Susso me dijo que pusiera el teletexto y cuando no le hice caso inmediatamente, porque pensaba que sólo quería ver la programación de los otros canales, lo volvió a decir y casi me gritó. Primero pensé que estaba enfadada con nosotros, porque no estábamos vestidos del todo, lo cual me irritaba porque, en mi opinión, teníamos derecho a estar hasta desnudos si nos diera la gana. Su manía de entrar en el piso sin llamar a la puerta me sacaba de quicio.
Agarré el mando a distancia y pulsé el botón del teletexto. Y allí ponía: NIÑO DE CUATRO AÑOS DESAPARECIDO EN JOKKMOKK. Al principio no entendía qué tenía que ver con nosotros, qué niño de cuatro años podría ser ése, porque todavía tenía la cabeza espesa tras la hora que habíamos pasado en la sauna, así que Susso tuvo que explicar que el niño desaparecido era el nieto de Edit.
—El que estaba con ella… —dijo—. ¡Cuando lo vio!
—Son menos dos —dijo Roland—. Pon las noticias.
Aturdida, quité el teletexto y cambié de canal. Mi mano izquierda trepaba nerviosamente por las solapas de la bata de seda. No era tanto la noticia como el extraño comportamiento de Susso lo que me preocupaba. Nunca la había visto tan seria.
El televisor no quería obedecer al mando y por eso me levanté para ponerme lo más cerca del aparato que podía.
—¿Es en la uno o en la dos? —pregunté.
Encima de los abetos cubiertos de nieve volaba un helicóptero de la policía sobre el lago Vaikijaursjön con sus penetrantes focos. Y una voz que decía: «Mattias, de cuatro años, había ido a visitar a su abuela el viernes. A las cinco, su madre descubrió que no había vuelto a casa y avisó a la policía».
Un agente de la policía entornaba los ojos delante de un micrófono cubierto de una caperuza gris y velluda del telediario «Nordnytt».
—Es un secuestro —dijo.
La bolsa de papel aplastada que estaba sobre la mesa crujió cuando Roland acercó la mano para coger un grano de uva. La masticó lentamente, como si tuviera miedo de fastidiarse un diente.
—Por Dios —dije, sentándome sobre la mesa del centro con cuidado para no caerme—. Por Dios.
«Un testigo vio a Mattias en un coche desconocido, un Volvo 240, en el centro de Jokkmokk a las cuatro y cuarto de la tarde del viernes. La policía pide la colaboración ciudadana».
—El que haya visto algo cerca del lugar del crimen, o tenga más información, que se ponga en contacto con nosotros —dijo el agente de la policía—. Sea lo que sea.
Susso estaba de pie, seria e inmóvil, con los brazos cruzados. Tenía la cabeza agachada, como si quisiera defenderse de las noticias con la frente como escudo. Ya había terminado el flash informativo y me puse a buscar entre los canales en busca de otros.
—Pero ¿qué dice ella? —dije, pulsando el botón de cambio de canal con forma de flecha una y otra vez—, ¿qué dice Edit?
Susso se fue a la cocina. Volvió con una botella de vino en una mano y una copa en la otra. Llenó la copa y se tomó un buen trago.
Roland se había echado en el sofá con los brazos cruzados.
Tuve una sensación de malestar, un nudo en el estómago.
—¿Qué dicen sus padres…? —continué.
Susso negó con la cabeza; no era una respuesta sino más bien para demostrar que no tenía fuerzas para contestar a la pregunta. Estaba sentada en la butaca, sujetando la copa de vino con las dos manos. Tenía la mirada clavada en el parquet. La botella estaba sobre la mesa de cristal, brillando en un tono rojo oscuro.
—Imagínate que ha sido él, el que lo ha cogido… —dijo.
—¿Quién? —dije—. ¿El troll?
Susso asintió.
—¿Qué troll? —dijo Roland en voz alta. Casi parecía enfadado cuando lo dijo.
—Pero ¿por qué? —dije yo, apagando la tele.
—¿Qué troll? —repitió Roland, que se había incorporado en el sofá y alternaba la mirada entre Susso y yo. Había fruncido sus afiladas cejas. Parecía que estaba a punto de lanzarse hacia adelante.
Me quedé callada durante un rato, toqueteando la hebilla del reloj de pulsera, que me rozaba las venas porque la piel de las muñecas es muy fina.
Al final dije:
—¿Puedo contarlo?
