezó a contar una anécdota de cómo papá se había olvidado de ella en la orilla de un lago cuando era pequeña y habían volado al monte donde él quería pescar. Se rascaba el cuero cabelludo con fuerza, una y otra vez, era como una especie de tic, y tuve que bajarla del escenario por la fuerza, más o menos, para que pudiéramos iniciar el pase de las diapositivas.

Después, Susso subió al escenario y cogió el micrófono. Se había puesto una blusa ajustada de color azul claro. Y también pendientes, y eso no se lo había visto llevar antes, creo; eran unos grandes aros de plata de la tienda. Habló sobre la página web, y las circunstancias en las que había sacado la foto del Hombre de Vaikijaur. De vez en cuando soltaba alguna broma y entonces la gente se reía a gusto, pero por lo demás el público estaba totalmente callado. Vaticinó que nunca llegaríamos a saber quién era el Hombre de Vaikijaur. Sea como fuere, la policía había podido constatar que él no tenía nada que ver con la desaparición de Mattias Mickelsson. Para terminar, dijo que ella ya sabía que los trolls no existían, y que había decidido cerrar la página web.

Me quedé asombrada, y Roland sacó una cajita de snus y se quedó con una bolsita en la mano. Miré a Torbjörn, que estaba de pie en un lateral, debajo del escenario, pero su cara no reveló ningún tipo de sorpresa, así que debía de saber de antemano qué iba a decir.

Alguien preguntó qué la había convencido de que los trolls no existían, después de toda una vida creyendo en ellos, que era lo que ponía en su página web.

No supo contestar a eso, se quedó cortada y los pendientes tintinearon, y dijo que ya no creía, sin más, y cuando la persona que le había hecho la pregunta insistió, ella le preguntó si él creía en los trolls. Entonces se calló y se oyeron risas entre el público.

Hubo cierta afluencia a la tienda después, porque eso siempre pasa después de los pases de diapositivas, por eso los organizamos. Susso y yo estábamos en la caja y Roland también ayudó, pero sobre todo daba cháchara a los clientes. Torbjörn también estaba allí pero no hizo más que mirar, con la mochila de Susso colgada del hombro. Parecía un poco pálido y le pregunté cómo estaba, pero se limitó a mirarme sin decir nada.

Me había esperado un aluvión de preguntas sobre los trolls y la fotografía de papá, pero no llegaron. La gente parecía contentarse con el comunicado de Susso. Había vuelto el orden, por decirlo de alguna manera. No fue tanta gente como nos habíamos esperado al ver la multitud congregada en la sala de Nåjden, pero era porque la mayoría era gente de Kiruna, y aquí hay poco interés en el arte fotográfico de Gunnar Myrén, por no decir ninguno.

Edit Mickelsson y su hijo Per-Erik habían acudido al pase de diapositivas, estuvieron, con las caras muy serias, sentados en un extremo de la primera fila. Carina y Mattias no habían ido, pero ahora entraron todos. Edit llevaba un pequeño gorro de piel y fue al mostrador para estrecharnos la mano, pero los otros se quedaron cerca de la puerta y se limitaron a saludar desde la distancia. Susso se puso en cuclillas para poder mirarle a los ojos al niño. Estiró la mano y tiró un poco de su anorak mientras hablaba con él. Sonrió y el niño asintió con la cabeza, con la pequeña punta de la nariz escondida bajo el cuello. Antes de salir, la madre de Mattias abrazó a Susso con fuerza, y vi que tenía los ojos empapados.

Cuando la gente comenzó a escasear, hacia las cuatro y media de la tarde, Susso y Torbjörn se marcharon, y yo estaba a punto de cerrar y hacer el balance cuando una muchacha entró en la tienda, empujando una silla de ruedas con una señora mayor. Me había fijado en ellas antes del pase de diapositivas, porque destacaban entre la gente. La señora de la silla de ruedas llevaba un par de gafas de sol grandes y negras, igual que una estrella de cine, y un poncho forrado de piel, de una tela suave que parecía muy exclusiva, creo que era lana de cachemira. La muchacha que llevaba la silla de ruedas tenía unos quince años y era de procedencia extranjera, tenía el pelo corto y negro como el azabache, y no dijo nada.

