Seved estaba bastante seguro de que no permitían animales en el hostal, y por eso dejó la jaula en el coche, escondida bajo una manta. Tendría que ir a buscarla más tarde, cuando la recepción estuviera cerrada. Tras el cristal había una chica que no tendría ni veinte años. Seved murmuró el nombre inventado que había dejado cuando hizo la reserva por teléfono, pagó y recibió una llave con el número de la habitación grabado en una ficha de plástico rojo. Metió la llave en un bolsillo de la chaqueta y subió en ascensor, continuó por un pasillo estrecho con una moqueta de plástico verde en el suelo, y encontró su habitación al fondo a la derecha.
Era mucho más grande de lo que se había imaginado. Una litera de acero pintada de blanco y una cama para una persona, cada una a un lado de la ventana. Tuvo una pobre sensación de alivio cuando colocó la bolsa sobre la mesa. La idea de tener que dormir en la misma habitación que el lemino-trasgo lo inquietó desde el momento que Lennart le había ordenado que fuera a Kiruna. Era casi la peor parte de todo el viaje, y hasta había sopesado la posibilidad de reservar dos habitaciones separadas, pero en una habitación grande podía colocar la jaula lejos de sí. Había un lavabo, y en una placa ponía que los sacos de dormir estaban prohibidos. También estaría prohibido mear en el lavamanos. Pero lo iba a hacer. No quería salir al pasillo más de lo estrictamente necesario. No quería encontrarse con gente que lo mirase con curiosidad.
En la mesa había un taco de folletos turísticos. Se sentó y cogió uno. Había un plano de la ciudad y tenía una especie de marco a su alrededor, compuesto de anuncios. «Hotel Kebne: El hotel que eleva tus expectativas. Café Safari. Restaurante Nanking». Dio la vuelta al plano. «Kiruna is special», ponía en el dorso.
«Gunnar Myrén AB». Había una avioneta en la foto y entonces se acordó de lo que ponía en el periódico, que el abuelo de Susso Myrén había sido fotógrafo aéreo. Se suponía que era una tienda de recuerdos.
Sin embargo, no tenía intención de ir allí. Lennart le había dicho que habría demasiada gente. Había apuntado la dirección de la hermana en una nota, y también la del novio de la hermana. Si no estaba en una, seguramente podría encontrarla en la otra.
Debería ocuparse del tema inmediatamente, porque según Lennart corría prisa. Pero Seved, sentado en la silenciosa habitación, sabía que esperaría un poco. Tenía que prepararse mentalmente. Hacer de tripas corazón. Al menos, eso era lo que se decía. En la práctica, significaba que lo aplazaría todo lo que pudiera.
Hasta que ya no le quedaran más opciones.
No sabía qué haría el duendecillo con la hermana, ni tampoco qué tendría que hacer él mismo. ¿Qué haría si no conseguía sacar nada de ella? Había visto lo que los duendecillos de la caja habían hecho con los policías en Årrenjarka, pero no manejaba a los pequeñajos tan bien como Torsten, ni de lejos. Aunque eso ya lo sabía Lennart. No lo hubiera enviado con el lemino si no hubiera estado seguro de que tenía el poder suficiente para abrirle la mente a una persona.
¿O estaba Lennart desesperado? ¿Se había dejado llevar por otra cosa que no fuera la fría razón, que siempre lo guiaba? ¿Estaría asustado, por decirlo claramente? ¿O había sido otra persona la que le había dicho que se ocupara de Susso Myrén? ¿Ese Erasmus, tal vez?
¿Y por qué había tanta prisa? Tarde o temprano volvería a casa. Börje le había dejado entrever que había más razones. Que no sólo se trataba de anularla.
Había alguien más al sur a quién ella no debía ver.
Pero ¿quién?
Echó un vistazo al reloj. Casi eran las ocho. La recepción cerraba a las diez. Entonces podía descansar un rato. Lo necesitaba. La nieve se había amontonado contra el cristal de la ventana, y la luz de la farola de la calle caía en franjas por las láminas de las persianas. Sin quitarse ni la chaqueta ni los zapatos, se tumbó sobre la cama con las manos cruzadas sobre el pecho y miró al techo, que era blanco e inclinado. Por primera vez en mucho tiempo podría dormir sin tener que preocuparse por el jaleo de los grandullones. Oía voces al otro lado de las paredes y le gustaba. Eran voces desconocidas e ininteligibles, y no tardó en quedarse dormido.