—¿Que si puedes contarlo? La foto está en la web. No es que sea un secreto.
Después de hablar, se tomó lo que le quedaba en la copa de un trago, se hundió en la butaca y suspiró con los ojos cerrados. Su cara estaba pálida y tenía ojeras.
—Resulta que Susso ha fotografiado a un troll —dije, colocando el mando a distancia sobre la mesa lentamente. Tal vez pueda ser un gnomo. Al menos creemos que puede serlo. Y fue en casa de la abuela de ese niño.
A continuación expliqué los pormenores del asunto, y sobre todo que la fotografía había sido tomada con una cámara en el exterior de la casa de Edit.
Roland expulsó aire ruidosamente desde el sofá. Miraba por la ventana con cara seria. «No nos aguanta, pensé. Se calla lo que quiere decir. Ahora ya no puede más. Está hasta los topes. En breve resoplará, y soltará algún sarcasmo. Dios mío, que no lo haga», pensé. Susso se pondría furiosa. Ya habíamos hablado sobre los trolls varias veces, Roland y yo, no podíamos evitarlo, y aunque él nunca había reaccionado con desdén, yo me había escabullido como si lo negara. Era una costumbre, tenía miedo a perderlo.
—¿Puedo verlo? —preguntó.
Roland estaba callado, viendo la pantalla del ordenador, que estaba sobre la mesa de la cocina. Se había bajado las gafas sobre la nariz. Después de un rato agarró la pantalla y la giró un poco a la vez que se inclinaba hacia adelante.
—O sea, que se supone que esto es un troll…
—No sabemos —dije yo—. Pero podría serlo, ¿a que sí?
Roland soltó una risita.
—¿Podría serlo? Sí. Tal vez.
Estiró el cuello y exclamó hacia el salón:
—¿Has enseñado la foto a la policía?
—Yo no —contestó Susso—. Pero Edit sí que lo ha hecho, creo. Al menos dijo que lo haría. Les iba a decir que estaba en la página web.
—Podría serlo —dijo Roland sonriendo para sí—. En fin, Gudrun…
Yo ya sabía que conocía la página web de Susso, porque habíamos hablado de ella, pero nunca había mostrado ningún interés por conocerla. Había asentido con la cabeza con una mueca tensa en la cara cuando se lo conté. Como si quisiera dejar claro que no tenía ninguna intención de reírse.
Después de un rato movió el cursor hasta la barra de direcciones e introdujo la dirección del Norrländska Socialdemokraten. Luego estuvo leyendo con los ojos entrecerrados.
—¿Pone algo más? —dije.
—Veremos —dijo—. No, parece que dicen lo mismo.
Fui a donde estaba Susso. Estaba medio tumbada en la butaca con la mano descansando sobre el pecho, escribiendo algo en el móvil. El jersey se le había subido y mostraba un michelín, con el ombligo en el medio. Fuera nevaba y me puse a contemplarlo. Más que nada porque no sabía qué decir.
—¿Lo viste alguna vez? —le dije al final.
No contestó, así que me di la vuelta.
—Susso. ¿Conociste al niño?
Negó con la cabeza. Estaba tecleando con los dos pulgares.
—Sus padres —dije—. ¿Viven juntos?
—Sí —dijo ella—. Ya te lo he dicho.
—Porque normalmente suelen ser los padres los que se llevan a los niños si hay un conflicto de custodia de por medio. También puede ser otro pariente.
—Ya, pero resulta que no.
Había dejado de escribir y me estaba mirando fijamente.
—Alguien lo ha secuestrado. ¿Lo pillas?
—Aparecerá, ya lo verás —dije—. No se puede robar a un niño así como así.
Yo estaba con los brazos cruzados. Era como si quisiera decidir que no se podía robar a los niños. Que era imposible, ni más ni menos.
—Sí que se puede —dijo Susso—. Evidentemente. La policía está segura de que alguien se lo ha llevado.
Era estúpido por mi parte tratar de consolarla con mentiras. Tenía razón. La irritación de su voz me incomodó y me senté en el sofá con las rodillas juntas y las manos cerradas alrededor de ellas. Tenía los dedos un poco hinchados. Siempre me pasa después de estar en la sauna.
—¿A quién escribes? —le dije.
—A papá.
Tiré un poco del forro de la manga de la bata de seda y asentí. Susso suspiró hondo, el pecho se le hinchó.
—Iba a subir estas Navidades. Pero ahora, no lo sé.