Las saludé y la mujer de la silla de ruedas me devolvió el saludo y preguntó con exquisita amabilidad si íbamos a cerrar la tienda y si molestaban. «No, para nada», le aseguré. Pude oír que era noruega, y siempre es agradable tener a noruegos en la tienda, y me pareció una suerte el no haber hecho el balance todavía. Nos agradeció el pase de diapositivas, alabó las extraordinarias fotografías de papá, sobre todo las imágenes de Lofoten, pues ella era oriunda de allí, y preguntó si era la voz de papá la que se había oído al principio del pase, y le dije que sí. Luego preguntó si yo era su hija, y cuando asentí con la cabeza me preguntó si era hija única. Le dije que no, que también tenía una hermana. Y después le conté que nos habíamos marchado de Riksgränsen para venir a vivir a Kiruna con mamá cuando éramos niñas, y que papá se había quedado solo ahí arriba.

—¿Entonces me imagino que lo echarías en falta? —dijo la señora.

—Muchísimo.

—¿No es extraño lo increíblemente fuerte que es el amor que uno siente hacia sus padres, a pesar de todas sus carencias? —Feil era la palabra que usó, creo.

Yo estaba de acuerdo, aquello era un amor que no conocía fronteras. Un amor incondicional.

—Y como hijo, uno está dispuesto a hacer cualquier cosa por ellos.

—Sí —dije—, cualquier cosa.

—Todo se les perdona.

—Todo.

La mujer suspiró y giró la cabeza hacia el techo, de manera que los focos se reflejaron en sus gafas de sol. Parecían unas pupilas blancas en medio de unos ojos negros.

—Perder a una madre o a un padre, eso es lo peor que le puede pasar a un niño —dijo ella.

—Ningún niño debería tener que sufrir eso —dije.

—Igual que ningún padre o madre debería tener que perder a un hijo.

—No, por Dios —dije—. He estado a punto, así que lo sé muy bien.

—Por eso —dijo, mirándome—, hay que cuidar de ellos. Procurar que no les pase nada. Hay que vigilarlos. ¡Igual que la osa vigila sus oseznos!

—Claro —dije—, es nuestra obligación. Nuestro deber.

—Es nuestro deber… —repitió la mujer y asintió con la cabeza.

Después se quitó el guante de piel y estiró la mano derecha, que era fina y un poco arqueada, así que la estreché con cuidado. Mientras la apretaba, me miró y repitió una vez más:

—Es nuestro deber.

Después retiró la mano, tan despacio que me llamó la atención.

Y entonces sentí la garra, cómo me raspaba la palma de la mano con suavidad, y al bajar la mirada vi que dos de sus dedos estaban deformados y vellosos.

Volvió a ponerse el guante sin prisa, asintió con la cabeza con una sonrisa hacia mí, y después la muchacha la sacó de la tienda. Yo me había quedado muda, con la mano todavía ligeramente extendida, y Roland se subió las gafas a la frente y me preguntó qué me pasaba, ¿tan mal me había sentado que no comprasen nada?

—¿Acaso no has visto su mano? —le dije.

No, no la había visto. Así que se la describí. Diciendo que el dedo meñique y el anular estaban cubiertos de mechones de pelo de animal, ¡y que no tenía uñas, sino garras!

Le costaba creerme, lo vi en su cara. Pero habíamos hablado mucho de lo que había sucedido, de cómo el troll de la isla de Färingsö se había convertido en oso, y Roland incluso había podido conocer a la ardilla, algo a lo que Susso había accedido sólo a regañadientes. Así que no se atrevió a decir nada, se limitó a mirar un buen rato tras las dos mujeres que desaparecieron por el aparcamiento.

Yo ya me había sentado pesadamente en el taburete en el extremo del mostrador. Todavía podía sentir el tacto de su suave pelo, y de la garra, dura y fría. Parecía que me había robado la mano. O que ya no era mi mano.

—Pero entonces eso ha sido una amenaza —dijo—. Ha amenazado a Susso. Tenemos que llamar a la policía. Es una amenaza de muerte. He sido testigo.

—Pero ¿no lo comprendes, Roland? Ésa es la misma gentuza con la que trató John Bauer. Son stallo. No son humanos. La policía no puede hacer nada.

—Ésa era una vieja excéntrica, estoy de acuerdo, pero no es un troll. Y si es así, la policía la puede detener. Por amenazas. Eso se penaliza con la cárcel.

—Si no ha sido una amenaza siquiera…

—Pero una amenaza encubierta sí, desde luego.

Yo estaba aturdida y cansada, así que no hablamos más del tema. Fuimos a comprar un poco de comida tailandesa y después nos marchamos a casa en silencio. ¿Ahora volvería a empezar todo otra vez?, me pregunté. Y yo que había pensado que ya se había acabado…

A la altura de la cuesta delante de mi casa, Roland se paró de repente y se subió un poco la visera de la gorra.

—¿Has visto la aurora boreal?

Pero la aurora boreal me daba exactamente igual, yo tenía frío y quería entrar en casa. Estaba sujetando la puerta y grité a Roland que viniera. ¡La comida se enfriaba!

Giró el cuello y después hizo una pequeña pirueta.

—Será de trescientos sesenta grados —dijo.

Mientras subíamos la escalera aproveché para llamar a la puerta de Susso y tuve que pulsar el timbre varias veces e incluso dar unos golpes fuertes en la puerta antes de que gritara: «¡Entra!», y me atreviera a abrir la puerta. Tenía las persianas bajadas y el televisor estaba encendido. Estaba sentada en la cama y no llevaba más que unas bragas y un jersey. Tenía el pelo sucio y llevaba las gafas puestas. La miré por un breve momento antes de dejar que la mirada se me fuera hacia el techo. Sabía dónde solía colocarse la ardilla y, efectivamente, allí estaba, encaramada sobre la barra de las cortinas, mirándome atentamente. A pesar de todo lo que había hecho por nosotros me había empezado a caer mal, pero eso era algo que no me atrevía a mencionar en alto, ni pensar siquiera, simplemente traté de dirigir la mirada hacia otro lado, y fue hacia la tele.

Cuando le conté lo de la mujer que había entrado en la tienda, no hizo más que asentir con la cabeza.

—Pueden tener hijos con humanos —dijo—. Y entonces los hijos salen así. Deformados. Así que no es de extrañar que prefieran robar niños.

—Cómo puedes saber eso…

—Porque Skrotta me lo ha contado.

—¿Cómo dices que se llama? —le dije.

—Skrotta.

—¿Quién? ¿Éste? —dije con un gesto de la cabeza hacia la barra de las cortinas, sin atreverme a mirar al pequeño animal a los ojos—. ¿Pensaba que se llamaba Humpe?

—Se llama Skrotta. Me lo ha dicho.

—¿Ha hablado?

Susso negó con la cabeza: no necesitaba hablar. Y, por lo demás, pensaba que todo volvería a la normalidad ahora que había cerrado la página web. No tenía por qué preocuparme. Se había levantado y me llevaba hacia la puerta de la calle para sacarme de allí a empujones, más o menos. Pero ¿y el oso qué? ¿Ya había olvidado que había matado a uno de ellos? «Aquello fue en defensa propia», dijo, ellos mismos se darían cuenta de eso. Si ella les dejaba en paz, ellos también le dejarían en paz. No era más complicado que eso.

Ya me había sacado a la escalera, donde Roland estaba esperando pacientemente con la bolsa de comida tailandesa en una mano.

—¿También te lo ha dicho? ¿Que te van a dejar en paz?

Cerró la puerta sin contestarme.